De nuevo sobre la pena de muerte

La propuesta del presidente Alan García de implantar la pena de muerte para los violadores de menores de edad ha desatado nuevamente la discusión sobre si procede o no hacerlo en el Perú, a pesar de que la Constitución vigente solo la permite para el delito de traición a la patria en caso de guerra y el de terrorismo, conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada. 



La Constitución de 1979 la permitía solamente para el caso de traición a la patria en caso de guerra exterior y la anterior, de 1933, la más permisiva, la autorizaba para los delitos de traición a la patria y homicidio calificado, y para todos aquellos que señalara la ley penal (entiéndase, Código Penal).

Pero el obstáculo más importante proviene de la normativa internacional, en este caso de la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica, que al proteger la vida establece que «en los países que no han abolido la pena de muerte, esta solo podrá imponerse por los delitos más graves, en cumplimiento de sentencia ejecutoriada de tribunal competente y de conformidad con una ley que establezca tal pena, dictada con anterioridad a la comisión del delito»,

para luego agregar, explícitamente, que: «Tampoco se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente» (art. 4.º, num. 2).

La discusión se centra, pues, en la pertinencia o no de extenderla a otros delitos fuera de la traición a la patria en caso de guerra y el de terrorismo.

En principio estoy entre quienes son contrarios a la ampliación de la pena de muerte, pues pensamos que un eficiente sistema penal y carcelario permitiría dotar a la población de la seguridad que esta requiere y se merece.

Ya en el siglo XVIII, Cesare Bonesana, marqués de Beccaria, sostenía que la pena capital carecía de eficacia intimidatoria, en tanto que la prisión perpetua sí la poseía en mayor grado. En nuestro país, por ejemplo, se adoptó el sistema de centros de reclusión especiales de altísima seguridad para los principales líderes terroristas, los que fueron condenados a cadena perpetua. 

Esto ha sido conveniente y necesario. Ahora, en todo caso, debe regularse en forma adecuada la posibilidad de sancionar efectivamente a los delincuentes de alta peligrosidad con prisiones de por vida y no pensar en otro tipo de soluciones. Imponer la pena de muerte se sustenta en un concepto de venganza.

No olvidemos lo que nos señala el mismo Beccaria, cuando expresa que «no es la intensidad de la pena lo que hace el mayor efecto sobre el ánimo humano, sino su duración; porque nuestra sensibilidad es más fácil y establemente movida por mínimas pero repetidas impresiones, que por un fuerte pero pasajero impulso».

La pena de muerte significa volver a la ley del talión, del «ojo por ojo, diente por diente», lo cual conlleva a hacer desaparecer un mal mediante otro mal como lo pretende el retribucionismo, desconociendo los principios que inspiran el Derecho, el cual busca que se establezca la armonía social sin violencia, ya que esta conlleva más violencia.

NO ES DISUASIVA NI INTIMIDATORIA

Algunos han sostenido que la pena capital puede ser disuasiva e intimidante, cuando en el fondo lo que se oculta detrás de esas tesis son las ansias de venganza.

A este respecto, Elías Neuman nos da cuenta de un hecho significativo que refuta y desacredita esta pretensión disuasiva de la pena de muerte. 

En Canadá, el índice de homicidios por cada 100 mil personas hasta un año antes de que se aboliera la pena en 1975 era de 3,09. 

Cálculo y ejemplo

Si en 1975 la población de Canadá era aproximadamente de 22 millones:

Dividimos la población total entre 100,000:

22,000,000÷100,000=220

22,000,000÷100,000=220 grupos de 100,000 personas.

Multiplicamos el índice por el número de grupos para estimar el total de homicidios:

3.03 × 220 =666.6 

3.03×220=666.6 homicidios en todo el país.

Este cálculo indica que en 1975 ocurrieron cerca de 667 homicidios en Canadá.

Con varios años de abolición, en 1983, disminuyó a 2,74 y en 1986 logró un nivel más bajo aún.

En los Estados Unidos se efectuaron varias constataciones que demostraron la inexistencia de la correlación entre la severidad de la pena y la reducción del delito. 

Así, en La Florida se restituyó la pena mortal en 1979, y en los años subsiguientes (1980, 1981 y 1982) el índice de homicidios ¡fue el más alto que se recuerde! Igual situación se sufrió en Georgia, donde volvieron a establecerse las ejecuciones en 1983 y poco después los homicidios se vieron incrementados en un 20 por ciento.

Estas estadísticas nos demuestran con elocuencia que la pena capital no es disuasoria ni tampoco intimidante. El mismo autor, con referencia a quienes cometen hechos aberrantes por su crueldad y que deben ser sancionados por la sociedad, nos dice: «Muchas veces carecen de capacidad, de discernimiento, o se ven sobrepasados por la violencia del momento o actúan por razones mesiánicas o pasionales».

Quienes defendemos el derecho a la vida y entendemos que sin ella los demás derechos humanos resultan un sinsentido, ya que en su titularidad reposan los otros derechos fundamentales, no podemos aceptar la pena capital como sancionadora, aun en el caso de aquellos delitos abominables.

Y es que no es necesario que las penas sean crueles para ser disuasivas. Norberto Bobbio nos dice que es suficiente con que sean seguras. Según el desaparecido maestro de la Universidad de Turín, lo que constituye una razón para no cometer el delito, más aún, la principal razón, no es tanto la severidad de la pena como la certeza de ser castigada de alguna manera.

Como he manifestado anteriormente, no participo de la opinión de quienes han sostenido que la violencia deba combatirse con medidas como la pena máxima, incluso tratándose de delincuentes comprometidos con actos de terrorismo. 

Como ahora se afirma con respecto a los violadores de menores de edad, se defendía entonces que los terroristas, ante el temor de perder la vida, dejarían la opción violentista y se inhibirían de cometer el delito.

El terrorista es un fundamentalista y su fanatismo hace que tenga una concepción distinta del valor de la vida, en tanto que el violador, por lo general, es una persona de muy escaso nivel educacional y que vive rodeado de circunstancias sociales de marginación o exclusión que no resultan fáciles de 

corregir a corto plazo, aunque se debe poner todo el esfuerzo para superarlas.

Como ha explicado con certidumbre Cuello Calón, la «pena de muerte carece de eficiencia intimidatoria, especialmente para ciertos criminales, para los asesinos caracterizados por su insensibilidad moral, para los criminales profesionales, para quienes la última pena es una especie de riesgo profesional que no les espanta, para los apasionados o fanáticos que delinquen por móviles políticos o sociales».

Enrique Gimbernat sostiene que el fin del Derecho Penal no es el de moralizar ni el de retribuir; es mucho más modesto y acorde con las posibilidades humanas: es el de defender a la sociedad e impedir la lesión de intereses jurídicos en cuya integridad todos estamos interesados. 

Y si la pena de muerte no contribuye en lo más mínimo a la prevención de delitos, entonces nada puede justificar la imposición de una pena que solo acarrea la pérdida del bien más preciado del hombre a cambio de ninguna utilidad para la sociedad.

En el caso del terrorismo, sostuvimos en su momento que la aplicación de la pena de muerte tendía a crear mártires, por cuanto quienes podrían ser ejecutados eran personas que sacrificaban sus vidas por ideales que ellos consideran superiores, como es el objetivo de lograr una nueva sociedad acorde asu fanática ideología.

LA POSIBILIDAD DEL ERROR JUDICIAL

La abolición de la pena de muerte constituye una evolución de las sociedades más desarrolladas y se sustenta principalmente en el riesgo de que exista un error judicial que lleve a la aplicación de la injusta condena.

Las otras penas, por duras y severas que sean, dan pie a una reparación en el caso de error judicial.

La pena capital no lo permite. La pena capital tiene la característica de ser irreparable e irreversible,por lo que si hubo error judicial no hay forma de corregirlo, además de hacer inviable cualquier posibilidad de rehabilitación del delincuente.

Este margen de error, aun cuando pudiera ser grande o pequeño, es un hecho que existe, puesto que las sentencias son dadas por hombres que, como tales, no son infalibles. 

Por lo tanto, las consecuencias de esta posibilidad deben de minimizarse.

¿TIENE EL ESTADO EL DERECHO DE QUITAR LA VIDA?

Cabe preguntarse, cuando hablamos de la aplicación de la pena de muerte: ¿Tiene acaso el Estado  derecho a quitarle la vida a alguien? 

En nuestro concepto, la vida humana solo le pertenece a cada persona y ninguna otra puede disponer de la de otro, ni menos la sociedad en su conjunto, aunque esté políticamente organizada. Lo máximo que puede hacer el Estado para protegerse es privar a esa persona de su libertad, pero en ningún caso de su vida. El Estado no es dueño de la vida de nadie, por lo que no puede quitársela a ninguna persona. 

LA PENA DE MUERTE Y LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO

 Casi todas nuestras cartas políticas se han ocupado, directa o indirectamente, de la pena de muerte. Luis E. Roy Freyre ha hecho una interesante clasificación al respecto. 

Algunas Constituciones han contenido una declaración directa; así, en un caso la referencia a la pena máxima se hizo empleando una fórmula permisiva irrestricta que autorizaba su imposición a «los delitos de traición a la patria y homicidio calificado, y para todos aquellos que señale la ley» (Const. 1933, art. 54.º); en otras tres ocasiones se recurrió a una fórmula permisiva relativamente limitada prescribiéndose que el Código Penal debía ajustar su aplicación, en cuanto fuere posible, a los hechos delictuosos que exclusivamente la merecieran (Const. 1823, art. 115.º, Const. 1826, art. 122.º, y, Const. 1828, art. 129.º, inciso 5); en otras tres más se utilizó una fórmula permisiva estrictamente limitada que circunscribía su aplicación a los delitos de homicidio calificado (Const. 1860, art. 16.º), homicidio calificado y traición a la patria determinados por la ley (Const. 1920, art. 21.º) y traición a la patria si existiese guerra exterior (Const. 1979, art. 235.º); y en otras dos previsiones legales, por último, se hizo uso de una fórmula terminantemente prohibitiva que a la vez proclamaba la inviolabilidad de la vida humana (Const. 1856, art. 16.º: y Const. 1867, art. 15.º). 

En cuanto a la alusión indirecta a la pena de muerte, comprobamos que se hizo mediante una técnica que se refería a la atribución concedida al Poder Ejecutivo para conmutarla, la que fue empleada en dos casos (Const. 1834, art. 85.º, inciso 33; y Const. 1839, art. 87.º, inciso 40).12 La Constitución actual (art. 140.º) se encuentra dentro de la fórmula permisiva estrictamente limitada, ya que permite aplicar la pena capital a los delitos de traición a la patria en caso de guerra y de terrorismo, con sujeción a los tratados de los que el Perú es parte. 

Por eso, cualquier modificación al tratamiento actual de la pena de muerte debe necesariamente incluirse en la Constitución, no solo por la importancia de la materia en sí, sino porque nuestra carta política es restrictiva en cuanto a la protección de los derechos fundamentales y además está enlazada a las regulaciones establecidas por los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por el Perú, como son los casos del Pacto de San José de Costa Rica, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas y el Protocolo Facultativo de este último. Esto lleva a que cualquier modificación que se pretenda hacer deberá realizarse respetando las normas rígidas y especiales de una modificación constitucional, además de la denuncia que tendría que hacerse de los tratados mencionados. 

LA PENA DE MUERTE Y LOS TRATADOS INTERNACIONALES 

En el ámbito internacional, la extensión de la pena de muerte a delitos distintos al de traición a la patria en caso de guerra y de terrorismo ocasionaría serios problemas puesto que implicaría para nuestro país apartarse del Pacto de San José, lo que no puede hacerse de manera parcial sino integral. Por lo tanto, si se denunciara, esto representaría perder la jurisdicción de la Comisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, hecho que conllevaría un retroceso en materia de derechos humanos, por cuanto agotada la jurisdicción interna es procedente recurrir a un tribunal internacional si los derechos fundamentales de alguna persona han sido denegados o en alguna forma conculcados. La posibilidad de la denuncia parcial está negada por la Convención de Viena sobre los Derechos de los Tratados, también suscrita por el Perú y que entró en vigencia el 27 de enero de 1980. 

El artículo 44.º de la Convención de Viena dispone que si se procediera a la denuncia de un tratado o se pretendiera retirarse o suspender su aplicación, ello no procedería sino respecto de la totalidad del mismo. Esto significa que no hay denuncia parcial sino total de cualquier tratado internacional. 

Si el Perú hubiese planteado la denuncia parcial con la finalidad de aplicar la pena de muerte a los condenados por traición a la patria en caso de guerra interna o, como ahora, para aplicársela a los violadores de menores de edad, dejaría de lado importantes mecanismos de protección a los derechos humanos, como los que garantizan los tratados mencionados, lo que bien podría conducir a abusos, excesos y atropellos. Además, se debe tener en cuenta que si el Perú decidiera denunciar a la Convención tendría que hacerlo con aviso de un año para poder retirarse, como lo precisa el artículo 78.º del mismo tratado. En conclusión, la pena capital no es necesaria ni conveniente. Lo que debe hacerse es mejorar tanto el sistema de administración de justicia para garantizar juicios justos, como el sistema penitenciario, para dotar a la sociedad de la tranquilidad y seguridad que con justicia se merece. 

¿AMPLIACIÓN DE LA PENA DE MUERTE SIN DENUNCIAR LOS TRATADOS? 

Existen cuatro proyectos de ley para extender la pena de muerte más allá del marco jurídico actual.

 El APRA ha presentado uno que pretende ampliar la pena de muerte para los violadores de menores de 7 años de edad sin denunciar los tratados internacionales, lo que colocaría a nuestro país en situación de ser pasible de una sanción por incumplimiento de los tratados sobre derechos humanos de los cuales el Perú es parte. 

El proyecto del gobierno se sustenta en que al ratificarse la Convención Americana de Derechos Humanos en 1978 regía la Constitución de 1933, a pesar de que el Estatuto Revolucionario que impuso el Golpe de Estado de 1968 la puso de lado. 

Lo más importante es que el proyecto desconoce que la misma Constitución de 1933 que invoca, exigía que la ratificación de tratados la hiciese el Congreso y no el Poder Ejecutivo, como en efecto lo hizo el gobierno de facto en julio de 1978 ya que carecía de parlamento. 

Fue por esa razón que la Constitución de 1979, presidida por Víctor Raúl Haya de la Torre, ratificó en todas sus cláusulas el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como su Protocolo Facultativo, haciendo lo propio en la Convención Americana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica, incluyendo sus artículos 45.º y 62.º, referidos a la competencia tanto de la Comisión como de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. 


 Por:RAÚL FERRERO COSTA

fuente: Desco