1-Ago-2022
Resumen:
Las reformas implementadas en el Perú por el régimen militar del general Juan Velasco Alvarado entre 1968 y 1975 suscitaron una intensa competencia y rivalidad entre su gobierno y los partidos de Nueva Izquierda por imponer un nuevo orden.
El artículo explica en este escenario tenso y polarizado entre militares y partidos como el MIR y VR, los factores que limitaron la formación de una oposición sólidamente organizada al régimen militar y a sus reformas y, analiza en el caso de los militares, su temor y desconfianza hacia estos partidos de Nueva Izquierda.
El golpe de estado conducido por el general Juan Velasco Alvarado contra el presidente del Perú, Fernando Belaunde Terry, el 3 de octubre de 1968, supuso el retorno de la Fuerza Armada al poder después de cinco años de ausencia. El golpe, producido por un sector de militares autoconsiderado antiimperialista, nacionalista y desarrollista, generó reacciones y posturas entre los diferentes grupos y partidos políticos del escenario peruano, entre los que destacaban los llamados partidos de Nueva Izquierda.
El régimen de Velasco duró siete de los doce años que gobernó la Junta Militar, conformada por el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, su principal característica fue llevar adelante un proceso nacional de reformas económicas, políticas, sociales y culturales que cambiaron la faz de la sociedad, la política y la cultura peruana. Al mismo tiempo interrogó a grupos políticos y a analistas durante todo ese periodo, sobre el papel que debían tener los partidos y, particularmente, a los diferentes partidos de Nueva Izquierda sobre sus posturas y actitudes frente a las reformas de los militares.
Desde muy temprano, diferentes observadores y analistas del régimen reconocieron el carácter reformista del gobierno de Velasco en el Perú. La fuerte controversia que ha suscitado entre académicos y no académicos, incluyendo a los historiadores, ha sido, sin embargo, la naturaleza positiva o negativa de esas reformas para el país y qué tanto beneficiaron o perjudicaron a las organizaciones de izquierda. Para entender primero las posturas académicas sobre el impacto del régimen velasquista entre los diferentes partidos de izquierda es necesario hacer un recuento previo de ellas.
De acuerdo con Aníbal Quijano, desde la teoría de la dependencia, el golpe de Estado y el régimen militar fueron solo la expresión estructural de la pérdida de poder hegemónico de las clases dominantes tradicionales en alianza con el capital extranjero.
El talante “supuestamente” reformista, “nacionalista” y hasta antiimperialista del régimen militar peruano no significó necesariamente el fin de la dependencia del imperialismo, sino más bien significó el reacomodo de esas clases o burguesías nacionales o locales en un contexto de cambio producido dentro del propio sistema capitalista.
Desde un enfoque institucionalista, para el politólogo Alfred Stepan en cambio, el velasquismo representó la voluntad de los militares, liderados por el general Velasco por reorganizar lo poco organizado en la sociedad para impulsar reformas inclusivas dentro de un esquema corporativo o estamental del Estado. Según este autor, la principal causa del fracaso del proyecto velasquista fue precisamente la escasa o nula participación de la sociedad para asumir como propias, las reformas hechas por los militares.
Desde otros enfoques politológicos se ha resaltado más el surgimiento de un grupo de militares liderados por el general Velasco para hacer un régimen de reformas económicas, sociales, políticas y culturales más allá de la eficacia de sus resultados. Según estos planteamientos lo que habría condicionado el surgimiento de un grupo de oficiales considerados progresistas fue la inacción e incapacidad de los partidos políticos -incluyendo a las organizaciones de izquierda-, para hacer dichas reformas. A ello se suma como otro factor decisivo en la conformación de esta generación de oficiales reformistas el criterio de autosuficiencia de las instituciones militares. Dirk Kruijt plantea desde esta perspectiva, por ejemplo, como los militares se veían a sí mismos como los únicos capaces para hacer cambios y reformas para construir una nación moderna.
Converge con esta postura Daniel Masterson quien considera que el carácter profesional de sus competencias castrenses (“new professionals”) les daba derecho para hacer las reformas que la sociedad exigía y que ningún político hacía.
Juan Martín Sánchez plantea, en cambio, que fue más el carácter generacional de una “minoría consistente” de militares que encontró la suficiente voluntad dentro de su institución para hacer los cambios que los partidos tradicionales no querían o que los partidos de la nueva izquierda sí pero con el riesgo de implantar el comunismo.
Los autores de la academia anglosajona, por lo general, han puesto énfasis en las posturas ideológicas conservadoras de las reformas que influyeron en su estilo con un carácter autoritario. Eric Hobsbawm la definió muy tempranamente como una revolución peculiar y de acuerdo con David Scott Palmer se trató de un experimento que no pasaba de ser un reformismo de cuño conservador y burocrático.
Abraham F. Lowenthal la identificó también con la “ambigüedad” dado el carácter contradictorio de su retórica revolucionaria frente a una práctica política menos radicalizada o, peor aún, incongruente con esa retórica.
Esta visión daría paso luego a una apreciación más comprensiva de los esfuerzos y las dificultades que afrontaron los militares para construir un estado nacional más inclusivo económica y socialmente.
Desde una perspectiva diferente, varios autores peruanos y cercanos al propio régimen militar plantearon que más importante que el énfasis autoritario y la ambigüedad ideológica de las reformas o la “supuesta” falta de apoyo popular hacia ellas, fue el impacto práctico y profundamente democratizador que estas tuvieron sobre la sociedad.
En esta esta línea de interpretación Carlos Franco y Héctor Béjar sostienen que los modos verticales del régimen propiciaron nuevas lógicas movilizadoras y democratizadoras del poder, quedando los aspectos estrictamente ideológicos subordinados a esta necesidad.
Más aún, Teresa Tovar propone que la inclusión autoritaria de las masas en la nación ayudó a constituir nuevos movimientos sociales y populares en la década de 1970, además, dio sustento a la reorganización de la sociedad en su conjunto y al interior de los partidos políticos, incluyendo a los de izquierda, para la apertura democrática de finales de esa década e inicios de 1980.
El debate sobre la naturaleza del régimen de Velasco y su relación con la sociedad y los movimientos sociales que surgieron durante el periodo sigue siendo un tema para la discusión. Enrique Mayer, Carlos Aguirre y Paulo Drinot han abierto más flancos de interpretación sobre un vasto campo de estudios para relacionar precisamente el impacto de las reformas velasquistas sobre dinámicas sociales profundamente establecidas en la sociedad.
El análisis de cómo se reconstituyeron estas nuevas relaciones sociales, políticas, culturales y de la vida cotidiana en las que no está exento el uso de la violencia para reorganizar y disciplinar a la sociedad, anima a conocer quiénes se beneficiaron o perjudicaron con esas nuevas dinámicas y cómo lo hicieron.
Desde esta línea, Martín Gonzales plantea que el velasquismo impactó fuertemente sobre los partidos de izquierda y de nueva izquierda influyendo en la apertura democratizadora de la sociedad peruana post oligárquica; su legado, al mismo tiempo, habría sido el escenario complejo que dejó para que estas organizaciones cultivaran relaciones con los movimientos populares, y se mimetizaran con ellos, aunque sin llegar a un estado de condensación óptima para una unificación política clasista, que solo llegó después de caído el régimen en 1975.
En un contexto en el que los partidos dejaron de ser el termómetro de los cambios que se estaban operando en el país, la política se trasladó a otros campos no partidarizados. Hasta los grupos surgidos de la legitimación de la lucha armada ultraizquierdista perdieron esa condición de medida de lo político. Muchos de estos podían coincidir efectivamente con las reformas del gobierno, pero no necesariamente renovaban sus prácticas con la población y con el nuevo Estado “revolucionario”. El consenso para efectuar las reformas velasquistas no definió entonces la relación entre estos y el régimen sino la disputa sobre la legitimidad de las reformas y su utilización para hacerse un espacio propio entre ellas.
Osmar Gonzales considera, en este último sentido, que si bien los partidos de izquierda y de Nueva Izquierda podían tener un mismo vocabulario radicalizado, en el fondo poseían muy pocos objetivos comunes dada la ausencia de una tradición organizativa que los cohesionara, esto les impuso una “estructura ausente de representación” frente al gobierno militar.22 Eric Zolov, nos ha prevenido también de la presunción de ver a la izquierda y a la propia nueva izquierda como un campo supuestamente homogéneo.
Ni siquiera el “will to act” (voluntad para actuar) constituye un criterio amplio y claro para definir a esta última surgida entre finales de la década de 1950 y la primera mitad de 1970.23 Para Zolov, la nueva izquierda constituye un fenómeno producto de la transición de la vieja izquierda condicionada por cambios culturales y generacionales, que si bien seguía creyendo en los principios socialistas y antiimperialistas de la época previa, había roto con ella precisamente dada la cultura, el discurso y la sensibilidad estética de una nueva generación militante insatisfecha con su pasado.
En esta tesitura la irrupción del velasquismo y sus reformas afectaron tanto a la vieja como a la nueva izquierda al proponerles desafíos teóricos y prácticos que no habían afrontado hasta ese momento.
Francisco Guerra dice que la irrupción del velasquismo y sus reformas alteraron de tal modo la realidad que los partidos de Nueva Izquierda no pudieron interpretarla adecuadamente desde la sola ideología marxista leninista, quedando inmovilizados políticamente hasta 1978.25 Alberto Adrianzén va más lejos todavía cuando señala que la nueva izquierda peruana tuvo la enorme dificultad de proveerse de un horizonte marxista renovado para realizar una sociedad socialista.
Ninguna de estas dificultades de los partidos de izquierda impidió a la sociedad movilizarse por sus demandas a nivel local, regional o nacional. Las luchas políticas de la población continuaron bajo estos partidos o a su margen con el objeto de ensanchar el reconocimiento de sus derechos. En ambos casos, el aspecto revolucionario de la época pasaba por la capacidad de cambiar las formas opresivas de la sociedad y construir un sentido más justo de ella, los propios militares reformistas lo estaban haciendo y en varios espacios. ¿Qué podían ofrecer los partidos de nueva izquierda a la sociedad peruana? ¿Cómo debían sincronizar sus acciones políticas con las más amplias demandas sociales que estaban siendo aparentemente asumidas por los militares? ¿Cómo bajo esa condición estos partidos podían construir una representación política más duradera?
No existen muchos trabajos que expliquen este desempeño de las organizaciones novo izquierdistas en el contexto de las reformas velasquistas. La tesis de Ricardo Caro sobre Vanguardia Revolucionaria (VR)27 y de Paul Navarro sobre el Partido Comunista Patria Roja estudian la formación de estos partidos previa al surgimiento del régimen militar. Ambos caracterizan a estas organizaciones lideradas por jóvenes mestizos educados (cholos) provenientes de sectores rurales y urbanos pobres, por el carácter ideológicamente sectario de sus posturas insurreccionales y un crudo pragmatismo para incorporar a sus miembros dentro de los gremios sindicales, uno de los espacios privilegiados en su relación con la sociedad.
Para estos autores las tensiones ideológicas al interior de estas organizaciones fueron más producto de la necesidad por adaptarse y sobrevivir a sus propios conflictos y disputas internas que de las condiciones represivas impuestas por el régimen militar.
Otros autores han subrayado, en cambio, la importancia del contexto de la Guerra Fría en América Latina y en el llamado Tercer Mundo para entender la dinámica de las izquierdas en sus escenarios locales, lo cual nos lleva a examinar los roles de las izquierdas peruanas frente a las reformas velasquistas y el momento revolucionario latinoamericano y mundial. José Rodríguez Elizondo menciona, por ejemplo, la tensión suscitada en una realidad dominada por la geopolítica de coexistencia entre capitalismo y comunismo dentro del escenario de la Guerra Fría. En este panorama, la Revolución cubana (1959) se convirtió en una suerte de interpeladora de la identidad antiimperialista (antinorteamericana) de los jóvenes del continente.
La importancia de este último argumento no es menor. Horacio Crespo indica, por ejemplo, que el avance de las fuerzas democratizadoras en los países en desarrollo benefició aparentemente al bloque socialista contribuyendo a que no se tensara el equilibrios entre las superpotencias, y dando legitimidad al sentido revolucionario de la época.
En una perspectiva similar, Richard Saull indica que los conflictos sociales, locales o regionales, bajo los cuales discurrieron las contradicciones entre capitalismo y socialismo en el periodo de la Guerra Fría en el hemisferio sur, alimentaron la “paradójica” esperanza de un cambio revolucionario en la transición al socialismo.
En el ámbito peruano Ricardo Letts, Héctor Béjar y Alberto Adrianzén sostienen que la lucha armada siguió manteniendo una enorme influencia de la identidad ideológica de estos partidos en medio de los intentos de las reformas militares precisamente por prevenir movimientos armados, sin embargo Adrianzén también señala que esta identidad fue degradándose con las reformas impuestas por el velasquismo.
Esta tensión entre identidad insurreccional revolucionaria en auge en el mundo frente a una práctica coherente de representación de clases sociales en tiempos de reformas no fue sin embargo una situación singular de la izquierda peruana.
En América Latina por lo menos se observa situaciones análogas en partidos como el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores) durante el periodo de transición de la dictadura militar al gobierno peronista que tuvo lugar en la Argentina de la década de 197036 y el MIR con el régimen de la Unidad Popular en Chile.
Esta tensión ha sido planteada por Ludolfo Paramio como un desencuentro dentro de un conflicto mayor entre una estructura social que estaba dejando de ser tradicional en los países de la Europa mediterránea de postguerra y las posturas ideológicas insurreccionales de sus partidos comunistas.
Los militantes comunistas europeos impregnados aún de un fuerte “milenarismo” alrededor de una inminente apocalíptica revolución proletaria, tenían que afrontar la demanda de una política “secularizada” por parte de la clase obrera acomodada al sistema capitalista que le había mejorado sus condiciones de vida, produciendo la llamada política eurocomunista.
Este es un contexto que no difiere en mucho de la situación peruana, donde la visión novo izquierdista de la realidad estaba condicionada fuertemente por el marxismo- leninismo-maoísmo (y su culto por la lucha armada) frente a las reformas “radicales” velasquistas que abría un escenario de oportunidades como las reformas de la postguerra en Europa. Las tensiones que se vivían en ambos contextos por reconstituir un nuevo horizonte revolucionario atravesaban más por una sensibilidad de tipo político cultural que por decisiones estrictamente políticas.
Esta condición tensa y ambivalente bajo la cual se movían los partidos de Nueva Izquierda en el Perú de Velasco y los propios militares reformistas es quizás el aspecto medular de la influencia de un régimen hacia quienes quisieron hacer política en este periodo.41 De allí que planteamos que la relación entre velasquismo y los partidos de nueva izquierda fue “agónica”, en el sentido planteado por Chantal Mouffe,42 entre quienes querían reformar el régimen oligárquico y dependiente del país en términos antiimperialistas y nacionalistas frente a quienes deseaban su erradicación en términos revolucionarios y socialistas. Se produjo así un “conflicto consensuado” por hacer que los cambios que demandaba la población se convirtieran en el punto medio para establecer una competencia y demostración de quiénes eran los más revolucionarios.43¿Cómo impactaron e influenciaron en la evolución de los partidos políticos peruanos y, particularmente, en los partidos de Nueva Izquierda entre 1968 a 1975, las reformas impuestas por el general Velasco y el gobierno militar? Más aún, ¿cómo influenciaron las reformas velasquistas en las posturas ideológicas y acciones políticas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y Vanguardia Revolucionaria (VR)? dos de los partidos importantes de la Nueva Izquierda, y ¿esas reacciones de los partidos tuvieron que ver con el endurecimiento del gobierno militar velasquista hacia ellos?
La hipótesis que planteo es que el impacto de las reformas velasquistas abrió una fuerte competencia política entre el régimen militar y los partidos de Nueva Izquierda por hegemonizar y conducir a la sociedad hacia nuevas formas de organización social y política.44 Esta competencia produjo tensiones y divisiones entre el gobierno militar y los partidos de Nueva Izquierda extendiéndose incluso dentro de cada una de estas organizaciones hasta llegar a fisurarlas y escindirlas. El propio gobierno de Velasco no estuvo exento de esas tensiones encontrando en el discurso anticomunista un motivo para cohesionar al régimen ante la competencia de sus adversarios izquierdistas. El objetivo de este artículo es conocer, por tanto, las influencias recíprocas entre el régimen militar del gobierno del general Velasco y los diferentes grupos y partidos de Nueva Izquierda en el Perú en medio de un escenario de competencia política abierto por el proceso reformista. El objetivo específico es analizar estas influencias y reacciones en dos de los partidos de la Nueva Izquierda: el MIR y VR, y explicar la reacción del gobierno militar frente a la competencia de estos partidos por hegemonizar la representación de diferentes sectores de la sociedad.
Para responder las preguntas y la hipótesis planteada usaremos una metodología cualitativa que describa y explique el contexto de las reformas y los procesos sociales y políticos producidos por el gobierno militar y los partidos de nueva izquierda durante esos años. Usaremos bibliografía sobre el régimen velasquista, así como fuentes testimoniales que han crecido en los últimos años sobre este y la nueva izquierda. Emplearemos también textos de los archivos de la prensa política y testimonial de miembros y agrupaciones políticas de la nueva izquierda como el de Ricardo Gadea, del MIR y de VR. Usaremos también investigaciones monográficas, tesis y tesinas que han tomado interés en los últimos años por este periodo y por el desempeño de los partidos de izquierda, pues estas nos introducen a temas poco explorados. Destacamos en este contexto el uso de los borradores de las actas del gobierno militar de Velasco (1968-1975) gestionadas por el historiador Antonio Zapata y que se encuentran en la Pontifica Universidad Católica del Perú, que también posee un repositorio sobre los partidos de izquierda en el Perú del periodo de 1960 a 1990.
Este artículo está organizado en tres partes. En la primera exponemos el papel de los militares y el sentido de sus principales políticas reformistas entre 1968 y 1975 y veremos las posturas de las diferentes agrupaciones de izquierda frente al golpe militar de 1968. En una segunda parte describiremos los efectos y reacciones políticas del MIR y VR frente a las reformas del gobierno militar. En la tercera parte describiremos la posición del gobierno militar ante las reacciones de los partidos de Nueva Izquierda y la ejecución de sus reformas. Finalmente, cerramos el texto con algunas conclusiones.
El gobierno militar como actor político: el velasquismo
La sociedad peruana atravesó profundos cambios en su estructura social desde mediados del siglo XX, condicionados en gran medida por el explosivo crecimiento demográfico que multiplicó la población de 6 a 18 millones en menos de cuarenta años y cambió el perfil rural del país a uno predominantemente urbano. En 1972, ciudades como Lima, Callao, Trujillo, Arequipa, Cusco y en menor medida de la sierra y de las cuencas amazónicas, pasaron a contener casi dos tercios de la población total del país. Estas ciudades crecieron en detrimento de las zonas rurales andinas que expulsaban continuamente población joven hacia nuevas zonas de concentración urbana.
La recomposición social de las áreas rurales y de las urbes emergentes formó nuevas capas de pobreza agudizando, en su defecto, el proceso migratorio. En este contexto, la incapacidad de los partidos para integrar a estos sectores marginalizados de la población se acentuó y las desigualdades se acrecentaron dentro del régimen oligárquico. Sin embargo, la influencia de corrientes ideológicas, culturales y políticas de corte reformista y revolucionario, que venían desde la década de 1930, fortalecieron sus propuestas por cambiar y liquidar al régimen de dominación oligárquico para construir en su lugar, una nación más inclusiva y democrática. Estas corrientes, representadas principalmente por el Partido Aprista Peruano (PAP) y el Partido Comunista del Perú (PCP), sumarían desde la década de 1950 nuevas corrientes ideológicas y políticas como el social cristianismo y las corrientes populistas reformistas representadas por Acción Popular y la Democracia Cristiana. En este ínterin, en 1963 fue electo presidente del Perú Fernando Belaunde Terry, líder del partido Acción Popular, La esperanza era que su gobierno hiciera las reformas y cambios que desde hacía tiempo se abrigaban en la sociedad y no habían sido plasmados por el PAP ni el PCP.
La debacle de la credibilidad del régimen del presidente Belaunde, a raíz de la firma del Acta de Talara que confería facilidades para la explotación del petróleo a la International Petroleum Company (IPC), fue el pretexto, entonces, para que oficiales del alto mando del Ejército tomaran por asalto el Palacio de Gobierno de Lima, exiliando al presidente en ejercicio e instaurando un nuevo gobierno autodenominado Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (GRFA) el 3 de octubre de 1968. Este fue el segundo golpe institucional de las FFAA que entraba en el marco conceptual de la época que confería a los militares la tarea de construir la nación moderna.
El lugar desde donde se prepararon estos golpes institucionales fueron: la Academia Militar de Chorrillos y el Servicio de Inteligencia Nacional. Su líder, el general Velasco, comandante general del Ejército y jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas, inauguró, de esta manera, una forma diferente de conducir un régimen dictatorial y militar. El propósito era modernizar a la sociedad desde una elite o minoría que tenía concepciones nacionales y corporativas del bien común, de un Estado justo y de una cohesión social redistributiva.
El Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas demarcó entonces su carácter revolucionario frente a otras fuerzas reformistas y de izquierda creando las condiciones para promover un desarrollo sustentado en empresas nacionales, a cargo directamente del Estado en unos casos o con una fuerte participación del capital estatal en otras. Las medidas más resaltantes de estos años fueron la reforma agraria y la nacionalización de empresas e industrias extranjeras y nacionales, la liquidación de la gran propiedad terrateniente en la sierra y de los hacendados agroexportadores de la costa, es decir de los barones del azúcar y del algodón que conformaban el núcleo de la llamada oligarquía peruana. Finalmente, se redujo la influencia de las empresas extranjeras dentro de la economía y del Estado.
Las reformas fomentaron de modo importante la organización de las empresas comunales en el área rural, a cargo de los propios trabajadores. Estas medidas se extendieron a las ciudades a través de la Ley de Comunidades Industriales (Ley 18384) en 1970. Esta ley impulsaba la participación de los trabajadores en las ganancias y beneficios de las empresas y promovió su participación en la propiedad de las industrias en las llamadas Empresas de Propiedad Social (EPS). El modelo se basó en cooperativas autogestionarias de trabajadores, que buscaban hacerlos participes en la dirección y gestión de las empresas y redistribuir los beneficios entre empleados y trabajadores.
El régimen militar buscó sentar, de esta forma, las bases de un desarrollo nacional autónomo, basado en el desarrollo del mercado interno, sostenido por un Estado interventor con apoyo del capital privado nacional y extranjero. Cooptó para ello, fuerza laboral bajo un régimen institucional sustentado en principios de solidaridad cristiana y nacionalismo. l principal objetivo del gobierno para esta primera fase radical y nacionalista, de acuerdo con el mensaje de Velasco a la Nación del 28 de julio de 1974, fue la supresión de las bases económicas y sociales de la oligarquía. Con ello, señalaba, abriría nuevos espacios para la organización y expresión social, cultural y política de la población emergente en el país. Más allá de cualquier otra consideración, las reformas velasquistas introdujeron un puntual y profundo sentido de reivindicación de la justicia social sin contradecir la búsqueda de rentabilidad empresarial capitalista de los proyectos nacionalistas.
Este sentimiento reivindicativo se tradujo mejor en el área laboral industrial y de servicios, especialmente en las empresas nacionalizadas, en las que el crecimiento y expansión del número de trabajadores produjo un inusitado auge sindical. Se formaron nuevos sindicatos y los existentes afiliaron a nuevos miembros. Las principales centrales sindicales fueron la Central de Trabajadores del Perú (CTP), dirigida por el PAP desde 1944 y la Central General de Trabajadores del Perú (CGTP), creada en 1928 y refundada en 1968.
La CGTP contaba al momento de ser reconocida por el gobierno con 140.000 afiliados. En 1971 los miembros de la CGTP crecieron hasta en 400.000 y era conducida por el Partido Comunista del Perú Unidad (PCP U) de tendencia prosoviética. En 1972 el gobierno auspició la creación de la Central de Trabajadores de la Revolución Peruana (CTRP), la misma que se declaró afín al gobierno militar. Todas ellas se convirtieron en las principales protagonistas y voceras de los trabajadores organizados durante el régimen militar.
La más fuerte de todas las centrales sindicales fue la CGTP que agrupaba a constructores, metalúrgicos, choferes, pescadores y a las federaciones departamentales de trabajadores de Arequipa, Cusco y Puno. El más importante sector laboral de esta central fue el de los maestros de la educación escolar, aunque estos se separaron en 1972 al enfrentarse con el PCP U. Los jóvenes maestros disidentes formaron el Partido Comunista Patria Roja (PCP PR) de tendencia maoísta y organizaron el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación Peruana (SUTEP). La CTRP, segunda en importancia y de tendencia gobiernista agruparía, en cambio, a los trabajadores de la Federación de Pescadores. Era un contexto de fuerte producción y exportación de harina de anchoveta y este sector estaba dirigido por empresas del Estado. La CTRP además tuvo influencia en algunos sindicatos de choferes.
Ambas centrales, CGTP y CTRP, se alimentaron de la deserción gremial que el régimen fomentaba en contra de la CTP aprista. Este periodo coincidió, además, con la entrada legal de un nuevo régimen laboral que facilitaba la contratación de trabajadores y garantizaba su estabilidad ante cualquier despido intempestivo o poco justificable (Ley nº 18471). Según el sociólogo Dennis Sulmont, el incentivo de los beneficios laborales con sueldos y salarios creció y se mantuvo así entre 1968 y 1971, periodo en el que se reconoció, además, el mayor número de sindicatos de los últimos cuarenta años en la historia del país.
Paradójicamente, la rápida efectividad de las medidas a favor de los trabajadores se manifestó en relaciones difíciles y conflictivas con el gobierno. El crecimiento de las movilizaciones sociales por la reforma agraria entre 1969-1971, y de las movilizaciones de trabajadores y chabolas o “pueblos jóvenes” (así bautizados por el gobierno) en las ciudades por mejorar sus condiciones de vida, rebasaron la capacidad de los sindicatos controlados por el gobierno y los partidos de convertirse en eficaces medios de canalización de sus demandas.
De esta manera, se gestó un nuevo perfil social con demandas cada vez más crecientes que colisionaba con las limitadas capacidades del gobierno para resolverlas satisfactoriamente. La ruptura provocada por el velasquismo con el antiguo y excluyente régimen oligárquico, no significó, entonces, la disminución de la intensidad del conflicto y ni de la confrontación entre la sociedad y el Estado, sino la apertura de un espacio distinto al precedente al hacer posible la incorporación de amplios sectores de la sociedad a un proyecto nacional y popular conducido por los militares.
Buena parte de la beligerancia popular contenida en sus demandas al gobierno se debió también al clasismo, una corriente ideológica fomentada dentro de las organizaciones sindicales controladas por el PCP U, que buscaba reafirmar los derechos de los trabajadores sin perder su autonomía política con respecto al Estado o por medio de alianzas con otras clases, poniendo en práctica medidas de fuerza como huelgas, paros, tomas de locales y hasta transgresiones de la legalidad con sus tácticas de presión y acción directa contra la autoridad patronal o política. La fuerte presión de la CGTP y el PCP U se distinguía así de la CTP y el PAP que había sopesado, hasta entonces, la conveniencia de morigerar las presiones y reivindicaciones salariales. Para el PCP U, la tolerancia de la dirigencia sindical aprista hacia las elites patronales subordinaba los intereses de la clase obrera a la necesidad de conservar la legalidad del partido dentro de la democracia “burguesa”.
Las nuevas medidas impuestas por el gobierno de las Fuerzas Armadas empujaron, sin embargo, a la dirigencia de la CGTP, a cambiar su percepción del régimen al cual inicialmente había llamado “gorila”, llegando a un entendimiento de inmediato con los militares y dándole un “apoyo crítico”.50 El régimen, a su vez, buscó ampliar este apoyo de la CGTP auspiciando la organización de otros sindicatos y movimientos sociales en las ciudades y el campo, tal como lo había hecho con la Central de Trabajadores de la Revolución Peruana (CTRP). Así, nacieron el Movimiento Laborista Revolucionario (MLR) y la Confederación Nacional Agraria (CNA) en 1972, esta última constituida con los trabajadores de las haciendas expropiadas en la costa norte y organizadas en sociedades agrarias de interés social (SAIS) y comunidades agrarias de propiedad social (CAPS).
El impacto de estas medidas no involucró solo a partidos y organizaciones sino también a sus militantes y a jóvenes simpatizantes que a título individual pasaron a las nuevas organizaciones promotoras de las reformas.
Desde miembros del derrocado partido de gobierno, pasando por el partido aprista y la izquierda comunista hasta ex guerrilleros como Héctor Bejar, Antonio “Chango” Aragón o Elio Portocarrero mantuvieron la esperanza de un desenlace favorable de las reformas que deviniera en el socialismo.
El impacto fue tal que, mujeres como la poeta Maruja Martínez, quien apenas empezaba a irrumpir en un escenario público dominado por una dirigencia política masculina e impregnado de estilos patriarcales, encontraron oportunidades para integrarse como secretarias, promotoras o colaboradoras del régimen y subsistir en su activismo radical izquierdista.
Las líneas de separación éticas y teóricas que promovían el cambio revolucionario a través de los partidos terminaban así, confundiéndose con las actividades cotidianas realizadas por estas militantes en los ministerios o sindicatos oficiales y semi oficiales que querían cambiarlo todo.
El gobierno trató de canalizar entonces las demandas de estos sectores organizados bajo su dirección, intentando controlar las movilizaciones que se manifestaban a favor de las reformas pero que demandaban a su vez políticas de vivienda, servicios de saneamiento, salud y educación.53 Para canalizar estas demandas y controlar de forma ordenada la movilización popular creó el Sistema Nacional de Movilización Social (SINAMOS), un organismo burocrático que buscó centralizar las necesidades de la población desde sus propias localidades.
La introducción de SINAMOS buscaba, sin embargo, algo más que controlar políticamente a la población. En efecto, en palabras de sus inspiradores buscaba más bien concientizarla en el lema que luego se hizo discurso: la “democracia de participación plena”. Este lema, a manera de nueva ideología, sirvió para crear “nuevas” formas de vinculación entre organizaciones populares y actores políticos, aunque sustentadas no pocas veces en viejas prácticas del clientelaje masivo, pero ahora bajo un paraguas ideológico de igualitarismo social y jurídico.
En la ideología oficial de la democracia de participación plena, la apertura de espacios para estos actores sociales, supeditados a la disciplina del gobierno, serviría para discutir públicamente sus necesidades ante el gobierno, que buscaría satisfacerlas con resultados prácticos e inmediatos en tanto no contradijeran el horizonte ideológico del régimen. El ideal político del régimen se redujo a satisfacer, entonces, las necesidades inmediatas de la población, soslayando cualquier otra forma de organización política partidaria, parlamentaria o de medios de prensa. El régimen se reclamaba a sí mismo no comunista ni capitalista, sino con bases humanistas, socialistas y libertarias. También se proclamaba muy pragmático para resolver los problemas antes que discutirlos con otros interlocutores, más aún si eran de oposición.
Carlos Franco, otro miembro de asesores civiles del gobierno, señaló que el papel de SINAMOS era entonces llenar el espacio dejado por las instituciones parlamentarias y partidarias del régimen oligárquico cumpliendo un rol articulador entre el nuevo régimen y la sociedad.
Con poco o mucho éxito SINAMOS llegó a organizar a poblaciones campesinas enteras a través de la CNA, las SAIS y las CAPS; a los trabajadores urbanos en el MLR, la CTRP, y las Comunidades Industriales que paradójicamente reprodujeron viejos sistemas clientelares y autoritarios que agudizaban conflictos con el gobierno produciendo, algunas veces, desenlaces sangrientos como la masacre de trabajadores en las minas de Cobriza en 1972.
El impacto de las reformas fomentó, a pesar de estos conflictos y tensiones, un sentido diferente de hacer política, en el que la reivindicación y la autoestima de los nuevos sectores populares rebasarían lo propuesto por el Estado velasquista. En palabras de Carlos Delgado, se estaba gestando una auténtica revolución, que interpelaba a la mayoría de partidos políticos de derecha e izquierda sobre la actitud que debían tomar frente a las reformas y al propio régimen.
Hasta entonces todos los partidos, a excepción del depuesto Acción Popular, -que reiteró su exigencia de inmediato retorno al régimen democrático-, buscaron entenderse y acomodarse en la nueva coyuntura, apoyando u oponiéndose (o ambas cosas a la vez) al gobierno y a sus reformas.
Izquierda y Nueva Izquierda frente a las reformas del gobierno militar
El escenario de reformas impuesto por el régimen militar velasquista superó las expectativas que los partidos de izquierda revolucionaria tenían por la lucha armada. En una conferencia dictada en la Universidad Católica de Lovaina, el general del Ejército Javier Tantalean Vanini, conocido dentro y fuera del gobierno por sus inclinaciones conservadoras, subrayó que los fines que motivaban las reformas del gobierno militar eran las mismas que motivaron a las guerrillas de 1965: erradicar las injusticias del país.
En ese contexto el desafío de los partidos de izquierda fue reconocer si, efectivamente, este era un régimen revolucionario y si en sus organizaciones que contaban con cuadros leninistas dispuestos a hacer la revolución, esta tenía sentido en medio de este proceso.
La absoluta convicción que dominó a la izquierda de los sesentas por el guerrillerismo y el derrocamiento del antiguo régimen oligárquico a través de las armas dio paso a otros temas como saber cuál era el carácter del régimen revolucionario de las Fuerzas Armadas, cuál debía ser la táctica a emplear frente a él y cómo debían construir, en el nuevo escenario, un partido revolucionario.
Leninistas moscovitas del PCP U, decían que aun cuando la revolución llevada adelante por el régimen militar no era estrictamente socialista, tenía un carácter antiimperialista, antioligárquico y no capitalista. Lo más importante de estas reformas, decían los comunistas, era que se hacían en consonancia con los intereses de la patria y de la inmensa mayoría de los peruanos. Señalaban que, si el gobierno quería consolidar el proceso fuera de los mecanismos usuales de la política partidaria como SINAMOS, esto sería un “propósito plausible en el proceso de transformaciones estructurales”. El PCP U ratificó entonces su apoyo al régimen militar, en la medida que no excluyera a otros partidos y movimientos.61
Los partidos y grupos trotskistas, sostenidos por la figura política y moral de Hugo Blanco, líder de las movilizaciones campesinas de La Convención en 1962, decían que si bien el régimen protegía los intereses de las patronales más que de los trabajadores y estudiantes, era sin embargo un gobierno distinto a cualquier otro, razón por la cual, manteniendo una total independencia política frente al gobierno, estaban dispuestos a apoyarlos críticamente en las nacionalizaciones y medidas progresistas. Planteaban además que toda nacionalización que pasase al control de los trabajadores sería un verdadero avance al socialismo. Los trotskistas concluían su alegato de apoyo crítico al régimen militar con una exhortación para fortalecer el movimiento de masas como única garantía contra las conspiraciones de la “derecha reaccionaria”.
Moscovitas y trotskistas estaban convencidos del carácter progresista del régimen, no obstante, los partidos maoístas se atrincheraron en contra. Señalaban que las “pseudos reformas” (sic) de los militares engañaban y manipulaban a las masas, adormeciéndolas. Partidos como el PCP Bandera Roja decían que el gobierno no afectaba la dominación semifeudal e imperialista de la burguesía intermediaria. Acusaban a los imperialismos estadounidense, soviético y a La Habana por ser los primeros propagandistas de un régimen militar que defendía los intereses de los latifundistas y de la gran burguesía. Las nacionalizaciones y la reforma agraria, en ese sentido, encubrían un dominio que su partido, el verdadero partido comunista, debía desenmascarar.
El impacto de las reformas velasquistas no se circunscribió solo a los partidos de izquierda, sino que también llegó a partidos como el aprista y los partidos de centro y derecha. Un ejemplo de ello fue la escisión del partido gobernante derrocado, Acción Popular, que formó Acción Popular Socialista para apoyar al régimen militar. En el seno del partido aprista también hubo un intenso movimiento de bases juveniles especialmente adversas a la vieja dirigencia, que cuestionó la línea seguida por el partido y buscó acercarse más al gobierno o competir con la izquierda radical en el copamiento de sindicatos.64
Los principales partidos de izquierda nuevos y antiguos, el aprista y el comunista, por un lado, y los partidos trotskistas y los fundados en la década de 1960, conocidos como de Nueva Izquierda, por el otro, atravesaron entonces por el difícil predicamento de tener que lidiar con un régimen que además de dictatorial era militar, y que por encima de todo estaba dando las medidas que ellos mismos habían demandado en términos legales e ilegales en la competencia partidaria, sindicalista y en la lucha armada.
Los partidos de Nueva Izquierda surgidos en las décadas de 1960 y 1970 en Perú expresan, en este sentido, además del abandono de los viejos modelos y referentes organizacionales ideológicos, políticos y culturales de los partidos populistas, socialistas y comunistas, la necesidad de definir estratégica, táctica e ideológicamente su acuerdo o no con respecto a las reformas que ellos mismo consideraban necesarias para transformar al país pero que en manos de los militares amenazaban su identidad política. Para responder a estos desafíos, sin embargo, sus referentes ideológicos no fueron tan nuevos: marxismo, leninismo, trotskismo, estalinismo y maoísmo, que contenían, además, no pocas dosis de sectarismo, hegemonismo y una fuerte tendencia a la fragmentación, ruptura y dispersión como prácticas políticas reales. De todos estos referentes, la creencia en la lucha armada o en la insurrección fue la señal más inequívoca de su identidad revolucionaria. Contradictoriamente, los militares les demostraron que no había que ser marxistas leninistas para hacer cambios profundos, fue esto lo que precisamente afectó más su identidad política revolucionaria.
De este modo, el régimen militar velasquista golpeó los cimientos políticos, ideológicos y culturales radicales insurreccionales de los partidos de Nueva Izquierda. Esto llevó a algunos a coexistir y entenderse en la medida de lo posible con el gobierno. Los que optaron en cambio por oponerse al régimen, plantearon no sin autocrítica sobre su propio desempeño que, dadas las características autoritarias y excluyentes del proyecto militar reformista, fue su posición intransigente lo que les permitió forjarse una identidad política propia y autónoma frente al gobierno militar. Esta tensa relación con el régimen, consideran fue la experiencia más fructífera en la construcción de su identidad política radical novoizquierdista.
Dos partidos de la Nueva Izquierda ante el velasquismo: MIR y VR
El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y sus bifurcaciones
El nacimiento del MIR se vincula con el surgimiento en 1959 de una escisión al interior del viejo PAP fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre. Inicialmente este nuevo movimiento se llamó APRA Rebelde y se hizo público con su vocero Voz Aprista Rebelde.67 La formación del MIR estuvo liderado por Luis De La Puente Uceda y Carlos Malpica, se sumaron también Ricardo Napurí y ex apristas como Héctor Cordero en la formación del nuevo partido político radical. En un contexto plagado por insurgencias guerrilleras de izquierda e inspiradas por la Revolución cubana, el Apra Rebelde se convirtió en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR peruano), lanzándose bajo el liderazgo de De la Punte, a la lucha armada entre 1962 y 1965, terminando finalmente, y al igual que sus pares sudamericanos, derrotado por el ejército nacional.
Las acciones heroicas del MIR no bastaron sin embargo para movilizar a la población hacia la insurrección. Teñidas, además, de clamorosos errores estratégicos y tácticos, las experiencias insurreccionales de los miristas terminaron impactando más bien sobre los jóvenes radicales de aquellos años.68 En el balance de la Asamblea del Comité Central del MIR en 1966 las autocríticas abundaron, pero no cuestionaron la centralidad de la lucha armada como concepto angular de la estrategia política mirista. Para el MIR, los errores se debían a las insuficiencias de la organización político militar, al escaso arraigo del movimiento entre las masas, a la escasa preparación militar, al poco apoyo civil y al abandono de organizaciones de izquierda que seguían consintiendo la explotación.
En la III Convención Nacional del MIR (abril de 1967) Antonio Fernández Gasco, lugarteniente de De La Puente y uno de los jefes sobrevivientes del frente norte, se hizo cargo de la dirección del Movimiento. Fernández Gasco con apoyo de exmilitantes expulsados del PCP Bandera Roja, propuso al MIR reiniciar la lucha armada, aunque esta vez desde una concepción de guerra popular prolongada. Fernández Gasco y sus camaradas maoístas procedieron a depurar y a expulsar entonces a sus opositores en el Movimiento. En medio de estos preparativos, varios militantes disconformes convocaron a la IV Convención Nacional del MIR (noviembre de 1968) y cuestionaron el ingreso de nuevos militantes que a la larga parecían dividir al partido entre los seguidores del maoísmo y aquellos que se resistían a la nueva estrategia. Fernández Gasco y “sus” maoístas fueron finalmente expulsados por plantear enfoques “dogmáticos” que hacían además poco homenaje a sus héroes caídos.
El golpe militar y la formación del Gobierno Revolucionario de las FFAA no impactaron inicialmente en los postulados del MIR. Con sus cuadros en la clandestinidad o en la prisión, su evaluación era que el régimen militar estaba alterando con medidas radicales la situación política del país y las perspectivas inmediatas de la lucha armada.
Sus conclusiones, publicadas en su órgano clandestino Voz Rebelde, señalaron que, aun cuando el gobierno hiciera nacionalizaciones y reformas, este se entramparía entre satisfacer a amplios sectores de la población y las presiones que ejercerían la burguesía tradicional y el imperialismo a favor de sus intereses.
A la larga, la situación del conflicto se profundizaría y pondría en expectativa a los partidos de izquierda radical que ahondarían más su beligerancia, llevándolos a encontrar su propio espacio en la dirección del movimiento popular.
Esta situación dio oportunidad al MIR para redefinir su estrategia sin abandonar su guerrillerismo. Optó entonces por insertarse, sin mucho éxito, en el movimiento popular, intentando crear un Frente Antiimperialista Revolucionario (FAR) que agrupara a estudiantes, trabajadores y campesinos en apoyo de la expropiación de la IPC dado el contexto en el que Estados Unidos amenazaba con aplicar la enmienda Hickenlooper. El FAR, conformado por el MIR y otros partidos de nueva izquierda, convocó entonces a un mitin de protesta en el Parque Universitario de Lima llegando a juntar -según su vocero- hasta 5000 asistentes, aunque fueron arrestados 300.
En 1972 el MIR, bajo la dirección de Ricardo Gadea, -guerrillero liberado por amnistía del gobierno junto con otros líderes como Hugo Blanco y Héctor Béjar-, reafirmó entonces su opción revolucionaria (guerrillerista).73 Los motivos esbozados para persistir en la lucha armada según los miristas obedecían a que las reformas ni eran tan radicales ni tan consecuentes como decía el régimen militar. El carácter reformista y burgués del gobierno disminuía su valor revolucionario que, para colmo, estaba vestido de uniforme.
La inscripción del MIR a la corriente “proletaria”, una tendencia en boga en América Latina que presumía de hallar entre los obreros el enfoque correcto de la revolución en base a la llamada autonomía de clase o clasismo buscó arraigar su identidad exclusivamente en este sector. Según Ricardo Gadea “El MIR nunca ha pretendido ser un partido de masas, sino una vanguardia de cuadros enraizados en las masas. El MIR tampoco pretende representar a todo el pueblo peruano: solo quiere representar a la clase obrera, su ideología y sus intereses históricos, organizando a los mejores cuadros revolucionarios”.
Pero la proletarización tampoco le funcionó, los informes sobre el desempeño del partido en los años que van entre 1970 y 1974 exponían la urgente necesidad de insertarse entre los trabajadores y los sindicatos.76 A esto se agregaba la paulatina pérdida de influencia entre los universitarios después de la hegemonía alcanzada en 1965. La avasalladora presencia de los partidos maoístas terminó empujándolos a endurecer su perspectiva obrerista y militarista, situación que paradójicamente en vez de fortalecer su unidad lo dividió más. Las formas como debían enfrentar a un régimen con el que simpatizaban en sus reformas pero que al mismo tiempo rechazaban porque los perseguía y reprimía, reafirmaba su desconfianza hacia los militares.
Esta orientación tampoco fue del agrado de muchos militantes. Algunos la veían excesivamente cerrada hacia las masas y muy concentrada en las armas. Varios estudiantes que se habían afiliado al movimiento gracias al deslumbre guerrillero de 1965 salieron del MIR para buscar otras alternativas en el campo de la izquierda. Entre ellos estuvo Manuel Dammert Ego-Aguirre y varios compañeros de formación católica radical. Dammert era sobrino de José Dammert Bellido, obispo radical de Cajamarca. Manuel Dammert formó en asociación con jóvenes provenientes de VR un círculo de estudios que publicó en 1971 una revista llamada Crítica Marxista Leninista, que ayudó a renovar el pensamiento izquierdista de la época.
La línea obrerista y armada tampoco causó mucho entusiasmo incluso entre quienes la seguían, produciendo nuevas escisiones en 1972: el Círculo Marxista de Oposición Proletaria (CMOP); un nuevo MIR, llamado Voz Rebelde (MIR VR), liderado posteriormente por Alberto Gálvez Olaechea que realizó trabajo proselitista y de agitación entre núcleos obreros y universitarios de Lima; y un tercer MIR, llamado Tendencia por la Reconstrucción o El Militante, nombre de su vocero. Este último MIR fue fundado por Hugo Avellaneda y Elio Portocarrero, ambos participantes también de las guerrillas de 1965 y fundadores del núcleo original del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru en 1980.
Entre 1974 y 1978 las tensiones continuaron, particularmente por el agravamiento del escenario económico laboral y la actuación cada vez más represiva del gobierno contra los trabajadores, produciendo más escisiones dentro de estos MIR. Algunas de estas escisiones buscaban vincularse por su cuenta con los sectores urbanos populares y trabajadores amenazados por las políticas de ajuste del gobierno. Así, el Movimiento de Acción Proletaria (MAP) e Izquierda Revolucionaria llegarían a tener influencia en el populoso distrito limeño de Villa El Salvador; el MIR El Socialista, en bases obreras y estudiantiles de Arequipa; y el frente Unitario de Trabajadores, en la Federación de Gráficos, y Luz y Fuerza. Todos estos grupos se reencontrarían posteriormente en un solo frente durante la coyuntura electoral de la Asamblea Constituyente de 1978.
Fuente Marka. Análisis y Sociedad nº 21, 8 de enero de1976, pp. 27-29, cuadros 3 y 4. Elaboración Propia.
Cuadro 1: Genealogía del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)
A consideración de Gálvez, los motivos de las rupturas devenían menos de grandes diferencias ideológicas que de estilos de trabajo.El MIR El Militante afirmó también un parecer similar en el sentido de que la “reconstitución” del MIR como vanguardia obrera era un trabajo demasiado lento, frente al cual buscó como una necesidad insoslayable imprimir “más celeridad en forjar la alternativa revolucionaria, proletaria y popular”.
Se afirmaba, al mismo tiempo, que el MIR no tenía una identidad sólida frente al proceso militar reformista, esta ausencia reflejaba la línea poco coherente entre la lucha armada y el acercamiento hacia las organizaciones sociales, principalmente sindicatos obreros y campesinos
En el plano interno, los principales problemas que afrontamos están dados por las confusiones ideológicas y políticas, por la falta de cuadros y militantes capaces, por la persistencia del liberalismo y el espontaneismo, por el escaso desarrollo de nuestro trabajo revolucionario en el proletariado y en otros sectores populares. Estos problemas han favorecido el agravamiento de la crisis del Movimiento desencadenada por el grupo faccional. Lo cual demuestra que de continuar el proceso de reconstrucción arrastrando desviaciones y confusiones, nuestro esfuerzo concluirá en fracaso.
Las escisiones precipitadas por definir una identidad insurreccional ante un gobierno que los perseguía y los reprimía, o por marcar diferencias en el estilo de trabajo frente a otros grupos novoizquierdistas, parecían efectivamente superficiales en medio de un régimen que imprimía reformas radicales en la sociedad. En este contexto y ante la ausencia de sólidas bases sociales sobre las cuales legitimar su identidad como partido obrero, la lucha armada aparecía entonces como el principal medio para hacer política insurreccional revolucionaria. Reafirmaba, en todo caso, lo que todos los grupos de nueva izquierda asumían como algo natural.
Cabe resaltar, sin embargo, que las escisiones que sufrió el MIR en 1972 se dieron más por su indefinición frente a la naturaleza del régimen velasquista que por el aventurerismo guerrillerista que había primado durante la ruptura con Fernandez Gasco en 1968. La disyuntiva que se discutió entonces fue definir entre hacer un trabajo de masas con ideologización, agitación y organización que abarcara bases obreras, campesinas y estudiantes -en medio de una fuerte competencia con los maoístas- o reconstruir al partido dándole preferencia al papel de la vanguardia político militar, compuesta, preferentemente, por estudiantes y obreros. Una tercera vía era buscar acelerar esta última tendencia hacia un vanguardismo más ortodoxo.
Ricardo Gadea señala, en cambio, que no necesariamente faltó trabajo político entre las diferentes organizaciones obreras o populares: tenían presencia entre sindicatos metalúrgicos y de automotrices, papeleros y vidrieros en el cono norte de la ciudad de Lima y en la zona industrial del centro de la ciudad; también menciona que tenían presencia entre cañeros en las haciendas del norte y entre profesores y estudiantes de la Universidad San Marcos que, por ejemplo, acudían a enseñar a escuelas populares en los barrios marginales o pueblos jóvenes.
Luego de estas escisiones, el MIR principal pasó a apellidarse para los otros partidos y la cultura izquierdista en general como MIR Cuarta Etapa. Este MIR se dividió a la vez en dos núcleos. El de Lima estuvo a cargo de Ricardo Gadea y evolucionó posteriormente, entre 1975 y 1977, a una línea que consideraba también la guerra popular con ribetes fuertemente maoístas. El otro MIR Cuarta Etapa, con sede en Ayacucho, estuvo a cargo de Carlos Tapia y Carlos Iván Degregori, y compitió con Sendero Luminoso en la Universidad de Huamanga.
Estos años difíciles para el MIR estuvieron marcados por la imperiosa necesidad de forzar la cohesión de sus núcleos antes de desaparecer por dispersión. La carrera por hacer un intenso trabajo ideológico y proselitista entre sindicatos de pescadores (en Chimbote), textiles (en Lima), mineros (en Pasco), federaciones campesinas de varios departamentos (Cusco, Piura y Ayacucho) y organizaciones urbano-populares llevó durante el último tercio de la década de 1970 a constituir con relativo éxito al MIR Cuarta Etapa en uno de los partidos más fuertes en la Nueva Izquierda, junto al maoísta PCP Patria Roja y a VR. Para entonces ya tenía claro una política de convergencia con estos dos partidos.
La Vanguardia que se desdobla
Vanguardia Revolucionaria (VR), fundada en la efervescencia guerrillera de 1965, no fue un partido que pudiera ser definido claramente como de vanguardia obrera, como pretendían los viejos partidos trotskistas, comunistas o sus retoños maoístas. Tampoco buscó convertirse en un factor de cohesión de las fuerzas sociales que apostaban por la lucha armada, para constituirse, finalmente, en el partido del proletariado, como lo pretendió el MIR. VR aspiraba a ser una mezcla de ambas tendencias: una organización mínima de partido cohesionadora de las diferentes fuerzas sociales para la revolución. VR al igual que el MIR estaba compuesta por jóvenes citadinos, de clase media y educados que provenían, en muchos casos, de experiencias previas en otros partidos y con militantes radicalizadosque venían, por ejemplo, del catolicismo.
En VR confluían grupos de diversas experiencias sociales y políticas: migrantes provincianos y mestizos; y miembros de las clases populares, medias, medias altas y altas de Lima; todos convencidos de la inviabilidad de la democracia parlamentaria y del agravio que representaban sus instituciones para los sectores populares.
El sociólogo Ricardo Caro señala que este último rasgo los marcó como una generación comprometida exclusivamente con los pobres, pero excluyente de su participación en la dirección del partido. La propensión subjetiva de muchos de sus miembros, urbanos, intelectualizados y desorientados con respecto a la generación de sus padres los había llevado al activismo político como compensación sicológica frente al desarraigo moral en el que vivían. Sus sensibilidades magulladas por lo que consideraban injusto, resultado en alguna medida de una formación católica que se rebelaba contra instituciones que sentían agraviaban a la sociedad peruana antes de 1968, los condujo a una cierta propensión justiciera al extremo de llevarlos al sectarismo.
El historiador Alberto Flores Galindo señala en cambio que el carácter mestizo (cholo) de VR le dotaba mejor que a ningún otro partido de Nueva Izquierda de expresar las inquietudes intelectuales y políticas de una generación, que buscaba nuevos temas y espacios para debatir el carácter de una cultura nacional marcada por prejuicios de toda índole. De acuerdo con este historiador, fueron militantes del VR quienes rescataron a José Carlos Mariátegui de la interpretación canónica del estalinismo, a su vez, trabajaron con mayor libertad y por fuera incluso de la organización partidaria sobre temas polémicos al interior del partido, al costo de quedar expuesta a más conflictos internos que los otros partidos izquierdistas. Quizás por eso, los defectos que acecharon a toda la izquierda como el sectarismo, el dogmatismo y el teoricismo le afectaron más a ella que a cualquiera de los otros partidos, llegando a formarse en su seno doce nuevos partidos en tres periodos de fractura: 1971; 1974; 1977.87
Fuente Marka. Análisis y Sociedad nº 21, 08 de enero de 1976, pp. 27-29, cuadros 3 y 4. Elaboración propia.
Cuadro 2: Genealogía de Vanguardia Revolucionaria (VR)
La toma y nacionalización de los pozos y la refinería de petróleo en Piura, tres días después del golpe de Estado en 1968, seguida de las denuncias del gobierno militar al régimen anterior y las expropiaciones de haciendas y estancias de la Cerro de Pasco Cooper Corporation generaron opiniones al interior de la dirección de VR, que identificó al gobierno militar como un “régimen reformista”, “burgués”, “radical burgués avanzado”, “progresista y nacionalista capaz de enfrentar al imperialismo”. Bajo el liderazgo de Ricardo Napurí, dirigente trotskista que había migrado del MIR a VR en 1965, sostuvo en el III Comité Central que, ante las fallas del gobierno que indudablemente se producirían, se desenmascararía su supuesto carácter revolucionario. VR no se plegó entonces a apoyar críticamente al régimen como lo hizo el PCP Unidad, sino que esperó la evolución de la situación para adoptar una actitud más acorde con su beligerancia.
El primer acto de denuncia de Vanguardia al régimen no provino desde la conducción de la cúpula dirigida por Napurí y Ricardo Letts, sino más bien fue encabezado por Evaristo Yawar, sobrenombre de Edmundo Murrugarra, un militante que había participado en las huelgas estudiantiles de mayo de 1968 en París. Yawar traía concepciones diametralmente opuestas a las que se manejaban en la cúpula y en otros partidos sobre el papel que debían tener los obreros y las masas; de acuerdo con su propuesta se debía construir un partido arraigado en las masas y en luchas de reivindicación cotidiana, con una intensa formación ideológica y con un cuerpo académicamente competente, capaz de difundir el marxismo leninismo entre los obreros y la población en general.
Este conjunto de cualidades del partido o movimiento forjaría un trabajo de enseñanza y difusión ideológica y organizativa que movilizaría mejor a la población sobre la base de una sólida educación de sus propios intereses.
Las masas, autoconscientes de sus necesidades, confrontarían directamente al gobierno en el marco de la autonomía de clase que tanto reivindicaba la izquierda radical. Así, ya no tendrían que ser conducidas por elites ideológicas iluminadas que desvirtuaran sus luchas, y que eran situaciones muy comunes entre los movimientos, partidos y dirigencias vanguardistas que ventilaban sus conflictos internos ante las masas, con las penosas consecuencias de traiciones, revisionismos y rupturas. De este modo, Murrugarra proponía que VR antes que ser un modelo más de partido vanguardista de movilización política, debía ser un partido basado en una organización de masas que evitara las habituales competencias canibalísticas entre sus miembros. Así se reforzaría la unidad de una dirigencia dispersa y en conflicto consigo misma en una sola organización legitimadas desde las propias bases
En términos estrictos no podemos hablar de un movimiento obrero con orientación antiimperialista. Hay luchas obreras y populares, pero no adoptan la forma de un movimiento que congrega los diferentes afluentes de la lucha de clases gracias a que van coincidiendo en la salida del charco economista para optar por las soluciones antiimperialistas y antigranburguesas. Solo cuando esto último ocurre es que puede construirse un movimiento, que procede a su centralización y por lo tanto da lugar a organismos correspondientes donde el partido político de la clase obrera que ha ido formándose en el desarrollo de ese movimiento a partir del trabajo de fusión de la teoría socialista llevada por los intelectuales al movimiento obrero y el movimiento obrero espontáneo, y economista, es donde el partido de la clase obrera, decimos, afirma su papel de dirigente y asegura a la clase obrera su papel de conductora del frente antiimperialista y antigranburgués.
Esta es la primera formulación conocida en la cultura política de izquierda revolucionaria o nueva izquierda peruana de partido de masas radicalizadas contra la primacía del militante ideológico, del colectivo cuadro y del aparato partidario. La base social del partido giraría en función de la experiencia directa de las luchas de las masas, base pedagógica de todo aprendizaje, antes que de la formación puramente ideológica de sus cuadros. Murrugarra empujaba de este modo a la izquierda a dar sus primeros pasos hacia la definición de un rol político que la pusiera como representante de voluntades colectivas concretas, transformadas al calor de las reformas velasquistas, y no de actores ideológicamente cosificados por la dirigencia vanguardista.
De cómo lo lograría en los años siguientes, más allá de sus habituales clichés guerrilleristas, dependería el futuro de la izquierda peruana.
El grupo de trotskistas dirigido por Napurí vio con temor este tipo de planteamientos. Su esperanza era el vanguardismo, la única garantía para mantener firme el carácter revolucionario de un partido amenazado de sucumbir ante lo que llamaba el reformismo populista. En su parecer, la propuesta de Murrugarra incidía precisamente en la engañosa experiencia directa de las luchas de las masas que faltas de disciplina podían relajar el temple ideológico del partido, esta situación en su opinión podía terminar en otro peronismo. Una actitud similar abrigaba Letts quien, desde la clandestinidad y cuasi exiliado del partido, veía en Murrugarra un “periodo de espontaneísmo anarquizante mezclado con dogmatismo ultraizquierdista”.
Los debates al interior de Vanguardia abordaban además temas conexos como el carácter del régimen militar, el papel del partido en la coyuntura y cómo se organizaría y actuaría en relación con las reformas: enfrentándolas con “seguidismo” (apoyo) o confrontación (lucha) ya sea desde las consignas de la vanguardia o desde el deseo y las experiencias directas de las masas. Murrugarra criticó acremente estas posturas porque subvaloraban la capacidad de la gente para identificar sus intereses de clase. Finalmente, el debate tendió a concentrarse en un tema: la teoría de la “falsa conciencia” y quiénes y cómo debían descubrirla ante la población movilizada para no verla caer en las redes del populismo. Más allá de estos aspectos, la definición de lo que sería VR en los años siguientes siguió otros cauces de confrontación, Napurí no perdió el debate, pero salió expulsado en marzo de 1971 al intentar hegemonizar al partido en contra de lo planteado por Murrugarra y porque en ese momento surgió otra línea guerrillerista.
La salida de Napurí debe entenderse, en este contexto, dentro de las presiones que atravesaba la dirigencia de VR frente al espacio abierto por las reformas militares para las masas. No obstante, quedaba dentro del partido la línea militarista de cuadros dispuestos a iniciar la lucha armada, lo que complicó más al partido cuando algunos miembros de esta línea se implicaron en el robo de bancos. Algunos cayeron en manos de la policía y otros como Ricardo Letts fueron involucrados en los hechos delictivos, aunque finalmente se descartó su participación.
Para mayo de 1971 VR se había dividido en tres facciones: VR, Partido Obrero Marxista Revolucionario (POMR) y Vanguardia Revolucionaria Político Militar (VR PM). Esta última estaba conformada la comisión militar del partido y jóvenes militantes que criticaban la pasividad de la dirección para subordinar la lucha armada al desempeño de los movimientos reivindicativos de las masas. En su parecer, los disidentes creían que esta política tendía a restringir y agotar la fuerza revolucionaria del partido al circunscribir sus luchas a meras reivindicaciones sectoriales.
Entre 1972 y 1975 se abrió una nueva coyuntura de movilizaciones y agitaciones laborales y sindicales en el país. El número de huelgas subió de 409 a 77993 y coincidió con el inicio de una crisis económica que frenaría las reformas del gobierno. Este escenario sería además el trasfondo de la salida del propio Velasco del poder. VR mantuvo en este periodo su perfil obrerista, pero su estructura centralizada de los primeros años se relajó con las escisiones, más aún cuando a fines de 1974 se produjo una tercera escisión con el fraccionamiento del grupo de la revista Crítica Marxista Leninista de Manuel Dammert, que cuestionaba también el perfil obrerista del partido formando al Partido Comunista Revolucionario (PCR). El ambiente de agitación que empezó a vivirse en esos momentos impulsó a VR (bajo la inspiración de Murrugarra) a desplegar una intensa actividad entre sindicatos mineros del centro del país y especialmente entre el campesinado.
En 1974 después de un año de fuertes diputas con el PCP Bandera Roja, VR tomó la dirección de la central campesina más grande del país: la Confederación Campesina del Perú (CCP). Esta central fundada en 1947 llegó a contar con hasta 200 mil miembros en 1977. VR mantuvo la hegemonía alcanzada durante toda esa década y la siguiente de 1980 como el movimiento social y campesino más importante del país junto a la CNA creada por Velasco.
Desde esta organización Vanguardia promovió y apoyó las movilizaciones y tomas de tierras, el no pago de la deuda agraria, la reivindicación de salarios, la defensa de los derechos sindicales y actuó especialmente contra la intervención de SINAMOS. Alentó, de esta manera, la confrontación entre el campesinado más pobre y escasamente beneficiado por la reforma agraria y el gobierno, al cual deseaba expulsar del campo. Asimismo, organizó federaciones campesinas en el norte (Piura y Cajamarca, La Libertad, Ancash, Huaura y Huaral) y sur del país (en las provincias altoandinas de Andahuaylas), a cargo de militantes locales o incluso de las ciudades.
Pese a los logros de esta línea de acciones VR no estuvo exenta de conflictos y tensiones con los propios campesinos ni con sus militantes del área rural. Como bien ha explicado Heilman para el caso de su actuación en la CCP, las disputas, como las que existieron entre el dirigente campesino Manuel Llamoja Mitma y líderes del partido enviados de Lima como Andrés Luna Vargas, revestido como dirigente de la Confederación Campesina, terminaron por liquidar la unidad de la CCP que se partió en tres organizaciones.
La principal causa de esta ruptura estribó en la incertidumbre de saber quiénes y cómo se conduciría la reforma agraria: el gobierno a través de SINAMOS, el PCP Bandera Roja representado por el secretario de defensa de la Confederación Saturnino Paredes, Manuel Llamoja en calidad de líder campesino sin filiación partidaria, pero secretario de la Confederación y opuesto radicalmente al gobierno o, finalmente, la misma Vanguardia Revolucionaria.
Plasmar la última postura, es decir, controlar el impulso de la movilización campesina provocada por la reforma agraria para ocupar tierras tuvo sin embargo sus propias complicaciones para el partido. El papel protagónico que jugaron entonces Lino Quintanilla, Julio C. Mezzich y Félix Loayza en la ocupación de tierras en Andahuaylas (Huancavelica) entre 1974 y 1975, esclarece mejor el examen de las dificultades de VR para encuadrar la reforma agraria velasquista con la línea que pensaron motivaría a las masas a realizar acciones insurreccionales además de tomar tierras.
Para encaminar esta postura insurreccional Quintanilla y Loayza, adscritos a SINAMOS hasta 1972, fundaron la Federación Provincial de Campesinos (FEPCA Andahuaylas) logrando sobre ponerla por encima incluso de organizaciones promovidas por SINAMOS dos años antes. Los tres dirigentes contaban entonces con el apoyo de los campesinos más pobres y de Letts, asesor del comité ejecutivo de la CCP, que en ese momento mediaba con sectores “progresistas” del gobierno para que no reprimieran al movimiento. Letts buscaba en este caso conciliar varios puntos de discusión con el gobierno para que aceptara también la toma y distribución de tierras hechas por los mismos campesinos. El punto más álgido de las conversaciones y del desacuerdo entre el gobierno y el campesinado, que fue también el origen de la ruptura entre VR y el campesinado que había tomado las tierras, fue el pago a los propietarios expulsados por los campesinos.
Al final, el desacuerdo entre sectores del gobierno que impulsaba el pago de las tierras ocupadas y los líderes gremiales que reivindicaban la ocupación y expropiación sin pago, llevó al gobierno a desconocer las conversaciones entre la CCP y los dirigentes de la FEPCA, lo que terminó radicalizando estos últimos con la consiguiente reacción represiva del gobierno y la detención de dos de sus dirigentes.
De este modo, las posturas conciliadoras de la CCP conducidas por VR y Ricardo Letts con el gobierno fracasaron y terminaron por alejar a los militantes de VR y a una parte del movimiento campesino andahuaylino del partido. Los dirigentes campesinos no aceptaban el pago por las tierras ocupadas tal como se había planteado en los acuerdos iniciales junto con la liberación de dos de sus dirigentes. Quintanilla y Mezzich, militantes de VR, consideraron que la alta dirigencia partidaria no los había apoyado contra la represión y que el partido había abandonado la política de ocupaciones territoriales que ellos habían seguido escrupulosamente. Ambos se unieron a otros miembros de Vanguardia disconformes también con la excesiva flexibilidad con el régimen y formaron en 1977 VR Proletario Comunista (VR PC). Sus bases fueron constituidas entonces por los sectores campesinos movilizados por la CCP.98
En el horizonte político de Quintanilla y de los miembros desencantados de VR que formaron VR PC, vemos de alguna manera las tensiones que generaban las reformas velasquistas sobre VR y en los partidos de Nueva Izquierda. La necesidad por mantener posturas prácticas y secularizadas entre los líderes de la cúpula que hicieran frente a la visión beligerante de quiénes estaban en la base alentaba, en el espacio abierto por la reforma agraria, a que estos últimos se alejaran del entrampamiento conciliador que cualquier partido que se llamara revolucionario y socialista debía evitar, llevándolos con eso, inevitablemente, a la guerra revolucionaria que construiría otro poder.
Tanto ellos (los campesinos) como nosotros (los dirigentes) debemos tener presente siempre el problema social desde el punto de vista político para dar una orientación política y así el campesinado pueda comprender mejor y no se cierre solo en el problema reivindicativo inmediato, haciéndole ver que el problema no se va a resolver solo con las tomas de tierras, que ese es solamente un paso que se da para luego sobre nuevas bases seguir dando el combate.
En realidad el problema agrario para el campesinado y los problemas que aquejan al pueblo peruano sólo podrán resolverse mediante la guerra revolucionaria, destruyendo el poder del Estado burgués semicolonial y sobre eso construir otro poder, mejor dicho un Estado verdaderamente democrático y popular donde participen todos los sectores oprimidos por el sistema capitalista y quienes, con la dirigencia del proletariado en alianza con el campesinado, puedan conducir ese nuevo Estado para enfrentar consciente y seriamente los problemas del pueblo
El movimiento campesino andahuaylino entró en retroceso luego de las tomas, Quintanilla murió en 1979 y Mezzich pasó a organizar entonces las primeras columnas guerrilleras de Sendero Luminoso en esa zona del país. La actitud de la dirigencia de Vanguardia para evaluar a un gobierno que sentía estaba al borde de la debacle, pero no lo confrontaba radicalmente, había producido otra escisión en 1974, la misma que daría origen al Partido Comunista Revolucionario (PCR), que asumió también el maoísmo como una ideología de oposición frontal y decidida al gobierno.
La postura del gobierno militar ante los partidos de la Nueva Izquierda
Hemos señalado que las posturas de los partidos de Nueva Izquierda frente al gobierno militar, así como las tensiones y rupturas a su interior, llevaron a replantearse su papel en el espacio abierto de la sociedad por las reformas del régimen. Asimismo, la postura de los militares frente a la competencia que representaban los partidos de izquierda, a los que llamaba marxistas, también fue de desconfianza y rechazo porque los consideraban ante todo “comunistas”. El término aparece en los borradores de las actas de los consejos de ministros de 1968 a 1975 e identifica como tales a personas y miembros de partidos considerados agitadores y desestabilizadores del orden social que estaban en contra de las políticas reformistas del gobierno, aun cuando estas políticas intentaban cambiar también ese orden injusto y explotador.
La postura anticomunista del regimen devenía del mismo Velasco cuando hacía hincapié en sus discursos que el comunismo era un horizonte ajeno a los propósitos y a la mentalidad militar revolucionaria, y que su régimen era tan nacionalista y antiimperialista como opuesto al comunismo internacional opresivo y deshumanizador.
Desde esa perspectiva los comunistas eran vistos con profunda desconfianza. En una lógica propia de la Guerra Fría y de la idea de la seguridad nacional, los comunistas aparecían como una amenaza subversiva extranjera que contaminaba al impoluto cuerpo de la sociedad peruana, del continente y de la civilización occidental y cristiana.103 Un comentario expresado por el ministro de Energía y Minas nos indica cómo desde esta lógica los militares reformistas tomaban decisiones donde se recalcaban una y otra vez las amenazas de las actividades comunistas, identificadas con la agitación y la desestabilización para el país y el continente:
El señor Ministro de Energía y Minas indicó que recién se está comenzando a canalizar al pueblo en el proceso de la revolución siendo una de las formas la creación de estos Comités, debiendo cuidarse que no lo capturen ni el PAP (partido aprista) ni los comunistas. El señor Ministro de Industrias indicó que estos comités de defensa hacen pensar mucho a los EEUU ya que saben lo que pasó en Cuba y por eso les conviene ayudar al Perú para que no pase lo mismo, siendo un incentivo para que cambien de política.
La preocupación de los militares por el control del proceso movilizador de la población en el escenario abierto por las reformas fue una consecuencia derivada frente a la competencia aprista, de los partidos tradicionales de derecha y, sobre todo, de los diferentes grupos de izquierda que iban ganando esos mismos espacios. A consideración de los militares, las izquierdas marxistas podían infiltrarse incluso con la apariencia de colaboración en el proceso revolucionario para llevar aguas a su molino.
Los militares se aferraban de este modo a la seguridad de tener una perspectiva revolucionaria nacionalista tan válida para enfrentarse al “peligro revolucionario” de los partidos de Nueva Izquierda. Contaba para eso con el peso de su institucionalidad para implementar reformas que solo ellos creían poder ejecutar eficazmente. De esta manera, las reformas de los militares encajaban en el contexto de una “tercera vía” dentro de un “auténtico” proceso revolucionario, que procuraba al mismo tiempo no amenazar la hegemonía norteamericana en el continente.
Para muchos militantes de izquierdas marxistas revolucionarias, el proceso de la revolución velasquista, derivado de una orientación ideológica nada revolucionaria y sí más bien conservadora o hasta reaccionaria, era contradictorio. El carácter vertical, represivo y no (suficientemente) antiimperialista llevó a confrontarlos aunque sin cierta ambigüedad, con el régimen militar, ya que se expresaban desde posturas relativamente conciliadores con el gobierno hasta posiciones radicalmente opositoras que buscaban, según decían, desenmascarar la naturaleza reaccionaria del régimen militar.
En medio de estas confrontaciones ideológicas entre el gobierno y las diferentes posturas de izquierda se encontraba un propósito muy práctico: quien controlara la apertura de la sociedad y la movilización popular producidas por las reformas sería quien hegemonizaría a la sociedad. Para los militares esto debía sopesarse en el espacio de las organizaciones populares surgidas autónomamente después de las primeras reformas expropiadoras. El riesgo, en todo caso, era que estas reformas fuesen acechadas por los diferentes grupos radicales de izquierdas y no hubiera modo alguno de impedirlo. Para resolverlo, es decir, para quitarle espacio a las infiltraciones comunistas, los militares pensaban que bastaba con darle al movimiento popular una dirección consistente con los deseos del gobierno:
Creemos que debe movilizarse al pueblo en apoyo de la revolución, pero no con carácter exclusivamente político sino de acción real de trabajo para lo cual en un primer planteamiento se ha establecido un organismo estatal, con organismos ya existentes pero centralizados, en forma paralela a la organización piramidal del pueblo, que forma líderes nuevos, para que la organización estatal pueda dirigir y controlar mediante la indicación de los trabajos a realizar a estos Comités, que dejarán de ser una preocupación y constituirán un apoyo para cuando la FA deje el Gobierno.
Los militares, sin embargo, no se limitaron solo a rechazar a estos jóvenes partidarios bien intencionados, pero ideológicamente equivocados. Al respecto, el general Vanini señalaba que tanto estos como los militares en el gobierno luchaban por las mismas causas de la justicia social. En lugar de perseguirlos y encarcelarlos o eliminarlos, apostaron, entonces, por atraerlos más bien a las filas del gobierno, en la medida que poseyeran una buena disposición por las reformas y se incorporaran a programas de apoyo como la reforma agraria:
El Sr. Ministro del Interior procedió a emitir su informe semanal sobre la situación del frente interno, en el campo político, laboral y estudiantil, haciendo resaltar el fuerte impacto causado por la Ley de Reforma Agraria y el desconcierto causado entre los líderes políticos; en el campo laboral se nota que la CGTP trata de crear problemas al Gobierno apoyando la huelga de Toquepala que felizmente hasta el momento es pacifica; en cuanto a los estudiantes, si bien siguen rechazando la Ley Universitaria, la gran mayoría ha ofrecido su colaboración para participar en el proceso revolucionario ayudando en la Reforma Agraria, con excepción de los marxistas, pekineses y algunos grupos de extrema izquierda que estiman que el Gobierno está creando una sociedad capitalista y que es peligroso que obtenga apoyo popular.
El afán de los militares por aprovechar el poderoso caudal juvenil, especialmente letrado y universitario, que era una de sus principales fuentes de oposición radicalizada, incluía también la posibilidad de incorporar a íconos importantes de la juventud guerrillera dentro de los programas de reforma del gobierno, esto reafirmaría la validez de una auténtica, real y eficaz postura revolucionaria del régimen.
Esta hábil maniobra de cooptación de los jóvenes radicalizados a través de la disyuntiva de que si no se oponían a las medidas de la revolución debían sumarse a ella, era una manera de afirmar la legitimidad del gobierno a través de una competencia por la hegemonía contra los partidos de la Nueva Izquierda. Para quienes no se sumaban y se mostraban reacios a esta competencia, el gobierno esgrimía la amenaza del arresto y la persecución, tal como lo hizo con Hugo Blanco, líder del movimiento de ocupación de tierras en la provincia de La Convención (Cusco), y Ricardo Gadea, dirigente del MIR, ambos amnistiados, pero rápidamente deportados tras su salida de la cárcel.109 En este contexto se puede considerar desde un enfoque político y militar contrainsurgente el ejercicio de una violencia política anti revolucionaria.
Otra característica distintiva de la competencia por la hegemonía del gobierno militar con respecto a sus opositores fue la opaca represión indiscriminada y violatoria de derechos humanos, que sí se dio durante la represión anti izquierdista del cono sur sudamericano.
Las concepciones antimarxistas de los militares peruanos no se inscribieron, en ese sentido, dentro del escenario denominado por Waldo Ansaldi como Estados terroristas de seguridad nacional.
Un ejemplo de esta posición fue el rechazo a incorporar al país en la firma del Proyecto de Convención sobre terrorismo y secuestros de personas con fines de extorsión ni en el proyecto de resolución elaborado por el Comité Jurídico Interamericano para el combate de estos delitos. En su lugar se planteó sustituir estas normas con textos menos represivos y con enfoques más acordes para situar las causas del terrorismo en la exclusión social y la pobreza, antes que en la pura criminalidad. Al mismo tiempo, el Consejo de Ministros, reafirmó la soberanía jurídica nacional frente a normas internacionales que vulneraban el derecho de asilo de los países.
Es importante señalar en este caso, tal como lo mencionara Velasco al periodista César Hildebrandt, que su objetivo no era perseguir comunistas sino hacer comprender que la revolución de las Fuerzas Armadas era una necesidad nacional.
En este contexto, los militares consideraban que el apoyo a las reformas por parte de los sectores de la población organizados era una base importante en su competencia hegemonizadora dentro del espacio abierto por estas reformas. Aun cuando la población tenía sus propias demandas con las cuales presionar al gobierno, los militares consideraban que podían tenerla bajo un control adecuado, movilizándola a su favor a través del SINAMOS y a través de una represión antirrevolucionaria “suave” dirigida hacia los partidos radicales de la Nueva Izquierda. Los militares estaban haciendo las reformas y sus adversarios difícilmente podrían ponerlas en riesgo a menos que se infiltraran en esos espacios y los radicalizaran. SINAMOS, en este sentido, era la clave en esta lógica de competencia y era vital excluir a los grupos opositores para encausar a la población por la vía de la revolución nacionalista y desarrollista.
Esta política contrainsurgente fracasó a la larga por múltiples motivos. La movilización campesina, mientras tanto, se volvió más autónoma en la demanda de tierras. Los obreros a su vez reivindicaron más derechos y no se pudo evitar la presencia de la Nueva Izquierda radicalizada que llenó en cierto modo y rápidamente esos vacíos, sobre todo después de la caída del velasquismo. Pero esta tarea tampoco estuvo exenta de dificultades: las fisuras y quiebras internas en estos grupos novo izquierdistas así lo evidenciaron.
Conclusiones
Las reformas del régimen militar peruano del periodo de 1968 a 1975 impactaron profundamente en el país en términos económicos, sociales, culturales y políticos.
Uno de esos impactos devino en la apertura de espacios de participación de la sociedad organizada en la política de las reformas, ello supuso un escenario para la competencia entre diversas organizaciones partidarias que buscaban orientar la participación popular en medio del escenario de reformas lideradas por el general Velasco.
En este nivel se hizo evidente la compleja tarea para los partidos de nueva izquierda de reconstituir la representación de las demandas políticas de esta nueva sociedad que emergía de las reformas, esto se tradujo en la necesidad de una recomposición y una renovación de sus posturas y acciones políticas.
La lucha planteada entre el régimen velasquista y la nueva izquierda adquirió entonces los ribetes de una competencia por la hegemonía ideológica y política de la sociedad. Esta se hizo desde dos posturas claramente definidas: una revolucionaria y nacionalista con ingredientes antiimperialistas y populistas, conducida por los militares y civiles adscritos al régimen bajo el principio de la democracia de participación plena, y teniendo en SINAMOS, uno de sus principales instrumentos de penetración y organización en la sociedad. Y la otra, representada por los partidos de Nueva Izquierda, que cuestionaba la conducción ideológica y política de las reformas de los militares en tanto las consideraba inaceptables al no tener una perspectiva revolucionaria antiimperialista y socialista o de clase (clasismo).
Las reformas velasquistas crearon las condiciones para la competencia y confrontación entre estas dos posturas revolucionarias con diferentes horizontes ideológicos: la de los militares y la de los partidos de Nueva Izquierda.
El gobierno a través de SINAMOS intentó conducir la apertura política por vías que contuvieran las demandas de la población, encuadrándola en una disciplina orgánicamente cerrada que impidiera la injerencia de partidos y grupos considerados comunistas.
Los partidos de Nueva Izquierda, sin embargo, fortalecieron la presencia de elementos beligerantes en las demandas de la población, agregando una expectativa de derrocamiento del régimen. El intento de los partidos de la Nueva Izquierda para vitalizar las demandas de la sociedad introdujo paradójicamente tensiones entre y dentro de ellos mismos.
Una de esas tensiones fue definir apropiadamente la naturaleza política del régimen velasquista y enfrentarlo. En ese ínterin, el gobierno aprovechó las divisiones y confrontaciones de estos partidos para impedir su articulación con la población usando a SINAMOS y a la represión bajo la figura del comunista infiltrado.
Las organizaciones de Nueva Izquierda resintieron los efectos de la dinámica competitiva y represiva del gobierno. Si bien el discurso clasista era valioso para oponerse a la cooptación del régimen, su perfil ideológico radical, y en algunos casos insurreccional, limitaba sus propios horizontes políticos para insertarse más allá de la sola postura revolucionaria socialista.
Este último aspecto se hizo evidente en las rupturas internas del MIR y de VR, cuando las tensiones por definir su relación con las nuevas organizaciones sindicales llevaron a sectores de su militancia a persistir en la lucha armada o, en caso contrario, adaptarse a las necesidades, demandas y expectativas cotidianas de las poblaciones que querían representar, con el riesgo de perder su identidad insurreccional revolucionaria. De alguna manera, si bien el horizonte ideológico insurreccional los limitaba, también los preservaba de las insinuaciones conciliadoras con el régimen.
No obstante, fueron las pequeñas disputas por el liderazgo al interior de estas organizaciones políticas ancladas en discursos y estilos previos a las reformas velasquistas, las que frenaron su voluntad para abrirse más a la representación cotidiana de la sociedad en términos de una política desacralizada de sus tradiciones y liderazgos insurreccionales.
A la larga, solo la caída del régimen velasquista y su reemplazo por una nueva conducción militar en 1975, -menos dispuesta a hacer reformas y a competir por hegemonizar un nuevo orden-, fueron las que aclararon el sentido de orientación política que los partidos de Nueva Izquierda debían tener con el gobierno militar.
Ya no bastaba solo con oponerse a las reformas para conservar su dinámica agitadora y de oposición en los espacios abiertos de la sociedad, sino que había que salvar a las propias reformas del retroceso, la represión y la amenaza de eliminarlas. Sin desearlo los partidos de la Nueva Izquierda se habían convertido en herederos de un proceso político que, aunque no lo reconocían como suyo, finalmente lo adoptaron dentro de una orientación de cambio social.
Esta adopción llevó a los partidos de Nueva Izquierda a reorientar sus posturas vanguardistas e insurreccionales hacia lo que podría considerarse una secularización de sus posturas políticas.
Al final, ambas posturas revolucionarias (la velasquista y de la Nueva Izquierda) ayudaron a tejer una relación diferente entre sectores reorganizados de la sociedad y el Estado.
De este modo, la lógica militar “autoritaria” y corporativa vertió “desde arriba” cambios hacia abajo, creando condiciones para nuevos escenarios y formas de relacionamiento políticos inclusivos en la sociedad.
Mario Meza-Bazán
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