La paz con el Ecuador : HERIDA CERRADA, HERIDAS ABIERTAS

Los días 23 y 26 de octubre, al presidente Alberto Fujimori se le ofreció la ocasión, si no de pasar por la puerta grande de la historia, por lo menos de hacer un gesto en esa dirección. Pero no lo hizo.


 La noche del viernes 23, con un decorado que nos recordaba el cinco de abril de 1992, el presidente Fujimori dijo, justamente, lo que nadie quería escuchar. Fue el mismo de siempre. En un tono ofensivo, se proclamó casi como el único vencedor de esta paz conflictiva recientemente lograda con el Ecuador. Con él empezaba la historia y con él, posiblemente, terminaba. 

Antes todo era tristeza y error, hasta que, como dice una balada muy popular, llegó él para liquidar a los «guerreristas de café» y a los «patriotas de escritorio»; en fin, para darnos un poco de futuro a todos los peruanos. 1990, una vez más, fue convertido en el año cero de la nueva era fujimorista.

El lunes 26 de octubre, en Brasilia, hizo lo mismo. 

En lugar de proponer nuevos consensos nacionales e internacionales, en lugar de hablar a las mentes y corazones de cada uno de los peruanos y ecuatorianos, como lo hizo el presidente del Ecuador, Jamil Mahuad, Alberto Fujimori volvió a la carga. 

Atacó indirectamente al expresidente Fernando Belaunde. 

Antes de él, en 54 años, como dijo, todo había sido incoherencia, irresponsabilidad, en medio de hogueras de guerra y demagogia. Incluso, como lo hizo el viernes, alzó el tono y pensó, una vez más, que su misión era hablar fuerte, zaherir al adversario y no construir futuros consensos nacionales. Pensó, quizás, que la paz alcanzada con el Ecuador -que hay que cuidar, cultivar y desarrollar- le permitía continuar esta otra guerra contra los propios peruanos por su reelección el año 2000.

Su llegada a Lima fue cuidadosamente preparada. Una masa integrada por madres de comedores populares y niños de los distintos conos de Lima, movilizada en 700 ómnibus y bajo el chantaje de la entrega de alimentos que el PRONAA distribuye, lo esperaba con los brazos abiertos, agitando banderolas y banderitas peruanas que la FAP y los organizadores, según testimonio de los presentes, habían entregado en la base área número ocho.

Dos días antes había ardido Iquitos. Cerca de una docena de edificios públicos, símbolos de un poder centralista y excluyente, fueron incendiados. Los parlamentarios de la oposición que viajaron a esa ciudad tuvieron que calmar -según testimonio propio- a esa otra masa que no sólo había rechazado alimentos donados y amenazas abiertas para obligarlos a asistir a un mitin oficialista sino que también estaba dispuesta, como lo hicieron, a destruir propiedad  pública y a incendiar las casas de los militantes de Cambio 90, Vamos Vecinos y de los más destacados funcionarios públicos de esa región.

El martes 27 el presidente Fujimori desde Canadá (¡cuándo no!) acusó a los pobladores de Loreto de antipatriotas y para terminar esta faena el jueves 29 el ministro del Interior, Gral. César Villanueva, acusó provocadoramente en el Congreso a varios de los parlamentarios de la oposición y al Frente Patriótico de Loreto de ser los responsables de los sucesos en Iquitos. 

En Ecuador, los cosas tampoco eran fáciles. De las primeras reacciones, casi todas optimistas, se pasó a posturas más duras y hoy más de la mitad de los ecuatorianos condena el acuerdo. 

Incluso varios partidos, entre los que destacan el socialcristiano y el roldosista, se disponen a enjuiciar políticamente al canciller José Ayala, en lo que parece ser una jugada previa, ya que la puntería se la han puesto al propio Jamil Mahuad.

Que esto suceda en el Ecuador, no sorprende. Muchos ecuatorianos consideran que, una vez más, han perdido frente al Perú. No entienden por qué tras reclamar por más de un siglo 200 mil kilómetros cuadrados, hoy se tengan que contentar con tan sólo un kilómetro en el Alto Cenepa (Tiwinza para los ecuatorianos) y dos acuerdos: uno de Comercio y Navegación, y otro de integración binacional fronteriza, que no les dan soberanía en el Amazonas como siempre han exigido.

Al cabo de tanto tiempo de reclamos y de autoconvencimiento de ser «dueños» de nuestra Amazonía, tomar de pronto conciencia de que el Protocolo existe y que ha sido ratificado por los garantes y por su propio gobierno -con lo que la frontera entre ambos países se cierra definitivamente- equivale a la supresión traumática de una demanda nacional integradora. Hoy no queda nada que dé sustento a lo que fue un componente esencial de su identidad y conciencia nacionales: el reclamo ante el Perú de su supuesto derecho amazónico. 

Dicho en pocas palabras: quien tiene que cambiar el mapa es el Ecuador y borrar (¿será para siempre?) la ilusoria línea del Protocolo Pedamonte-Mosquera. Pero no se cambia tan fácilmente un mapa. Baste, como muestra, citar el editorial del diario Hoy de ese país del 15 de octubre: «Esta decisión (se refiere al acuerdo de paz. N.R.), cuyas consecuencias positivas a largo plazo son evidentes, enfrenta, no obstante, grandes dificultades a corto plazo. 

El país ha debido asumir realidades que desconocía respecto de su propia historia territorial. El mapa oficial de Tufiño, con el Amazonas como límite, no estuvo vigente, en la extensión que se muestra, ni siquiera a fines del siglo pasado, y la línea de posesiones declarada en 1936 por el Ecuador, es casi idéntica al Protocolo de Río de 1942.

Este ha sido un proceso doloroso pero indispensable para ser nosotros mismos, con nuestras glorias y fracasos. Ahora, los antiguos fantasmas han pretendido refugiarse en espacios simbólicos, que podrían perderse al delimitar el Alto Cenepa, pero cuya defensa por la armas, como la alternativa más probable, sólo causaría el colapso y el aislamiento del Ecuador».

No se ha valorado suficientemente entre nosotros el paso trascendental, y lleno de riesgos, de quienes en el Ecuador se jugaron por el acuerdo de paz al poner en tela de juicio una «historia oficial» que los acompañó por numerosas generaciones. Ni se le ha entendido, en toda su real dimensión, como paso previo e ineludible que anuncia y se abre a una nueva vecindad entre los dos países que, por décadas y lustros, vivieron de espaldas el uno al otro.

Llama en cambio la atención cierto tipo de reacciones -no nos referimos ahora a Loreto- que se produjeron, luego de conocerse el fallo de los garantes y la firma del acuerdo de paz, entre intelectuales, políticos, diplomáticos, periodistas y aun militares. El Gral. Jaime Salinas Sedó expresó con meridiana claridad ese estado de espíritu: «El acuerdo ha generado un sentimiento, que nunca existió, de revancha y de rechazo a todo lo que sea ecuatoriano» (La República, 1 de noviembre de 1998). Por primera vez en diversos sectores empezaron a escucharse expresiones, estereotipos, argumentaciones similares a las empleadas, a lo largo de los años por los propios ecuatorianos: el acuerdo nos deja una «herida abierta»; esto es una «paz indigna» que nos ha sido impuesta como consecuencia de la presión norteamericana.

Hasta se empezó a hablar de un «espíritu expansionista ecuatoriano» y de su «falsía y traición», como diría algún vals o pasillo. 

Es decir, aparece entre nosotros la misma (o muy parecida) retórica ecuatoriana post-firma del Protocolo de Río de Janeiro, lo que revela una desconfianza profunda no sólo hacia el Ecuador sino también hacia nuestras posibilidades y capacidades como nación.

¿Por qué todo esto?

Es posible que en la reacción del pueblo loretano estén contenidas, en forma condensada, buena parte de las razones que explican el humor predominante en gran parte del país, mayoritariamente insatisfecho con los acuerdos -y en algunos temas, como el de Tiwinza,  abiertamente en contra-, según todas las encuestas de opinión realizadas.

Esas razones hunden sus raíces en la postergación secular de las provincias, en el abandono también secular de las fronteras, en un centralismo (y personalismo) exacerbado por el actual régimen que revela la desconfianza del gobierno respecto a nuestras capacidades regionales y nacionales. De ahí la desinformación, la falta de consulta y de diálogo, el ninguneo de las poblaciones y autoridades locales como práctica habitual de este gobierno y, por consiguiente, la creciente pérdida de credibilidad de éste, y del jefe de Estado en particular, ante la opinión mayoritaria del país.

No sorprende, pues, la simpatía de la población en general con las justas y seculares reivindicaciones del pueblo de Loreto, ya que en el fondo son las propias -más allá de los incendios, pillajes y vandalismos. La movilización loretana añade el ingrediente del tema ecuatoriano vivido con intensidad en el pasado como frustración, desengaño y sentimientos traicionados. 

Desconfianza secular de los loretanos, y desconfianza creciente de la población. Agravada en este caso por la atmósfera de secreto que envolvió el proceso de negociación con Ecuador; y para mayor confusión, en su último tramo, por la renuncia irrevocable del canciller Ferrero.

Un comportamiento que no encuentra justificación en la famosa moratoria de información acordada por las partes, ya que ésta fue manejada de manera muy distinta en los dos países.

El canciller ecuatoriano se reunió unas 250 veces con un número equivalente de sectores sociales y el presidente Mahuad hizo lo mismo y hasta acudió al Congreso para explicar todo el proceso de negociación de manera «descarnada», según lo expresaron algunos medios de ese país.

Nada de esto ocurrió en el Perú. Si bien el canciller Ferrero se reunió -aunque muy pocas veces- con algunos sectores para informar sobre la marcha de las negociaciones, el presidente prefirió el mutismo total.

Las razones de este silencio presidencial, que se mantuvo incluso después de la renuncia de Eduardo Ferrero, no hay que buscarlas, pues, en lo delicado y complejo del proceso de negociación. Hoy, a la luz de las tardías revelaciones del excanciller sobre los motivos de su renuncia, podemos entender mejor el sentido que adquirió la moratoria entre nosotros:

Escamotear del escrutinio público negociaciones altamente personalizadas que desembocaron en la jugada más arriesgada del presidente: Tiwinza, cuya apropiación simbólica y emocional fue graciosamente cedida al Ecuador por nuestro pragmático jefe de Estado, y convertida así, también simbólicamente, en trofeo de guerra.

Al final optó por el apoyo de las FF.AA. y el control de los medios, en la creencia -debemos suponer- de que con ello era suficiente. El apoyo final de la población -también lo debemos

suponer- se daba, en este esquema, por descontado. «Hechos, no palabras», o su variante, «haz

primero, habla después», es, como sabemos, la divisa de este régimen.

Cálculos equivocados. Hoy vemos con preocupación cómo se levantan resistencias y obstáculos en ambos países para consolidar una paz definitiva. Allá como acá las encuestas de opinión señalan al «otro» como el principal beneficiario de los acuerdos.

¿Son tan malos estos acuerdos? 

O sólo lo son por contagio de procedimientos, presiones, manejos y prisas, sueños o ambiciones personales que impidieron mejores soluciones (Tiwinza incluido) y dejaron para el final lo que debió ser el principio de todo: la generación de grandes consensos nacionales previos.

Nada, al parecer, es ya modificable. El reto de fundar en estos acuerdos nuestra vecindad futura es inescapable. Pero debemos comenzar cerrando nuestras propias heridas.


Por:Alberto Adrianzén M.

Editado: por pegaso125