Las muertes que nadie ordenó
La noche del 16 de julio de 1992, un coche con explosivos estalló en el distrito de Miraflores. En el instante previo a su destrucción, la segunda cuadra de Tarata era una animada calle de clase media, con tiendas comerciales y edificios de departamentos. Los bomberos contaron veinticinco cadáveres y rescataron a ciento cincuenta heridos. Nada peor había ocurrido en Lima causado por Sendero Luminoso, y nada más desafiante para el liderazgo antiterrorista del popular Alberto Fujimori, quien gobernaba sin contrapesos, sostenido por los militares.
Las víctimas eran personas que vivían con cierta comodidad, lo que tampoco tenía precedentes. Peruanos que sólo vieron sangrar a sus compatriotas por televisión, ahora tenían un temor desconocido: ellos también podían morir. Fujimori se hizo cargo de la situación desde el Pentagonito, a donde se fue a vivir el 3 de abril, dos días antes de convertirse en dictador.
El jefe del SIE, Alberto Pinto, le cedió las oficinas en el segundo piso del pabellón este del servicio, desde las qué, acondicionadas, anunció al país la clausura del Congreso.
Aquí Fujimori observó por televisión las sangrientas escenas de Miraflores, y dirigió una reunión con jefes militares y policiales. La prioridad quedó establecida desde el comienzo: capturar cuanto antes a los autores del atentado.
El 17 de julio, el agente José Tena Jacinto fue llamado de urgencia a las oficinas del Grupo Colina en COMPRANSA. El destacamento lo tenía infiltrado en la Universidad Enrique Guzmán y Valle, conocida como La Cantuta, donde había estudiado y cultivaba contactos.
Era el centro de estudios más penetrado por Sendero Luminoso en Lima. Todos los servicios secretos sabían que sus militantes pernoctaban en la vivienda estudiantil. Los nombres de imaginados o reales terroristas figuraban en diversos informes de inteligencia, y la DINTE recibía reportes de la vigilancia que les hacía el PIL del SIE .
La base del Ejército en La Cantuta tenía una relación de supuestos comprometidos, y Tena elaboró una propia para el destacamento. En COMPRANSA, el agente actualizó la información.
El mayor Martín redactó una nota de inteligencia que llevó al Pentagonito.
Aquel día, en la DINTE llovían reportes confidenciales sobre la autoría del atentado de Tarata. El común denominador de estos documentos era que los presuntos culpables podían estar en La Cantuta.
El general Hermoza ordenó a Martín detener a los militantes senderistas en la universidad. El operativo concluyó con el asesinato de nueve estudiantes y un profesor, y fue el principal problema de política interna que afrontó Fujimori durante su primer gobierno. Nunca se comprobó que las víctimas contribuyeron al atentado, aunque la filiación senderista de varios de ellos era más o menos evidente. El SIN, que depende de la Presidencia, le aseguró a Fujimori que eran culpables, según éste reveló a reporteros peruanos con quienes regresaba a Lima de Bolivia, en agosto de 1994.
¿Por qué diez mue1tos conmovieron al país más que decenas de miles causados por el conflicto?
Una razón es que los asesinatos se produjeron en Lima y no en remotas serranías, donde murió la mayoría de las víctimas.
Otra es que el caso expuso a los tres hombres más poderosos del período:
Fujimori, Hermoza y Montesinos. Aunque no había pruebas, la opinión pública empezó a creer que estaban comprometidos y que hacían todo lo posible por ocultarlo.
En el 2001, detenido en una celda para presos comunes y después de haber devuelto al Estado catorce millones de dólares de una cuenta en Suiza, el general Hermoza declaró a un juez que se enteró de los resultados del operativo en La Cantuta por Montesinos, a quien atribuyó el manejo del Grupo Colina, con conocimiento de Fujimori. Prefirió declararse ladrón antes que asumir la responsabilidad de su comando.
La declaración de Hermoza es la más relevante que existe en contra del expresidente peruano, quien se fugó a Tokio en el 2001 y una vez allí se refugió en su otra nacionalidad -la japonesa-.para impedir ·ser extraditado.
Durante los procesos, Montesinos lo acusó de delitos económicos pero no por violaciones de derechos humanos, pues se habría implicado él mismo. Los juicios sobre la autoría intelectual de los crímenes aún continúan en el poder judicial, y la base de la acusación contra Fujimori y Montesinos es la declaración de Hermoza y otros testimonios indirectos.
Poco aportaron al respecto los ejecutores colaboracionistas, desde el mayor Martin para abajo. Sin embargo, algo relevante ocurrió en estos escalones, que las líneas siguientes revelarán por, primera vez: cuando el mayor Enrique Martin inició su operativo en La Cantuta, no tenía órdenes de ejecutar a los detenidos. A las seis y media de la tarde del 17 de julio, los beepers de Jesús Sosa, Pedro Supo y Julio Chuqui recibieron el siguiente mensaje: «En treinta minutos, jefes de grupo en parque de Barranco: Kike».
Desde el mediodía, el mayor estuvo haciendo preparativos. Era caza fácil, porque a La Cantuta la controlaba el Ejército. Allí los senderistas vivían en estado natural, exhibiendo sus panfletos y gritando sus consignas, provocando continuamente a los soldados de la base. Necesitaba permiso para entrar y una buena relación de nombres. El permiso ya estaba: el general Hermoza había hablado con el comandante de las fuerzas especiales a cargo de la universidad, que permitiría la operación y hasta prestaría a un teniente que sabía quién era quién. Ahora le faltaba organizar a su gente.
El parque Municipal de Barranco era usado eventualmente por el Grupo Colina para coordinaciones fuera de las oficinas de COMPRANSA. Quedaba cerca de la urbanización Matellini, donde Jesús Sosa, su mujer y sus cuatro hijos vivían en el tercer piso de un edificio de departamentos para personal militar. Ni siquiera los vecinos de este barrio, habituados a la vida castrense, podían imaginar que allí se guardaba buena parte del arsenal de la élite antiterrorista del Ejército.
El resto de las armas las tenía Nelson Carbajal, cuyo departamento, cercano a la Villa Militar de Las Palmas, solía ser el punto de reunión de los grupos de Supo y Chuqui. En ambos locales tenían desde armamento largo hasta cal viva para los muertos. De este modo, cuando se trataba de actuar, no necesitaban sacar armas de ningún almacén del Pentagonito, lo que obligaba a un trámite administrativo, mínimo pero peligroso para el secreto de una operación. A1lí sólo tenían la dinamita y el explosivo c4, escondidos por Martin en su cuarto del pabellón de oficiales de La Fábrica.
Aquel viernes, Jesús Sosa estaba en su departamento cuando le llegó el mensaje de Martin al beeper. Esperó unos minutos y partió al parque de Barranco. Estacionó frente a la iglesia, un edificio de 1903 que forma uno de los lados del parque. Ya estaba allí el coronel Federico Navarro. Ambos eran los primeros.
Bajaron y se sentaron a conversar en una banca próxima. De acuerdo con uno de los interlocutores, se produjo el siguiente diálogo:
-¿Los muchachos? -preguntó Navarro.
-Han recibido el beeper y están viniendo para acá. ¿Usted sabe qué trabajo haremos, mi coronel?
-Hay una misión en la universidad La Cantuta.
El Tío ha ordenado capturar a unos angelitos que participaron en lo de Tarata.
Uno de los agentes ha confirmado que hoy habrá una reunión en una de las residencias. Tenemos una lista con los nombres.
Navarro aludía a una información traída por Tena en la tarde. Al mediodía, luego de su reunión con Martin en COMPRANSA, había retomado a La Cantuta para buscar más datos. A eso de las seis, volvió con la novedad de que los estudiantes senderistas iban a tener una fiesta en el pabellón de mujeres. Le habían dado la cobertura de una celebración de cumpleaños, pero en realidad, dijo Tena, festejarían el éxito del atentado de Tarata.
Sosa preguntó luego a Navarro si habría que ejecutar a los detenidos.
Navarro respondió que no. «Hay que detenerlos, interrogarlos y llevarlos al cuartel La Pólvora. Martín está coordinando eso», dijo.
Este intercambio de palabras resultaría decisivo en los acontecimientos.
Los hechos, ante todo, iban a demostrar que el diálogo se produjo. Y que Navarro dijo que no se iba a matar a los estudiantes.
El tercero en llegar al parque de Barranco fue Enrique Martín, en la camioneta Nissan roja manejada por Vera. Martín llevó a Navarro a conversar a El Danubio, una pollería ya desaparecida, en una de las esquinas del parque. Sosa se quedó esperando al resto.
A los pocos minutos apareció Supo y luego Chuqui. Sosa no les dijo de qué · se trataba el trabajo. Esperó a que, como correspondía, Martín lo explicara. Pero Martín se estaba demorando demasiado con Navarro en El Danubio. Sosa fue a buscarlos.
Cuando regresó, Sosa informó que Martin aún tardaría y que él, entre tanto, iría a buscar a su casa al segundo oficial jefe del Grupo Colina, el mayor Carlos Pichilingue.
Todos sabían que Pichilingue estaba molesto con Martín porque dispuso el cambio de su secretaria sin consultarle. Hacía una semana que no iba a labores, en virtud de un permiso solicitado tras el Incidente, y se decía que iba a pedir su traslado.
La noche del 17 de julio, Martín no lo citó inicialmente, pero más tarde cambió de opinión)' envió a Sosa en su busca. El hecho es que Sosa y Pichilingue -que vivía en una de las villas militares de Chorrillos- aparecieron en Barranco una hora después.
Chuqui y Supo continuaban en el parque. Navarro y Martín seguían tomando cerveza en El Danubio. Pichilingue se dirigió a la pollería y Sosa fue a juntarse con los del parque.
Allí los tres hombres esperaron impacientemente que sus jefes terminaran de conversar.
Los oficiales salieron, por fin, como a las ocho y media de la noche.
Navarro se despidió y se marchó. Martin preguntó si los miembros de cada grupo estaban en apresto . Sosa, Chuqui y Supo respondieron afirmativamente. Entonces Martín dijo, según dos versiones: «Tenemos un trabajo en La Cantuta.
Iremos por la carretera Ramiro Prialé. Vayan a recoger a su gente y luego nos desplazamos a la carretera. Una vez allí, nos enlazaremos por radio».
De acuerdo con estas versiones, eso fue todo lo que Martín adelantó.
Nadie preguntó si habría que mandar a alguien al otro mundo, pero podría haber sido una pregunta innecesaria. El grupo no estaba haciendo otra cosa desde hacía nueve meses.
En cuanto a Jesús Sosa, habría que suponer que se creyó la versión de Navarro, considerando el encontrón que tuvo después con Enrique Martín, delante de los agentes. Fue a causa de una supuesta negligencia de Sosa, relacionada con su tarea en los operativos.
En las ejecuciones, Jesús Sosa buscaba lugares para los entierros, dirigía la excavación de fosas y maquillaba el paisaje final, que no debía revelar alteraciones que produjeran sospechas, como montículos de tierra o arbustos arrancados. También llevaba las herramientas necesarias. Pero esa noche, luego de la coordinación, fue a recoger a su equipo de agentes en Matellini y enrumbó con ellos hacia la Ramiro ·Prialé sin hacer ningún preparativo para ejecuciones. Algunos se preguntaron después si éste no fue un premeditado olvido de Sosa, ansioso de pelearse con Martin.
De hecho, la relación entre ambos se rompió aquella madrugada.
Distribuidos en un auto y cuatro camionetas y en camino a Chosica - en cuyas inmediaciones queda La Cantuta-, los miembros del Grupo Colina empezaron a comunicarse por radio para ubicarse entre sí. Los vehículos activaron sus luces intermitentes, facilitando su identificación en la noche de luna. Cuando tomaron la autopista Ramiro Prialé, que corta el camino hacia el este de Lima, ya estaban juntos y en fila, la Nissan de Martín por delante.
A la altura del kilómetro 23, Martin ordenó detenerse. Estacionaron a un costado de la carretera y los hombres, un total de veinticuatro, Hicieron círculo alrededor de su jefe. La mayoría llevaba jeans y zapatillas, así como pasamontañas recogidos a la altura de la frente.
-Formen los equipos -mandó Martin. La orden implicaba que los hombres a cargo de Sosa, Chuqui y Supo se alinearan en columnas, como en el cuartel, a vista y paciencia de quienes transitaban por la carretera. A Sosa esto le pareció_ una estupidez.
Se notaba que las cervezas en El Danubio habían achispado a Martin.
Sosa intervino:
-Kike, los grupos ya están establecidos.
-He dicho que formen.
Sosa se alejó e hizo formar a su equipo. Otro tanto hicieron Chuqui y Supo. Martin manifestó que el equipo de Supo se encargaría del asalto, el de Sosa haría seguridad y el de Chuqui, cobertura y contención. Por segunda vez, Sosa no estaba a cargo de dirigir las acciones.
Martín se acercó a las columnas e hizo pasar a algunos hombres de un equipo a otro. Después en voz alta, se dirigió a Sosa:
-Bazán -dijo-: ¿los picos? ¿Las palas? ¿La cal?
Martin había preguntado lentamente. Sosa salió de su columna y se le acercó, con disimulada irritación. Parecía a punto de agredirlo.
-No es lo que me ha dicho el coronel Navarro -dijo-. Tengo entendido que vamos a hacer detenciones.
-¿Dónde están los picos, las palas y la cal? -repitió Martín a voz en cuello-. ¿No hemos dicho que los cargaremos cada vez que salgamos a un trabajo?
-Disculpe, mi mayor -Sosa nunca llamaba «mi mayor» a Martín-, pero no se sacó ese material en vista de que el coronel Navarro dijo que era una detención.
-¡Carajo! ¡Aquí mando yo y no el coronel Navarro!
Martin estaba fuera de sí. Jesús Sosa, extrañamente, no se le ·tiró encima.
-Bueno, mi mayor, esa es_ mi responsabilidad --dijo-. Yo soluciono el problema y conseguiré el material en el camino mientras ustedes hacen el trabajo.
El incidente terminó allí. Los agentes subieron silenciosamente a los vehículos, que enfilaron hacia Chosica. En el trayecto de los treinta kilómetros faltantes no hubo bromas ni expresiones de _entusiasmo.
Mientras lo-s vehículos se abrían paso en las sombras, rumbo a su última expedición, sus ocupantes estaban lejos de experimentar el orgullo de soldados que arriesgan la vida para librar a su patria del terrorismo.
Alguien lo dijo así: «Sentíamos incertidumbre. No era miedo a cualquier posible castigo por las muertes, sino una total indiferencia hacia lo que hacíamos. Y muchas dudas sobre el futuro del grupo».
La Cantuta funciona en una ciudadela construida a treinta y tres kilómetros de Lima, sobre la margen derecha del río Rímac. En 1992, desde su ocupación militar, alojaba a un destacamento del Batallón de Infantería de Paracaidistas (BIP) , perteneciente a la DIFFEE, dirigida a su vez por el general Luis Pérez Documet, uno de los fuertes del régimen cívico-militar nacido ese año.
El 17 de julio, Pérez Documet autorizó .el ingreso del Grupo Colina a La Cantuta para que la DINTE detuviera a supuestos terroristas. Para el efecto cedió al teniente Aquilino Portella, que había estado a cargo de la base y podía ayudar en la identificación. Martin recogió a Portella en· Lima y llegó con él a la universidad. Durante el operativo, el teniente acompañaría las acciones desde lejos.
Martín ordenó detener los vehículos a cien metros del ingreso a la universidad, al costado de unos muros que encerraban casas campestres. Al otro lado descendía el río. con su caudal mínimo, cubierta su ribera por matorrales. El mayor se dirigió a pie/con Portella hacia el puesto de control militar, contiguo a la puerta principal. Regresaron media hora después con el teniente del BIP , José Velarde, quien echó un vistazo al grupo y autorizó el ingreso. Los vehículos pasaron silenciosamente, sin encontrar personal militar en las inmediaciones.
Cuando se estacionaron frente al pabellón de la vivienda estudiantil de varones, se unió al grupo un desconocido que vestía pantalón oscuro y camisa blanca. Era un funcionario de la universidad que colaboraba con el destacamento de La Cantuta y que iba a participar, con el rostro oculto por un pasamontañas, en la identificación de los detenidos. Lo trajo el teniente Velarde, quien desde ese momento acompañaría el operativo. Velarde llevaba una radio y un cuaderno con una relación de nombres, en el que iría haciendo anotaciones mientras se producían las capturas.
Los militares descendieron y ocuparon sus puestos para atacar la vivienda estudiantil. Había llegado la medianoche.
El pabellón de hombres era un ambiente con una puerta y dos ventanas amplias, capaz de albergar a unos cuarenta estudiantes en camas superpuestas. Pretell tocó la puerta con el puño cerrado. Nadie abría. Por una ventana se asomaron dos cabezas.
-¡Oye! ¡Abre, carajo! ¡Policía! -se dirigió a ellos Sosa, que se había adelantado con Pretell hasta la puerta. Adentro nadie hizo caso. Se escuchó el ruido de muebles que eran llevados hacia la puerta.
-Chiquito, ábrela -pidió Sosa a Pretell.
El enorme agente se aplicó a patear la puerta, que cedió al poco rato. Un ropero metálico había sido colocado detrás, bloqueando la entrada. Lo apartaron rápidamente, porque adentro cesó la resistencia. Cuando ingresaron, los estudiantes parecían estar durmiendo en sus camas. Alguien se levantó y prendió la luz. Lo golpearon, obligándolo a regresar a su lecho.
Volvió a apagarse la luz.
Los estudiantes recibieron la orden de taparse totalmente con las frazadas. Fueron sacados de uno en uno al jardín exterior, para ser identificados y separados en dos grupos, de acuerdo con una lista que Enrique Martin tenía en su poder. José Tena estudiaba los rostros y con un movimiento de cabeza daba su veredicto.
Otro tanto hacía el colaborador de la base. Al final, de unos quince examinados, seis aparecían en la lista de Martín: Marcelino Rosales, Roberto Espinoza, Juan Marinos, Luis Ortiz, Heráclides Meza y Annando Amaro.
Todos ellos figuraban también en la relación del teniente Velarde. Antes de ser llevados a las camionetas, les cubrieron el rostro con chompas y otras prendas de su propiedad. Seguían sin resistirse. Para ellos una detención no significaba necesariamente un riesgo para sus vidas. Había continuas redadas en Lima.
Mientras esto ocurría, Jesús Sosa, que no había olvidado su discusión con Enrique Martin, buscaba implementos para los entierros. Pensó en robarlos de una de las casas de campo de Chosica, pues él era un hombre que resolvía situaciones. Pero antes, claro, iba a hechar un vistazo en el almacén universitario.
Tuvo un grato sobresalto cuando, husmeando en la vivienda estudiantil, halló, en un cuartito al fondo del pabellón, una apreciable provisión de picos y palas españolas bonitamente pintadas de rojo.
De inmediato llamó a dos agentes de su grupo y les pidió cargarlas.
El operativo continuó en el pabellón femenino, un edificio de tres pisos en cuya segunda planta finalizaba una reunión social. La música se escuchaba nítidamente en la entrada enrejada del primer nivel, donde los militares emplearon un par de minutos en romper un candado. El bullicio los hizo pasar inadvertidos cuando irrumpieron en el ambiente del que provenía, _una amplia habitación sin camas y con sillas en el contorno.
Unos quince estudiantes, hombres y mujeres, algunos embriagados, suspendieron su alboroto mientras los invasores los rodeaban y la música cesaba de improviso. Los universitarios comprendieron que eran policías o militares que efectuaban una batida : Se dejaron llevar hacia los pasillos, donde entregaron sus documentos y los echaron boca - abajo. Otros estudiantes adormilados eran traídos de otras habitaciones.
La mayoría de los intervenidos iba a ser dejada en libertad y volvería a sus cuartos.
Luego de la revisión de los documentos personales, los agentes seleccionaron a Bertila Lozano, Dora Oyague y Felipe Flores, quienes fueron bajados y llevados hasta los vehículos.
Pero, una vez afuera, el teniente Velarde regresó de súbito, diciendo: «Falta una, falta una». Subió y comenzó a voltear las cabezas de quienes permanecían en el suelo, una por una. Pronto encontró a quien buscaba, Norma Espinoza, una muchacha trigueña de ojos asustados. La condujo al primer piso.
Cuando iban a salir del pabellón, la chica se empezó a resistir y se aferró a las rejas de la puerta, sollozando y suplicando que la soltaran. Dos agentes jalaron del brazo a la estudiante sin lograr llevársela. Velarde presenciaba la escena.
Los hombres emplearon más fuerza y, por fin, consiguieron subirla a una camioneta y cubrirla con una chompa. Sosa llamó a Tena y le pidió identificar a la detenida. Tena le descubrió el rostro.
-Esta chica no tiene nada que ver "dijo" . Se apellida Espinoza la conozco. Es sobrina de Espinoza Montesinos .-Bájala y llévatela -dijo Sosa. Y fue dejada en libertad.
Hasta entonces, a dos horas de su inicio, el operativo transcurría sin complicaciones, aunque sólo se había encontrado a nueve de la veintena de personas registrada en la lista de Enrique Martín.
Faltaba buscar al profesor Hugo Muñoz, del programa de pedagogía. Si Muñoz dormía en esos momentos, sería. el décimo y último detenido.
Vivía en un chalecito de una planta en la parte este de la universidad.
Fue sacado con el rostro cubierto por una chompa y llevado a pie doscientos metros en dirección a la salida, hasta donde estaban los vehículos, frente a las oficinas del rectorado. Allí esperaban los nueve detenidos, echados en los pisos de cuatro camionetas Nissan. Dos de ellas, de cabinas simples: una gris ·nevada, otra roja en la que subió Enrique Martín, y dos de doble cabina, blanca y naranja. Muñoz fue acomodado entre los estudiantes. El teniente Velarde, que se hallaba de servicio en la base, se despidió del grupo y, acompañado de su informante, desapareció en la oscuridad. En cambio, el teniente Portella subió al asiento trasero del único auto, un Toyota plomo del 84, en el que estaban Sosa y Pichilingue.
Cuando los vehículos iniciaron el retomo serían como las tres y media del 18 de julio.
Hasta aquí, el mayor Martin había cumplido casi completamente su misión. Faltaba internar a los detenidos.
Cuando los cinco vehículos regresaban a Lima con su cargamento de prisioneros, la camioneta de Martín, que iba por delante, empezó a detenerse continua e inexplicablemente, obligando al resto a parar.
-¿Qué pretende Kike?
-le preguntó Sosa a Pichilingue, que viajaba a su costado en el Toyota conducido por Supo.
Habían pasado Chosica, Chaclacayo y Ñaña, y tomado el desvío que lleva a la autopista Ramiro Prialé, para ló cual es preciso cruzar el río y seguir el recorrido a su costado, acompañando el curso de las aguas que bajan de la sierra.
Esta autopista, a la que accedieron treinta minutos después de haber abandonado la universidad, es un atajo de diez kilómetros donde el automovilista que regresa de Chosica tiene el Rímac a la izquierda, y a la derecha campos de cultivo, restaurantes campestres, un par de hostales y casas de campo. Aquí fue donde Martin, por radio, ordenó mantener la distancia e ir de acuerdo con la velocidad de su vehículo, que se reducía ostensiblemente. De pronto, la Nissan roja paró a un lado de la carretera, a diez metros de las huertas ocultas por la noche y con el río al otro lado de la autopista.
Martín bajó, cruzó la pista y se fue hacia la ribera derecha del Rímac, un lecho pedregoso de treinta metros de anchura. Regresó, subió a la camioneta y avanzó trescientos metros. Volvió a parar, nuevamente fue al río, regresó, subió y arrancó. Jesús Sosa encontraba inexplicables las bajadas y subidas del mayor Martín. Sabía, como Pichilingue, que el jefe del grupo estaba buscando un lugar donde enterrar los cadáveres.
Desde la escena de las palas, estaba seguro de que los detenidos viajarían. Ese no era su problema. Lo que le preocupaba era que Martin meti/ra la pata. En todo caso, no perdió la ocasión de decírselo a Pichilingue.
-¿Está loco?
-le dijo al capitán, cuando por tercera vez vio a Martin cruzar la pista de izquierda a derecha, hacia las riberas del Rímac-. Por allí no vamos a poder hacer_ nada, todo es piedra. Y, del lado de acá tampoco. Hay granjeros, y hoteles donde la gente viene a tirar. Además, en cualquier momento pueden llegar policías de carreteras, porque por aquí hay muchos asaltos.
Sosa bajó y le dio alcance a Martín. Le dijo que conocía un lugar apropiado. Convinieron en dirigirse allí, y entonces el Toyota pasó a la cabeza del grupo.
Llegó hasta la parte inicial de la autopista y se detuvo en el kilómetro uno y medio, a la altura de unas lomas que se levantan a ambos lados de la carretera. La loma del lado en que viajaban los militares ocultaba un campo de tiro que se extendía detrás, y del cual venía a ser su frontera sur: dos hectáreas de tierra seca, encerradas por otros montículos y matorrales. Las camionetas se estacionaron junto al auto. Sosa y Martín descendieron y tomaron un sendero para caminantes que va hacia el norte en línea recta, a los pies de cerriles que limitan el terreno por el oeste. Les bastó caminar un poco para comprobar que era un buen sitio, el único de la zona donde podrían trabajar sin ser vistos desde la carretera.
Los detenidos, siempre con los rostros cubiertos, fueron bajados de las ,camionetas y llevados detrás de las lomas, donde se los hizo formar en una columna. Martín dispuso el retiro de los vehículos, ordenando a sus conductores retomar dentro de una hora.
Dos agentes con equipo de radio se quedaron haciendo guardia en la carretera. Otros dos fueron apostados en las alturas que rodeaban el campo de tiro. Al fondo del terreno había montículos naturales y uno más alto, artificial, hecho con tierra superpuesta, para impedir que las balas pasaran hacia las chacras del lado norte.
Hasta allí, siguiendo el camino de herradura, fueron llevados los prisioneros Martín y algunos hombres se pusieron a examinar el piso del campo de tiro: era demasiado duro e iba a causar una excesiva demora de las excavaciones. Otros recorrieron las colinas cercanas. Hacia el este se hallaba el montículo hecho para detener las balas perdidas, cuya blanda consistencia por un momento les hizo pensar que era el sitio indicado. Pero cuando intentaron subir, notaron que el acceso era difícil: la tierra se venía abajo con las pisadas. Un terreno impropio era de lo peor que podía pasarles a esas alturas -algo todavía más indeseable podía ser la aparición de la Policía- puesto que ya daban las cuatro y media de la mañana.
Tenían que despachar a los prisioneros lo antes posible y enterrarlos a todos en menos de una hora. El lugar podía ser invadido de un momento a otro por los agricultores.
Mientras una parte de los agentes buscaba el mejor terreno, otros . vigilaban a los secuestrados, a quienes habían traído caminando con las manos amarradas atrás. El corpulento Muñoz fue separado inicialmente del grupo de detenidos.
Los agentes lo creían un líder y preferían que no hablara a los estudiantes, quienes aún no lo reconocían. Desde los años sesenta, el profesor había estado vinculado a Sendero Luminoso. Con su primera mujer, la senderista Nilda Atanasia, viajó a China Popular, en 1979, y en los ochenta, luego de la separación entre ambos, continuó vinculado a la facción marxista-leninista-maoísta-pensamiento-Gonzalo en La Cantuta. Muñoz estuvo aislado sólo unos pocos minutos, porque sus vigilantes cambiaron de opinión y lo pusieron junto al resto.
Desde ese momento esperaron de rodillas, con el rostro cubierto, alineados al pie de las colinas.
Los agentes se comunicaban con monosílabos con los detenidos, lo indispensable para dirigir sus movimientos o tranquilizarlos. Era un grupo que no resistió, ni gritó, ni hizo preguntas durante su cautiverio. Para los militares, el hecho de no poder verles el rostro era una ignorancia más sobre sus vidas, y en cierto modo también un mecanismo de censura de las últimas emociones que las víctimas habrían podido transmitirles mediante una mirada, un gesto, ya fuera de pavor u odio. No sabían sus nombres ni su historia; sólo que eran o podían ser senderistas que cometieron el atentado de Tarata.
Uno de los arrodillados dijo: «No nos asustan». Siguió un silencio, que rompió otro detenido. Era Muñoz, que hablaba en voz alta:
-Muchachos, no teman --dijo--. Mañana estaremos afuera.
El profesor ya había estado detenido dos veces. También, en distintas ocasiones, Marcelino Rosales, Juan Marinos, Armando Amaro, Felipe Flores y Robert Teodoro.
Las palabras de Muñoz querían infundir valor a los prisioneros.
Hicieron reaccionar al agente que vigilaba al profesor. No podían permitir discursos.
-Cállate, carajo -le dijo, al tiempo que le daba un golpe en la cabeza-: ¿tú crees que somos policías, huevón?
Sin que los detenidos se percataran, un agente se puso detrás de cada uno de ellos. En unos minutos todos estuvieron con su víctima delante.
Uno de los jefes se puso a un costado de la fila.
Tres agentes entrevistados por separado para este libro dijeron que, en el instante en que apretaron el gatillo, no sintieron piedad, temor, goce o cualquier otra sensación supuestamente vinculada al hecho de dar muerte a alguien.
No experimentaron satisfacción por haber vengado a víctimas inocentes ni tampoco remordimiento porque estudiantes no habían sido juzgados.
Eran senderistas y debían morir, creían ellos. Sobre todo, era una orden, y lo importante era terminar lo más rápido posible el trabajo.
Un grupo se puso a cavar en el mismo lugar de las ejecuciones, con los , picos y palas que había traído Sosa de La Cantuta.
Los agentes se turnaban en la tarea: cavaba uno diez minutos·, luego otro y luego otro, para mantener la energía de la excavación. Media hora después había un hoyo de aproximadamente cinco metros de diámetro por sólo cincuenta centímetros de profundidad. Los muertos, para entonces, habían sido revisados por Jesús Sosa, que guardó sus pertenencias y documentos en una bolsa de plástico. Como siempre, los oficiales parecían dirigir todo con las miradas. A diez metros de los cadáveres, Pichilingue y Martin conversaban entre sí en voz baja. Portella no estaba por las inmediaciones.
Los cadáveres fueron metidos de costado en el hoyo. Los agentes echaron tierra encima de los cuerpos. Cuando el último muerto hubo desaparecido, el mayor Martin hizo llamar a las camionetas. Comunicados por radio, los militares fueron saliendo según iban llegando los vehículos.
Pdrnero un grupo, luego otro y luego otro.
En ese momento tuvieron la impresión de que todo lo referente al operativo había terminado. Una idea equivocada. «Fue algo increíble dijo uno de los agentes entrevistados. La Cantuta se convirtió en un operativo de nunca acabar porque siempre había que hacer algo para corregir un error previo. Matamos a los estudiantes esa madrugada pero nunca terminamos de enterrarlos».
El mayor Martín reunió a los jefes de grupo al día siguiente, a las diez de la mañana, a la vuelta de COMPRANSA, en una bodega en cuyo patiecito exterior servían café y bebidas. Había un par de mesas con sus sillas, donde solían tratar temas delicados. El mayor Martín dijo que lo estaban preocupando un par de asuntos.
Uno era el posible impacto de las desapariciones en el mundillo universitario de La Cantuta.
¿Cómo habrían reaccionado los estudiantes, o los familiares?
¿Este día qué harían?
¿Aparecería la prensa?
Había que estar al tanto.
La otra inquietud tenía que ver con los entierros, cuya imperfección podía traer problemas. Apremiados por la hora, los agentes habían metido los cadáveres en una fosa, y tan superficialmente que la escarbadura de un perro podía hacerlos visibles. Iba a ser muy incómodo que los muertos aparecieran en las próximas horas. Entre las dos preocupaciones, a no dudarlo, la segunda era la más peligrosa.
Sosa propuso enviar a dos personas a inspeccionar. «Que una pareja de agentes vaya al sitio- -dijo-- para que vea cómo ha quedado todo».
Pichilingue escuchaba con su acostumbrado silencio. El ancho Supo, detrás de· sus lentes oscuros, parecía más indiferente de lo que era. Chuqui tampoco dijo nada.
Martín aprobó el envío de los agentes. Sosa fue a buscarlos en la camioneta a su cargo, la Nissan gris. Los recogió y los llevó a la Ramiro Prialé, dejándolos en las ,inmediaciones del campo de tiro. Cuando volvió por ellos, dos horas más tarde, el reporte era fatídico:
-Se nota todo-dijo uno--. Hay un brazo y una mano que sobresalen.
Se puede ver la ropa de otro de los cuerpos.
Sosa llamó a Martín. Se reunieron en el mismo cafetín y consideraron la situación. Eran más de las seis de la tarde y ya nada se podría hacer ese día.
Acordaron desenterrar los cadáveres y volverlos a sepultar en varias fosas, en el mismo terreno. Conseguirían más cal -la que tenían disponible era insuficiente-, llevarían por lo menos cinco palas y cinco picos, y actuarían la noche del lunes, dejando pasar el domingo, día de tránsito continuo en la autopista Ramiro Prialé.
A primera hora del lunes, en el Pentagonito, Enrique Martín fue a darle parte de los hechos al director de la DINTE. El día anterior, el diario La República había informado que treinta policías encapuchados, con el apoyo del Ejército, detuvieron al profesor Rugo Muñoz y a nueve estudiantes de la Universidad Enrique Guzmán y Valle.
Los estudiantes estaban buscando a los desaparecidos en todas las comisarías y cuarteles de Lima.
Jesús Sosa, que acompañó a Martín hasta la antesala de la oficina del general Juan Rivero, en el segundo piso del edificio principal, se quedó esperando afuera. Los despachos de la mañana no demoraban más de quince minutos. Pero Martín reapareció de inmediato.
Trae los documentos de los fríos -le dijo. Te voy a esperar.
En el campo de tiro, Sosa había reunido todos los documentos personales de las víctimas. Metidos en una bolsa de plástico, los papeles fueron llevados a COMPRANSA y guardados en un escritorio. Hasta allí fue a traerlos Sosa la mañana del lunes. En ir y venir demoró unos veinte minutos. En la DINTE, Martín lo esperaba impacientemente en la antesala de la oficina de Rivera.
Martín le solicitó a Sosa documentos de seis personas. El pedido desconcertó al agente.
¿Por qué Martín no quería mostrar la identificación de los diez?
A las claras se veía que iba a decirle a Rivero que sólo había habido seis viajeros. Pero ¿por qué?
¿Qué diferencia había entre seis y diez?
Esto persiguió mucho tiempo a Sosa, sobre todo cuando, meses después, se convenció de que Rivero le dio al comandante general una cifra falsa de muertos.
.Con los documentos de seis víctimas, Martín volvió a ingresar a la oficina de Rivero. Cuando salió, Rivero lo hizo después de él, y Sosa lo vio dirigirse a los ascensores, con una carpeta bajo el brazo. Iba al piso sexto, a despachar con Hermoza, el único al que le rendía cuentas en el Ejército. No se sabe-qué conversaron Martin y Rivero. Lo que Martin dijo a Sosa, ségún éste contó después a miembros del Grupo Colina, es que sólo dio parte de seis ejecuciones.
Martin puso al tanto al agente. «Te lo digo -le advirtió-por si acaso preguntan».
Esa -noche, hacia las once, Martín, Pichilingue y quince agentes del Grupo Colina llegaron con sus picos y sus palas al campo de tiro, para lo que creían era el entierro definitivo de sus víctimas. Dividieron lógicamente el . trabajo.
Mientras unos cavaban tres fosas, otros desenterraban a los muertos. Era cosa de excavar un poco, tomar por la mano el -cuerpo hinchado, atraerlo, abrazarlo, llevarlo a suelo firme. Dos horas después, los diez cadáveres estaban bajo tierra y cal, en tres grupos, dos de tres y uno de cuatro. La superficie del campo de tiro quedó tal como estaba en la madrugada del 18 de julio. Ahora sí había certeza de que nadie encontraría a los desaparecidos. El capitán Enrique Martín no fue sancionado.
Como guardián de la universidad, el papel del general Luis Pérez Documet era decisivo. Testigos en el proceso del caso La Cantuta, reabierto en el 2001, afirmaron que el 1 7 de julio hubo una reunión entre él, el coronel Federico Navarro, el mayor Martín y el jefe de inteligencia de la DIFFEE, comandante Julio Rodríguez, luego de la cual el teniente Portella fue comisionado para apoyar el equipo del SIE.
¿Cuál era la misión?
Según dijo Pérez Documet a la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el general Hermoza le comunicó por teléfono que habría. una operación especial para detener a delincuentes subversivos en la residencia estudiantil.
Pidió la colaboración de un teniente que estuvo destacado de la base, el cual resultó ser Aquilino Portella.
En ese momento éste trabajaba en el cuartel La Pólvora.
Rivas le comentó que sería de mucha utilidad el conocimiento que tenía Portella de los senderistas de la universidad.
Pérez Documet autorizó el acceso a La Cantuta y cedió a Portella. Al día siguiente, el teniente y su jefe fueron a informarle que los de la DINTE habían ejecutado a los detenidos.
Después de las ejecuciones, Pérez Documet dijo haber recibido la llamada del director de la DINTE, el general Juan Rivero, para que influyera en la versión que daría el teniente Portella si se investigaban los hechos de La Cantuta. Obviamente, la DINTE quería que Portella respaldara la versión oficial del Ejército. Pérez Documet se negó a influir sobre Portella y más bien lo envió a la DINTE para que fuera el propio Rivero quien lo instruyera, puesto que él sabía lo que su gente hizo. Esto disgustó al comandante general, Nicolás de Barí Hermoza, quien llamó al comandante de la DIFFEE a su oficina para recriminarlo por su falta de colaboración.
Estos detalles de la declaración de Pérez Documet no figuran en el final de la CVR sino en su archivo, que ésta entregó a la Defensoría Informe del Pueblo cuando se disolvió, en el 2003. En marzo del 2004 el autor solicitó y obtuvo de la Defensoría la entrevista filmada de la CVR al general, y pudo.encontrar las afirmaciones que se le atribuyen líneas arriba.
Extrañamente, en el Informe se sostiene que cuando Martin le fue a pedir apoyo para intervenir en La Cantuta, Pérez Documet se lo prestó «en el entendido de que se trataba de una operación especial bajo responsabilidad directa del Comando Conjunto y del SIN». Pero en la grabación de la entrevista del militar con la CVR no aparece en ninguna parte esa afirmación.
• Las relaciones entre Enrique Martin y Jesús Sosa quedaron seriamente dañadas luego del operativo del 18 de julio. Para Martín, Sosa se había convertido en un elemento disociador, con sus continuas críticas a la forma en que se administraba el equipo.
En agosto de 1991 había comenzado objetando el excesivo número de miembros, la elección del personal y la división en subgrupos, y luego, poco a poco, se convirtió en un fiscalizador latoso, obsesionado por los gastos supuestamente excesivos de Martin, por las mejores maneras de organizar el trabajo. En el fondo, Jesús Sosa siempre consideró que sus nueve años en operaciones especiales, comparados con la inexperiencia de Martin en asuntos violentos, le daban un criterio superior para hacer las cosas. Él habría esperado que Martin le hiciera caso, lo que cada vez ocurría menos. Además, a ojos del agente, el mayor, con sus arranques de mandonería y dispendio, había dejado de ser el sencillo oficial con quien hizo amistad en el SIE .
El hombre receptivo de los días en que él, Jesús Sosa; lo propusiera como jefe del grupo.
A Martín le interesaba llevar la fiesta en paz con Sosa,por el ascendiente que éste tenía sobre los agentes. Así, el martes 21 de julio, cuando Sosa fue a buscarlo a COMPRANSA para explicarle su desacuerdo con los niveles de gasto de gasolina, Martín escuchó pacientemente y tomó nota de sus propuestas, ofreciendo estudiarlas.
La reunión había empezado con una acto amistoso de Sosa. Te invito un cebiche. Le dijo.
El mayor aceptó.
Sosa lo llevó a Las Brisas, un restaurante trujillano en la cuadra 32 de la avenida Aviación. Sabía que era uno de los preferidos de Martin.
Luego de que -pidieran cebiche y dos cervezas, el agente fue directamente al punto.
Quiero hablarte como amigo, Kike.
¿Qué esta pasando contigo?
Últimamente gritas, mandoneas. Si no te gusta algo, te pones a gritar «¡Te vas! ¡Te vas!». Antes, cuando tú llamabas la atención, conversabas con la gente. Pero ahora todo es grito: Te pones ofuscado, molesto. La gente está desconcertada.
Martín le dio la razón. Dijo que tenía muchas presiones y le agradeció la franqueza. Le faltaba escuchar cosas así.
Pero Jesús Sosa no había terminado. Los vínculos dentro del grupo, dijo, empeoraban por problemas de comunicación, favorecidos por la chismografia que Pichilingue estaba resentido por el cambio de su secretaria, que existía una relación de a tres entre Martin, la Barreto y la Chumpitaz, que los oficiales sacaban tajada del dinero de las operaciones. Y había descontento.
El derroche de gasolina, por ejemplo, no era compatible con los sueldos de hambre de los agentes. Sosa sostuvo que los quince mil soles que gastaban mensualmente los siete vehículos por gasolina podían ser reducidos a la mitad; con el fin de repartir el resto entre el personal. Para ello había que guardar las tres camionetas de los jefes de equipo, reservándolas sólo para operaciones, y emplear a fondo las cuatro motos del grupo. Conforme Sosa hablaba, Martín asentía, y al final respondió que, en principio, estaba de acuerdo. Es difícil saber lo que pensaba realmente.
Fue un almuerzo cordial, como en los buenos tiempos. Aunque Sosa dijo que si el clima interno no mejoraba él se iría, sus palabras no sonaron a ultimátum, sino a remota, indeseada contingencia.
El jueves, en su casa, Jesús Sosa habló a los jefes de equipo de la posibilidad de mayores ingresos para los agentes, contándoles parte de su conversación con Enrique Martín. Cuando se hacían comentarios al respecto, éste llegó a la reunión, sin previo aviso.
El jefe del Grupo Colina confirmó lo dicho por Sosa, pero se veía a las claras que no estaba satisfecho. Le disgustaba que el suboficial hiciera de representante del resto, como un sindicalista.
Había tensión en el ambiente y Martín se marchó al poco rato. La crisis no estalló esa tarde, sino tres días después.
El 26 de julio era domingo. Enrique Martín había ordenado la concentración del equipo para realizar un operativo en San Mateo. Los grupos de Chuqui y Sosa se reunieron en el departamento que este último tenía en la Villa Militar de Matellini, a la espera de instrucciones. Martin apareció a las diez de la mañana, cuando los agentes bajaban las armas por la escalera del edificio donde vivía Sosa, con la intención de camuflarlas en la parte trasera de las camionetas. El mayor subió al tercer piso y entró aldepartamento, en cuya sala varios agentes charlaban. Preguntó por Chuqui.
Había bajado, le contestaron. Sosa tampoco estaba visible, sino en uno de los dormitorios. Martin cruzó la sala hasta una ventana que ofrecía el panorama exterior y desde donde se divisaban las camionetas del equipo. Se estacionadas una al lado de otra. Vio a Chuqui rastrillando una HK. Daba lo que se llama «golpes de seguridad» al arma, para comprobar que no estaba trabada ni con municiones dentro de la recámara. Cualquiera de los vecinos del edificio que estuviera asomado a una ventana de ese lado podía darse cuenta de que en los vehículos había un arsenal.
El mayor se enfureció. Empezó a gritar, con su voz estentórea:
-¡Esto es una mierda, carajo! ¡Es una cagada! ¡Por más que uno les dice no son discretos!
Hablaba mirando a los presentes, pero no estaba el que buscaba.
-¡Sosa! ¡Sosa! -llamó.
Sosa apareció. Martín seguía gritando.
-¡Mira! ¡Mira, carajo! -se dirigió a Sosa, señalando la ventana.
El agente miró por la ventana. Chuqui, con la ametralladora al descubierto, parecía disfrutar del sol de aquella mañana.
-¡Concha su madre! ¡Esto es una cagada! --continuaba Martin.
Sosa, repentinamente, explotó. Tal vez fue en ese momento y no más adelante porque era muy sensible a las mentadas de madre.
Avanzó unos pasos y se plantó frente a Martin. -Oye tú -bramó--. Te vas a ir a mentar la madre a otra parte. Aquí están mi mujer y mis hijos y ni tú ni nadie vienen a gritar.
Hubo un silencio. El furibundo Sosa tomaba aliento.
-¡Sal de mi casa! Esto se acabó. No quiero saber más de ti ni de tus cagadas.
Martín lo miró, sorprendido. Sosa, lívido de cólera, se volvió al resto, que presenciaba la escena con la boca abierta.
-Señores, para mí el grupo se fue a la mierda -dijo-. Ustedes son mis amigos. Pero si alguno me hace seguimiento o colabora para joderme, se cagó. Y o mismo le voy a sacar la entreputa.
El auditorio escuchó sin replicar. Sosa anunció que entregaría todas las armas que tenía en su poder, mediante un acta, para que fueran internadas en el almacén del SIE.
Martín salió de la casa y lo siguieron los agentes, uno por uno.
Por: Ricardo Uceda
Editado por: pegaso125
Social Plugin