OPERATIVO MUDANZA 1
Treinta días después del autogolpe, el 6 de mayo de 1992, se realizó el operativo de recuperación de los penales, en especial el penal de Cantogrande, ubicado en el distrito de Lurigancho, al norte de la ciudad de Lima.
En sus instalaciones se encontraba el grueso de presos senderistas, hombres y mujeres, y un contingente de sus principales cabecillas e ideólogos.
Antes de proseguir con su relato, Martin Rivas busca el abrigo de una manta. Se queja por la humedad del arenal y cuenta que en los momentos más fríos acampando en los Andes, era posible soportar las bajas temperaturas con el abrigo militar porque el clima seco no tiene ni por asomo la anfibia humedad limeña.
Comenta que el frío le agudiza un problema nasal. Precisamente, la envoltura de un medicamento utilizado para la sinusitis, meses más tarde, será una de las pistas seguidas por la policía para dar con él en otro inmueble, a muchos kilometros de este lugar.
Una vez que ha vuelto a tomar asiento afirma que el operativo para la toma del penal de Cantogrande se realizó en el SIN, como todas las decisiones en ese tiempo.
El objetivo era terminar con la Luminosa Trinchera de Combate y restaurar el principio de autoridad.
El ingreso, la requisa y el censo debían estar a cargo de la policía porque los militares están impedidos de ingresar a un centro de reclusión. «En la última reunión –dice–, cuando ya todo estaba establecido, Montesinos vino con una idea.
Tenía la relación de los principales presos senderistas, y en esa lista aparecían los integrantes del Comité Central, es decir, los más cercanos a Guzmán, los que eran el soporte ideológico y militar de Sendero. Propuso que al efectuar la toma del penal, en vista de que se iban a dar enfrentamientos porque los terroristas tenían armas, un equipo especial debía ingresar al pabellón donde estaban los dirigentes para darles vuelta allí mismo.
Ninguno debía quedar con vida. Se explicaría después que resultaron muertos en la refriega.
»¿Cuál era la idea?
Descabezar a Sendero. Era un golpe mortal. Una idea que tenía mucho sentido. Fíjese, formar un cuadro ideológico y de planificación militar lleva mucho tiempo, años de formación, de lecturas, y una convicción para transmitir a los militantes.
Un “fierrero”, un combatiente, es menos complicado de conseguir. Pero no un ideólogo. Entonces, si Sendero se quedaba sin cuadros de mando, Abimael se quedaba solo, aislado, sin su Estado Mayor.
Le iba a ser muy difícil recomponerse para seguir dando directivas y organizar atentados, las bases se iban a quedar desconcertadas y quienes tomaran el mando no iban a tener ni la experiencia ni la influencia necesaria sobre los militantes.
La idea, desde el punto de vista militar, era muy buena. Tan buena que meses después se capturó a un Guzmán refugiado entre mujeres.
»Entonces, le digo, en una reunión en el SIN, se evaluó el planteamiento, se vieron las ventajas y desventajas y se aprobó.
Ese plan se le llevó a Fujimori para su conocimiento y autorización. Ese era el esquema que se seguía. Además, toda esa etapa, Fujimori la siguió paso a paso en cada uno de los detalles. Él era así y, además, era el principal problema de su gobierno.
Por eso, en la planificación de ese operativo se estableció inclusive un acto final propio de una guerra no convencional: una vez terminado todo, Fujimori tenía que aparecer en el lugar para dar el mensaje al enemigo: “la autoridad vuelve al gobernante, ya empecé a luchar y a derrotarte.
Acabé con tu Luminosa Trinchera de Combate”».
El Operativo Mudanza 1 se inició en la madrugada del miércoles 6 de mayo de 1992. Aunque su objetivo oficial fue «el reordenamiento y reinstauración del orden y principio de autoridad» –lo que era cierto–, tuvo un objetivo de guerra:
terminar con la denominada Luminosa Trinchera de Combate, garita que Sendero Luminoso había asentado en el penal de Cantogrande y desde el cual se planificaban las acciones terroristas. Aquel operativo, por ese significado militar, que los reclusos terroristas entendieron desde un inicio, tuvo una insólita duración de cuatro días, y solo en la noche del sábado 9 la cruenta batalla entre senderistas y fuerzas del orden tuvo un final.
Cuando las acciones se iniciaron en la madrugada del miércoles 6, el presidio de Cantogrande era el único lugar iluminado en el distrito de San Juan de Lurigancho, a oscuras por el corte del fluido eléctrico.
Tres horas antes del alba, varias explosiones cortaron el silencio despertando a los seis mil reclusos del penal. Fueron cargas de explosivos para abrir un boquete en una pared del pabellón 1-A, reducto de las mujeres senderistas que debían ser trasladadas a la cárcel de mujeres en Chorrillos. Desde años anteriores, la falta de planificación había destinado a hombres y mujeres a un mismo presidio, y aunque ubicados en barracones distanciados, los presos habían construido un túnel que comunicaba el sector de mujeres con el pabellón 4-B de varones.
De ese modo, la comunidad de terroristas mantuvo su unidad no solo para el intercambio ideológico, sino para el alivio de otras necesidades. Ante el asalto, las reclusas reaccionaron arrojando quesos rusos, bombas de buen poder explosivo fabricadas artesanalmente y que al explotar despiden, además de la detonación, clavos untados con excremento para que las heridas causadas por el estallido reciban el efecto adicional de una infección capaz de generar una septicemia al sobreviviente.
En las horas siguientes, se tuvo que utilizar casi un centenar de kilos de dinamita para descoyuntar las paredes que habían sido reforzadas con ladrillos y fierros hasta dotarlas de un grosor de casi medio metro. En realidad, tanto en este sector como en el de los hombres, poco quedaba de la estructura original porque los senderistas habían efectuado una inverosímil refacción. De modo que, por ejemplo, lo que eran doce celdas se habían convertido en siete amplios salones resguardados por un laberinto de pasadizos zigzagueantes y paredes fortificadas.
Contaban también con un equipo electrógeno para dotarse de luz cuando el reglamento del presidio ordenaba la oscuridad o para evitar los apagones que dejaban en tinieblas la ciudad por acciones de sus militantes. En aquella delirante reclusión contaban, además, con un almacén de alimentos para elaborar su propia comida y más de una nevera para conservarlos.
Quebrar esa resistencia –que sumó fusiles FAL trasladados por los varones desde su sector– tomó tiempo y recién el viernes en la mañana se logró la rendición de las reclusas. Cuando los efectivos policiales ingresaron en el pabellón se toparon con una ofrenda macabra: en uno de los pasadizos, cubiertos con mantas, estaban tendidos cadáveres con cargas explosivas atadas en la espalda. Minas humanas dispuestas a estallar apenas fueran manipuladas.
El día sábado se efectuó el asalto al pabellón 4-B, con los senderistas ya aturdidos por la batalla de los tres días anteriores. En la tarde, una potente explosión remeció el local y uno de los muros fue derribado con una carga detonante mientras por un altavoz se les ordenó a los terroristas «salir con las manos en alto».
No hubo respuesta.
El mensaje se repitió en quechua, el idioma de la serranía, y el silencio volvió a ser la única respuesta. Un rato después, los senderistas iniciaron un tiroteo junto al estallido de una carga de dinamita. El altavoz reiteró el llamado a la rendición dando un plazo de cinco minutos para «salir todos con las manos en la nuca», pero siguió el silencio como respuesta.
Entonces, soldados del Ejército acordonaron el perímetro exterior del penal y obligaron a los periodistas y curiosos a alejarse de la zona.
Luego, una humareda oscura se elevó por encima del pabellón 4-B al abrirse dos boquetes de acceso al fortín. Cubiertos por los disparos efectuados por francotiradores ubicados en los pisos superiores, los efectivos policiales irrumpieron a balazos, pero la capacidad de fuego de los senderistas les permitió resistir cuatro horas más. Después, todo concluyó.
En esa embestida final ocurrió un hecho ilegal mantenido en silencio durante largos años. Un pelotón militar ingresó, en la última incursión, con un objetivo definido: aniquilar a cada uno de los integrantes de la dirigencia senderista, dejando a salvo a uno solo de ellos, Osmán Morote Barrionuevo.
Por una razón de protección usual en el senderismo, sus dirigentes debían estar en un sector específico y, en efecto, así ocurrió. Trece miembros de la cúpula senderista fueron ultimados a balazos sin requerirles la rendición y sus muertes fueron reportadas oficialmente por el presidente Fujimori como caídos en la refriega suscitada. Osmán Morote fue evacuado con una herida de bala en el glúteo derecho. Salvó la vida por una razón militar no exenta de lógica.
A las once de la mañana del domingo 10, el viento no había logrado disipar el fuerte olor a pólvora en el ambiente cuando el presidente de la república, Alberto Fujimori, cruzó el portón del presidio seguido por una caravana de seguridad. Permaneció una hora y media al interior. Luego salió para dar una conferencia de prensa, en la cual hizo una síntesis de la operación de asalto y anunció estas cifras: 28 reclusos muertos, 20 heridos y 451 rendidos (359 hombres, 92 mujeres). Días después, el boletín oficial del Ministerio del Interior elevó la cifra de muertos a 35.
Aquella vez, se impidió el acceso a la Cruz Roja Internacional, cuyos miembros siguieron los hechos desde las afueras del penal exigiendo un ingreso jamás concedido. En realidad, en esa guerra de mensajes silenciosos, el episodio de Canto grande fue un hecho de guerra clandestina cuyas claves solo podían ser descifradas por sus actores. Por eso, al segundo día de esa contienda, Jorge Cartagena Vargas, un alto dirigente de Sendero parapetado en el organismo de fachada denominado Asociación de Abogados Democráticos, declaró ante la prensa: «Fujimori está buscando una victoria militar». Sabía a qué se refería y Fujimori también.
Por eso, en la mañana del domingo 10, las cámaras de televisión mostraron al país, en cadena nacional, una escena de combate, lúgubre y silenciosa: en un amplio patio del presidio recuperado, los prisioneros senderistas aparecieron tendidos boca abajo con las manos en la nuca, mientras el presidente Fujimori pasaba frente a ellos, con gesto autoritario, marcando el sentido de sojuzgamiento, como lo ordenan los cánones de la guerra clandestina.
«El mensaje de esa escena –señala Martin Rivas– fue para Abimael Guzmán y su gente. Se les estaba diciendo que la iniciativa y la autoridad la volvía a recuperar el gobierno. Esa misma actitud, recuerde usted, la repitió Fujimori cuando se liberaron a los rehenes de la residencia del embajador del Japón. Pasó por delante del cadáver de Cerpa, el jefe del MRTA, y esa escena la entregaron a la televisión para que la difunda. Son mensajes militares que se dan en una guerra de baja intensidad».
Abrigado, pero con el vaso a tope de Coca-Cola, Santiago Martin bebe un sorbo, se aclara la voz y entra en más detalles.
«En la reunión final antes de llevar el plan completo donde Fujimori se tomaron dos decisiones. Una fue dejar con vida a Osmán Morote. Era el enemigo de Abimael porque su propio jefe lo había delatado y enviado a la cárcel por disentir con él. Entonces, nos iba a ser muy útil, nos iba a deber la vida y le daríamos mejor trato.
¿Recuerda que esa vez Morote salió herido?
Fue por eso. Murieron todos los dirigentes menos él. Si salía ileso se levantaban sospechas, por eso recibió un balazo en los glúteos, donde no hay peligro, y después la prensa se encargó de armar la historia de que Morote era cobarde y quiso huir y por eso le cayó un balazo en el culo. No fue así. Tuvo un sentido dejarlo vivo. Esa vez el mensaje fue muy claro: “Estamos en guerra total, así como me tumbas a mis cuadros más altos, te volteo a tus históricos, a tu columna vertebral, pero dejo vivo a tu disidente; Morote es ahora mi amigo”».
La otra decisión consistió en designar al grupo encargado del operativo. Ni Fujimori ni Montesinos ni el jefe del Ejército, el general Hermoza Ríos, admitían que la policía se encargue.
Tenían dudas sobre la eficacia policial, pero sobre todo, no tenían formado un equipo para ese fin y era imposible conseguir la complicidad y el silencio de todo un destacamento en unos días.
¿Y si después un policía hablaba?
No hubo duda en que la misión correspondía al Grupo Colina. Había sido creado para tal fin, venía operando y ejecutando diversas acciones y el alto mando confiaba en ellos.
Sin embargo, hubo una objeción planteada por Martin. Sostuvo que iba a intervenir casi un millar de policías y al final podía trascender el ingreso de un pelotón del Ejército, por más disfrazados de policías que pudiesen estar. Al final, decidieron que no había alternativa distinta a correr el riesgo. «Siempre me ha llamado la atención –dice Martin– que nadie se diera cuenta o que nunca se haya hablado del asunto, yo pensé que se iba a saber, había demasiada gente, pero no fue así. Y mire, al final las dos cosas que se llegaron a saber, Barrios Altos y La Cantuta, fueron por obra de un traidor».
La finalidad del Operativo Mudanza 1 se cumplió tal cual fue concebido.
Ese sábado 9 de mayo de 1992, por orden de Fujimori y Montesinos, fueron sometidos a ejecuciones extrajudiciales los miembros de la cúpula senderista:
Deodato Juárez Cruzatt, Yovanka Pardavé Trujillo, Tito Valle Travesaño, Janet Talavera Arroyo, Elvia Zanabria Pacheco, Ana Pilar Castillo Villanueva, Andrés Agüero Garamendi, José Antonio Aranda Company, Victoria Trujillo Abanto, Ramiro Mina Quispe Flores, Sergio Campos Fernandez, Fidel Rogelio Castro Palomino y Marcos Ccallocunto Nuñez.
El número total de dirigentes era diecinueve. Estaban presos catorce. Uno quedó con vida. Trece fundadores del movimiento fueron eliminados. Entre ellos el delfín de Abimael Guzmán, el ayacuchano Deodato Juárez Cruzatt. «Para mí – acota Martin– es falso cuando se dice que la captura de Guzmán trajo abajo a Sendero. Fue al revés. Guzmán cayó porque hubo una acción clave, la muerte de sus trece dirigentes. Se quedó sin cuadros. Se quedó solo».
Fue un mazazo para la organización senderista. Pero también fue un enorme desatino del gobierno no solo por aplicar métodos de barbarie, sino también porque el terrorismo reaccionó con una violencia más delirante todavía, y las mortales consecuencias las terminó pagando la inerme población civil. Desde el poder, cuando dieron la orden para esa matanza Fujimori y Montesinos sabían que la réplica del enemigo iba a ser desmesurada. Es lo que corresponde en una guerra clandestina. Sin embargo, siguieron adelante. Al igual que los jefes del terrorismo, los jefes de gobierno también pensaban que había muertes inevitables, que la población, ignorante de lo que ocurría subterráneamente, debía dar «una cuota de sangre». Era el terror contra el terror, sin detenerse a pensar en la necesidad de marcar una diferencia.
La primera acción de respuesta –no la más letal– la dio Sendero Luminoso el mismo sábado en que la policía tomó por asalto el pabellón 4-B. El blanco elegido fue el puesto policial de Carmen de la Legua, en el Callao. Un coche bomba con ciento cincuenta kilos de explosivos demolió tanto el local de la comisaría como la antigua iglesia aledaña, cuyo párroco quedó herido mientras ordenaba los bártulos de la misa matutina.
Aunque durante años no se pudo saber, la elección de ese objetivo no fue casual. En realidad, el ataque no se destinó únicamente a la comisaría, sino también a la iglesia, y no por una razón religiosa, sino como respuesta a una acción sicosocial que el Gobierno, en las semanas anteriores, había promovido con entusiasmo.
Fue el famoso caso de «la Virgen que llora». Un evento con amplia difusión en la prensa y con una espectacular convocatoria de fieles.
Una mañana de marzo, en su vivienda del Callao, la señora Alicia Reátegui de Villena descubrió que la estatua de la Virgen puesta en su sala tenía el rostro húmedo por las lágrimas que caían desde sus ojos. Conmovida por el milagro, compartió su alborozado desconcierto con los vecinos y pronto empezaron a llegar los visitantes.
En los días siguientes, la fila de peregrinos se hizo enorme con gentes llegadas de todos los distritos enterados por la televisión y los diarios que recogían con afán testimonios del prodigio. En las semanas posteriores, el hogar de la señora Reátegui se convirtió en poco menos que un santuario, hasta que una mezcla de envidia de algunas feligresas exigiendo que la sagrada imagen debía ir a una iglesia, más los deseos de la dueña de casa por recuperar su vida cotidiana perdida ante la invasión de gentes, llevó a la decisión de depositar la pequeña estatua en la cercana iglesia de Carmen de la Legua.
La Virgen efectivamente derramaba algunas lágrimas, pero no por el prodigio de un milagro, sino por efecto de un truco químico aprendido en la escuela de inteligencia de Colombia y aplicado por el servicio de inteligencia peruano con la anuencia de un agente lo suficientemente confiable para prestarse al operativo alterando la tranquilidad de la familia.
En ese marzo y abril de 1992 se iniciaron los operativos sicosociales de corte religioso para volcar hacia ese ámbito la ansiedad de una población aterrorizada por la violencia. Fue el año en que los santones y los curas empezaron a sanar enfermos de manera portentosa con oraciones colectivas e imposiciones de manos que ponían de pie a los inválidos y devolvían la vista a los ciegos, amén de alivios diversos para las sugestionadas almas creyentes.
El más notorio fue el brasileño João Texeira, cuya visita a Palacio de Gobierno para efectuar una curación a Fujimori fue ampliamente divulgada en todos los medios, dando lugar a una delirante legión de dolientes tendidos, desde el amanecer, ante la casa del santón, a la espera de un milagro, mientras las bombas explotaban en la ciudad.
Las maniobras sicosociales, como el caso de «la Virgen que llora», forman parte de los manuales de la guerra clandestina o guerra de baja intensidad, y Sendero Luminoso lo sabía. Por eso demolió la iglesia de Carmen de la Legua, para alcanzar un recado al gobierno en esa sorda comunicación establecida. Lo
curioso es que, el día de la explosión, la estatua quedó de pie sin sufrir ni el más leve rasguño, y el martes 13 de mayo, un tropel de fieles, encabezados por el obispo del Callao, monseñor Ricardo Durand Flórez, sacó en procesión a la efigie, pero, en la trifulca de esa semana mortal, nadie atinó a usar a la prensa para convertir la casualidad en un milagro.
No fue la única réplica terrorista al Operativo Mudanza. El 15 de mayo, un camión bomba con trescientos kilos de explosivos estalló a espaldas de Palacio de Gobierno, derribó una dependencia policial y la onda explosiva causó daños materiales en la casa de gobierno, pero no afectó a sus habitantes porque Fujimori y su familia habían mudado su residencia a las fortificadas instalaciones del Pentagonito.
A pesar de estos atentados, las acciones más cruentas en respuesta a lo acontecido en Cantogrande, aún estaban por llegar. Abimael Guzmán, el otro presidente, «Presidente Gonzalo» como se hacía llamar, no cedió un ápice a pesar del mortífero embate contra su organización que le redujo a cinco los miembros de una cúpula de diecinueve y lo dejó sin compañeros de ruta, sin un sucesor y sin los históricos de su movimiento. Decidió, entonces, quemar sus naves.
Más de un militar partícipe de ese tiempo sostiene que Abimael Guzmán cometió su más grande error al radicalizar la guerra. Había vaticinado el golpe de Estado y su vaticinio se cumplió. Había sostenido que el partido ante una situación de guerra cruenta debía inmovilizarse para reestructurar sus acciones.
Pero a la hora de los hechos, el teórico sucumbió ante el fanático herido. Tenía, además, sobre sí el cansancio de los años, un dato acaso cotidiano que las más de las veces no suele tomarse en cuenta a la hora de las revisiones históricas.
El trastornado líder senderista, al llegar mayo del 92, había sumado más de catorce años de clandestinidad y doce de acciones violentas, se había alejado de su militancia, se recluía en casas ubicadas en barrios residenciales, había agudizado su afición al alcohol y, desde la implantación de una recompensa por su cabeza, vivo o muerto, pasó a rodearse de mujeres a las que consideraba más leales que los hombres. No estuvo lejos de la verdad. Fue un hombre de su entorno, Luis Alberto Arana Franco, quien hizo posible su captura al canjear los datos de su escondite por una nueva identidad y una nueva vida en el extranjero.
Si Guzmán hubiese paralizado su accionar, Fujimori y Montesinos se habrían quedado sin el pretexto central de su autogolpe y esa vuelta de tuerca los habría descolocado. Pero la Historia no está hecha de especulaciones sino de hechos y, herido por las muertes de su dirigencia, Abimael Guzmán optó por la guerra absoluta centralizándola en Lima.
Se abrió un flanco débil. Por fin, las fuerzas del orden tenían un escenario propicio para una guerra clandestina. En un territorio concreto, la ciudad de Lima, se podía detectar a ese enemigo que se había mantenido oculto durante tantos años. Fue una confrontación sangrienta para ambos bandos. Y los brutales efectos sacudieron hasta el horror a la población.
A TRAVÉS DE LAS DELGADAS PAREDES del recinto se empezó a colar, desde un vocinglero parlante, un cántico clerical con alabanzas al Señor en los cielos y reclamos por la redención de los pecadores terrenales. Al cruzarse con la mirada de sorpresa del periodista, el rostro de los militares mostró una mueca de desconcierto. La mordaz ironía del momento se superó con la información de que el vecindario contaba con los oficios de una agrupación evangélica, puntual en el inicio de sus ritos al caer la tarde. La celebración era diaria, y en su claustro, ambos mili-tares debían escuchar durante tres horas, y a veces más, rezos, cánticos y plegarias.
De modo que, con el fondo de esa cáustica banda sonora, Martin Rivas continuó su relato con una sonrisa marrullera y guarnecido en la manta para el frío «A nosotros nos favoreció mucho el error de Abimael Guzmán. Traer al Ejército Guerrillero Popular para definir el combate en Lima fue lo peor que pudo hacer, porque era gente acostumbrada a otro tipo de combate y tenía otra idiosincrasia.
El serrano es solitario, de grandes espacios; es taciturno, puede caminar días y días; y con escaso alimento va bien y si lo has ideologizado va mejor todavía. El de la selva es distinto, no es de grandes distancias; no ve lejos, su vista está acostumbrada a la maleza; necesita escuchar bien; está preparado para combatir en la selva, en aguajales; puede estar todo el día mojado y no se enferma; come lo que encuentra. Juntar esos dos estilos y traerlos a la costa fue un error tremendo. Además, descubrieron otras cosas: una ciudad grande, atractiva, la música chicha que se empezaba a imponer en ese entonces, mujeres distintas a las de su tierra, manejaban el dinero que les daban los narcos, manejaban armamento y en los pueblos jóvenes tenían un aire mítico. Todo eso los llevó a cometer errores, a descuidarse, a distraerse. Fue el gran error estratégico de Abimael.
»Ocurrió algo paradójico y es una idea que no se me va de la cabeza. Él que había sido seguidor y estudioso de Mao TseTung se olvidó de una enseñanza clave, y fuimos nosotros los que la aprendimos leyendo sus archivos».
Apenas terminó la frase, se puso de pie y se acercó al desvencijado librero, buscó entre pocos libros, eligió uno y se lo alcanzó al periodista con la página abierta.
Era una cita de Mao Tse Tung subrayada: «Cuando usted quiere combatirnos, no se lo permitimos y no puede encontrarnos. Pero cuando nosotros queremos combatirlo a usted, nos aseguramos de que usted no pueda escapar y de que podamos golpearlo de lleno y exterminarlo.
El enemigo avanza, nosotros retrocedemos, el enemigo acampa, nosotros lo hostigamos, el enemigo se cansa, nosotros atacamos».
Cuando el libro retornó a sus manos, enarcó las cejas y lo cerró y continuó:
«Nos había aplicado esa táctica durante años y no se dio cuenta que al venir a nuestro terreno fijó un espacio, planteó la lucha en una ciudad que no conocía, y tampoco sabía que, por fin, nosotros estábamos aplicando inteligencia y empezábamos a descubrir sus escondites y podíamos seguirlos, esperarlos, medirlos y golpearlos, eliminarlos».
Con el relato asoma nítida la explicación a la ferocidad que Lima soportó entre mayo y julio del 92: a cada golpe asestado Sendero replicó con un atentado cada vez peor. Y, como efecto de la radicalización de la guerra, ocurrieron dos matanzas, una tras otra, una por cada lado.
16 DE JULIO DE 1992. DIEZ Y CINDO DE LA NOCHE. CALLE TARATA, MIRAFLORES
A veces las cifras, siempre acusadas de frialdad, resumen el espanto: 20 personas muertas; 132 heridas, 62 de ellas en grave estado; 6 mujeres con el embarazo trunco por abortos; 8 personas ciegas; 18 con fracturas expuestas, 6 de ellas con las extremidades mutiladas; 164 viviendas destruidas; 64 autos inutilizados; y afectadas alrededor de 400 edificaciones aledañas entre casas, agencias bancarias, tiendas comerciales, restaurantes, hoteles y otros negocios.
Lo que las cifras no pueden recoger es el pavor sin fondo y el suplicio de dolor de las 164 familias que vieron estallar sus paredes, sus ventanas, sus dormitorios, sus afectos, sus recuerdos. El esfuerzo de una vida entera en escombros. Y la pena sin consuelo de la muerte o las mutilaciones. Primero fue un apagón, uno más de los tantos que afectaban a la ciudad. Luego una escaramuza entre vigilantes del Banco de Crédito y los hombres que empujaban
una camioneta con el motor súbitamente apagado. Quienes alcanzaron a ver la escena solo recuerdan que, una vez estacionado el vehículo, varios sujetos partieron a la carrera. Después, frente a los dos edificios de viviendas cuyas familias se disponían al descanso de esa noche, el coche bomba explotó su carga de seiscientos kilos de dinamita y nitrato de amonio, con tanta violencia que el motor del mortal vehículo voló ochenta metros hasta caer en una playa de estacionamiento.
Las escenas de esa noche, incluso en el recuerdo, están teñidas de fuego, humareda, olor a pólvora, sangre, gritos, ambulancias. Los autores del atentado se refugiaron en la Universidad La Cantuta.
A la mañana siguiente, al observar los dos edificios devastados, los habitantes de la ciudad de Lima sintieron el frío escozor del miedo.
EL OPERATIVO LA CANTUTA
En esos días de zozobra, el atentado de Tarata fue la culminación de una oleada de casi un centenar de actos de terrorismo que dejó imágenes impresionantes como la de los taxistas calcinados al interior de sus vehículos por no obedecer la paralización decretada por el senderismo o niños aterrorizados por los atentados a sus colegios. Los servicios de luz y agua se interrumpieron y, en medio de los
afanes de sobrevivencia, apenas trascendió –y durante un tiempo se mantuvo en el misterio– el secuestro y la desaparición de un profesor y nueve estudiantes de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán Valle, La Cantuta.
«Cuando ocurrió lo de la calle Tarata –cuenta Martin–, al día siguiente era viernes, hubo una reunión a la que me convocaron y en la que estuvieron Fujimori, Montesinos y Hermoza, además de otra gente con la que se veían los problemas del terrorismo. Estaban muy tensos. A pesar de la cantidad de atentados, Fujimori no salió a la prensa, no dio ningún mensaje. Sentían que el piso se les movía».
En el desasosiego de ese viernes 17, a los ánimos alterados por la feroz respuesta del senderismo, se agregó la incertidumbre generada por la llamada telefónica de un alto funcionario del gobierno norteamericano señalando que si los atentados continuaban con la frecuencia y el salvajismo de esa semana de espanto, empezarían a evaluar la intervención de una fuerza multinacional. La llamada se sintió como el preludio del final. Era un gobierno de facto y el ingreso de fuerzas multinacionales implicaba una transición democrática, es decir, el fin de Fujimori.
Evaluaron la situación y la conclusión a la que arribaron es una muestra cabal del estilo que caracterizó siempre a Fujimori: tomar riesgos más allá de los que, usualmente, un político se permite. Jugó a todo o nada. Junto a Montesinos y al general Hermoza, apostó por la lógica militar. Sus analistas, los informes y los operativos ejecutados hasta ese momento los inducían a pensar que la derrota de Sendero podía estar cerca. Si el senderismo reaccionó con tanta furia es que había acusado los golpes asestados en las semanas anteriores. Decidirse a jaquear Lima en una impresionante semana de terror sostenido significaba, para el análisis militar, que el enemigo estaba débil y jugaba sus cartas finales.
Semejante exposición de fuerza era anuncio de flaqueza; la fortaleza real se expresa siempre desde el equilibrio.
«Por los agentes infiltrados –continúa su relato Martin– supimos que los autores del atentado de la calle Tarata se refugiaron en la residencia de estudiantes de La Cantuta.
Esa residencia era un antro de senderistas y dormía más gente de lo permitido. Por eso infiltramos agentes como si fueran estudiantes, aparte del destacamento acantonado allí. Los agentes detectaron el apoyo a los del atentado. Entonces, el operativo tuvo una finalidad concreta: replicar Tarata. Era decirle a Sendero: “No sigas porque te vamos a seguir persiguiendo, ya sabemos dónde te escondes y vamos a seguir volteando a tu gente”».
El 17 de julio de 1992, una orden dictada en escala jerárquica dio inicio a un episodio cuyas consecuencias abarcarían largos años y llevaría a sus actores a prisión. A través de una línea telefónica encriptada, el general Juan Nolberto Rivero Lazo, jefe del SIE, le comunicó al general Luis Pérez Documet, jefe de la División de Fuerzas Especiales (DIFE), una orden dictada por el Comandante General del Ejército, Nicolás de Bari Hermoza Ríos, quien a su vez la había recibido del Presidente de la República, Alberto Fujimori, y del jefe de facto del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Vladimiro Montesinos Torres. La orden era muy concreta: en las próximas horas «un grupo especial del Ejército»
ingresaría a la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, conocida con el nombre popular de La Cantuta. Para ello, Pérez Documet debía ordenar al jefe de la base militar acantonada en la universidad, franquear el ingreso al pelotón especial.
En la madrugada del 18 de julio de 1992, el teniente José Adolfo Velarde Astete ordenó abrir el portón de la universidad y, a bordo de dos camionetas pick up, ingresaron los agentes del destacamento militar clandestino denominado Grupo Colina. Con los rostros cubiertos por pasamontañas y armados con fusiles de asalto HK con silenciadores, se encaminaron directamente al sector de la residencia de los estudiantes varones y mujeres.
Es extraño leer que las puertas de una universidad sean abiertas por militares pero en el convulso inicio de los años noventa, algunas universidades se habían convertido en territorio tomado por Sendero Luminoso.
En los dormitorios y en los comedores estudiantiles planificaban y se refugiaban los autores de brutales atentados y asesinatos protegidos por la llamada «Autonomía universitaria» que impedía la intervención policial. Entonces, el gobierno de Fujimori decidió el cese de ese privilegio mal utilizado y dispuso la presencia de una base militar.
Fue una convivencia áspera que dio lugar a una situación insólita: en la universidad La Cantuta se conocían los alumnos militantes o simpatizantes del senderismo con los militares encargados de tareas de inteligencia, cada quién sabía de quién se trataba, pero, desde el lado de las fuerzas del orden, no podían actuar hasta que, luego del salvaje atentado en la calle Tarata, llegó la decisión política desde el gobierno autorizando la intervención militar.
Lo que ocurrió en la madrugada del 18 de julio de 1992 está relatado en detalle en el boscoso expediente judicial 28-01.
En la espesura de esas miles de páginas aparecen los siguientes testimonios.
DECLARACIÓN INSTRUCTIVA, FOJAS 39321/39330 Y FS. 41282.
CORONEL JULIO ALBERTO RODRÍGUEZ CÓRDOVA, JEFE DE LA SECCIÓN DE
INTELIGENCIA DE LA PRIMERA DIVISIÓN DE FUERZAS ESPECIALES DEL EJÉRCITO -
DIFE.
Señala que el 17 de julio de 1992, su jefe inmediato era el general Luis Pérez Documet, le mostró una relación de un grupo de personas de la Universidad la Cantuta, entre los cuales reconoció los nombres de Bertila Lozano como una dirigente de la Universidad que siempre reunía a los estudiantes para liderar cualquier protesta estudiantil, y a Hugo Muñoz Sánchez como un profesor que, según le habían comentado, se había reunido con Abimael Guzmán, habiendo escrito incluso un libro denominado «La Escuela y la Guerra» en donde llamaba a los estudiantes a la lucha armada, siendo a ellos dos a quienes se les consideraba como presuntos terroristas.
Refiere que a través de colaboradores e informantes, grupos de agentes que iban regularmente a la Universidad La Cantuta y de la inteligencia que se manejaba el año anterior, se obtuvo información relacionada con alumnos y profesores de la mencionada Universidad que formaban parte del movimiento
subversivo Sendero Luminoso; toda esta información fue remitida a la DINTE o al SIE, incluso a la DINCOTE,60 para su procesamiento y evaluación correspondiente. (…) Indica que por la información que manejaban sabían que eran presuntos delincuentes terroristas, los estudiantes Armando Richard Amaro Cóndor y Bertila Lozano Torres, así como el profesor Hugo Muñoz Sánchez.
Menciona que un día antes de los hechos de «La Cantuta», a las 15:30 horas aproximadamente, el coronel Federico Navarro Pérez se acerca a las oficinas, pidiéndole hablar con el general Luis Pérez Documet, luego que conversaran por diez minutos aproximadamente, llaman al declarante y le muestran una relación de alumnos de La Cantuta, el documento era una nota informativa de la DINTE, interrogándolo si los conocía, al manifestarles que sólo conocía a dos o tres, le preguntaron quien conocía a todos, respondiéndoles que conocían mejor el tema de La Cantuta, el S-2 del BIP 39, el teniente Portella Núñez; en ese estado, el general Pérez Documet le ordenó que le comunique al comandante Miranda Balarezo, jefe del BIP 39, que el teniente Portella espere en la puerta del Cuartel a un grupo de oficiales que iban a realizar un operativo en esa Universidad, retirándose a cumplir la orden; agrega que no le indicaron que operativo se realizaría ni que personal lo ejecutaría.
MANIFESTACIÓN POLICIAL FOJAS 39389/39397
NORMA CECILIA ESPINOZA OCHOA, ESTUDIANTE DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE
EDUCACIÓN ENRIQUE GUZMÁN Y VALLE - LA CANTUTA, DESDE ABRIL DE 1991 HASTA
SETIEMBRE DE 1995. OCUPÓ UNA DE LAS HABITACIONES DEL PABELLÓN DE MUJERES
HASTA EL 18 DE JULIO DE 1992.
Sobre los hechos que se investigan dijo que el 17 de julio de 1992 tuvieron una reunión celebrando el cumpleaños de los estudiantes (…) asistió hasta las 21:00 horas aproximadamente en que se retiró a dormir, en el camino al pabellón se encontró con su amiga Emilia Huamán Poma, y finalmente se quedó a dormir en la habitación de ésta última, y no en el cuarto que tenía colindante al de las internas Dora Oyague Fierro y Bertila Lozano Torres; a las 3:00 horas aproximadamente del 18 de julio de 1992 escucharon que el candado y la cadena de la puerta caían al suelo, al momento patearon la puerta y entró a su cuarto un hombre con polo blanco, jean azul, botas militares, pasamontañas
negro y un fusil en la mano, ordenándoles se tiren al suelo y no se muevan, sacándolas una a una al pasadizo, a la declarante la arrastraron de los cabellos hasta un lugar cerca del lavadero, y seguidamente una a una procedían a levantarlas y una persona vestida de la misma forma las reconocía, cuando la levantaron ese sujeto movió su cabeza afirmativamente y se la llevaron junto con Dora Oyague y Bertila Lozano, como en todo momento la declarante gritaba diciendo que se estaban equivocando con ella y que tenía familia en el Ejército, uno de los sujetos con pasamontañas al verla ordenó que la bajen del vehículo, así la llevaron a rastras hasta la puerta del internado y la dejaron maniatada en la puerta de ingreso, de donde fue ayudada por su amiga Emilia Huamán Poma y otras internas. (…)
Refiere que al ver que sacaban del internado a las chicas Bertila Lozano Torres y Dora Oyague Fierro, quienes participaban en las actividades políticas de los «tucos» que tenían ideologías comunistas, dedujo que se equivocaban con la declarante y la habían confundido con otra chica de similares características a las suyas, a quien ellas llamaban «La Paquita» porque usaba botas, pero desconoce sus nombres y apellidos.(…) Menciona que las actividades políticas en la Universidad eran realizadas en el pabellón de los varones y estaban dirigidas a concientizar a los alumnos con ideologías comunistas, esa labor era realizada por Luis Ortiz Perea «El gato», y otras veces las hicieron Armando Amaro Cóndor, Marcelino Rosales Cárdenas y Bertila Lozano Torres, quien era la más representativa del grupo de los internos. (…)
Recuerda que la interna Jessica Bendezú, amiga de Bertila e integrante de los grupos políticos, se relacionaba con los militares de la base militar a efectos de obtener beneficios económicos, precisando que el novio y actual esposo de esa chica, en esos momentos estaba preso por su participación en actividades terroristas.
DECLARACIÓN TESTIMONIAL FOJAS 43290
ROSA EMILIA HUAMÁN POMA, INTERNA EN LA UNIVERSIDAD LA CANTUTA.
Llegó a conocer a todos los agraviados, habiendo sido testigo del hostigamiento del que era víctima su compañera Bertila Lozano por parte de los militares de la base de Acción Cívica quienes continuamente la insultaban diciéndole «perra tuca» o a veces la golpeaban. Detalla que en la madrugada del día 18 de julio de 1992, en circunstancias que todas descansaban, la declarante se levantó y pudo observar que alrededor de treinta militares corpulentos con uniforme y pasamontañas habían rodeado el internado, cuando de pronto entraron a sus habitaciones y las iban sacando una a una, las arrojaron al piso y las hicieron rampar hasta el pasadizo, mientras los militares gritaban los nombres de Bertila, Jessica y otro nombre más que no recuerda, luego las hicieron parar y las condujeron hacia la puerta principal con los ojos cerrados y las manos en la nuca, a la vez que uno de los militares las iba señalando diciendo sí o no, separando y llevándose a las que señalaban afirmativamente, no obstante ello la declarante pudo abrir los ojos y observar que estaban siendo filmadas y fotografiadas, les ordenaron caminar en círculos para después ponerse contra la pared, cuando escuchó que ingresaron al dormitorio de Bertila y ella les gritaba «cerdos», siendo sacada a golpes, según le comentaron sus compañeras de cuarto. Mostradas las impresiones fotográficas que obran en el presente expediente, la declarante Huamán Poma logró reconocer a Jorge Enrique Ortiz Mantas, como la persona que vestido de civil daba órdenes a los soldados.
MANIFESTACIÓN POLICIAL FOJAS 39407/39415
TEODOSIO HERNÁN QUIROZ AGUIRRE, DOCENTE DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL LA
CANTUTA DESDE 1981. VIVE EN UN CHALET DE LA MENCIONADA UNIVERSIDAD.
Señala que el 17 de julio de 1992 siendo las 23:45 horas aproximadamente se encontraba libando licor con su colega Alcides Chávez Castilla en un lugar próximo a la puerta de ingreso a los chalets de los docentes, al estar regresando a su chalet, observó a un efectivo militar con su armamento, quien le indicó que ingrese a su domicilio y no salga, en esos momentos observa al profesor Octavio Mejía Martell y a su esposa Lucy de Paz Sepúlveda que se encontraban con varios efectivos militares reclamando que dejen en libertad al profesor Hugo Muñoz Sánchez, que había sido sacado de su chalet, aproximadamente a la 01:25 horas del 18 de julio de 1992; refiere que dentro del grupo de intervinientes habían personas vestidas de civil con pasamontañas y portando ametralladoras chicas.
Indica que uno de los efectivos militares, que en ocasiones iba a su casa a tomar sus alimentos, le comentó que antes de lo del profesor Muñoz, habían irrumpido en la residencia de los alumnos varones, y uno de los intervinientes apuntaba con una linterna a los alumnos con la finalidad de identificarlos, separarlos y llevarlos a una camioneta, en esa acción se llevaron a siete estudiantes; por otro lado, otro contingente irrumpía en la residencia de las mujeres de donde se llevaron a tres estudiantes, pero una de ellas gritando que era pariente de un general del Ejército, logró que la suelten, logrando llevarse sólo a Dora y Bertila, a todos ellos se los llevaron en camionetas con destino al Puente Caracol, información que le fue confirmada por el comandante Iparraguirre en la mañana del 18 de julio de 1992, agregando que el mismo oficial le indicó que ya no vería a los estudiantes detenidos.62 (…) Manifiesta que debido a las fotos que salieron en los periódicos puede afirmar que Santiago Martin Rivas acudió a la universidad tres o cuatro meses antes de los hechos, presumiendo que haya estado haciendo su labor de inteligencia; incluso menciona que en varias oportunidades Martin Rivas buscaba encontrarse con la estudiante Bertila Lozano y en cada encuentro ambos se insultaban.
Manifiesta que conocía que Bertila Lozano Torres participaba en las marchas y movilizaciones abiertas prosenderistas, Luis Enrique Ortiz Perea hacía alusiones que era militante de Sendero Luminoso, Felipe Flores Chipana, también participaba en las marchas prosenderistas y decía ser integrante de Sendero Luminoso; en el caso del profesor Hugo Muñoz Sánchez, éste pregonaba que era integrante de Sendero Luminoso.
DECLARACIÓN FOJAS 41165
JOSÉ ARIOL TEODORO LEÓN, PADRE DEL OCCISO AGRAVIADO ROBERT EDGAR
TEODORO ESPINOZA
Refiere que en 1992 su hijo tenía 23 años y estudiaba Biología en la Universidad La Cantuta; señala que luego de tres días de ocurridos los hechos, cuando fue a recoger las pertenencias de su hijo al internado de la universidad, sus compañeros le dijeron que el procesado Aquilino Portella Núñez, conocido como el teniente Medina, había sido la persona que con una lista en mano fue llamando a cada uno de los agraviados y los entregó al Grupo Colina, cuyos integrantes estaban encapuchados y portaban armas cortas con silenciador, y luego se los llevaron con rumbo desconocido.
EXPEDIENTE 28-01, DICTAMEN DE LA PRIMERA FISCALÍA SUPERIOR PENAL
ESPECIALIZADA, FOJAS 16
Luego de la intervención, procedieron a llevarse a los intervenidos en las camionetas pick up indicadas, y cuando se encontraban por el Km. 1.5 de la Autopista Ramiro Prialé, en los terrenos de propiedad de SEDAPAL, detienen los autos bajando a los detenidos, dándoles muerte en el acto, procediendo a enterrarlos e incinerarlos en dicho lugar; sin embargo, posteriormente, cuando otro grupo verifica la forma en que se habían desaparecido las huellas, informan que los cadáveres no estaban adecuadamente enterrados, por lo que, proceden a retirar algunos cadáveres, llevándoselos con destino a un lugar denominado Quebrada de Chavilca en el distrito de Cieneguilla, donde finalmente son dejados sus restos.
«¿Cómo fue ese operativo? Mire, señor periodista –se agita el mayor Martin–, mucho se ha hablado de eso. Han escrito de todo, que se usaron camionetas, que fueron tantos efectivos, que estaban vestidos de tal forma, han hablado hasta de los gestos, de las palabras que se dijeron como si los periodistas
hubiesen estado presentes esa noche. Los detalles nadie los va a contar. Además, eso no es lo que importa.
¿Ocurrió?
Sí, señor, ocurrió. Eran terroristas, no eran inocentes estudiantes como se ha dicho.
El profesor Muñoz era dirigente de Sendero, un terrorista formado en la Universidad de Huamanga y luego en la China.
Y el resto eran terroristas camuflados como estudiantes. Contra esos delincuentes se hizo el operativo para replicarle a Sendero: “ahora sí conocemos tus movimientos y te vamos a seguir golpeando”.
»En mi opinión, en ese operativo hubo un problema. Si se hubiese trabajado como en otros operativos, quizá nada se habría sabido hasta hoy. Pero en este caso metió su estilo el Tuto, el general Pérez Documet. El también percibió que se estaba en la definición de esa guerra y quiso sacar provecho, quiso llevar agua para su molino y como el destacamento de La Cantuta estaba bajo sus órdenes aprovechó eso y dijo, con su vozarrón y su manera de hablar bravucona, mandona: “Señor Presidente, yo mismo me voy a encargar, vamos a terminar con esos delincuentes”. Por eso asumió el mando operativo con la autorización de Fujimori, Montesinos y Hermoza, y coordinando con estos dos. Y se hizo a su estilo. Y salió mal».
Eso explica que la noche del 18 de julio de 1992, el despliegue en La Cantuta fuera inusual y distinto de los operativos clandestinos.
Los soldados de la División de Fuerzas Especiales llegaron en camiones portatropas y cercaron la universidad, mientras dos grupos ingresaron a los ambientes en que dormían el profesor y los nueve alumnos.
Una vez secuestrados, se dirigieron a Huachipa por la autopista Ramiro Prialé.
Al llegar a la altura del Campo de Tiro, el general Pérez Documet ordenó detenerse al convoy. «Dos camionetas con los detenidos y escolta de soldados en camiones, un disparate total, demasiada gente», acota Martin Rivas.
El general afirmó: «Hay orden de arriba para quemarlos».
Se generó una discusión. Martin Rivas sostiene que los detenidos, por el descomunal atentado en que participaron, debían contar con buena información, en especial el profesor Muñoz que era un importante dirigente.
Era necesario interrogarlos. En todo caso, después se podía proceder a su eliminación.
Pero, el general Pérez Documet insistió en que la orden debía cumplirse. Impuso su prepotente estilo y en la explanada ultimaron a balazos al profesor Hugo Muñóz Sánchez y a los alumnos Bertila Lozano Torres, Marcelino Rosales Cárdenas, Roberto Teodoro Espinoza, Juan Mariños Figueroa, Luis Ortiz Perea, Felipe Flores Chipana, Heráclides Pablo Meza, Armando Amaro Cóndor y Dora Oyague Fierro.
«¿Quién dio la orden?
Mire, si Pérez Documet era general a cargo de la DIFE, ¿quiénes eran los únicos que podían estar sobre él y en un operativo de ese tipo?
¿Quiénes estaban directamente interesados y preocupados?
¿Quiénes eran los únicos que podían llamarlo y ordenarle?
Está claro, ¿no?
Si las órdenes no venían de Fujimori, Montesinos y Hermoza, ¿de quién más podían venir?
Le quiero precisar algo: el operativo se hizo mal, pero su objetivo fue cumplido.
Sendero salió de las universidades, corrieron como conejos de las residencias estudiantiles a buscar nuevos refugios. El aviso se lo dieron entre ellos mismos, no se enteraron por los diarios porque en esos días no hubo repercusión de este caso, se informaron entre ellos, el mensaje llegó a destino: sabemos dónde andan y vamos a aniquilarlos. Ahora Fujimori niega totalmente su responsabilidad, pero le voy a dar un dato fundamental que nadie ha visto y es una prueba de que Fujimori sabía todo y autorizó y ordenó todos los operativos y el de La Cantuta, por supuesto. Mire».
Vuelve a dirigirse al librero. Esta vez saca un fólder con recortes periodísticos. Busca y separa uno y continúa. «24 de julio del 92, ¿de acuerdo? Aquí lo puede ver.
Es decir, a los ocho días del atentado de Tarata, Fujimori dio este mensaje al país y en este mensaje, el Presidente de la República y Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, ¿me entiende?, Jefe Supremo, dijo lo siguiente: “Nadie tiene derecho a quitarnos lo nuestro. Por eso aquellos que desangran nuestro país, que matan a nuestros hijos, y que destruyen aquello que no han construido, para esclavizar al Perú, van a ser eliminados. Ellos y su veneno. Este es mi compromiso”.
Esa frase “eliminados, ellos y su veneno” no la dijo porque se le ocurrió o le dio la gana. En una guerra clandestina, esa frase no está dirigida a la gente común, el ciudadano la escucha como una frase más. Era un mensaje de dos puntas: a los senderistas y a los guerreros que estábamos peleando.
A los terroristas les estaba diciendo: “El Presidente de este país soy yo y no el llamado presidente Gonzalo y los voy a liquidar”; a los militares nos estaba diciendo: “Tienen el respaldo político que no tuvieron en todos los años anteriores”, nos estaba diciendo: “Sigamos en la lucha, vamos a terminar de aniquilarlos y yo estoy respaldando esta política”. Por eso, le insisto que fue una política de Estado. Barrios Altos y La Cantuta no fueron la decisión de un grupo llamado Colina y veinte o treinta militares locos haciendo las cosas como querían, no señor, eso solo se podía decidir desde bien arriba y esa política de Estado existió».
LA META DE DERROTAR
A Sendero Luminoso se logró porque cincuenta y nueve días después, el 15 de setiembre, fue capturado Abimael Guzmán y lo que quedaba de su Estado Mayor, mientras el remanente de sus tropas huyó hacia la selva.
Sin embargo, la pregunta, aún vigente, es si un Gobierno puede recurrir al terrorismo de Estado para combatir, precisamente, al terrorismo. Es una práctica enseñada y enarbolada por el Estado norteamericano y cada vez más extendida en el mundo entero en la lucha contra las organizaciones terroristas.
No obstante, desde el lado de la civilización, desde el lado de la razón, la siguiente reflexión es ineludible:
«Esta política es insensata, pero no incoherente ni ciega.(...) La cortina de humo con que se justifica –que la operación militar no tiene otro objetivo que “acabar con la infraestructura terrorista”– en verdad presupone esta idea: que solo se conseguirá la paz y la seguridad infligiendo una derrota militar y un escarmiento tal (a las huestes enemigas) que estas no tendrán otra alternativa que aceptar todas las condiciones que se les imponga, pues entenderán que ese será el precio de su supervivencia. (...) Semejante estrategia es contraproducente, como tratar de apagar un incendio a baldazos de combustible».
Por: Umberto Jara
Editado por pegaso125
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