Muerte en el Pentagonito: La Masacre de Barrios Altos

El Viejo Estado contraataca



En el otoño  DIRCOTE, de 1991, el capitán Santiago Enrique Martin Rivas laboraba en una oficina, en el tercer piso de un edificio de la avenida España, analizando documentos de Sendero Luminoso.

 Integraba un equipo de militares provisionalmente asentado allí, que redactaba un manual antisubversivo para el SIN. 

Su jefe era el comandante EP Femando Rodríguez Zabalbeascoa y sus compañeros los capitanes Carlos Pichilingue y Ronald Robles, así corno el teniente de la Armada Antonio Ríos. 

El agente de inteligencia, escucha Marcos Flores, uno de los mejores mecanógrafos del SIE, hacía de secretario.

Rodríguez Zabalbeascoa reportaba al jefe del SIN, el general Julio Salazar Monroe, pero también informaba ocasionalmente al director de la DINTE, el general Juan Rivero Lazo. 

Tan enterado estaba de esta labor el Ejército, que en el mes de junio el comandante general convocó a los altos mandos para evaluar el estado de la lucha contra Sendero Luminoso y el MRTA, y el expositor principal fue el capitán Enrique Martin. En agosto, cuando la mayor parte del manual estaba hecha, Rodríguez Zabalbeascoa y su equipo dejaron el local de la Policía y se trasladaron a un local del SIE contiguo a la sede del SIN, en la avenida Las Palmas. 

Allí terminaron el  trabajo, pero en realidad ya los ocupaba otra misión. Alistaban el arma secreta del contraataque del Viejo Estado: un destacamento para eliminar terroristas.

Martín convocó a Jesús Sosa a mediados de agosto.

Chato, me dieron la orden de reagrupamos le dijo, cuando estuvieron reunidos, en un café del jirón Chota, cercano a la DIRCOTE. 

Pichilingue estaba presente. Ya, por fin, lo he logrado.

General Juan Rivero Lazo. En la prisión, en sus diálogos con el Grupo Colina, pedía que el equipo realizaría operaciones especiales. 

La conversación abordó el tema de quiénes serían los convocados. Martín quería hacer una relación de nombres para saber en qué dependencia o lugar del país estaban sirviendo, e ir preparando los memorándums necesarios. Y allí, contabilizando méritos y simpatías, los tres elaboraron una lista de doce agentes de inteligencia.

Jesús Sosa, que laboraba en el Comando Conjunto, demoró varias semanas en integrarse al grupo, porque debió esperar a su remplazo.

Cuando, por fin, hacia mediados de septiembre, se libró de sus últimas obligaciones, fue a la avenida Las Palmas, en Chorrillos, donde lo esperaban en las instalaciones que La Fábrica tenía junto a la Villa Militar.

Allí funcionaba un extraño condominio, un dispar conjunto de construcciones cercado por paredes y protegido desde torretas de vigilancia. 

El visitante accedía a una playa de estacionamiento descubierta, que limitaba por un lado con varias canchas de fulbito y por otro con el edificio principal, una casona de dos pisos que compartían el SIN y la Escuela de Inteligencia del Ejército. 

Había otros locales contiguos e independientes, como un pabellón con aulas de la escuela y, en una esquina, embozado detrás de un muro, un sector del Departamento de Electrónica del SIE con sus antenas y equipos. Además, una cafetería, un pequeño polígono de tiro y un taller de mecánica. 

Detrás de la casona, en otro edificio de dos plantas, crecía lentamente el SIN de Vladimiro Montesinos.

Estos locales pertenecían a la Escuela de Inteligencia, que había cedido una parte de los mismos al SIN, pero el SIN terminaría adueñándose de todo cuando creció desmesuradamente en los años siguientes. El proceso de desalojo de los anfitriones ya había comenzado cuando Jesús Sosa fue a ponerse a las órdenes de Enrique Martin. 

Vigilantes del SIN controlaba el ingreso a cualquier pabellón (su nombre ya figuraba en una relación de personas autorizadas a pasar). El agente observó que la Escuela de Inteligencia estaba desierta, lo mismo que las oficinas y dormitorios adjuntos. Los autos, en el patio central, pertenecían sin duda a la gente que ocupaba o visitaba las oficinas del SIN. El taller de mecánica ya no funcionaba. Sin embargo, éste era el lugar hacia donde se dirigía.

Cuando ingresó vio a una treintena de personas, buena parte desconocida para él. 

Lo sorprendió encontrar a tanta gente.

 ¿No ibán a ser sólo doce? 

Fue su primer disgusto con Martin, quien, en opinión de Sosa, subestimaba los potenciales problemas que pudieran ocasionar agentes desconocidos e inexpertos. 

Pero no dijo nada, y empezó a saludar a sus amigos del SIE (Servicio de Inteligencia del Ejército), a los antiguos del Grupo Escorpio

Antonio Pretell, 

José Alarcón, 

Ángel Pino,

 Carlos Caballero, 

Hugo Coral, 

Jorge Ortiz, 

Nelson Carbajal y a otros elegidos quince días atrás, en el café del jirón Chota:

Wilmer Yarlequé, 

Marcos Flores y Orlando Vera, el chofer. 

A cada uno de ellos lo habían seleccionado por algún mérito. Pretell, por ejemplo, no era agudo analista, pero podía abrir una puerta de un manazo. 

Los demás ya conocían el negocio.

Pero, al resto, ¿con qué motivos lo habría escogido Martin? 

Algunos parecían recién egresados de la Escuela de Inteligencia. 

Había seis chicas, todas evidentemente primerizas. Y otros ya mayorcitos, como Julio Chuqui, Juan Supo y Juan Pampa Quilla, con quienes nunca había trabajado. Vio al comandante Rodríguez Zabalbeascoa, apodado Potro, que iba de un lado al otro con aires de jefe de todo el mundo. Lo era, indudablemente.

¿Por qué tanta gente? le preguntó a Pichilingue.

Es que ahora los objetivos son más amplios "dijo el capitán".

Como una familia numerosa que se mudó de casa, los agentes estaban ocupados en múltiples tareas domésticas. Unos pintaban las paredes, otros traían muebles, otros ponían focos. Algunos silbaban, pero no todo era armonía. Un grupo comentaba la reciente destitución de los agentes Juan Arce Janampa, apodado Cochachi, y, Hugo Coral Goycochea, que ·fueron enviados a la zona fronteriza de Tacna para traer mercadería de contrabando con fondos excedentes del destacamento, con el fin de incrementar, según se decía, el dinero para las operaciones. 

Cochachi regresó diciendo que los aduaneros se habían quedado con parte de la mercadería y que otra parte fue destruida por un incendio en el Mercado Central de Lima. Tres mil dólares se habían ido al agua estúpidamente, pensó Sosa, mas se cuidó de decírselo a Martin; no quería discutir al comienzo de la experiencia. 

Pero el enfrentamiento se produjo, y perdió Sosa. Fue en dos tiempos.

Un día no se pudo contener y criticó que se hubiera llamado a tantos agentes. «Este es el equipo de operaciones especiales más numeroso del mundo comentó. 

Parece una compañía». Martin, sin darse por enterado, dijo que iba a separar en tres grupos a los convocados, y anunció que los jefes serían Sosa, Supo y Chuqui.

Sosa, que como Supo tenía el grado de técnico, protestó. Dijo que Chuqui era aún suboficial, y que habiendo· otros técnicos convocados, como Yarlequé y Lecca, era a uno de éstos a quien correspondía ser jefe del tercer grupo.

Acá se hace lo que yo ordeno dijo Martin. Acá no interesan los grados, ni los más antiguos, ni los más bacanes. 

Añadió que cada grupo iba a ser independiente y con objetivos distintos.

Y que podría haber una operación conjunta, con su comando. Luego pidió a cada jefe escoger a su gente, y los grupos quedaron divididos en tres.

Otro día, luego de la conformación de los grupos, Sosa no llegó a una cita en la que, supuestamente, el capitán iba a tomar contacto con un colaborador senderista, y en la que el agente debía brindar seguridad. Un malentendido con respecto a la hora y la disponibilidad de una moto hizo retrasar a Sosa, que llegó al lugar cuando Martin ya se había ido. 

En la base, Martin explotó:

¡Te vas! le gritó a Sosa.

Sosa, pescado en falta, no respondió, pero hervía. Pichilingue intentó apaciguarlo cuando Martín se hubo ido. Le dijo que el capitán sólo había dado rienda suelta a su cólera, y que era impensable que lo retirara del grupo. En efecto, Martin se olvidó de lo dicho, pero Sosa, que cuidaba sus enconos, no. En aquel momento sólo respondió a Pichilingue: «Yo sé cuál es el fondo de esto: Kike me quiere restar ascendiente sobre la gente. Por eso me ha tratado así delante de los más jóvenes. No lo va a conseguir. Lo vas a ver».

El trabajo volvió a la normalidad, pero poco tiempo después llegó la orden de movilizarse: los agentes entrenarían en La Tiza, una playa del Ejército. El día indicado cargaron todas sus pertenencias en tres autos Toyota asignados por el SIE blanco, plomo y verde, y en dos camionetas Cherokee nuevecitas, una roja y otra blanca, proporcionadas por la DINTE y recién retiradas de la aduana. Partieron con espíritu de camping, contándose chistes sin cesar, mientras los vehículos, tras dejar la avenida Panamericana, enfilaban hacia el sur, siguiendo la carretera pegada a la costa.

En La Tiza, el plan consistía en entrenar a los agentes para que volvieran a familiarizarse con el armamento y la acción violenta. Es una playa militar en forma de herradura, a 56 kilómetros de Lima, a la cual se accede por un camino carrozable desde la carretera Panamericana. 

Al tomar el desvío los autos transitan unos diez minutos por tierra árida, en dirección al mar, rumbo a un barranco. 

A un kilómetro del borde hay una tranquera, al costado de una caseta de vigilancia, donde habitualmente dos soldados registran el ingreso. 

Detrás de la garita el camino adopta una forma de serpiente mientras desciende por la quebrada hasta la playa.

Abajo hay una sencilla construcción de un piso, cuyo principal ambiente es un comedor para unas cien personas. Además, una cocina, varios baños y una tenaza sin techar. Una vez allí la soledad es completa. La playa más próxima, La Quipa, está separada por un ceno uno de los brazos de la herradura aunque desde cierto ángulo es posible observar sus embarcaciones y edificios, sus colores felices. Al otro lado sólo hay peñascos y, detrás de ellos, litoral empedrado. 

Esto, y una precaria cuadra para la tropa de vigilancia, dos cuartos de madera al pie de los cerros, fue todo lo que hallaron los miembros del destacamento.

La playa es administrada por el Círculo Militar, que a su vez depende de la Segunda Región. Para cederla en uso exclusivo, por cualquier razón, el comandante de la Segunda Región debe ordenarlo. En · este caso, la disposición vino del comandante general del Ejército a la Segunda Región, pues ni el SIE ni la DINTE pueden usar libremente las instalaciones del Círculo Militar. 

Y las órdenes fueron precisas, hasta el extremo de indicar que toda la dotación de vigilancia de la playa, perteneciente a la División de Fuerzas Especiales (DIFFEE), debía replegarse a sus cuarteles de origen. Mientras La Tiza estuviera cedida a la DINTE, no habría allí ningún personal de otra unidad. Por eso, cuando el grueso de la gente del SIE llegó a la playa, al teniente a cargo ya lo había relevado Chuqui, quien ubicó a agentes de su equipo en los puestos de vigilancia .

Dos capitanes instructores de la Escuela de Comandos, Nerio Huacac y Mario Bombilla, comenzaron a dirigir el adiestramiento en las mañanas y en las tardes. 

Luego se iban. 

Durante quince días dispusieron prácticas de tiro, carreras, ascensiones a los cerros, flexiones, ejercicios físicos diversos.

Otro instructor, un karateca al que apodaron Carótida («no se olviden del golpe a la carótida», decía obsesivamente), los adiestraba en técnicas de lucha cuerpo a cuerpo. Por las noches realizaban prácticas de incursión a locales en las que, invariablemente, el «objetivo» era la barraca de la tropa.

A diferencia del entrenamiento de las mañanas, dedicado al tiro instintivo selectivo, que responde ante imprevistos en una sola secuencia desenfundar, artillar, seleccionar el blanco, disparar, al final del día se simulaban tomas de locales. 

Dirigidos por Martín y Pichilingue, los hombres disparaban a blancos inmóviles, sacos con arena a los que se había señalizado y que imaginariamente defendían la barraca. En su avance desplegaban un cerco de seguridad, y una vez adentro procedían a eliminar al enemigo hasta reducir toda forma de resistencia. La simulación incluía el tratamiento de los supervivientes: luego del cese del fuego una parte del equipo de asalto los esposaba y registraba y otra evacuaba a los heridos. Lo ideal era que ninguna de las incursiones demorara más de diez minutos.

Los tres grupos se alternaban para cumplir con el servicio de guardia y de cocina. Dormían en bolsas de campaña, en el piso del comedor. Fue aquí donde Martín y la agente Mariela Barreto, asesinada en 1997, iniciaron la relación que se convertiría en uno de los misterios de la década.

Barreto, a la sazón de veintidós años, había egresado en 1990 de la Escuela de Inteligencia y era una de las seis femeninas asignadas al destacamento. Otra, Iris Chumpitaz, también tendría un romance con el capitán y sería la persona que tres años después reconocería en la morgue el cadáver de Barreto.

Durante los entrenamientos, los agentes sabían que se los adiestraba para realizar operaciones especiales contra .terroristas, pero desconocían los objetivos específicos. En su trabajo, en cualquier momento podían recibir una orden de secuestro, eliminación, amedrentamiento, vigilancia, identificación de objetivos o estudios de inteligencia. Ellos tendrían que ver la manera de ponerla en práctica, así como los detalles de forma, fecha y circunstancia.

A fines de octubre, cuando llevaban más de diez días en La Tiza, les pidieron verificar una información. El agente Abadía, seudónimo de Pascual Arteaga, infiltrado por el DIE en sectores ultraizquierdistas, aseguró que un grupo de vendedores ambulantes de helados hacía el seguimiento de las personas que iban a ser asesinadas por Sendero Luminoso en Lima. 

Los senderistas, dijo, se ofrecían a la compañía D'Onofrio, que mantiene unas · seis mil carretillas amarillas por toda la ciudad, guiadas por un heladero con una chaqueta del mismo color y una gorra con el logotipo de la empresa. 

Las carretillas de D'Onofrio, en cuya superficie hay un sol rojo que, sudando de calor, devora un helado de vainilla, son características del paisaje limeño, y sus conductores un ejemplo representativo del subempleo peruano. Los heladeros están en casi todas las esquinas, y nadie sospecharía de alguno de ellos si lo ve en la puerta de su casa. 

De acuerdo con la info1mación de Arteaga, los heladeros senderistas se reunían en una casa de Barrios Altos, en el número 840 del jirón Huanta, donde algunos de ellos vivían. Allí, el 3 de noviembre, se llevaría a cabo una pollada bailable para recaudar fondos. 

El objetivo manifiesto era el financiamiento de reparaciones que requería el inmueble, que era compartido por varias familias. Pero en realidad, según Arteaga, el dinero se destinaría a la compra de medicinas y ropa para los presos senderistas:

El capitán Martin encargó a Jesús Sosa estudiar el objetivo. Sosa se reunió con Arteaga un par de veces, en distintos lugares de Lima. El infiltrado no tenía nombres de los senderistas que organizaban la pollada pero sí seudónimos y descripciones. Los conocía. Además, Sosa hizo dos visitas a la casa de Barrios Altos . 

Al final entregó a Martin datos no muy precisos sobre los presuntos terroristas que asistirían a la pollada y una descripción minuciosa del inmueble, con posibles vías de acceso y repliegue. El capitán ordenó que comenzara una vigilancia parcial de la casa.

La orden de actuar llegó el 2 de noviembre, un día antes de la operación. Martin dijo a los jefes de grupo que les habían ordenado , intervenir una guarida de te1rnristas en Lima y que la operación sería el día siguiente. Era sábado. Por la noche, varios agentes fueron a examinar el barrio, donde había una comisaría en la plaza Italia, a la vuelta de la casa del jirón Huanta que iba a ser intervenida. En la misma plaza funcionaba el local de la Dirección de Inteligencia de la Policía. Para mayor complicación, dos guardias permanecían en los extremos de la cuadra en la que operarían, uno en cada esquina.

El domingo por la tarde, Martín determinó quiénes actuarían. Dos parejas de un hombre y una mujer ingresarían a la pollada como enamorados. Adentro, Abadía les indicaría quiénes eran senderistas. En el momento de la intervención dos agentes se quedarían en la puerta, para evitar el ingreso o salida de personas. Martin, Pichilingue y trece efectivos conformarían el equipo de asalto. 

Afuera, cinco más darían cobertura, permaneciendo desde antes del operativo en los alrededores y quedándose  después, como transeúntes, para desinformar. 

Si alguien decía que la camioneta de los agresores era roja, dirían que tenía otro color; si algún otro les vio apariencia militar, asegurarían que asemejaban senderistas.

Ellos neutralizarían los testimonios de los testigos, y describirían luego al destacamento las reacciones en el lugar, así como las primeras actividades de la Policía.

Los primeros en partir de La Tiza, el domingo por la tarde, fueron los agentes que harían reconocimiento y cobertura, en los autos del SIE. Las Cherokees con los efectivos de asalto salieron a las ocho de la noche. A las nueve llegaron a Barrios Altos y se estacionaron en la cuadra cinco del jirón Cangallo, a tres cuadras del objetivo.

El capitán no tenía instrucciones. sobre el número de personas que debería ejecutar. Él no lo sabía. Le ordenaron eliminar a los senderistas que estuvieran presentes.

 ¿Quién los conocía? 

Arteaga.

 Si Arteaga estaba o no equivocado, no era su responsabilidad, él no iba a determinarlo. El comando asignó a Arteaga para que indicara los objetivos, y por eso debían hacerle caso.

Pero Abadía había dicho muy poco. No tenían ningún nombre, a nadie identificado con un cargo concreto dentro de la estructura senderista. El día del operativo, cuando las camionetas con los agentes estaban en el jirón Cangallo, llegó de la pollada uno de los enviados para el reconocimiento, con datos más precisos proporcionados por Abadía, quien informaba desde la pollada. Tenían la descripción dé tres senderistas, pero la más característica era la de una chica con jeans y gorrita.

• El agente confirmó que la pollada era en el primer piso y que en el segundo había otra fiesta.

Recibió preguntas. 

¿Era la misma reunión, que se desarrollaba en dos ambientes? 

¿Eran distintas? 

¿En ambas había senderistas?

El agente regresó a la pollada y volvió con más información. Según Abadía, la reunión de abajo era independiente de la de arriba, y la primera congregaba a los que buscaban. 

Martín, desde la Cherokee roja, a cuyo timón iba Supo, llamó por radio a los de la camioneta blanca, conducida por Sosa, quien tenía a su costado a Pichilingue, y a ambos les pidió acercarse. Éstos bajaron y caminaron hasta donde estaba su jefe. «Vamos a entrar, dijo Martin. Acto seguido, Sosa y Pichilingue fueron a dar una vuelta para reconocer por última vez la cuadra ocho del jirón Huanta.

Entonces consideraron con detenimiento el problema de la vigilancia policial. Un guardia patrullaba al comienzo de la cuadra, en el cruce con Miró Quesada, y había otro en la siguiente esquina, con la atención puesta en la plaza Italia. 

Durante la intervención, las dos camionetas debían pasar frente al primero de los guardias, estacionarse frente al inmueble de la pollada, esperar a que los agentes bajaran, entraran y volvieran a salir, y  luego partir. 

En la siguiente . esquina encontrarían al segundo guardia.

Menudo problema: un guardia en cada esquina del objetivo.

Como a las diez de la noche, las Cherokees dejaron el jirón Cangalla.

En sus techos, para despistar a los guardias, pusieron sendas circulinas  imantadas. Parecían vehículos oficiales, por lo que al voltear en la cuadra del jirón Huanta que les interesaba, el primer policía no se inmutó cuando los vio pasar delante de sus narices. La tranquilidad de la calle, transitada medianamente, no se alteró con el sigiloso descenso de los militares vestidos de civil. 

Los fusiles HK iban en dos maletines largos, que los primeros ingresantes pusieron en el patio de la casona, donde se desarrollaba la pollada. 

«Cerveza, cerveza», dijeron, al depositar su carga ante los sorprendidos comensales. Cuando estuvieron dentro, cada uno retiró su arma de allí y le puso la cacerina que llevaba en la mano. 

Algunos se cubrieron el rostro con su pasamontañas, mientras que otros se lo bajaron sólo hasta las cejas.

Había unas cuarenta personas: familias, parejas, estudiantes, pobres de procedencia andina. Todos fueron retenidos en el patio, Abadía incluido, y de inmediato empezó el proceso de selección de las víctimas. Un agente se dirigió al equipo de música y subió el volumen. 

Otros empezaron a retirar  bruscamente del grupo a ancianos y niños y a las personas que Abadía indicaba negativamente. Los retirados eran obligados a entrar a los cuartos, a gritos y empellones. Martin hizo un disparo hacia arriba, espantando a unos mirones del segundo piso. 

Abadía empezó a dar vueltas.

En adelante, los que seleccionaban no harían más que mirar a Abadía con disimulo antes de apartar o retener a otra persona. El agente decidía con un gesto, una inclinación de cabeza, una negativa. Presuntamente él sabía quiénes eran senderistas en la reunión, a la cual, había asegurado, asistirían dirigentes del partido. 

Pero. ¿lo sabía?

 Arteaga estaba muy nervioso, casi paralizado. Cuando ingresaron los del SIE, desapareció. 

Fue al fondo de la casa, buscando una salida trasera. Dos agentes le dieron alcance y lo regresaron al patio, casi a la fuerza. Uno le dijo:

No te vayas, huevón. Aún tienes que decimos quiénes son.

Tuvo que devolverse, e indicó sucesivamente a 19 personas, que fueron reunidas en el patio. Martin lo miró por' última vez, como esperando que ratificara su selección.

Hasta ese momento, Arteaga no tenía la certeza absoluta de que las personas que seleccionara iban a ser eliminadas. Aun los que estuvieron, con sus armas, delante de las 15 personas que morirían, no estaban seguros de lo que pasaría, y miraban a Martín, esperando una indicación.

La mayoría de ellos nunca había matado, pero puestos en una circunstancia así, para disparar desde el anonimato, no se echaron atrás. El nerviosismo de Arteaga, que era mayúsculo, podía deberse a la incertidumbre respecto de lo que ocurriría, al riesgo de que lo identificaran. 

Y a otro imprevisto a la reunión no asistieron todas las personas que pensó que irían más adelante veremos por qué no fueron. Ante lo inesperado, tampoco Arteaga retrocedió, e indicó: éste, ésta, éste;otró. 

Después se comprobó que ninguna de las víctimas estaba requisitoriada, aunque tres tenían antecedentes por terrorismo. Pero no hubo ningún mando senderista entre ellos.

"Todas son dijo Arteaga", y dio media vuelta en dirección de la salida posterior de la casona. Lo único que quería era largarse.

Martin hizo una señal, y dispararon. En ese instante; un niño se acercó corriendo al grupo que era ametrallado y alcanzó a abrazar a su padre, Manuel Ríos Pérez. Murieron juntos. Javier Ríos, de ocho años, había escapado por la ventana de uno de los dormitorios donde fueron encerrados los sobrevivientes.

Las Cherokees llegaron a La Tiza después de la doce, tras haber recorrido sin novedad el camino desde Barrios Altos. Los agentes de cobertura llegaron más tarde: se congregaron en el parque Municipal de Barranco y de allí fueron recogidos. En el comedor se alzaron varios vasos de cerveza para hacer un brindis: era el aniversario de Enrique Martín, que cumplía treinta y cuatro años aquel 4 de noviembre.

El capitán estaba emocionado. El operativo, salvo la muerte del niño, había sido exitoso: lo suficientemente brutal como para dejarle un claro mensaje· a Sendero Luminoso, lo necesariamente limpio como para no comprometer al Ejército. 

Al igual que el resto de sus hombres estaba convencido de que casi la totalidad de los cadáveres eran de terroristas, y es seguro que lamentaba el margen de error que acarreaba este tipo de operaciones, la inevitable ejecución de inocentes.

 Martín pensaba, como la mayoría de los militares de entonces, que debía eliminarse a los terroristas sin intervención del juzgado. 

Pero, a diferencia de estos militares, él sí era capaz de cargar con el asco y con los riesgos. Y, si fuera necesario, con la  culpa de la tarea.

Desde el receso del Grupo Escorpio, el capitán aspiraba a dirigir ,un equipo de operaciones especiales. Quería para sí ese prestigio dentro del Ejército, y cuando logró la responsabilidad, se consagraría a ella a plenitud no era casado, no tenía hijos, hasta que la experiencia estalló en mil pedazos. Estaba dispuesto a afrontar las consecuencias, a perder, dado que se veía a sí mismo como un soldado idealista, capaz de darlo todo por su institución.

. Aunque, a propósito de los riesgos, es oportuno tener presente que, en su especialidad, el Ejército transmitía a sus hombres la sensación de que eran inmunes. Los oficiales de inteligencia podían sentir que la justicia ordinaria estaba muy lejos de descubrir ilicitudes cometidas en las operaciones o de tomarles cuenta por ellas. Llegado el caso, la institución reaccionaría prontamente y los protegería. Los suboficiales pensaban lo mismo. 

No pocos de los convocados por el capitán Martín habían  participado, en 1980, del secuestro en Lima de tres montoneros argentinos, cuyas evidencias no pudieron ocultarse. Vieron cómo el Ejército, impasible ante el escándalo, controló la situación y consiguió la impunidad. Esa experiencia marcó a varias generaciones de agentes.

 Es muy posible que Martín, en el amanecer de . su trigésimo cuarto cumpleaños, estuviera convencido de que el Ejército podría contra todos los peligros judiciales, y que, por encima de ellos, su jefatura le abriría un promisorio destino como oficial.

¡Vencer, vencer, sólo vencer! alguien gritó el lema del grupo, el primer distintivo propio, concebido en La Tiza.

Los que brindaban por Martín formaron un círculo. 

Todos pusieron las manos en el centro, una sobre otra, y gritaron nuevamente la consigna. En ese momento Martín ya había logrado que su destacamento tomara el apellido del capitán de infantería José Colina Gaige, un infiltrado del Ejército en Sendero Luminoso al que mató una patrulla militar antes de que tuviera ocasión de identificarse.

De modo que se autodenominaron Grupo Colina. 

El nombre pegó, popularizado por la prensa a partir de 1993.

Rápidamente se haría odiado y célebre dentro y fuera del Ejército.

Hasta aquí, lo que pasó en Barrios Altos ha sido narrado a partir del testimonio de tres protagonistas de la matanza entrevistados por separado y en distintas fechas. Esta diversidad hace sostenible la historia, obtenida cuando estaba vigente la ley de amnistía de 1995. 

Las fuentes no necesitaban exculparse ni podían incriminar a terceros obteniendo beneficios penales por ello. En el 2001, luego de la caída del régimen de Fujimori, un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos anuló los efectos de la inconstitucional ley de amnistía de 1995, que ese año hizo salir de prisión a los miembros del Grupo Colina sentenciados por una corte militar. El destacamento completo fue sometido a nuevos juicios, ahora en el fuero civil. Los procesos continúan aún.

Algunos de los miembros del destacamento confesaron y fue hallada documentación que demostraba el funcionamiento administrativo del grupo. 

Los oficiales y la mayoría de agentes negaron toda responsabilidad.

El interés de los juzgadores se concentró en los mecanismos de decisión, y especialmente en la responsabilidad de Montesinos y Fujimori. 

Al respecto, poco aportaron los agentes colaboracionistas que dieron información a cambio de reducir sus penas , porque su conocimiento no llegó a los niveles de decisión. En cambio, fue relevante la declaración ante un juez del comandante general del Ejército entre 1992 y 1998, Nicolás de Bari Hermoza, quien aseguró conocer el funcionamiento del Grupo Colina porque se lo dijo Montesinos

El destacamento, para Hermoza, era un asunto entre Fujimori y su asesor. No de su comando. No del Ejército. 

Esta es la hipótesis que ha cobrado mayor fuerza, aunque aún no se comprueba a escala judicial. Tiene su versión más elaborada en el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, según el cual el Grupo Colina estuvo dirigido por el SIN empleando personal del SIE que actuó al margen de su cadena de mando oficial. También la prensa, en general, ha preferido creer que los crímenes de lesa humanidad de la década fujimontesinista no fueron cometidos por militares que cumplían misiones institucionales sino por delincuentes militares al servicio de un personaje diabólico: Montesinos.

¿Hay una hipótesis distinta? 

Sí, la de Fujimori y Montesinos, según la cual todo lo relacionado con el Grupo Colina les fue ajeno.  No los dirigieron, desconocieron sus planes y, cuando todo se descubrió, tampoco los encubrieron. 

En las próximas páginas y capítulos el lector tendrá suficiente información, de fuentes directas, para hacerse un criterio propio respecto de cuál de ambas se acerca más a la verdad. Incluso podrá considerar que existe una tercera posibilidad: la de que algunos asesinatos se originaron en el SIN y otros en el Ejército. Ya veremos que, independientemente de sus dueños, el Grupo Colina nunca dejó de ser una caja de sorpresas.

Las Fuerzas Armadas impusieron su fórmula antisubversiva al débil  régimen elegido el 1990. Ni Fujimori ni Montesinos llegaron al gobierno con una política bajo el brazo. La primera condición de la receta militar implicaba un total compromiso del poder ejecutivo, hasta el punto de que ese fue uno de los objetivos de la dictadura que un cogollo de generales iba a imponer ese año y que no se produjo porque Fujimori les ofrecía la oportunidad de hacer lo que quisieran.

Las indispensables condiciones políticas dictatoriales se lograron recién en 1992, con el golpe de Estado del 5 de abril que clausuró el Congreso, pero durante todo el año anterior el Comando Conjunto trabajó nuevas reglas de juego con Vladimiro Montesinos.

En noviembre, con poderes especiales otorgados por el Congreso, el gobierno descargó 35 decretos para atacar con toda energía al terrorismo.

El SIN obtendría poderes amplísimos, como el de subordinar a todos los servicios de inteligencia militares, y las Fuerzas Armadas fueron autorizadas a penetrar en las universidades, entre otras medidas ampliatorias de sus facultades en la vida civil.

Las rondas campesinas podrían usar arnas de fuego. Los terroristas arrepentidos que delataran serían beneficiados con una reducción de su pena; y, en determinados casos, con la libertad. Un fortalecido Comando Operativo del Frente Interno (con), dirigido por el presidente del Comando Conjunto, centralizaría la lucha de todos los niveles. Los comandantes generales del Ejército, Marina o Aviación que, reunidos, conformarían el con ya no pasarían al retiro cuando cumplieran el límite de su tiempo de servicio de treinta y cinco años, sino que seguirían en sus puestos hasta que el presidente lo dispusiera. 

Se consolidaría un liderazgo militar, para que el hombre más indicado encabezara su institución y el Comando Conjunto por tiempo indefinido, si gozaba de la confianza de Fujimori y Montesinos.

La receta incluía ejecuciones extrajudiciales, sólo que esta prescripción no figuraba por escrito en los documentos públicos

La idea era que, con otras condiciones políticas y legislativas, la represión fuera más selectiva y tuviera mayor efectividad. Esto iba a ser lo nuevo, y no las eliminaciones en sí mismas, cosa antigua. Y a hemos visto que en el mismo año de 1991, antes de la lluvia de decretos de noviembre, el Ejército entregó varias cartas bomba en Lima y ordenó numerosos asesinatos en Ayacucho y Huancayo. 

No necesitó pedirle permiso a Montesinos para hacerlo, ni esperar a que se produjeran las definiciones sobre el modelo antisubversivo. 

El Ejército estaba en guerra y tenía que golpear. Sobre todo en Lima, donde el número de atentados senderistas se elevaba a niveles insostenibles.

 Sin embargo, también la efectividad de las operaciones especiales debía mejorar. Cuando el capitán Martin expuso en el Pentagonito, el destacamento que actuó en Barrios Altos aún no nacía, pero la DINTE ya había aprobado un manual con pautas organizativas para estas agrupaciones, destinadas a eliminar terroristas. Fue exhibido en el 2003 por un periodista de investigación, y el excomandante general del Ejército de entonces, Pedro Villanueva, lo reconoció como auténtico.

Estaba fechado en abril de 1991.

En julio del mismo año, la periodista Cecilia Valenzuela, del programa de televisión En persona, dirigido por César Hildebrandt, reveló una directiva del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas para que las operaciones de inteligencia antisubversiva tuvieran «un carácter netamente ofensivo y agresivo», y no capturaran prisioneros. 

Concluía diciendo: «El mejor terrorista es el terrorista muerto».

El Comando Conjunto negó que fuera su política, pero no desmintió la existencia del documento. En una entrevista para este libro, el general Víctor Obando, por entonces director de Inteligencia Contra-subversiva, dijo que fue elaborado por su oficina y distribuido en calidad de borrador, para recoger comentarios en el sistema.

Aunque Obando no autorizó su difusión, el Ejército lo hizo responsable de la filtración y lo cambió de cargo.

Por: Ricardo Uceda

Editado por: pegaso125