LA EXTRADICIÓN DE ALBERTO FUJIMORI
Para quienes ambicionan el poder,
no existe una vía media entre
la cumbre y el precipicio.
TÁCITO
Las fuentes para la elaboración de este capítulo han sido diversas y, por obvias razones, solicitan reserva.
Entre ellas, dos personajes han sido fundamentales por su gran cercanía al entorno fujimorista y por su discrepancia con el plan de retorno que se echó a andar. Esas dos fuentes sostienen que «personas necesitadas de una resurrección política influenciaron en Fujimori sabiendo que el riesgo lo corría él y ellos quedaban a salvo si las cosas salían mal».
CUANDO EL EXPRESIDENTE Alberto Fujimori fue arrestado en Santiago de Chile a la una y treinta de la madrugada del 7 de noviembre de 2005, apenas habían transcurrido doce horas desde su sorpresivo aterrizaje en el aeropuerto de Pudahuel.
Cuando la televisión difundió su rostro apesadumbrado cubierto a mitad por su mano derecha mientras partía en el vehículo que lo transportaba a su lugar de detención, asomó una pregunta cuya respuesta recién se puede hallar: ¿por qué abandonó su cómodo refugio en Tokio?, ¿por qué asumió un riesgo de tamaña magnitud que lo llevó en pocas horas a una celda de la Escuela de Gendarmería chilena?, ¿qué lo llevó a emprender ese viaje cuyo paradero final terminaría siendo la Corte Suprema de Justicia del Perú?
Aquel viaje sin retorno no fue una decisión apresurada, aunque sus resultados sugieran lo contrario. En realidad, los preparativos se iniciaron en marzo de ese año 2005 y el primer acto visible ocurrió el 18 de mayo cuando Alberto Fujimori apareció en las oficinas del consulado peruano en el barrio de Gotanda, para efectuar los trámites de renovación de su Documento Nacional de Identidad (DNI). Fue un acto preparado en detalle. Hubo una cámara para registrar el episodio, simpatizantes «espontáneos» bajo la apariencia de ciudadanos efectuando gestiones y un Fujimori preguntándoles si deseaban que volviese a ser Presidente del Perú.
Su aparición fue la primera sorpresa. La siguiente fue la singular cortesía con que fue recibido. El atento empleado Luis Manyari lo condujo hasta la oficina del cónsul Raúl Matallana y, a pesar de que tenía un pedido de extradición en curso y varias órdenes de detención, los representantes del Estado peruano accedieron a su pedido y en veinte minutos le entregaron el comprobante con el cual recabar el documento cuando fuese extendido.
No tomaron ninguna acción, a pesar de que Fujimori era conciente de estar corriendo un riesgo, tanto que asistió acompañado de su abogado Rolando Souza quien «cumplía la función específica de asesorarme legalmente –ha dicho Fujimori– ante cualquier problema que pudiera presentarse durante este trámite».
Las imágenes del expresidente en el consulado saludando sonriente a su claque, coparon los noticieros peruanos y dieron lugar a una inquietud: ¿para qué podía necesitar un DNI peruano si se había refugiado en el Japón amparado en su nacionalidad japonesa? Se pensó que era un acto de provocación, un show más. Pero no lo era. En las semanas previas Fujimori había evaluado opciones, repasado alternativas, examinado escenarios hasta llegar a una decisión que meses más tarde habría de ser la audacia fallida de un hombre acostumbrado a vivir apostando al borde del abismo.
Tenía cinco años de exilio dorado en el Japón y se sentía un jubilado viendo pasar los años, despojado de toda importancia él que desde los años ochenta había buscado los deleites del poder hasta encontrarlos y disfrutarlos y padecerlos durante toda una inverosímil década para, al final, acabar como un extraño en el país de sus ancestros.
La soledad del poder es una de las condenas de los poderosos, pero la soledad sin poder después de haberlo paladeado es una sensación mucho peor: el síndrome de abstinencia de una droga que no se puede comprar en una esquina cualquiera.
Tenía sobre sí, además, un asunto que lo abrumaba: la sombra constante de los procesos judiciales abiertos en su contra, sobre todo uno que podía llevarlo a largos años de prisión. Estaba seguro de solucionar esa incógnita sobre su futuro con el respaldo de sus «millones de seguidores». Así lo decía entre los suyos y estos así se lo repetían en cada visita o en cada comunicación intercontinental.
Alberto Fujimori barajó estas cartas con su nuevo entorno sin advertir que ya no era el astuto y maquiavélico entorno de sus años de gobernante –lo demostraría de manera inapelable el resultado final– y decidió elaborar una estrategia para participar en las elecciones presidenciales del 2006. Aún hoy suena absurda tal pretensión pero los líderes mesiánicos son así, tienen su propia percepción de la realidad y escrito está que cada quien elige sus aciertos y sus yerros y lo que interesa, a final de cuentas, es conocer lo que hubo detrás.
El objetivo era lograr el ingreso de Fujimori al Perú para convertirlo en candidato de facto y, desde esa posición, apoyado por movilizaciones populares, exigir su inscripción como postulante a la Presidencia de la República. De ese modo, lograría el escudo necesario para enfrentar los procesos judiciales alegando persecución política en un país que encuentra un gozo especial en acusar pero luego diluye, pacta, acomoda las sanciones.
Su entorno lo alentó con el influjo de las encuestas y él que había gobernado con encuestadores trabajando a diario en el Servicio de Inteligencia, volvió a sentir el peligroso aplauso de las estadísticas envueltas en el aroma temerario de la nostalgia.
Le reportaron que a pesar de su ausencia, con la cruz de procesos judiciales y con el encono de una prensa implacable, lograba el 20% de preferencias. Al estimulante dato se añadía una lista de candidatos que el país veía sin emoción: Alan García y el estigma de su primer gobierno, Lourdes Flores con el karma del pepecismo destinado a no triunfar y un tal Ollanta Humala.
No era imposible –pensaron en Tokio y en Lima– ganar electores a favor en un país acostumbrado a jugarse la estabilidad a cara o cruz.82 Todo este razonamiento no es una especulación. Así lo pensaron y así lo decidieron. Y en ese mayo de 2005 nadie podía deducir lo que el fujimorismo estaba echando a andar y por eso se consideró como una situación pintoresca lo que, en realidad, fue la primera difusión pública del plan de retorno de Alberto Fujimori.
En efecto, el mismo día de la aparición del expresidente en el consulado peruano de Tokio, Carlos Raffo, su vocero en Lima, declaró con sus usuales maneras de guardaespaldas: «¿Por qué tanto ruido si el suelo está parejo?; Fujimori está trabajando sobre hechos concretos y la renovación de su documento de identidad es parte de todo un proceso para su retorno al Perú y su candidatura en las elecciones del año que viene».
Al día siguiente, fue Absalón Vásquez el encargado de señalar que «la solicitud del expresidente Fujimori para renovar su DNI es parte de la estrategia que ha desarrollado con miras a las elecciones del año 2006».
Días después, el 22 de mayo, el propio Fujimori afirmó: «Tramitar el DNI es un paso importante en la dirección del camino de retorno de Fujimori (sic) al Perú».
El trámite concluyó el 4 de julio, día en que Kenji Fujimori se presentó en el local de la Cancillería, en Torre Tagle, con una carta poder de su padre y recogió el DNI para llevárselo personalmente a Tokio.
Evitaron el envío a través de los canales oficiales porque necesitaban ganar tiempo para la segunda parte del plan al que Fujimori denominó: El pasaporte del retorno, documento de viaje que logró obtener el 13 de setiembre con la benevolencia de las autoridades que le concedieron cuanto certificado solicitó a pesar de existir impedimentos legales. El propio Fujimori lo relata con tono socarrón:
«Obtener un pasaporte nuevo en el extranjero no es una tarea fácil. Se requieren tantos documentos que parece algo difícil de alcanzar, sino imposible.
Hay que presentar la libreta militar original (yo no lo tenía a la mano, se tuvo que tramitar otra), presentar la partida de nacimiento legalizada en varias instancias, incluida el ministerio de Relaciones Exteriores, igualmente la partida de matrimonio legalizada y el DNI, que se obtuvo a tiempo. Y, además, como lo saben muchos residentes en el extranjero, no hay pasaportes disponibles, salvo para emergencias.
Pero vencidas todas estas vallas, obtuve mi pasaporte nuevo en el consulado de Tokio, el día martes 13 de setiembre, un martes 13 para el antifujimorismo. (...) Creo que a estas alturas y luego de todo lo explicado, además del apoyo de millones de mis compatriotas, es obvio que he obtenido mi pasaporte nuevo porque soy 100 % peruano».
Paralelamente, otra pieza de su estrategia de retorno se había iniciado en agosto cuando sus abogados César Nakasaki y Rolando Souza empezaron a plantear nulidades procesales en la docena de juicios que tenía abiertos en los tribunales peruanos.
El objetivo de estas nulidades, se verá luego, tenía directa relación con su futuro arribo a Chile, un viaje que emprendió bajo un influjo irracional que puede causar asombro al ciudadano común pero no a quienes conocen las complejidades de los animales políticos que transitan por la vida con la irracional convicción de su destino de elegidos.
Para que sus seguidores no tuviesen duda alguna, Alberto Fujimori, el 21 de setiembre, cuarenta y seis días antes de su despegue del Japón, reiteró su decisión: «La verdad es que el inicio de mi defensa legal, los primeros resultados de ella, la obtención de mi DNI y la expedición de mi pasaporte son las piezas claves para el objetivo del retorno y mi participación en las elecciones del 2006, que es lo que ha expresado un grueso sector de la ciudadanía».
Había iniciado su campaña electoral convencido de traer abajo la enorme valla de impedimentos legales que hacían inverosímil una candidatura suya y pocos, acaso ni sus seguidores, podían tener la total certeza de que estaba dispuesto a dejar su seguro refugio japonés para correr un albur librado a los vientos del azar, por más que estuviese persuadido –desde su punto de vista– de contar con un plan riguroso.
Sin embargo, el 18 de octubre dio un paso más. Y nuevamente contó con la curiosa anuencia de las autoridades: apareció en la franja electoral emitida a través de Canal 7. No era candidato, estaba requisitoriado por la justicia, tenía en trámite un proceso de extradición y, sin embargo, en el espacio destinado a su agrupación política Sí Cumple, le permitieron difundir un mensaje para todo el país, una promesa electoral (el proyecto Sierra Verde) y el anuncio de su retorno al país «antes de lo que muchos imaginan». Parecía un anuncio falaz, un acto efectista, pero no lo era. Estaba a tres semanas de su aterrizaje en Chile.
Por esos días, Fujimori se reunió en Tokio con Luis Delgado Aparicio Porta, secretario general de Sí Cumple y otro de los personajes que contribuyó a llevarlo al callejón de la amargura. Le llevó reportes desde Lima, encuestas que habían contratado de manera privada y entusiastas opciones para la movilización de simpatizantes, en suma, le acercó un escenario favorable que se podía sintetizar de este modo: si ingresa al país tendrá el amparo de las masas fujimoristas y con esa base popular podrá exigir su inscripción en el Jurado
Nacional de Elecciones bajo el argumento de que el pueblo sea el verdadero juez con su veredicto en las elecciones. Si las acusaciones son ciertas, la sanción popular se notará en las urnas; si son falsas la competencia democrática dará fe de ello.
Además, la coyuntura del país –según la mirada fujimorista– auguraba buenas posibilidades por la debilidad política del presidente Alejandro Toledo y la actitud contemplativa de los candidatos presidenciales que no se animaban a cargar contra Fujimori porque tenían la esperanza de conquistar a sus simpatizantes.
Fujimori, en lugar de evaluar fríamente los datos que le acercaban, se envalentonó. Y así, el primero de noviembre, cinco días antes de su arribo a Chile –lo que equivale a decir cinco días antes de ser recluido en una celda de la Escuela de Gendarmes chilena– escribió:
«El regreso del secretario general de Si Cumple, el Dr. Luis Delgado Aparicio, después de varios encuentros de trabajo aquí en Tokio, para confirmar a todo el Perú que “el Chino viene y nadie lo detiene”, ha desatado una verdadera psicosis en nuestros adversarios políticos y mediáticos. La demostración de ello, además de la inseguridad de algunos candidatos, puede resumirse en la frase que he leído esta semana: la candidatura de Fujimori es una “hipótesis legalmente imposible”. La frasecita ha sido lanzada tras las declaraciones de algunos analistas políticos, que nada tienen de simpatía por el fujimorismo (...) Pero si se recorre Costa, Sierra y Selva, midiendo el sentimiento de gratitud y reconocimiento de la gente por las obras de un gobierno como el de los 90s, que sintieron suyo, porque les dio futuro, esperanza, y los protegió del terror, la cosa es distinta. Nada impide mi candidatura y sobre la Constitución y la voluntad popular no puede imponerse ningún gobierno y menos argumentos seudolegales o interpretaciones de la ley dictadas por el temor a la competencia democrática».
SONRIENTE, ENTUSIASTA y liviano de equipaje, a las cinco y cuarenta del sábado 5 de noviembre Alberto Fujimori abordó, en el inmenso aeropuerto de Haneda al pie del espléndido volcán Fuji, el jet Bombardier, matrícula N949GP, de la empresa Global Express y operado por la empresa de charters ACI Pacific, y partió rumbo a Santiago de Chile acompañado por su asistente personal Nagato Kusataka, por Arturo Makino Miura90 y por Jorge Béjar Ayvar.
En sus cinco años en Tokio el pasaporte japonés había sido un documento útil para evadir a la justicia pero no le alcanzó para aliviar las nostalgias de lo que en verdad era: un peruano moldeado en las vilezas de la picardía y un político necesitado de la intriga y el poder como el pez necesita del agua. A los sesenta y siete años de edad la soledad tiene una presencia ófrica y eso había sido Tokio para él: paseos en silencio, calles impersonales y pocos, casi nadie con quien conversar cotidianamente.
Esa noche, sentado en el avión, Alberto Fujimori volvió a sentir nuevamente el azaroso placer de la adrenalina. Otra vez protagonista, otra vez el chinito audaz iniciando otra campaña electoral. Quince años atrás en un modesto tractor de faena agrícola; esta vez en un moderno y costoso jet de alquiler.
Arturo Makino prendió la cámara y empezó a grabar las escenas que después Fujimori divulgó en la televisión con el talante de un líder que retorna: relataba complacido el itinerario sobre suelo peruano –«ahora estamos volando sobre Trujillo; ya estamos en Arequipa»–, volvía confiado en la memoria sin memoria de los peruanos.
Antes de partir había escrito un mensaje, en tono mesiánico, al pueblo japonés y a sus autoridades:
«Dejo el Japón en ruta al Perú, a cumplir con el compromiso de honor adquirido con millones de mis compatriotas y para que la verdad histórica se imponga. Una a una levantaré las acusaciones y dejaré sentada mi inocencia y mi honor». En las líneas finales anotó una frase premonitoria: «Voy al encuentro de mi destino».
A las diez y diez de la noche, hora mexicana, la aeronave hizo una escala técnica en el aeropuerto de la ciudad de Tijuana. Durante cincuenta minutos aprovisionó combustible y ninguno de sus pasajeros descendió.
La INTERPOL pasó por alto la requisitoria que pendía sobre el viajero y la nave pudo continuar su itinerario.
Qué arreglo hubo en Tijuana, es un asunto que todavía está en el misterio. Pero el ingreso a Chile sí tiene una historia de complicidad con personajes explícitos.
La estadía en Santiago, en el plan de retorno de Fujimori, suponía una escala breve de no más de tres días, a la espera de que en Lima sus abogados tuviesen listo, en al menos uno de los procesos, el levantamiento de una de sus varias órdenes de captura. Esa era la razón por la cual, desde el mes de agosto, habían sometido a nulidades procesales los diversos juicios y a eso se había referido Fujimori en su anuncio del 21 de setiembre al manifestar que: «La verdad es que el inicio de mi defensa legal (es una de) las piezas claves para el objetivo del retorno».
Solicitar la nulidad de un proceso tiene como efecto devolverlo a su inicio y, a consecuencia de ello, quedan sin efecto las medidas coercitivas. Dicho de otro modo, si lograban la nulidad de al menos uno de los procesos quedaban suspendidas, por unos días, las ordenes de captura internacional. De ese modo, podían argumentar ante INTERPOL que Fujimori estaba en condiciones de ingresar al país; luego, ya en territorio peruano echarían a andar la protección del apoyo popular.
Habría sido, obviamente, un ingreso irregular porque el hecho de presentar una orden de captura levantada no traía abajo la vigencia del resto de órdenes, pero la eficacia de INTERPOL no es precisamente ejemplar y una muestra explícita de ello ocurrió a las 2 y 15 de la tarde del domingo seis de noviembre cuando la aeronave en que viajaba Fujimori aterrizó en el aeropuerto de Pudahuel y se dirigió al hangar de Aerocardal una empresa de aviación corporativa que atiende a pasajeros de vuelos privados.
Siguiendo la rutina para los vuelos VIP un empleado solicitó a la Policía Internacional la presencia de un efectivo para efectuar el control migratorio. El detective Roberto Ruiz Fernández ingresó al salón VIP de Aerocardal y se encontró con sólo tres pasajeros (Nagato, Makino y Béjar) pero recibió cuatro pasaportes. Fujimori esperaba dentro del avión.
El policía selló los cuatro pasaportes sin efectuar el chequeo en el sistema de Gestión Policial, en el cual constaba la orden de captura contra Fujimori. Aunque después las autoridades argumentaron como un error de funcionario lo ocurrido en el aeropuerto, nadie sella un pasaporte si no tiene al pasajero ante sí. Este fue el primer acto de protección otorgado al expresidente peruano en su arribo a Chile.
En apenas veinte minutos, Fujimori cruzó el control de migraciones chileno con una visa de turista estampada en el pasaporte y, a bordo del Mercedes Benz del abogado Juan Carlos Osorio, que estuvo alerta ante cualquier contratiempo que pudiese haber ocurrido, se marchó rumbo a una suite reservada en el Hotel Marriott por un personaje de su total confianza, Germán Kruger Espantoso, exalcalde de Miraflores.
A pesar de las órdenes internacionales de arresto, hasta ese momento, su plan funcionaba: había logrado salir de Tokio, había evadido el control en México, había logrado el ingreso a Chile. Le quedaba el último tramo de su itinerario: ingresar al Perú.
El ingreso a Chile fue negociado por importantes empresarios que veían como una interesante apuesta jugar la carta de que Fujimori intente postular a la presidencia del Perú. Si resultaba, era un gran negocio a futuro –ya lo había sido en la década pasada–; y si el boleto no salía premiado, pues, solo perdían el esfuerzo de una gestión. Además, había quien necesitaba de un giro en el panorama político peruano.
Esa gestión consistió en obtener la anuencia del gobierno saliente para permitir que Fujimori tenga en territorio chileno una escala de apenas 72 horas.
Para un gobierno en plan de despedida, no era un costo significativo. Además, Fujimori debía comprometerse públicamente a una estadía temporal y fue ese el motivo por el cual, a las cinco y treinta de la tarde, apenas cuatro horas después de su arribo, emitió un comunicado señalando: «Es mi propósito permanecer temporalmente en Chile, como parte del proceso de retorno al Perú y cumplir con el compromiso adquirido con un importante sector del pueblo peruano que me ha convocado para que participe como candidato a la presidencia de la República en los próximos comicios del 2006».
Entonces asomó, con más evidencias todavía, el mecanismo de protección oficial a Fujimori. Ante un requerimiento enviado esa misma tarde por el gobierno peruano señalando que existía una orden de captura y ante las precisiones que la prensa empezó a solicitar, a las siete de la noche, la encargada de INTERPOL-Chile, María Elena Gómez, se pronunció recurriendo a un embuste. Dijo que a Fujimori no se le podía detener mientras no hubiese un pedido formal del gobierno peruano ante el Ministerio de Relaciones Exteriores, y esta instancia, a su vez, tenía que derivar el pedido a la Corte Suprema chilena.
Solo así podrían detenerlo. Protegida por un paraguas superior, la funcionaria no tuvo recato alguno en declarar un disparate que suponía la abolición de su propio centro de trabajo, la INTERPOL, porque entre lo que tarda un trámite diplomático y judicial todo pillo levantaría vuelo y, entonces, no habría razón para la existencia de una autoridad policial encargada de las detenciones internacionales en los aeropuertos del mundo.
Lo más grave ocurrió una hora después cuando se hizo público un aval surgido desde el Palacio de la Moneda. En efecto, el secretario general de Gobierno, Osvaldo Puccio, dio el primer comunicado oficial señalando que el expresidente peruano «No será detenido mientras no exista una orden de un tribunal chileno en ese sentido» y añadió «en Chile sólo se puede detener a las personas con una orden de los tribunales competentes.
El Gobierno sólo cumple con la ley: El señor Fujimori tiene visa de turista normal y cualquier otra resolución es resorte de los tribunales». Este anuncio se efectuó tras la reunión sostenida por Puccio con el ministro del Interior, Francisco Vidal, y el director de Investigaciones, Arturo Herrera, y con la aprobación, por vía telefónica, del presidente Ricardo Lagos.
Apenas el vocero presidencial terminó de anunciar el insólito respaldo a Fujimori, la candidata favorita para ganar los comicios, Michelle Bachelet, reaccionó indignada:
«Yo me pregunto como todos los chilenos: ¿qué vino a hacer este señor a Chile?
A mí me parece que a la máxima brevedad tiene que ser retenido, porque tiene una orden de captura internacional y creo que la Policía de Investigaciones tendrá que explicar por qué lo dejó ingresar».
Bachelet tenía razones para exigirle a su gobierno una actitud distinta.
Ocupaba el primer lugar en las encuestas y a muy pocas semanas de la celebración de los comicios necesitaba manejar el escenario nacional para cerrar su campaña con éxito. Era el peor momento para la aparición de un intruso que de pronto captaba la atención de toda la prensa e introducía un elemento de turbulencia política. Además, esta mujer que terminaría convirtiéndose en la presidenta de los chilenos, desconocía los arreglos para el ingreso temporal de Fujimori y sintió más bien que el presidente Lagos le estaba endosando un problema engorroso.
Finalmente, en lo personal, Bachelet tiene especial aversión hacia los personajes vinculados a las violaciones de derechos humanos por los graves hechos que padecieron ella y su familia en el régimen del general Augusto Pinochet.
Su reclamo fue tan inmediato y público y con tal arrebato de indignación que el gobierno de Lagos no tuvo más opción que retroceder en su engañifa: los trámites engorrosos anunciados poco antes se convirtieron de pronto en rápidas gestiones de enorme eficacia y, entre las 9 y doce de la noche de un día domingo, lograron obtener una orden de detención.
A la 1:30 de la madrugada del 7 de noviembre, Fujimori pasó de la lujosa suite del Marriot a una simple habitación en la Escuela de Investigaciones, en la avenida Pajaritos. No pudo enviar el mensaje que esperaban sus simpatizantes en un local del centro de Lima, la televisión lo mostró en un auto custodiado por agentes y con la mano en el rostro tratando de cubrir su enorme turbación. El plan de retorno, de audacia desmesurada, había fallado.
Al día siguiente las cosas se le complicarían más por la decisión del gobierno chileno de trasladarlo a una celda en la Escuela de Gendarmería, con un régimen de reclusión en un ambiente de diez metros cuadrados, con horario de visitas, comunicación restringida, cámaras de video filmándolo todo el día, y
una radio y un televisor como toda distracción. Estas medidas se tomaron para evitar cualquier comentario sobre la actuación previa del gobierno chileno y para frenar cualquier intento de acción política de Fujimori.
Fujimori no supo evaluar todo el escenario con la agudeza necesaria para un riesgo extremo. Y, junto a su libertad, el expresidente vio esfumar el mito aquel que lo dibujaba como un estratega minucioso y frío, capaz de anticipar las tres jugadas siguientes. Ahora tenía un entorno sin ningún talento y la ausencia de su socio de trapacerías, Vladimiro Montesinos, se dibujó notoria. Si bien el ex jefe de facto del Servicio de Inteligencia era un sujeto muy apto para las intrigas, su habilidad mayor consistía en sumar talentos para definir objetivos. Su modus operandi consistía en convocar a los mejores especialistas para recopilar sapiencias diversas y, de ese modo, conformaba el armazón final de estrategias sólidas.
En su análisis, Fujimori olvidó la coyuntura electoral que vivía Chile y no tomó en cuenta el factor Michelle Bachelet. Fue la enérgica protesta de ella y surotunda exigencia al gobierno para una respuesta inmediata, lo que determinó que Fujimori perdiese la protección concedida y terminase preso. Hubo otro factor que tampoco alcanzó a valorar y acaso sea una muestra de una ansiedad por el retorno. La semana en que arribó fue una semana muy tensa entre Perú y Chile por la decisión peruana de fijar sus límites marítimos de un modo que al vecino sureño le parecía inadmisible. En ese contexto, la aparición de Fujimori abría otro foco de tensión y este grueso error fue sintetizado de manera explícita por el canciller chileno Ignacio Walker: «Nos parece que es absolutamente imprudente e irresponsable haber llegado en estas condiciones a Chile».
Tiempo atrás, Vladimiro Montesinos le había dicho a Fujimori: «Somos siameses; si yo caigo, cae usted». Volvía a ocurrir el mal augurio: a partir de ese lunes 7 de noviembre de 2005, el gobierno peruano tenía sesenta días para tramitar el pedido de extradición.
EN EL MES DE ENERO DE 2005, el equipo extradición de la Procuraduría Ad Hoc encargada de la extradición de Alberto Fujimori tenía cuatro años de creada y no había logrado resultados concretos. Más aún, el expediente enviado al Japón adolecía de gruesos errores tantos que, en un informe secreto entregado en junio del año 2003 al Ministerio de Relaciones Exteriores por el experto en procesos internacionales Roberto MacLean Ugarteche, se afirma que la extradición del expresidente Alberto Fujimori «no será concedida por el Japón porque el expediente carece de una calidad probatoria capaz de persuadir a un juez de alto estándar y más bien puede ser tomado como un indicio de venganza política».
A raíz de ese informe, el subsecretario de Asuntos Multilaterales de la Cancillería, José Luis Pérez Sánchez-Cerro, se reunió con Mac Lean y redactó el Memorándum (SME) Nº 435/03 dirigido al secretario de Política Exterior de la Cancillería glosando los comentarios personales del jurista Mac Lean quien, entre otros puntos, llegó a decirle que le daba la impresión de que se estaba buscando evitar la extradición de Fujimori.
Lo concreto es que la Procuraduría tuvo un origen bastante peculiar. El primer procurador, José Carlos Ugaz Sánchez Moreno, fue nombrado en noviembre del año 2000 por el propio Alberto Fujimori poco antes de su fuga al Japón.
Cuando este episodio aconteció, el abogado Ugaz en lugar de renunciar, como habría correspondido por elemental ética, continuó en el cargo y se erigió como el perseguidor de Fujimori movilizando un enorme protagonismo mediático para dotarse de una imagen de justiciero. Sin embargo, como lo muestra el informe de Mac Lean y muchos otros hechos concretos, no logró ningún avance en el Caso Fujimori.
Luego, la gestión de Ugaz la continuó un socio suyo, Luis Vargas Valdivia, con idénticos resultados negativos y en cuya gestión, además, se presentó ante el gobierno japonés un expediente sin solidez probatoria.
Cuando el 20 de enero de 2005 asumió el cargo Antonio Maldonado, este se encontró con un desorden documental interno en especial en lo relativo a los asuntos administrativos y a las notificaciones de los diversos procesos judiciales.
La designación de Maldonado para un cargo lleno de complejidades y presiones políticas sorprendió a muchos porque si bien es un profesional capaz y honesto, no es un abogado penalista y venía de una ausencia del país de casi una década trabajando como funcionario de un organismo internacional. Sin embargo, después de mucho tiempo el cargo de Procurador encontró a alguien dispuesto a asumir en serio el objetivo central.
En noviembre de 2005, Maldonado se topó con el gran reto de enviar los cuadernillos de extradición en apenas sesenta días contados a partir del 9 de noviembre, tras la detención de Alberto Fujimori.
El equipo de la Procuraduría logró cumplir con el plazo y el 3 de enero de 2006 el Estado peruano solicitó formalmente la extradición del expresidente Fujimori ante el gobierno chileno. Ese mismo mes, tomó una decisión interna que a la larga demostraría sus ventajas: se creó la Unidad de Extradiciones.
Después de años, por vez primera, se empezaban a tomar medidas concretas que anunciaban una real intención por cumplir seriamente con el objetivo para el cual había sido creada la entidad.
No obstante, en julio de ese 2006, al asumir el gobierno aprista, surgió la duda sobre si habrían de continuar con su trabajo. Los temores se disiparon, al menos al principio, con el nombramiento de la jueza María Zavala como ministra de Justicia. Había sido compañera universitaria de Maldonado y este dedujo un respaldo a su gestión.
Sin embargo, ante su primer pedido de audiencia no recibió respuesta durante quince días; simultáneamente, en la Cancillería de la República –ente importante para la celeridad en el envío de documentación para el proceso en Chile– las aguas se hicieron lentas y, para enturbiar más el panorama, en el Congreso se efectuó una designación en apariencia insólita pero que era parte de un acuerdo político: fue nombrado como presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores, Rolando Souza, el exabogado de Alberto Fujimori y militante de su organización política.
El procurador Maldonado empezó a tener razones para intuir que su trabajo y el de su equipo empezaría a encontrar escollos y esa percepción disparó un rasgo de su carácter: la idea de sentirse perseguido. Cuando la ministra Zavala finalmente recibió al equipo de procuradores el diálogo se inició tenso y en un momento de la exposición que efectuaba Maldonado, ella puso sobre la mesa un teléfono celular, acto que desató la protesta del abogado:
“Señora ministra, si usted va a grabar esta reunión, entonces corto mi exposición porque se trata de una reunión reservada en la que estoy informándole sobre la estrategia que seguiremos para la extradición”.
El enojo de la autoridad se manifestó de inmediato:
«Oiga usted, yo soy su jefa y me debe respeto y no puede estar sugiriendo tamaño disparate».
En realidad, nada se estaba grabando de manera subrepticia, pero el jefe de los procuradores andaba suspicaz por no encontrar señales claras de respaldo gubernamental y recogió aquella leyenda urbana que instaló Vladimiro Montesinos sobre grabaciones posibles de ser realizadas utilizando la batería de un teléfono celular. Maldonado, junto a su enorme capacidad de trabajo con asistencias a su oficina incluso en los fines de semana, era un personaje singular.
Llegó a adoptar un gato techero que rondaba por el patio de la Procuraduría y lo bautizó como Alegato. Fue una adopción con todos los beneficios porque el gato Alegato fue vacunado, dormía en su oficina, era atendido en su alimentación y cuando a los cuatro meses desapareció la conmoción fue tal que todo el cuerpo de vigilantes fue citado para determinar lo que había acontecido.
La relación entre Maldonado y la ministra Zavala se fue deteriorando y una tarde decidió marcharse. Lo hizo fiel a su estilo. Depositó su carta de renuncia en la mesa de partes del Ministerio y le dio la noticia al diario Perú21.
De ese modo la ministra de Justicia se enteró de su alejamiento a través de las páginas del matutino.
Entre agosto y setiembre de ese año 2006 la Procuraduría quedó acéfala y la ministra María Zavala no parecía tener entre sus principales preocupaciones cubrir la plaza. Tampoco había candidatos a disposición porque se avizoraba poco o nulo apoyo político y, de paso, el sueldo asignado se redujo de los cuarenta mil soles mensuales que disfrutaron los procuradores iniciales a los quince mil pagados en el régimen aprista. El 24 de setiembre cuando ya la presión pública obligaba a designar un reemplazo, el abogado Francisco Peixoto, jefe del gabinete de asesores de Zavala, recomendó nombrar a Carlos Briceño, un hombre que ya había integrado la institución durante la gestión de Maldonado.
Briceño, un abogado de bajo perfil, parco en sus expresiones y venido del mundo académico, también decidió tomarse muy en serio la función. Organizó cuidadosamente su equipo, dio claras ordenes internas para llegar al objetivo y designó como jefe de la Unidad de Extradiciones a Omar Chehade Moya, un joven abogado de 36 años que venía trabajando en la institución desde hacía
veinte meses y había obtenido con buenos enfoques y enorme convicción importantes logros en diversos procesos. Para trabajar con Chehade, se designó un equipo entre cuyos integrantes destaca un abogado muy hábil en el análisis de información y el diseño de estrategias.
La Unidad de Extradiciones inició su nueva etapa el 2 de octubre de 2006 asumiendo cuarenta casos de extradición pero con el encargo explícito de que el objetivo principal era el Caso Fujimori.
El 18 de octubre, Briceño y Chehade viajaron a Santiago de Chile para entrevistarse con el abogado del Estado peruano Alfredo Etcheverry.
Se dieron con la sorpresa de que este no sabía si el nuevo gobierno deseaba continuar con sus servicios o si iban a dar por concluido su contrato. Briceño le señaló que debían continuar trabajando: el vínculo estaba vigente y no había indicaciones en contrario.
La contratación de Etcheverry fue una recomendación del embajador peruano en Chile, José Antonio Meier, y fue un acierto. Es un prestigioso catedrático de 76 años de edad, con varios libros publicados y un renombre internacional.
Quizá su único flanco débil era su mirada exclusivamente jurídica sin interés en analizar las implicancias políticas del caso, aunque al final tuvo razón en su argumento repetido una y otra vez: «los jueces chilenos no se van a dejar influenciar por presiones políticas».
Lo que sí lo desconcertó fue el cambio de actitud acontecido en la embajada peruana en Santiago. Muy atenta y eficiente en las gestiones requeridas cuando estuvo a cargo del diplomático Meier, se volvió morosa cuando asumió la función Hugo Otero Lanzarotti, funcionario que no puso trabas pero tampoco generó impulso bajo el lema también repetido en Lima: «No hay que politizar el caso».
En cuanto al aspecto estrictamente jurídico, el acierto central de la Unidad de Extradiciones fue replantear la estrategia y encaminar el caso hacia un asunto fundamental que en las gestiones anteriores extrañamente se había dejado de lado: sustentar el concepto de Guerra de Baja Intensidad a partir del cual se podía encontrar el vínculo de responsabilidad de Fujimori.
En efecto, Chehade y su equipo se percataron de un hecho: el material audiovisual en el cual el jefe del Grupo Colina, mayor Santiago Martin Rivas, señalaba explícitamente las responsabilidades del expresidente Fujimori no estaba en el expediente. Apenas existía una fría acta de transcripción de la larga entrevista pero el video estaba ausente.
Chehade tomó contacto con el periodista en febrero de 2007 y le solicitó una copia de la cinta, este se sorprendió por la ausencia del material y, al momento de entregarle una copia, le hizo saber que cuando ocurrió la captura de Martin, le había informado al procurador Ugaz que tenía información clave pero el funcionario no se interesó en el asunto; luego cuando el periodista necesitó contar con garantías para ingresar al Perú desde su exilio en Buenos Aires y presentar el libro Ojo por ojo junto con el video que contenía la entrevista efectuada a Martin Rivas, envió dos cartas, una al procurador Luis Vargas
Valdivia, y otra a la Fiscal de la Nación, Nelly Calderón.
En la Procuraduría no dieron respuesta alguna, pero en la Fiscalía de la Nación la actitud fue muy diligente ante la importancia de las pruebas: la Dra. Calderón realizó de inmediato un viaje relámpago a la ciudad de Buenos Aires.
Junto a su asesor de mayor confianza, aterrizó en Ezeiza a las siete de la mañana, descansaron brevemente y a las once iniciaron la reunión con el periodista. Vieron el extenso video con la entrevista al mayor Martin, se sorprendieron al ver y escuchar por vez primera entretelones nunca antes conocidos, revisaron los originales del libro y antes de embarcarse a Lima ese mismo día le aseguraron al periodista garantías para su retorno, entre ellas que la investigación abierta por la fiscal Ana Cecilia Magallanes quedaría sin efecto por carecer de todo sustento.
Recién en setiembre y cuando los medios de comunicación hicieron público el material, el procurador Vargas Valdivia le pidió una cita urgente, le solicitó no divulgar que había hecho caso omiso a su pedido y declaró públicamente que el material sería incorporado al expediente de extradición que se tramitaba ante el gobierno de Japón.
La sorpresa fue que cuatro años más tarde, en febrero de 2007, el procurador Briceño y el jefe de la Unidad de Extradiciones, Chehade, descubrieron que el material en video no estaba en el expediente. Apenas había una transcripción perdida entre los veinticinco mil folios del caso. Cuando
presentaron la cinta a la fiscal judicial de la Corte Suprema chilena, Mónica Maldonado, la sorpresa de esta magistrada fue enorme al encontrarse frente a una prueba sólida y persuasiva porque siguiendo el hilo de las respuestas coherentes, lógicas y documentadas de Santiago Martin Rivas llegó a la convicción de que correspondía aplicarle a Fujimori la Teoría del Dominio del Hecho.
Y en ese sentido, emitió su fallo señalando, entre otros argumentos que:
La existencia y operaciones del grupo paramilitar denominado «Colina», que llevó a cabo estos delitos, es un hecho histórico suficientemente probado, y existen indicios vehementes que sus acciones contaban con el conocimiento y aprobación del señor Fujimori; así se desprende principalmente de las declaraciones extrajudiciales de su Jefe el Mayor de Ejercito Santiago Martín Rivas, contenidas en las entrevistas televisivas hechas por el periodista señor Humberto Jara (fs.1246 a 1283 y 2171 a 2190 de los antecedentes del caso N°11 «Barrios Altos-La Cantuta») en que afirma haber redactado un manual o reglamento para la «guerra de baja intensidad», a petición del Sr. Fujimori en una reunión en julio de 1990, que fue aprobado por éste para combatir el terrorismo de Sendero Luminoso y de MRTA, que las acciones de Barrios Altos y La Cantuta constituyeron réplicas a acciones terroristas, destinadas a manifestar la intención del Gobierno de eliminar en forma física a los terroristas, y que en el caso de La Cantuta, el Presidente había visitado días antes la Universidad como acción de provocación para justificar la intervención militar (fs.1277 y 1278); si bien en sus declaraciones judiciales se retracta de estos dichos sosteniendo que las grabaciones se encontrarían manipuladas, ellas constituyen indicios de suficiente gravedad para considerarlas como medios de prueba fidedignos.
El mérito de la estrategia jurídica que llevó al éxito en la extradición de Fujimori corresponde al procurador Briceño, al jefe de la Unidades de Extradiciones, Omar Chehade, y al abogado encargado del análisis y estrategia del caso.
Fueron ellos quienes se dedicaron a estudiar todas las pruebas existentes, que hasta ese momento eran documentos inconexos, para situarlas en un nuevo enfoque: demostrar judicialmente cómo cada una de ellas respondía al concepto de guerra de baja intensidad.
De ese modo, llegaron al fondo del asunto: todo conducía directamente a la Teoría del Dominio del Hecho, que permitió obtener el fallo favorable con que concluyó el proceso.
El camino hacia la sentencia final tendría un bache cuando el juez Orlando Álvarez rechazó la extradición pero al final la Corte Suprema chilena rectificó la sentencia y, en concordancia con el dictamen de la fiscal Maldonado, aprobó, el 21 de setiembre de 2007, la extradición del expresidente Alberto Fujimori. A las 8:53 de la mañana del día siguiente, en un avión Antonov AN-32 de la policía peruana fue embarcado rumbo a Lima. Había culminado una estadía de 695 días en el país sureño y 81 meses desde su fuga en el avión presidencial para encontrar refugio en el Japón. A finales de octubre había declarado al diario The New York Times: «Arrestar a Fujimori significaría desatar un terremoto político».
Días después comprobó cuán lejos estaba de la realidad.
Por: Umberto Jara
Editado por pegaso125
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