PRÓLOGO
¿SE PUEDE COMBATIR AL CANÍBAL devorando al caníbal o al pirómano incendiándole la casa? La respuesta civilizada optará por el sereno no. Pero si el miedo entra a tallar, otra será la tendencia. La pobre condición humana reacciona de modo distinto cuando el miedo le sopla la nuca o le altera el sueño.
Ante una amenaza criminal –un salvaje atentado terrorista–, la masa espantada exigirá (y justificará) la devastación del canalla agresor. Es el efecto del miedo: clausura el discernimiento. Ese pavor es más letal cuando alcanza a un gobernante, porque este tiene la facultad de tomar decisiones.
Sobre esa base del miedo, replicando el ataque, se ha diseñado todo un sistema para combatir al terrorismo. Sus mentores lo llaman guerra de baja intensidad o guerra clandestina. Más directas, sus víctimas lo conocen como «guerra sucia». Se basa en un fundamento milenario que aconseja aplicar, ante el agravio, la Ley del Talión, aquella contenida en la Biblia: «Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe».
En los últimos tiempos, en diversos territorios, con ideologías, religiones e idiomas diferentes, el terrorismo ha desatado su oprobio homicida con una bestialidad cada vez en aumento, y ha sido, y sigue siendo, combatido con sus propias reglas de barbarie. Es decir, si el terrorista mata indiscriminadamente, el Estado también.
Los cultores del pragmatismo dirán con apuro que no existe otra manera de combatir la infamia terrorista. Sin embargo, la inapelable realidad muestra que ninguna guerra de aquellas ha logrado liquidar esa manifestación de la demencia.
Y ya van varias, muchas, y el terrorismo persiste, crece y se enardece.
La pretendida estrategia de combatir al terror con los métodos del terror, no funciona, no es eficaz, porque olvida las razones de fondo y omite algo esencial, terrible: «El terrorista comparte un secreto y una identidad. Comparte códigos y protocolos de su misión, pero también, más en profundidad, una idea de castigo y devastación. (...) Ellos quieren morir. Esa es la ventaja que tienen, el fuego de la fe ofendida».
¿Puede un soldado occidental ofrendarse como aquellos terroristas suicidas convertidos en bombas humanas por elección propia? No existe uno capaz de esa locura, porque la milicia occidental viste el uniforme por un sueldo y alguna convicción, pero carece del «fuego de la fe ofendida». Entonces, la estrategia de defenderse asesinando a un terrorista en la misma medida en que ellos asesinan tiene una debilidad de origen: matándolos se les da más razones para su inmolación. A ellos, en su creencia, la muerte los hace heroicos y los dignifica y, si su razón es religiosa, les abre las puertas a un paraíso de recompensa. En un sentido atroz, la muerte es para ellos un logro, un altar, un lugar ansiado. Combatirlos con la muerte es contribuir a su lucha y es disminuir, rebajar, estigmatizar a los soldados que se lanzan sobre ellos. Y es, también, someter a la población civil al padecimiento de un letal fuego cruzado generador de muertes inocentes, de viudas y de huérfanos.
Entre los varios países obligados a sufrir la demencia del terrorismo, está el Perú. Desde 1980, y durante más de una década, una salvaje agrupación llamada Sendero Luminoso, nublada por el vaho del fanatismo maoísta, desató una impresionante saga de destrucción que generó decenas de miles de víctimas, que según algunos, orilla los setenta mil muertos, y pérdidas económicas de tal magnitud que se podría haber fundado un nuevo país sin deuda externa.
En el año 1990, los militares peruanos estaban fatigados y cargaban con el rencor de su derrota. El gobierno de Alberto Fujimori, que se iniciaba en un país de paisaje desolado, tomó, en estricto silencio, la decisión de aplicar la guerra de baja intensidad o guerra clandestina, es decir, el terrorismo de Estado.
Se elaboró un plan propuesto por la plana militar y se dispuso la creación, no oficial, secreta y subrepticia, de un escuadrón especial, conocido después como Grupo Colina. Realizando tareas de infiltración, espionaje telefónico, secuestros, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales se logró aniquilar a la cúpula terrorista y se contribuyó en la tarea –coronada por la Policía– de capturar al cabecilla de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, cuyo rostro se había detenido en las facciones de una última fotografía tomada en 1978, año en que se sumergió en las sombras. En esos días subterráneos, cayeron también muchos inocentes.
Hay quienes alcanzan una velada sugerencia en forma de pregunta: ¿para qué investigar esa etapa si, al fin y al cabo, Fujimori libró al país del terrorismo?
La respuesta es, precisamente, uno de los sustentos de este libro. Fujimori no aniquiló al terrorismo, aunque él levante esa bandera cada vez que le es posible y la use como escudo de impunidad. Lo arrinconó a un territorio específico, lo desactivó con eficacia, es verdad, pero no lo derrotó totalmente porque usó la misma estrategia, los mismos conceptos con los que Estados Unidos de Norteamérica no puede derrotar al terrorismo islámico. La prueba es que Sendero Luminoso empieza a retornar aprovechando la ineptitud sin pausa de Alejandro Toledo, el actual presidente peruano.
Esa horrenda vigencia obliga a tomar conciencia sobre el peligro y consecuencias de aplicar una estrategia de guerra clandestina. No solo genera delitos de lesa humanidad, también causa muertes en la población civil. El lector descubrirá en estas páginas que la semana de espanto que vivió Lima en julio de 1992, fue la respuesta de Sendero Luminoso a las muertes ocultas que le iban siendo causadas. El costo lo pagó la población y en esas muertes inocentes – como las de la calle Tarata– también está la responsabilidad del gobernante. El ojo por ojo, lo cobra el terrorismo en la vida de ciudadanos inocentes.
Este libro aspira a contribuir en la tarea de archivar esa equívoca convicción de que se puede combatir al terror con las armas del terror. Todas las dolorosas experiencias, en distintos territorios, muestran que ese procedimiento, a final de cuentas, le otorga, más bien, ventajas al terrorismo, mancilla a las fuerzas militares y llena de dolor y antagonismo a las sociedades que lo padecen.
¿Cómo combatirlo entonces? Esa es una tarea de imaginación y reflexión que excede estas páginas. Pero, sin duda, la clave está en asumir las razones de fondo, y una de ellas tiene que ver con las obscenas desigualdades en el planeta.
Que doscientas veinticinco personas acumulen el 70 % de la riqueza es inverosímil. Lo es más que los problemas de hambre y salud se puedan solucionar con solo un porcentaje del dinero que se gasta en guerras sin sentido.
Tal es el tiempo ominoso que nos toca vivir.
El uso de la guerra clandestina o guerra de baja intensidad es funcional para políticos como Fujimori, que pretenden convertir el oprobio en una conquista.
Sobre ese pedestal, Fujimori y su socio Montesinos basaron su permanencia en el poder y obtuvieron un respaldo impresionante: recién en el sétimo año de gobierno, una encuesta desaprobó levemente su gestión y por apenas un mes.
Así, tras obtener una reelección, encubrieron un latrocinio descomunal que terminó con la fuga de ambos personajes; uno, Montesinos, en un yate nocturno; el otro, en el avión presidencial.
Durante años ocultaron con denuedo las ejecuciones y las fosas clandestinas. Sabían que ese misterio los descalificaba, pero mientras lograron mantenerlo como misterio, alegaron que su trabajo antiterrorista los legitimaba.
Y hoy es el cimiento en que fundan su impunidad. Desde prisión, Montesinos acepta sus actos de corrupción y celebra leves condenas de seis o siete años.
Desde su refugio en Japón, Fujimori vive del prestigio –conferencias y declaraciones– de haber derrotado al terrorismo y sonríe ante las acusaciones por delitos de lesa humanidad señalando «que no existen pruebas».
Por esa exhibición de impunidad, esta investigación era obligatoria: aporta las pruebas escondidas por años. También cumple con la obligación de evidenciar mi postura frente a la corrupción del fujimorismo y, a la vez, refrenda una convicción: la respuesta de un periodista no está en el intercambio de acusaciones y menos en el agravio, sino en la realización de la tarea periodística.
El trabajo es el argumento. Y esta investigación, con todos sus riesgos, acaso debió ser asumida por aquellos empeñados en descalificar antes que en competir profesionalmente.
Este libro ha sido escrito en el obligado, pero estimulante y solidario exilio argentino. El desarraigo, entre sus varios y sacrificados beneficios, enseña la virtud de la mirada equilibrada y serena sobre el tumulto de la historia reciente.
Si el lector dispensa su paciencia, en las páginas siguientes va a encontrar una esmerada investigación y perdonará este desvaído prólogo que incumple con la atinada observación de Quevedo: «Dios te libre, lector, de los prólogos largos».
NO SIEMPRE EL DOLOR ENSEÑA
Muchas veces el olvido suele ocultar sus posibles lecciones. Así ocurre con los países sin memoria. Padecen sus tragedias y extravían sus enseñanzas. Acontece de este modo con el Perú. País de impulsos autodestructivos, escenario de envidias y rencores, empecinado en disputas insólitas y ciego a la construcción de mínimas concordias para encarar sus urgentes problemas, un día de 1980 vio explotar el furor criminal de Sendero Luminoso.
Una desmesurada pobreza le sirvió a la fanática organización terrorista para iniciar sus acciones utilizando a jóvenes cercenados de la posibilidad de un futuro. Los gobernantes, por arrogancia y por ineptitud, fueron desdeñosos ante un problema que no sentían suyo: ocurría en la sierra y, a veces, muchas veces, ese territorio no pertenece al Perú.
Las gentes tampoco prestaron atención. Total, eran muertes que acontecían muy lejos de sus casas. Hasta que un día las bombas tronaron en las calles limeñas y pronto todos tuvieron en las narices el horror de la muerte. Entonces, el terrorismo existió para todos.
Fue una larga, cruel, dolorosa guerra civil y, sin embargo, de aquel dolor el país no ha obtenido ninguna sólida lección. Cada quien utiliza los años del terror para dividirse en bandos e, incluso, obtener ventajas. Se ha llegado al extremo de crear entidades a las que no se debe criticar bajo pena de linchamiento moral –la Comisión de la Verdad, por ejemplo– y se incurre en la pretensión de sesgar la historia.
Acaso sea una obligación alejarse de las hipocresías de lo «políticamente correcto» y asumir balances que muchos asumen en privado y callan en público.
Por más que las figuras corruptas de Fujimori y Montesinos nos causen inmensa y justificable repulsa, el recuento que parece más equilibrado es que acertaron en tomar la decisión de enfrentar de manera resuelta al terrorismo –la captura de Abimael Guzmán es la muestra principal– pero se equivocaron de manera inexcusable en autorizar las ejecuciones extrajudiciales y, por ello, enfrentan los procesos establecidos en la ley.
Pero incurrir en generalizaciones por el afán de denigrarlos (o por sostener actividades lucrativas de ciertas organizaciones) es agraviar a los policías y militares y ronderos que arriesgaron sus vidas y cumplieron adecuadamente su deber en defensa de una sociedad que estaba desguarnecida. Por ese afán de atacar indiscriminadamente a Fujimori y Montesinos se terminó llevando a injusto juicio, por ejemplo, a los Comandos de Chavín de Huantar sin detenerse a investigar adecuadamente.
También es inaceptable la victimización del terrorista. Y esta afirmación supone transitar por terreno minado porque hay quienes claman horrorizados cuando se afirma que aquellos que fueron ejecutados extrajudicialmente eran, en su gran mayoría, terroristas. Su muerte obliga a sancionar a sus autores. No cabía su asesinato, sino su juzgamiento en un tribunal y, luego, el cumplimiento de una condena por terrorismo dispuesta por ley.
¿Por qué entonces los altares y las indemnizaciones? ¿Y por qué no se alza
la misma ofendida voz por los actos salvajes y criminales de Sendero Luminoso?
¿Quién reclama por los modestos ciudadanos asesinados a machetazos por el senderismo? ¿Quién por las señoras embarazadas que la vesania terrorista destripaba delante de sus familias? ¿Quién por los niños bomba utilizados por las huestes de Abimael Guzmán? ¿Quién por los niños obligados a espectar las ejecuciones de sus padres en aquellos demenciales «juicios populares»? ¿Quién por las viudas y huérfanos de los policías asesinados en emboscadas, degollados y mutilados? Hay quienes son tan enfáticos para un lado, pero tan silenciosos para el otro.
No siempre el dolor enseña. El Perú está ahora en la etapa de los juzgamientos, pero nadie se pregunta con real interés de solución ¿qué hacemos con la pobreza? Hemos olvidado la principal enseñanza de los años de terrorismo: la pobreza incuba la violencia hasta que un día explota brutalmente.
Con la esperanza de que la historia que este libro relata no tenga que volver a ocurrir, el autor entrega al lector las páginas siguientes.
Umberto Jara
Lima, noviembre 2007
NOTA PREVIA
EN 1993, UNA DELACIÓN MILITAR y una investigación periodística pusieron a luz pública dos casos: la matanza de Barrios Altos y el secuestro y la ejecución de estudiantes de la Universidad La Cantuta. Estas señalaban la autoría de un escuadrón de la muerte llamado Grupo Colina que actuaba con autorización presidencial. El entonces presidente peruano Alberto Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos resolvieron el tema procesando a un grupo de militares y otorgándoles a continuación una amnistía. Luego, clausuraron toda puerta de acceso a esos episodios, hasta que no quedó sino una opción: el improbable testimonio del jefe del escuadrón militar.
Durante años fue imposible conseguirlo. Y las denuncias periodísticas que se iban publicando padecían de la ausencia de ese testimonio fundamental.
Algunos agentes de inteligencia prestaron declaraciones periodísticas y judiciales, pero siempre insuficientes, contradictorias e, incluso, inventadas o exageradas, lo que remarcó la necesidad del testimonio de quien recibió las órdenes directas.
A LO LARGO DEL AÑO 2002, ese implacable silencio fue horadado por una paciente pesquisa que este libro relata. En sus páginas está una impresionante historia que Fujimori y Montesinos buscaron ocultar por todos los medios.
El lector encontrará el cruento testimonio de los mayores del Ejército Peruano, Santiago Enrique Martin Rivas, jefe del Grupo Colina; y Carlos Eliseo Pichilingue Guevara, jefe administrativo del escuadrón. Además de los dos mencionados oficiales, cuyos testimonios son el eje de la investigación, existe una fuente cuya identidad se mantiene en reserva y aparece citado únicamente como El General. Otros testimonios no se citan específicamente pero fueron de gran utilidad para descorrer el velo de esta historia.
El primer capítulo contiene información específica sobre Fujimori y Montesinos que apunta a una revisión distinta sobre acontecimientos que hoy, vistos con el tamiz del tiempo, muestran sesgos que, en su momento, pasaron inadvertidos y permiten entender mejor las razones del accionar de ambos personajes. Los tres capítulos restantes contienen la historia de la guerra
clandestina que sacudió brutalmente al Perú a inicios de la década pasada.
Las pruebas de los testimonios obtenidos se encuentran en el archivo del autor en cintas de video, cintas de audio, disquetes, documentos y numerosas libretas con las entrevistas sostenidas.
Por: Umberto Jara
Fuente: Ojo por ojo
Editado por pegaso125
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