Octubre 1997
EN NOMBRE DEL PRESIDENTE
La única vez que he estado cerca de la política fue hace muchísimos años, cuando mi tío Carlos Ledgard defendía la candidatura de Manuel Prado y la familia de su mujer la de Hernando de Lavalle, porque ella, claro, además de hermosa, era su pariente. Recuerdo con una claridad meridiana a Thorne, un compañero de aula, discutiendo a los diez años de política, porque él también defendía seguramente a uno de sus tíos.
Estábamos en el ómnibus del Inmaculado Corazón y corría tranquilo el año 1956, cuando la política era un asunto casero y todo aquél que intentara ocupar un lugar público era una persona cercana y conocida. Supongo que mi primo Carlos José optó por la candidatura de Hernando de Lavalle debido al profundo amor que le guardaba a su mamá, y yo me quedé con la de Manuel Prado porque un Ledgard andaba por allí metido. Eran discusiones a muerte y no me recuerdo en otra oportunidad discutiendo de esa manera, con tanta intensidad y con tan poca altura. Mi tío Carlos fue el político de la familia, y no sé bien si aquello daba o no prestigio. Presumo que sí, porque a él, al menos, lo veía feliz y satisfecho.
Cuando fue presidente de la Cámara de Diputados, nosotros, los chicos, podíamos hacer muchas cosas cerca del poder en los desfiles del Campo de Marte, donde el olor a excremento de la caballería embriagaba tanto como la hermosísima Marcha de Banderas. Después, supe que mi tío postuló al interior de la lista aprista en las elecciones de 1962; si salió elegido no lo sé, el hecho fue que esas elecciones se anularon mediante el golpe militar de Pérez Godoy. Recuerdo también que acompañé una mañana invernal a mi padre a saludar a su amigo Antero Aspíllaga, que sí salió elegido, pero por gusto, porque días después todo aquello se desplomaba en el olvido.
Como resulta obvio, la imagen que yo pueda tener de un «presidenciable» es muy pobre, ya que a los pocos años la imagen de Manuel Prado cayó en una profunda desgracia, y fue motivo de burlas y chistes, incluyendo la famosísima carátula de la revista Caretas: "llegó el circo", y lo mostraba orondo con el pecho plagado de condecoraciones.
Era la época en la cual le echaban la culpa de cuanta desgracia natural ocurría en el país, y eso que no recuerdo que haya habido la presencia del Niño. Con el correr de los años me fui distanciando de ese vaho de la política al interior de la familia, y después del primer gobierno de Fernando Belaunde Terry, la distancia fue aún mayor, porque con el general Juan Velasco Alvarado solamente me unía la profunda discusión que hubo durante su gobierno entre amigos que lo odiaban y amigos que lo respetaban, entre parientes que estuvieron a su lado, alguno como ministro (y le negaban el saludo en las reuniones sociales), y parientes que lloraban porque les quitaron sus tierras. En medio de las polémicas y las discusiones hubo de todo, menos el encanto que rodeó como una aureola la cabecita de mi tío Carlos, cuando yo era niño, ya que la mayoría de los amigos del colegio se ponían furiosos a la hora de reunirnos, discutían, andaban malhumorados, y los de la universidad se trompeaban todo el tiempo: unos en un bando, otros en el otro, y al interior del bando de los de la izquierda existían los reformistas y los revolucionarios.
Yo tenía amigos en todos los bandos, y sufría y me desgarraba pensando que la política equivalía a confictos eternos, a malos entendidos existenciales, a broncas que llegaban hasta la sobremesa de las familias, porque muchos de mis amigos se distanciaron de sus padres, ya no conversaban con ellos, no se sentaban a la mesa, y varias amigas se fueron de sus casas y se pelearon con sus compañeras de colegio porque las consideraban unas frívolas a las que solamente les interesaba el mundo de Vanidades y Buen Hogar.
Los años siguieron corriendo y los ánimos se fueron apaciguando, hasta tal punto que a la distancia el gobierno militar y revolucionario del general Juan Velasco Alvarado fue uno de esos extraños paréntesis étnicos que hemos tenido en cuanto a presidentes, y que le hacen tanto bien al país: Ramón Castilla, Sánchez Cerro y Velasco Alvarado, los tres Cholos del Apocalipsis y tres militares también, porque de otra manera no estoy muy seguro de que hubiesen salido elegidos. Claro: Castilla se almorzó a Rufino Echenique, Sánchez Cerro a Leguía y Velasco a Belaunde, una especie de rebelión en la repostería, un empujón histórico de los empleados de confianza a los señores, un tuteo inesperado, un «tú qué te crees» que suena a temblor y no tanto a terremoto (gran discusión entre los reformistas y los revolucionarios, entre el estornudo y la tos, el guarapeo y la sacada de mugre), pero que los convirtió en una imagen presidenciable bastante machista, de botas estruendosas, gritones, como si fuesen requisitos fundamentales para llegar al sillón presidencial.
A tal punto se ha generalizado esta visión, que los señores de salón son considerados malos presidentes justamente por ser señores, pantalonudos, que pudieran ser presidentes de Suiza, pero del Perú, ni de a vainas. (Alguien siempre decía que nosotros teníamos una pésima idea de Suiza, porque pensábamos que Fernando Belaúnde debería ser presidente de Suiza y no del Perú.
Como si el Arquitecto hubiese sido financista o banquero de profesión...) A más señor, más «calzonudo»: Bustamante y Rivero, Fernando Belaunde, Javier Pérez de Cuéllar: grandes maestros en La Haya, Berna y las Naciones Unidas. Pero del Perú, nunca; el Perú lo que necesita es bota, clama la opinión generalizada, uniforme, mando, duchazo de agua fria, mala dicción, pésima ortografía, cabecita torpe, pero eso sí, un señor ejército detrás. Incluso si una mujer coquetea con el poder, se le llamará «La Mariscala».
El final de los presidentes civiles ha sido desastroso. La mayoría de ellos han sido derrocados e incluso humillados. A Leguía le saquearon su casa y lo encerraron; a Billingurst, a Prado y a Belaunde los desalojaron del Palacio de Gobierno; ninguno de los presidentes civiles ostenta una calle y menos aún una plaza o un jardín de barrio. En cambio, los presidentes militares tienen la plaza San Martín y Castilla, la avenida Salaverry, la avenida Benavides por allá y por acá (será por que era Mariscal y no General).
Alan García Pérez y Alberto Fujimori han sido conscientes de este arraigado imaginario popular, y ambos decidieron, en su momento, ser civiles, pero no señores; hombres de la calle y no del salón; de terno, pero también de casaca. Y Fujimori, cual Zelig, el personaje de la película de Woody Allen, se ha puesto encima todos los vestidos y sombreros de la amplia gama de la sociedad civil, para no ser visto como un señorón o un señorito. Por eso nunca va a Ellos & Ellas, ni visita Acho, las galerías de arte o las recepciones de las embajadas. Puede que sea visto como un civil frágil y aislado, solitario y emergente, rodeado exclusivamente por su círculo familiar más íntimo, delgado como todo oriental, menudo como el Chorrillano, pero muy bien acompañado del bolondrón militar, tal como un civil debe andar si desea ser presidente por un tiempo más o menos prolongado. Igual imagen vendía Alan García cuando se fotografiaba brindando y cantando con los mandos intermedios. No en vano Alberto Fujimori ha declarado que no es un caído del palto.
De aquí al año 2000 va a ser muy difícil revertir esa imagen del presidente civil conviviendo con el verdadero poder de los países del Tercer Mundo, como son los militares, ya sea para bien o para mal, porque la percepción de la frágil sociedad civil, de la precaria institucionalidad y de la desarmada población, invitada al festín político cada cinco años para que deposite su voto y se vaya rápido a casita, es que la sociedad se desenvuelve en territorios cada vez más oscuros, sucios y fangosos, donde o se entra bien armado (Fals y Migs) o mejor no entres cuñadito, hermanito, como nos tratamos los civiles en el desamparo.
La gran habilidad de Fujimori, y el gran peligro, por supuesto, es que vende una imagen de civil rodeado de militares, que sabe cómo negociar con ese mundo subterráneo de narcotráfico y subversión -a veces separados, otras unidos- sin que necesariamente se desordene del todo la sociedad y el Estado. Es decir: la sociedad sabe perfectamente que sin el dinero proveniente del narcotráfico sería imposible vivir o encontrar dólares (que es prácticamente lo mismo) y que ese negocio debe estar bajo control del Estado, porque de otro modo estaría en otras manos, sabe Dios en qué manos. Por un tiempo la sociedad tuvo la impresión de que se repartía entre varias manos (narcos colombianos, narcos peruanos, senderistas, del MRTA, del Ejército, de la DEA).
Ese pandemonium, de acuerdo a esa misma desgarrada visión, exigía un liderazgo, una hegemonía, un mando, cierto orden en ese territorio de selva, fango, pistas clandestinas, pueblos subyugados, emboscadas y avionetas, que Fujimori logró organizar después de la caótica década del ochenta. El verdadero peligro consiste en que el control político del negocio con el submundo del narcotráfico y la subversión se expanda como un cáncer y corroa los cimientos de la sociedad (estas expresiones han sido usadas en múltiples ocasiones) y las frágiles instituciones civiles cedan a la corrupción.
De hecho, cada vez más los ciudadanos ignoran qué es lo que verdaderamente sucede en el país, cuál es el verdadero significado de muchas situaciones, pues con las justas tropezamos con la fachada, con la punta del iceberg, pero no se conoce el trasfondo de los intereses creados, los cargos oficiales, los ingresos de los funcionarios, sus tareas, sus contactos, el motivo de sus diputas; en otras palabras, el monstruo interno que engorda -cual Alien- en nuestros propios intestinos. Es extraña la opinión de que no existirían candidatos capaces de hacerle la pelea a Fujimori en las elecciones del 2000, a pesar de que las encuestas ubican al alcalde de Lima, Alberto Andrade, en un expectante lugar. Si fuese así, esa idea se sustentaría en la incapacidad que muestran los candidatos para controlar aquel submundo que rige la economía del país y donde, por supuesto, los señores a secas no tienen cabida.
A la vieja idea del pícaro pepecista (cunda, criollo, travieso, parlanchín, capaz de entenderse con el pueblo Camotillero, hoy reencarnado en Andrade, Kouri, Tulio Loza e incluso en Belmont, en su momento, para entenderse con los militares y decirles que no son unos civiles intelectuales o tontos), le ha seguido la idea del pragmático, del tecnócrata, del informal que ahorraba en Clae o la del comerciante que cancela al cash, sin recibo y con celular en la oreja en las atiborradas calles de Gamarra, como si fuese una prolongación de la arteria central de Tocache, allá en el Alto Huallaga. Andrade, al igual que Fujimori, saca a luz su lado mazamorrero, y le encanta decir que proviene de los Barrios Altos. A su vez, como Fujimori, que tiene en la otra mano a la Sunat fiscalizadora, limpia la ciudad y ordena a los ambulantes.
Diera la impresión que el talento político, de aquí al 2000, de cara al próximo milenio, consiste en hacer funcional el negocio ilícito del narcotráfico, saber convivir en el límite con las subversión, mantener a raya a la oposición laboral, desarmándola como fuerza sindical, e interpretar libremente la armadura legal y toda esa habladuría afeminada, para los duros, de los derechos humanos y la vida constitucional. El domingo 28 de setiembre el canal estatal proyectó la excelente película Agenda secreta. La vi, de causalidad. No les voy a contar el argumento y me limitaré a reproducir dos frases: «si quiere comer tocino, debe antes matar al cerdo».
La otra: «si los irlandeses supiesen lo que ocurre en Irlanda, no podrían dormir». A la violencia del Estado, aquí se añade el negocio del Estado. Por cierto, el director de este excelente film no comparte la idea de fondo que transmite: en ciertas ocasiones el Estado está obligado a transgredir las leyes por el propio bien de la sociedad; y a la gente, aunque no lo crea, aquello no le parece mal... Por un momento pensé que los directivos del canal ignoraban lo que transmitían. Pero después me percaté de que esa era justamente la intención: mostrar descarnadamente que la inocencia terminó, que enfrentar la intrincada madeja del Estado resulta imposible, y que desde el poder se controla y se negocia con la turbia marejada.
Por: Abelardo Sánchez León
Fuente: Desco
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