EL FANTASMA DEL FUJIMORISMO

Ultimamente muchos se preguntan por las posibilidades de «sobrevivencia» o «resurrección» del fujimorismo.
 
A fin de cuentas, tenemos el ejemplo reciente del APRA, que parecía muerto hace apenas un par de años, en las elecciones de abril del año 2000, y resucitó asombrosamente en las del 2001. 



No hay que olvidar que Abel Salinas obtuvo el 1.38% de los votos en la elección presidencial del 2000, y la lista del APRA el 5.5% de los votos para el Congreso; mientras que Alan García sacó el 25.8% de los votos en la primera vuelta presidencial de 2001, el 46.9% en la segunda, y la lista del partido el 19.7% de los votos para el Congreso. 

Dado que en nuestro país ciertamente han pasado cosas de lo más inverosímiles, es pertinente preguntarnos por el futuro del fujimorismo.

Pero, ¿de qué hablamos cuando nos referimos al «fujimorismo», o peor aún, al «fujimontesinismo»? Estos han devenido en términos casi sin sentido dado el uso tan elástico al que son sometidos.

Convengamos en que por «fujimontesinismo» nos referimos estrictamente a las prácticas ilegales, corruptas y violatorias de los derechos humanos en las que incurrió de manera organizada el gobierno de Fujimori. Si es que los fujimontesinistas terminarán todos en prisión con penas adecuadas corresponde a un análisis judicial. 

Lo que sí quiero decir, en términos políticos, es que me parece un gran error y una grosera simplificación reducir al fujimorismo a una «mafia en el poder» que se mantuvo por la pura manipulación, como hacen algunos.

Creo que no debemos perder de vista que el fujimorismo llevó adelante una profunda reestructuración de la sociedad peruana, que articuló un conjunto muy grande de proyectos e intereses; de allí la amplitud del apoyo que suscitó, o cuando menos la tolerancia o complicidad de la que gozó entre intelectuales, periodistas, empresarios, dirigentes populares, militantes y dirigentes de partidos, funcionarios internacionales, organismos multilaterales, gobiernos extranjeros, etc. Todo esto, por supuesto,no puede ser desaparecido de un plumazo. 

El fujimorismo llevó adelante en el Perú el proceso de reforma neoliberal y de reestructuración de la economía y la sociedad en función de la centralidad de mecanismos de mercado que se siguió en toda la región, y que marca un corte con el tipo de modelo imperante durante casi todo el siglo XX. La peculiaridad del fujimorismo es que estos cambios se dieron junto con el derrumbe del orden político-institucional previo, y con la consolidación de un gobierno de claras conductas autoritarias. Por ello en el Perú los cambios se dieron, pero también se desarrollaron redes de corrupción y se minaron las bases del orden democrático.

Parte del funcionamiento autoritario del fujimorismo se explica por su carácter excesivamente personalista, no institucional; es decir, su permanencia en el poder requería la continuidad de Fujimori en el poder, dado que nunca construyó un movimiento que fuera más allá de su persona. Otra parte del autoritarismo se explica por la debilidad de la oposición, por su incapacidad para articular una alternativa frente a éste. Al no encontrar límites, el fujimorismo se expandió y avasalló al conjunto de poderes del Estado. La posibilidad de construir una alternativa existió siempre, y de manera especialmente clara entre 1996 y 1998, período en el que la aprobación a la gestión presidencial cayó de manera sistemática. Sin embargo, mientras que el fujimorismo era una conjunto relativamente articulado, la oposición no pasó de ser una amalgama de intereses puntuales.


De hecho, Fujimori estuvo muy cerca de ganar en la primera vuelta de las elecciones del año 2000, de no haber sido por un movimiento totalmente espontáneo y súbito de los ciudadanos -no de los dirigentes políticos-, que convirtieron a Alejandro Toledo en abanderado de la causa del cambio. 

Pero pese a la aparición de Toledo apenas semanas antes de las elecciones de abril del 2000, sostengo que Fujimori, hacia agosto del 2000 ya había logrado básicamente conjurar los cuestionamientos a la legitimidad de su segunda reelección. Había logrado una relativa condescendencia en el plano internacional, había armado mayoría en el Congreso (aunque fuera mediante la compra de algunos congresistas), y había mostrado que las protestas ciudadanas tenían un alto valor simbólico, pero poco poder efectivo.

Digo todo esto para resaltar la idea de que la caída del fujimorismo no tiene que ver en lo fundamental con la erosión de su legitimidad, ni con el vigor de la oposición. En otras palabras, sostengo que ni el video Kouri-Montesinos ni las movilizaciones de protesta explican la caída del fujimorismo. 

Ella es consecuencia de la ruptura entre Fujimori y Montesinos, desencadenada por presiones externas (donde el papel de los Estados Unidos después del escándalo de la venta de armas a las FARC fue central). La ruptura obligó a Fujimori a convocar a elecciones (para evitar un proceso de transición encabezado por Montesinos); luego, sin el apoyo del asesor, perdió el control del Congreso, y no le quedó más que fugar del país.

¿A qué quiero llegar con todo esto? 

Quiero llamar la atención sobre la extrema fragilidad de la transición que vivimos en los últimos dos años. Creo que muchos cometen el error de sobrevalorar la fortaleza de la oposición en la caída del fujimorismo, y de subestimar el arraigo de éste, aún en sus momentos finales. Es por este error de diagnóstico que hoy muchos se sorprenden por los indicios de «sobrevivencia» del fujimorismo.

En una investigación reciente comparamos los cambios en la legitimidad de las instituciones y en los valores democráticos en el país entre 1999 y 2001. 

Ella nos da elementos valiosos para entender mejor qué es lo que realmente pasó en esos años. 

En contra de lo que hubiéramos esperado, no encontramos cambios significativos en la confianza que despiertan las instituciones (Poder Judicial, Ministerio Público, Congreso, etc.), y tampoco cambios en la evaluación del funcionamiento de la democracia; incluso, registramos una caída en el porcentaje de ciudadanos que declaran preferir la democracia como forma de gobierno. En otras palabras, el terremoto político y el proceso de democratización por el que pasamos entre 1999 y 2001 se dio sólo en el plano de la política, pero casi no tuvo impacto sobre el ciudadano promedio, para el que las cosas no han cambiado mucho. 

El ciudadano común se preocupa sobre todo de la mejora de sus muy malas condiciones de vida, que o se han mantenido como estaban o han empeorado.

En la investigación encontramos que la preferencia por la democracia como forma de gobierno y la confianza que despiertan las instituciones se explica mucho por el desempeño del gobierno de turno. Así, la evaluación de la gestión del presidente 

Toledo y las expectativas de mejora de la situación económica familiar dentro de un año son variables que explican los niveles de preferencia de la democracia como forma de gobierno y sus instituciones. En otras palabras, si no hay mejoras palpables para los ciudadanos en sus condiciones de vida, es probable que su vocación democrática tienda a disminuir y su tolerancia frente a prácticas autoritarias a aumentar. Esta es de hecho la tendencia en América Latina en los últimos años, según datos del Latinobarómetro.

Así, una caída en la evaluación de la administración de Toledo podría mejorar retrospectivamente la imagen del gobierno de  Fujimori, del mismo modo que el desastre que dejó éste permitió una mirada más indulgente del quinquenio de García. ¿Significa esto que entonces el fujimorismo tiene esperanzas?


Yo creo que el fujimorismo prácticamente no existe sin Fujimori, del mismo modo que el APRA sin García es incomparable al APRA con García. Para que el fujimorismo reviva, Fujimori tendría que estar en el Perú, y por ahora eso se ve bastante poco probable, dados los numerosos juicios que tiene pendientes, y dados los contundentes indicios de responsabilidad en muchas de las acusaciones que penden sobre él. 

El fujimorismo no existe sin Fujimori en un grado mucho mayor al que no hay aprismo sin Alan García. Fujimori nunca construyó un partido, y aún en el momento de su mayor popularidad éste no logró endosar su respaldo a otros candidatos (recuerden, si no, a Pablo Gutiérrez y a Jaime Yoshiyama en las elecciones municipales de Lima en 1993 y 1995).

¿Significa esto que el fantasma del fujimorismo está conjurado?

Creo que no. El verdadero riesgo no está en que renazca un movimiento político encabezado por Fujimori, sino en que la crisis del gobierno actual dé lugar a la aparición de un caudillo improvisado, confrontacional, anti-político, demagógico, que se presente como «salvador de la patria», recuperando así «lo mejor» de la tradición fujimorista: una combinación de autoritarismo y efectismo en el enfrentamiento de los problemas. 

Existen bases sociales para un discurso de esta naturaleza. En la encuesta que aplicamos en noviembre de 2001, el porcentaje de personas que piensan que da lo mismo un gobierno democrático o uno autoritario, o que en ocasiones un gobierno autoritario es preferible, suman un 30% (mientras que un 60% prefiere siempre a la democracia como régimen).

Puesto que no es realista esperar cambios notables en la situación económica o en la aprobación a la gestión del presidente en el corto plazo, ¿está la democracia condenada a perder sostenimiento? Afortunadamente no necesariamente es así.

También encontramos en la encuesta que la preferencia por la democracia se asocia positivamente con un mayor interés en los asuntos públicos y en la política, con un mayor manejo de información sobre temas políticos, y con mayores niveles de conciencia de que existen responsabilidades junto a los derechos.

Es decir, existe también un «núcleo duro» de adhesión a la democracia más allá de las contingencias inmediatas. Esperemos que este núcleo sea capaz de sostener esta frágil experiencia democrática ante los muchos retos por venir en los próximos meses y años.. 

Por: Martín Tanaka

Fuente: Desco