Ojo por ojo: La verdadera historia del Grupo Colina: LAS ALAS DEL DESEO

 



Sin duda creo que es mejor ser

impetuoso que cauto, porque la

fortuna es una mujer y, si usted quiere

poseerla, es necesario conquistarla por la

fuerza; es evidente que ella se deja

dominar por el audaz y no por quienes

proceden con cautela.

NICOLÁS MAQUIAVELO


TODO EMPEZÓ LA TARDE del viernes 13 de mayo de 1988, cuando una explosión ocurrida en las serranías de Ayacucho alcanzó a Vladimiro Montesinos y a Santiago Martin Rivas, aunque ninguno de los dos lo supo sino hasta dos meses después. En el crepúsculo de esa tarde, dos camiones portatropas con rumbo a la base militar del poblado de Huancapi, fueron emboscados por terroristas de Sendero Luminoso.

El primer vehículo pasó sin sobresaltos, pero un trueno surgido de la tierra hizo volar desde la base al segundo camión. El capitán José Arbulú Sime quedó con el muslo destrozado y la pierna izquierda rota, el sargento Ángel Vargas Tamara y el cabo Fabián Roldán Ortiz no alcanzaron a darse cuenta de su destino de cadáveres despedazados sobre el camino de tierra, y el cabo Carlos Espinoza de la Cruz agonizó un rato largo con una mano en el boquete que tenía abierto en el abdomen. El resto de la patrulla, once soldados, con heridas de diverso grado, trató de entender, en medio de la convulsión, las órdenes que desde el piso barboteaba el capitán Arbulú.

De pronto, la voz del oficial quedó sepultada por el estruendo de bombas caseras lanzadas sobre los caídos, y los soldados, inermes ante el sorpresivo ataque, asomaron, entre el velo de la humareda, a una escena de horror: un grupo de terroristas propinó una golpiza sin piedad al sangrante cuerpo del capitán Arbulú y luego, apagándose ya la luz de ese día, se escuchó el siniestro estallido de los once disparos con que fue ultimado.

Los sobrevivientes quedaron en libertad para ir a contar la pesadilla. Era parte del estilo senderista, dejar sobrevivientes no por razón de piedad sino como recurso de guerra: buscaban que el pavoroso relato de los retornados de la muerte golpee el ánimo de sus compañeros para, de ese modo, debilitar la moral del contrincante.

Los habitantes del caserío de Cayara, en cuyas inmediaciones ocurrió la emboscada, optaron, esa noche y hasta la madrugada, por huir del poblado:

sabían que a cada incursión senderista le sucedía una irracional visita militar.

Quedaron pocos en el pueblo. Al día siguiente, las horas de terror vividas en esa aldea con chozas de adobe y pequeños sembríos, fueron relatadas por una adolescente, JHB, de dieciséis años de edad, que logró mantenerse oculta.

«Esa noche vi el incendio de los carros y después no pasó nada. A las diez de la mañana del día siguiente llegaron dos helicópteros y trasladaron a los soldados. A las dos de la tarde diez “morocos” (militares) a caballo entraron a la tienda de Benedicta Valenzuela y volcaron el arroz y el azúcar, y luego llegaron cincuenta cabitos, patearon las puertas y quemaron tres casas. A la entrada de Cayara mataron a Magalino Gutiérrez y Anastasio Asto, que estaban borrachos por la fiesta de la Virgen de Fátima, sus cuerpos los lanzaron a un abismo, y en la iglesia asesinaron a Emilio Berrocal, Santiago Tello y Rodrigo Crisóstomo cuando estaban desarmando el anda de la Virgen. 

A Maura Ipurri le dieron con un machete en la cabeza, pero no murió, se desmayó y después escapó a la chacra. Más abajo estaban en la trilla de la cebada y el trigo, reunieron a catorce personas, los hicieron arrodillar y les arrojaron tres granadas. Todos murieron. A Eustaquio Oré, que tenía diecisiete años, lo mataron a cuchilladas y en Yurac-Yurac mataron a las hermanas Ana Cristina y Jesusa Apari y a sus cuatro peones. 

A mis primos de veintitrés y dieciocho años, que escapaban corriendo, los alcanzaron a caballo y los balearon. Ya no vi más porque se hizo de noche. Vino mi mamá. Me contó que a Graciana la violaron diez cabitos y como estaba embarazada abortó una criatura ya muerta; mi mamá me dijo que mejor escape del pueblo».

A bordo de un camión, la adolescente logró llegar a la ciudad de Huamanga. Además de ella, otros testigos coincidieron en testimonios de horror. 

Se inició una investigación judicial que incluyó al jefe político-militar de la zona de emergencia, general José Valdivia Dueñas, junto a oficiales y soldados a cargo de la incursión en Cayara. Poco después, los testigos de la matanza empezaron a morir y el fiscal Carlos Escobar, sometido a reiteradas amenazas de muerte, se asiló en los Estados Unidos de Norteamérica y el expediente judicial a su cargo fue elevado al fiscal supremo Pedro Méndez Jurado. El caso alcanzó notoriedad en la prensa y el alto mando militar se sintió jaqueado: por primera vez un general enfrentaba la posibilidad cierta de ser procesado judicialmente.

ESE AÑO 1988, el capitán Santiago Enrique Martin Rivas tenía 30 años de edad y vivía en las instalaciones del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), ubicadas en un sector del enorme complejo de la Comandancia General del Ejército que alguien bautizó, con subdesarrollada vanidad, como el Pentagonito y así habremos de llamarlo por brevedad de escritura. Martin Rivas tenía prestigio entre sus compañeros de armas, era considerado un «guerrero», en la acepción usada en los cuarteles en los días de combate contra la subversión. 

En 1981, a los 22 años, recién graduado como subteniente, había combatido en la Cordillera del Cóndor en el conflicto con el Ecuador, de donde volvió con méritos ganados en el campo de batalla y reconocidos por Fernando Belaunde, el presidente de ese entonces, un buen señor diestro en confundir las tareas de gobierno con las artes de la retórica. 

El capitán Martin gozaba de la confianza de sus superiores porque, desde 1982, había sido un duro militar en la zona de emergencia de Ayacucho, lo que equivale a decir que no solo combatió al sanguinario movimiento terrorista Sendero Luminoso, sino que, además, conocía en silencio episodios acontecidos en la oscuridad de esos años en los cuales, junto a los abominables actos cometidos por los maoístas de Sendero Luminoso, se anotan los crímenes de patrullas militares contra campesinos y población civil y un centro de torturas en la ciudad de Huamanga, capital del departamento de Ayacucho, conocido como la Casa Rosada, en alusión al color de las paredes del inmueble.

El capitán Martin vivía en el Pentagonito por su adicción al trabajo, un rasgo celebrado por sus superiores porque así tenían, incluidos los fines de semana, a un hombre de confianza capaz de advertirles a tiempo sobre las intempestivas y atroces noticias en aquellos días de feroz guerra interna. Se mantenía soltero porque, según las lecciones aprendidas, así ofrecía menos vulnerabilidad si quería seguir siendo un eficaz miembro del servicio de inteligencia militar; pero también utilizaba esas instalaciones como refugio en precaución de un disparo furtivo a cargo del senderismo, pues era consciente que más de un acto suyo en la zona de emergencia lo había puesto en la mira del enemigo, y aunque siempre usó un seudónimo era un convencido de que la mejor seguridad es aquella que uno se procura.

Una mañana de julio de ese año de 1988, el jefe del SIE, el coronel Osvaldo Hanke Velasco, le informó que debía asumir una misión muy reservada: ser oficial encargado del caso Cayara y el enlace con un informante llamado Vladimiro Montesinos Torres. Ninguno de los dos datos le eran desconocidos.

Sabía quién era Montesinos, aunque no lo conocía en persona. Y en cuanto al caso Cayara, lo afectaba personalmente por la muerte de un amigo suyo, el capitán José Arbulú. Además, en aquellas semanas, en el Pentagonito vivían alterados con el caso Cayara por las sucesivas denuncias que revelaban las atrocidades cometidas por efectivos militares.

El encargo de esa mañana era de suma importancia y el capitán Martin Rivas lo percibió de inmediato. Pero solicitó al coronel Hanke una explicación sobre el informante. Todo militar, mucho más un miembro del SIE, estaba enterado del mandato existente desde 1984, prohibiendo el ingreso a toda instalación militar del excapitán Vladimiro Montesinos Torres, dado de baja por espía y procesado por delito de traición a la patria en 1976. Entonces, ¿cómo se explicaba una orden para entrevistarse con tal personaje?

El coronel Hanke no le dio mayor explicación, simplemente le hizo saber que la orden provenía del general Carlos Mauricio, jefe de Estado Mayor, y había que cumplirla. Se trataba de un intercambio de sobres. Montesinos entregaba uno con documentos y recibía otro con dinero y unos vales.

Dos meses después de la matanza de Cayara, en un chifa sin comensales de la avenida San Luis en San Borja, muy cerca del Pentagonito, se efectuó la primera de las varias reuniones que llegaron a sostener los dos personajes.

Montesinos, que entonces tenía 40 años, arribó a bordo de un Pontiac dorado, el mismo automóvil de una célebre fotografía publicada en setiembre de 1983 por el semanario Caretas, en una precursora denuncia sobre quien, en ese entonces, apareció sindicado como autor de una campaña de intrigas contra los jerarcas militares y acusado de desempeñarse como abogado de narcotraficantes junto a una pequeña red de policías y fiscales.

Aquella vez, el Ejército, ante la campaña desatada por Montesinos, replicó reabriéndole el proceso por traición a la patria y el excapitán huyó al Ecuador para evitar la prisión.

Ahora había retornado, estaba tratando de reubicarse, vestía con pulcritud, pero con evidente modestia, y el dato de una exigua billetera asomó al final de esa charla al pedirle Montesinos a su interlocutor el favor de ingresar con su vehículo al cuartel general y llenar el tanque de combustible con los vales que extrajo, con inútil disimulo, del sobre recibido. 

Era un enorme vehículo, con un motor de ocho cilindros, utilizado por los generales y que solían ser rematados tras cinco años de uso. Lo había adquirido en uno de esos remates a través de un amigo, y lo usaba para aparentar un vínculo con alguna jerarquía militar. En las siguientes reuniones solicitó el mismo favor.

En esa primera cita no se limitaron al intercambio de sobres. Ninguno de los dos, hombres vinculados a las tareas de inteligencia, iba a dejar pasar la oportunidad de indagar el uno sobre el otro. Al enterarse Montesinos de que el ceñudo capitán que tenía al frente sería en adelante su nexo con los mandos militares, se sintió obligado a dar una explicación sobre su leyenda negra.

Esbozó un discurso de inocencia en el cual, más que un relato veraz, se podía advertir la cualidad de un expositor persuasivo. A Martin Rivas no le interesaba la justificación personal del individuo que tenía enfrente, cumplía órdenes, de eso se trataba, pero estaba intrigado por saber cómo había logrado Montesinos que el jefe de Estado Mayor autorizara un contacto con él a pesar de las severas prohibiciones.

El diálogo condujo fácilmente hacia la respuesta por el interés del excapitán en dejar establecida la importancia de su aporte. Dijo conocer al general Mauricio porque fue su instructor en la Escuela Militar. Ambos pertenecían al arma de artillería y ese es un nexo interno que funciona en la estructura militar con la misma eficacia que el vínculo de integrar la misma promoción. Pero, sobre todo, manifestó haber logrado el contacto porque ofrecía una ayuda sustancial en un tema que amenazaba con desestabilizar a los jefes militares: el caso Cayara. Era, dijo, asesor del Fiscal de la Nación, tenía acceso a toda la investigación, podía obtener copias de los documentos y, de ser necesario, organizar las reuniones entre la superioridad y el magistrado.

En realidad, no era, oficialmente, un asesor, aunque se presentara como tal.

Pero, a los efectos prácticos, tenía acceso directo al Fiscal de la Nación, Hugo Denegri, y al Fiscal Supremo, Pedro Méndez Jurado. El nexo lo obtuvo a través de un viejo amigo de la infancia, luego compañero de armas, y retirado, al igual que él, con el grado de capitán, Eloy Villacrez Riquelme.

«Cuando volví al Perú luego de haber estado en Venezuela, Montesinos me buscó –cuenta Villacrez– para pedirme apoyo económico y relaciones. Se los brindé. Ya se había graduado de abogado y pensé que había superado lo del pasado. Un pariente mío que trabajaba en la Fiscalía lo ayudó y allí hizo carrera».

En ese tiempo de enorme inestabilidad política, desmesurada corrupción judicial y autoridades en las listas de muerte del terrorismo, Vladimiro Montesinos le era funcional a los regentes de la Fiscalía por su acceso a información gracias a sus nexos con mandos militares y con el Servicio de  Inteligencia Nacional (SIN). No había olvidado, y tampoco iba a olvidarlas nunca, las lecciones aprendidas en sus jóvenes años como asistente del general Edgardo Mercado Jarrín, primer ministro de la Junta Militar. Por ellas sabía que buena parte del poder no proviene, necesariamente, de los cargos, sino de las puertas que se pueden abrir, de los contactos establecidos y del vital acceso a la información. En su afán por atar los cabos de su resurgimiento no dejó ninguna tarea de lado, y así, Vladimiro Montesinos, aquel año, además de su ligazón a la Fiscalía, contaba también con otro vínculo importante: estaba incorporado al SIN como colaborador, gracias al ofrecimiento suyo de entregar información sobre integrantes de los grupos terroristas que aparecían en los expedientes fiscales dejados a la deriva en aquella época de crisis y desorden.

El general Edwin Díaz Zevallos, jefe del SIN entre 1986 y 1991, es uno de los que tiene memorioso detalle del lance. «Se vivía fines de 1988, Francisco Loayza Galván, asesor a medio tiempo del SIN, me solicitó recibir a su amigo doctor Vladimiro Montesinos Torres, que disponía de importante información para el Servicio referida a Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). Acordada la entrevista recibí a Montesinos Torres, quien me manifestó que en su condición de asesor del Fiscal de la Nación conocía la existencia de miles de expedientes abiertos contra personas acusadas de subversión o terrorismo que estaban virtualmente amontonados en la fiscalía y

que contenían información de valor para Inteligencia. Acepté tal colaboración, razón por la cual Montesinos fue autorizado para acudir semanalmente al Servicio, llegando los días jueves con cantidades apreciables de expedientes en su automóvil; los dejaba, y recogía los dejados la semana anterior. Información básica que era cargada en las computadoras del Servicio, previo procesamiento».

Conocedor del juego de las apariencias y la eficacia de exagerar convenientemente un dato nimio, Montesinos se ocupó del detalle de solicitar una simple identificación. «La autorización del aporte de Montesinos –cuenta el general Díaz– demandó otorgarle, a su pedido, un carné del SIN para facilitar su condición de colaborador y contactos con la Fiscalía de la Nación, e inclusive movilidad». Establecido el nexo, el resto era cuestión de persuadir a ambas partes sobre la necesidad de establecer relaciones a través suyo, y así lo hizo.

Díaz relata que «a partir de ese momento realicé reuniones de coordinación con el doctor Pedro Méndez Jurado, a varias de las cuales no fue extraño Montesinos, quien incluso llegó a coordinar algunas de ellas».

El excapitán Montesinos, derivado en abogado y convertido en utilitario asesor fiscal, era un convencido de que, en el Perú, el poder real pasa por los militares. Lo había vivido directamente entre 1973 y 1974 como asistente del general Mercado Jarrín, primer ministro de la Junta Militar de Gobierno y comandante general del Ejército, y desde entonces conocía la importancia de transitar por los solemnes salones de Palacio de Gobierno, sabía el significado de estar presente en las reuniones celebradas tras infranqueables puertas, entendía el enorme poder que otorga el tener acceso a documentos secretos y tenía el pleno convencimiento de que, en política, a veces, basta un elemento clave o un pedazo de información vital, para acceder a lugares insospechados.

Estaba profundamente convencido de ello porque lo había vivido. Nadie le podía contar ninguna historia si él, antes de cumplir los treinta años, siendo apenas un capitán, fue atendido en Washington por autoridades del Departamento de Estado y recibido en el cuartel general de la CIA. Un fólder lleno de documentos secretos sobre el armamento adquirido por el Perú a la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, fue la llave.

Aquella vez terminó expulsado del Ejército por espionaje y traición a la patria, se salvó del fusilamiento ordenado en las leyes y consiguió una sentencia benigna de solo dos años disfrazada con cargos de falsedad y desobediencia, porque sus jefes, empezando por el Comandante General, se cuidaron de evitar la vergüenza pública de admitir el embuste de un bisoño edecán, y también evadieron un grave proceso contra ellos porque el listado íntegro del armamento peruano adquirido a la potencia mundial socialista había dejado de ser un secreto en un momento en que las antiguas rencillas con Chile parecían anunciar vientos de guerra.

De ese tiempo le quedó a Montesinos, además de la nostalgia del poder, una suerte de adicción por el placer de vivir en ambientes más generosos, más estimulantes, más atractivos que los destinados al común de las gentes, a esas gentes que, en algún momento, trasladó por las calles de la ciudad a cambio de unas monedas en su oficio de eventual taxista. Por eso, para evitar el obsequio de vales de gasolina o el dinero prestado o vestir opacos trajes y gastados zapatos, siguió buscando una rendija, apenas una delgada rendija, capaz de franquearle el retorno al perdido esplendor.

Esa rendija bien podía ser el puente que estaba tendiendo con los militares involucrados en el Caso Cayara. En los meses siguientes, continuaron las reuniones con el capitán Santiago Martin Rivas; cada uno, en cada cita, con un sobre bajo el brazo.

«El caso Cayara no fue el único servicio prestado por Montesinos – rememora el ahora mayor Martin–. En ese tiempo había un montón de juicios.

No solo por los casos de terrorismo, sino por otros temas de los agentes del SIE.

Un problema más o menos común se daba con los agentes a los cuales se les otorgaba una falsa identidad y terminaban teniendo dos mujeres. Usaban su nombre real y tenían una esposa. Los destacaban a provincias con otra identidad por su trabajo de infiltración y se casaban bajo ese nombre falso y sus nuevas mujeres reclamaban la pensión. Los agentes decían: “Me casé por mantener la cubierta y entrar a tal o cual sitio”. Esos problemas de falsedad eran delitos y había que solucionarlos; además, los agentes pedían que les resuelvan el problema para hacer tranquilos su trabajo; y seguir los pasos de terroristas: era un trabajo difícil. Entonces, había que solucionar los inconvenientes y Vladimiro sabía cómo. Solucionaba todo. Le daban los números de expediente, era lo único que pedía, y semanas después se aparecía con los casos archivados. Cerraba las denuncias en las fiscalías y allí terminaba todo. Era eficaz. Con eso ganaba dinero porque cobraba por cada caso y ganaba confianza». 

En cada encuentro fue logrando también cierta familiaridad con su enlace y, años después, a pesar de considerarlo su enemigo, Martin Rivas cuenta:

«No fui nunca su amigo como algunos periodistas han inventado, pero tampoco voy a caer en el disparate de los que ahora le niegan toda capacidad. A Montesinos, en ese tiempo, le tuve alguna simpatía. Era hábil, agudo para conversar, sabía ver bajo el agua, y conocía los vacíos legales de los códigos y cómo sacarle la vuelta a las leyes. No era para nada académico, pero sus escritos judiciales eran certeros. Me causaba gracia cuando se miraba las manos. Eran chicas para alguien que había sido militar. Pero se ufanaba de ello. Decía: “Los  hombres talentosos tenemos manos chicas” y citaba ejemplos históricos:

Alejandro Magno, Napoleón. Cuando tuvimos alguna confianza, conversábamos sobre la necesidad de combatir a Sendero con lo que habíamos aprendido sobre la guerra de baja intensidad. En ese tiempo, Sendero estaba ganando la guerra y los militares éramos carne de cañón».

Con su activa y eficaz participación en el caso Cayara, Montesinos logró que el expediente se detenga en la Fiscalía de la Nación, evitó un proceso al jefe de la zona de emergencia de Ayacucho, general José Valdivia Dueñas, y permitió que el alto mando militar se alivie de una grave responsabilidad. 

Pero obtuvo algo más: que un viejo fantasma suyo se esfumara de una vez.

Solicitó, y le fue concedida, la gracia del archivo definitivo del proceso por traición a la patria que pendía sobre él. Nunca fue condenado por ese delito, pero el expediente reabierto en 1983, se mantenía como un fusil apuntándole en previsión de algún movimiento en falso. El excapitán, autor de los delitos de traición a la patria y espionaje, supo pasar la factura y dio un paso importante para allanar el camino a su vieja aspiración de volver a tener presencia en los ámbitos militares. Al quedar sin efecto la prohibición de ingresar a las instalaciones castrenses, la rendija para su retorno se fue ampliando.

LA VIDA SIGUIÓ SU RUMBO

Al final de 1989, el capitán Santiago Enrique Martin Rivas fue enviado a seguir un curso en la Escuela de Inteligencia del Ejército colombiano y el abogado Vladimiro Montesinos Torres continuó vinculado a la Fiscalía de la Nación y al SIN. No se volverían a ver hasta poco más de un año después, cuando una torpeza del azar le entregó a Montesinos el sueño postergado de volver al poder.

A las cuatro de la tarde del domingo 8 de abril de 1990, se supo que entre los candidatos a la presidencia del Perú, Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori, había apenas una diferencia de tres puntos porcentuales, resultado que obligaba a una segunda vuelta electoral. La sorpresa anunciada por las encuestas se consumó en las ánforas. Uno de los hombres más ilustres en la historia peruana, cuyo talento literario y convicciones personales se reconocían en el mundo entero, estaba en el preámbulo de una derrota electoral a cargo de un desconocido ingeniero de origen japonés, sin más antecedentes que una cuestionada gestión como rector de la Universidad Agraria de La Molina.

Semanas después, el 10 de junio de 1990,Alberto Fujimori logró la Presidencia de la República. Y aquel proceso electoral fue la coyuntura propicia para que Vladimiro Montesinos, necesitado de vengar viejos rencores y saciar antiguas carencias personales, obtenga lo perseguido los dos años anteriores en predios militares: un resquicio para acceder al poder.

La punta del ovillo fue una denuncia por delito de defraudación tributaria y contra la fe pública planteada, en el preámbulo de la segunda vuelta, en contra del candidato Fujimori ante la 32ª Fiscalía Penal de Lima. Su autor fue un joven diputado, Fernando Olivera, un personaje que, con el recurso de la denuncia permanente y no siempre fundamentada, llegó a construir una popular y polémica carrera política. 

Ese abril del 90, su denuncia era cierta: acusó a Fujimori de haber comprado y vendido inmuebles subvaluando el precio a fin de evadir el pago de impuestos.

El objetivo no era necesariamente justiciero porque esa práctica estaba extendida en un país desecho por una espeluznante hiperinflación y degradado por una corrupción de bandoleros, y, sin duda, un buen número de electores padecía del mismo problema. Pero como en política las formalidades se llevan y traen de acuerdo con cada ocasión, en la sorda guerra de denuncias, racismo y guerra religiosa que se instaló, se había encontrado un arma letal para traer abajo al japonés que el electorado, en sus capas más populares, empezaba a acoger con el apelativo del Chino. La denuncia apuntaba a que el fiscal la acoja y solicite a un juez penal abrir instrucción: un candidato con un proceso penal abierto no podía seguir en contienda.

Fujimori, consciente del peligro, buscó ayuda en su mínimo entorno. Un entorno improvisado y con rasgos de comedia, compuesto por tres familiares muy cercanos que asistían sorprendidos a la aparición de abruptos personajes, merodeadores de ocasión que meses después estarían fuera de juego porque Fujimori reveló pronto que su concepto de pragmatismo estaba reñido con la mínima lealtad.

Fue uno de esos súbitos asesores el que recomendó a Montesinos como artífice para solucionar el problema: Francisco Loayza Galván, un sociólogo vinculado a los servicios de inteligencia, profesor en las escuelas militares y amigo de Montesinos desde 1974. Ante el requerimiento de Fujimori, ese abril de 1990, le dijo: «Conozco un abogado, que es justamente nuestro contacto con el SIN. Se llama Vladimiro Montesinos Torres y asesora al Fiscal Supremo en lo penal. Fujimori, entre sorprendido y desconfiado me dijo: “quiero conocerlo personalmente, arregla una reunión lo antes posible”».

Ese mismo día, a las 11 de la noche, en casa de Fujimori, en el distrito de La Molina, Montesinos fue enterado del problema. Con gran soltura y convicción, ofreció resolver el problema en tres días y más bien planteó efectuar coordinaciones políticas para la campaña. El testigo de esa cita cuenta que Fujimori desconfió de la autosuficiencia de Montesinos y de su afán por integrarse al círculo de campaña, y cortó abruptamente la reunión causando el desconcierto del abogado. Tras acompañarlo a la puerta, Loayza le pidió que lo esperase en el auto. Al salir, le explicó que había sobreactuado pero que las cosas se arreglarían si traía resultados.

A los tres días, cumpliendo la promesa efectuada, Montesinos apareció con la solución al problema. Fiel a su estilo de anteponer los vericuetos formales a los asuntos de fondo, había obtenido una resolución fiscal disponiendo un trámite previo de acumulación de pruebas, que obligaba, por lo menos, a tres meses de gestiones, tiempo suficiente para encarar la segunda vuelta. Descargó el arma del oponente con una argucia de abogado taimado. «Tal demostración de eficiencia –cuenta Loayza– sorprendió al ingeniero Fujimori, quien no pudo contener su alegría y por primera vez lo vi sonreír espontáneamente».

EXISTEN ESCENAS QUE LA HISTORIA jamás alcanza a registrar y, a partir de unas certezas, las deja libradas a la imaginación. ¿Cómo se habrán evaluado de primera impresión, esos dos hombres que desconocían estar iniciando un destino de siameses?

Uno parco, de impenetrable rostro oriental, mirada inexpresiva asomando de dos rendijas con dos pequeñas rocas incrustadas como pupilas, desconfiado desde tiempos ancestrales, formado en un idioma tajante traído por sus padres en un pobre barco de inmigrantes venido desde la aldea japonesa de Kumamoto, obligado, a la vez, a conocer una sintaxis española que nunca pudo aprender del todo.

El otro, locuaz y atildado, mezcla extraña de soldado por obligación paterna y, a la vez, miembro de una familia de abogados, atraído desde siempre por la política, dueño de una cultura específica afincada en las páginas de la geopolítica, el espionaje y la historia política y cultor de la trampa como método, del fin como justificación de los medios y, sobre todo, encandilado por el fulgor del poder.

Si advirtieron diferencias, establecieron dudas o mutuas desconfianzas, cada uno las guardó para sí; ambos se necesitaban. Uno tenía el vehículo; el otro conocía el camino. La ambición era la misma. Ese día, a finales de abril de 1990, al amparo de su eficacia, el abogado Vladimiro Montesinos Torres se convirtió en asesor de Alberto Fujimori, el próximo Presidente de la República del Perú.

Nació una alianza que durante una década se mantuvo bajo los mismos códigos de la eficacia y la necesidad mutua. Llegaron a ser el derecho y el revés de un mismo cargo y, al final del camino, los desmesurados actos de ambos personajes dejaron con una sensación de hecatombe a un desconcertado y protagonismos impensables. 

Hacia 1986, la señora Carmela Valenzuela era una mujer de origen campesino que solía visitar a un sobrino suyo, alumno de la Universidad Agraria y ocupante de una modesta habitación en la residencia de estudiantes. 

El muchacho era discípulo del profesor Alberto Fujimori y un día se le acercó pidiéndole aceptar un regalo que él y su tía querían entregarle. Dijo el alumno que se trataba de una señora conocedora del uso de las hierbas medicinales en la selva de Quillabamba, en el Cusco, y que, además, sabía leer el destino. Fujimori aceptó recibirlos en su oficina, y en esa reunión la mujer le predijo un futuro que después habría de ocurrir palmo a palmo: que ocuparía, uno tras otro, un sillón cada vez más importante hasta llegar al más trascendental en el país. En los años siguientes, Fujimori ocupó el sillón de rector, el sillón de presidente de la Asamblea Nacional de Rectores y el sillón de la Presidencia de la República.

Fábula o mito, la historia viene desde la intimidad de Fujimori, lo corroboran sus declaraciones públicas asumiendo su afición a consultar sobre el futuro, además de otras pistas sobre la veracidad de la mujer autora del vaticinio.

En la campaña electoral que lo llevó a la presidencia, una pesquisa periodística denunció que, en la lista de candidatos a diputados de la agrupación de Fujimori, Cambio 90, aparecía una tal Carmela Valenzuela, una astróloga conocida como Madame Carmelí, que años atrás había purgado una condena por narcotráfico. A su vez, el mayor Santiago Martin Rivas recuerda que, en febrero de 1992, le fue encargada una de las varias tareas confidenciales que realizó en los dos primeros años del gobierno fujimorista.

«Me dijeron que tenía que ir al Cusco y desde allí, en un helicóptero de la base militar, llegar hasta la ciudad de Quillabamba para recoger y llevar hasta Lima a una señora llamada Carmela. El mismo Comandante General llamó al Cusco y dijo que me apoyaran, que tenía prioridad para lo que necesitara porque iba en una misión importante. Llegué a Quillabamba, ahí estaba la mujer, pero tuvimos que esperar su carga. Eran sacos con hierbas que venían a lomo de bestia. La espera fue larga y empezaron a llamar por la radio porque desde Lima querían saber cómo iba todo. En la guarnición del Cusco se generó expectativa, querían saber de quién se trataba. Cuando me vieron bajar con una señora y sus hierbas, tuve que decir que era una colaboradora que sabía mucho sobre Sendero Luminoso. Llegamos en un Hércules que aterrizó en Las Palmas y a la señora la dejé en el SIN. Era Madame Carmelí. ¿Para qué la traje? En esos días se tomaba la decisión del autogolpe del cinco de abril».

Lo cierto es que, Fujimori, en más de una ocasión repitió, en privado, la historia del anuncio que una vez le hicieron sobre su destino de gobernante, y ese detalle le dio una convicción, irracional si se quiere, para ir en pos del cargo apenas este se vislumbró posible.

Montesinos –que en los años siguientes también tendría un astrólogo a mano, apto para la vileza– utilizó otros recursos para cercar a Fujimori. El suyo era un arte maligno que después, ya en el ejercicio del poder, lograría perfeccionar de manera tan asombrosa que, por ejemplo, años más tarde, en la ciudad de Lima, no hubo reunión en la cual los asistentes, además de apagar sus teléfonos celulares, no cumplieran con el rito preventivo de desconectar las baterías por temor a que la conversación «sea interceptada por Montesinos».

Era un maestro del engaño, un personaje que empezó fingiendo poder hasta obtener un desmesurado poder real, un sujeto capaz de construir, a partir de un dato simple, un discurso con envoltura importante porque sabía, con minuciosidad de artesano, el oficio de utilizar las apariencias.

Fue ese talento el que lo llevó a obtener un lugar junto a ese descendiente de japoneses que acababa de conocer. Le hizo saber, apenas en la segunda reunión sostenida, que el primer cuidado a tener estaba vinculado al espionaje dispuesto por el servicio secreto de la Marina. «Le dijo que la antena parabólica que estaba ubicada en el cerro cercano a su vivienda estaba siendo direccionada a su casa y que por esa vía la Marina, cuyo Comandante General estaba con el FREDEMO, posiblemente estaba recogiendo información. Le recomendó que revise a todo aquel que entre a su casa, sean de Cambio 90 o no, porque podían portar grabadoras o sistemas de escucha, así como sembrar micrófonos en su casa; por eso era importante que solo los tres conociéramos los temas, y que los papeles que él llevaba fueran incinerados una vez explotado su contenido.

Fujimori determinó una habitación especial a la que solo teníamos acceso los tres», rememora Loayza.

La destreza de Montesinos radicó en hacer sus recomendaciones asumiendo un papel de mensajero del SIN, organización a la que, sin embargo, en ese entonces, pertenecía apenas como un colaborador externo. El interés del candidato Fujimori lo obtuvo acercando informes de los agentes de inteligencia pero, sobre todo, con los artificios de su modo de exponer, con su pericia de hechicero capaz de combinar datos ciertos con datos improbables hasta crear una sensación de hombre informado en detalle y, por lo mismo, necesario, acaso imprescindible.

Si con la explotación de ese rasgo logró una cercanía importante, también es verdad que Montesinos supo explotar sagazmente el lugar en que la historia lo encontró parado. No era nadie en términos de cargo o ubicación profesional, pero tenía acceso a los altos mandos militares y tuvo la fortuna de conocer al próximo presidente, descubriendo, simultáneamente, la orfandad en que se encontraba. Podía ser, como en efecto lo fue y de manera asombrosa, el eslabón capaz de unir dos debilidades: un Ejército desprestigiado por la derrota que le inflingía la subversión y abrumado con las denuncias por graves violaciones de derechos humanos, y un anónimo político, absolutamente solitario, sin organización partidaria ni base social, urgido por encontrar un respaldo para evitar que se le esfume la lotería entregada por el estado de ánimo de una población empobrecida y desesperada.

Ese nexo, Montesinos lo plasmó a la perfección. Consiguió un rehén, Fujimori, al que luego transformó en cómplice, y consiguió un socio, el Ejército, que esperaba replegado y temeroso las decisiones del sorpresivo Presidente. De pronto, la mesa reacomodaba sus fichas y un jugador oportuno estaba repartiendo juego a favor. De esa alianza surgió, además, una nueva fórmula política, un nuevo esquema por el cual los militares podían ejercer el poder sin estar formalmente en el poder gracias a un civil capaz de fingir, con diestro descaro y suficiente convicción, que la batuta estaba exclusivamente a su cargo.

EL PRIMER PASO FUE AISLAR A FUJIMORI

Llevándolo a vivir a una instalación militar.

Montesinos le hizo saber que había una conjura en marcha destinada a acabar con su vida. Cierto o no, el argumento tuvo la suficiente solidez. Al fin y al cabo, en junio del 90, la violenta polarización a la que había llegado el país y la cruda exposición de las miserias de una sociedad cuyos bandos en lucha enconada llegaron a usar como argumento las diferencias raciales y religiosas, hacía pensar que todo era posible.

Una mañana de junio, «se planeó el operativo para sustraer al ingeniero Fujimori de su seguridad personal, sin que lo percibiese su custodia –relata el entonces jefe del SIN general Edwin Díaz–. Al día siguiente, muy avanzada la mañana recibí la urgente llamada telefónica del general de la Policía Fernando Reyes Roca preocupado por la “desaparición” del ingeniero Alberto Fujimori, de cuya seguridad era responsable».

Salió de su casa oculto en la maletera de un automóvil que llegó de visita y cruzó la ciudad llevándolo desde La Molina hasta las instalaciones del Círculo Militar en la avenida Salaverry. El acceso a estas instalaciones se realizó con la anuencia del comandante general del Ejército, general Jorge Zegarra Delgado, y, simultáneamente, se dispuso que efectivos del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) custodien el perímetro exterior del local.

Desde ese día, el presidente electo del Perú empezó a despachar en un establecimiento militar, inaugurando una costumbre que perduró durante el ejercicio de su mandato, primero, en el Pentagonito y, a lo largo de los años, en el local del SIN. Siempre junto a Montesinos.

Una vez instalado Fujimori, su asesor se presentó a iniciar su trabajo, pero un rescoldo de su pasado no se terminaba de apagar: una inapelable guardia militar le impidió el ingreso. El incidente lo incomodó sobremanera y quienes recuerdan la peripecia relatan que exigió el nombre del oficial encargado y amenazó con su inevitable destitución desde la altura de su flamante cargo. Pero el oficial encargado de la custodia tenía órdenes precisas de cerrarle el paso, y con rabieta y amenazas a cuestas, el flamante asesor presidencial hubo de volver sobre sus pasos.

La orden provino del despacho del jefe del SIE, el coronel Rafael Córdova, un viejo conocido de Vladimiro Montesinos. Por una coincidencia de aquellas con las que el destino se divierte, Córdova, en 1976, cuando ambos eran capitanes, había sido el encargado de arrestar a Montesinos y de asumir la función de instructor en el proceso que terminó con su expulsión del Ejército. De modo que conocía ampliamente su trayectoria, y, como integrante del servicio de inteligencia militar, había seguido paso a paso las actividades del personaje que reaparecía en la palestra.

Por eso, el coronel Córdova, apenas enterado de las cercanías de Montesinos con el electo presidente, ordenó impedir su acceso a una instalación militar siguiendo la orden regada en todas las guarniciones militares en la década de los ochenta. Encargó también un informe confidencial sobre sus antecedentes.

El comisionado a redactar ese informe fue el capitán Carlos Eliseo Pichilingue Guevara, un oficial que luego ganó luz pública al ser sindicado como jefe administrativo del escuadrón de la muerte denominado Grupo Colina. Su experiencia como agente del servicio secreto peruano le permitió a Pichilingue vivir en la clandestinidad apenas se expidió, en mayo de 2001, una orden de captura en su contra y, en medio de su vida a salto de mata, recordó puntualmente el episodio del que fue directo protagonista.

«El coronel Córdova me detalló quién era Montesinos y me ordenó que pida en el archivo el expediente y le prepare un resumen de no más de cuatro páginas. Era un expediente de unas setecientas páginas. Estaban todas las andanzas de Vladimiro, su proceso por el delito de traición a la patria, junto a documentos probatorios sobre las relaciones con algunos personajes del narcotráfico, su conexión con la CIA, con abogados y jueces y fiscales; conexiones con algunos políticos. También había documentos sobre la relación de Montesinos con estudios de abogados de prestigio sobre encargos, digamos, complicados.

»Con el expediente en la mano me dirigí a mi oficina y sinteticé la información. El coronel Córdova leyó el informe verificando algunos datos con los documentos que figuraban en el expediente secreto, me dijo no comentes nada con nadie, cogió su tampón y su pequeño sello con la figura de un zorro y lo estampó al final de la última página autenticando de esa forma el documento.

Luego, llamó por el intercomunicador al secretario para que su chofer tuviera listo su vehículo. “Me voy a la oficina del Comandante General –me dijo–, y el expediente se queda conmigo”.

»Después, me contó que el informe sería elevado al presidente Fujimori y que el comando disponía que el SIE se haga cargo de la protección, y así fui destacado a las instalaciones del Círculo Militar del Perú, en Jesús María, con la indicación de que todos los oficiales de permanencia encargados de la seguridad del recinto debíamos cumplir la orden de no permitir el ingreso de Montesinos».

El mayor Pichilingue, grado con el cual fue dado de baja del Ejército, añade: «al día siguiente, volvió nuevamente pero acompañado del señor Francisco Loayza, que sí ingresaba libremente porque era asesor de confianza del Presidente». Pero, a pesar de la intervención de Loayza señalando que Fujimori autorizaba el ingreso, Montesinos tampoco pudo sortear la valla. El oficial exigió una autorización escrita. «Vino la orden escrita –añade Pichilingue–, y no hubo más remedio que dejarlo pasar. Se nos comunicó que, a partir de esa fecha, por orden del Presidente, el señor Montesinos formaba parte del grupo de asesores y, por lo tanto, tenía autorización para ingresar a cualquier hora».

El cauteloso coronel Córdova desconocía que su precavida orden era extemporánea. Ya en abril, Montesinos había entregado a Fujimori copia de la resolución del Consejo Supremo de Justicia Militar archivando el proceso en su contra. Fue por eso que la autorización escrita para su ingreso se expidió sin demora alguna. Aquella recompensa por el caso Cayara le dio sus dividendos.

Montesinos siempre supo estar un paso adelante y ese instinto lo acompañó hasta el día en que, saturado de poder, olvidó controlar su entorno y se desplomó con estrépito.

En ese entonces, aquella autorización firmada por Fujimori fue mucho más que la simpleza de un permiso ocasional. El espía que vendió secretos de Estado, que fue degradado y expulsado con deshonra en 1976, retornaba, catorce años después, con el aval de las más altas autoridades del poder civil y militar. Creían sumar a un eficiente y astuto colaborador, pero, en realidad, empezaba una nueva etapa para las fuerzas armadas y la política peruana.

DE CASUALIDADES ESTÁ HECHA la historia de las naciones y sus personajes notables proceden, las más de las veces, del albur. El azar fue también el origen de un paradigma seguido con ferviente admiración por Montesinos: J. Edgar Hoover, el siniestro jefe del FBI, cuya increíble y perversa vigencia en siete administraciones fue trascendental en la vida de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hoover llegó a las alturas de su inamovible cargo a partir de una casual conversación entre dos funcionarios a bordo de un trolebús. Uno de ellos recomendó a «un joven abogado» para su ingreso al Bureau of Investigation.

Así, Hoover pasó de clasificar correspondencia en una oficinilla del Departamento de Justicia a una entidad a cuya jefatura logró arribar con las artes de la intriga y la infidencia, hasta convertirla en el poderoso Federal Bureau of Investigation, el legendario FBI, desde el cual, durante cuarenta y siete años, entre 1924 y 1971, tuvo bajo chantaje a siete presidentes norteamericanos cuyas intimidades, debilidades, negocios y perversiones conocía utilizando el espionaje y la escucha telefónica.

La referencia a J. Edgar Hoover tiene un sentido. El periodismo peruano, a veces aficionado a la metáfora que descalifica antes que a la información rigurosa, bautizó a Montesinos con el adjetivo más ruidoso y más a la mano: el Rasputín del régimen fujimorista. Vladimiro reaccionó con una demanda judicial, no tanto por sentirse insultado sino por el equívoco. Su modelo no era el monje ruso, aquel campesino rústico y alucinado cuyas extrañas dotes parasicológicas influyeron en el descalabro final del zarismo. Era otro el personaje favorito de Montesinos. Su maestro, si cabe, el espejo en que se miraba, era alguien muy distinto: Edgar Hoover, un hombrecillo cuya biografía lo registra como hijo de un padre con problemas psiquiátricos y una madre capturada por los ritos de la religión católica. El hijo de esa pareja, que siempre firmó como J. Edgar Hoover, declaró, desde adolescente, admiración por un libro titulado El Evangelio de Judas Iscariote y satisfacción porque en el Día de los Inocentes lograba «engañar a un montón de personas». Una vez graduado como abogado, desnudó dos rasgos notorios: la obsesión por esconder su solitaria vida privada y la obsesión por trabajar sin descanso siete días a la semana. 

Logró fundar lo que en los años treinta se consideró como «la organización más grande que jamás haya creado una mente humana», el FBI, cuyo enjambre de agentes le permitió acopiar temibles expedientes atiborrados de detalles y documentos con los secretos más privados de políticos, autoridades, líderes de opinión, periodistas, artistas y todo el espectro social que pudiese serle útil para chantajear, amenazar, difamar o atemorizar. Supo usar ciertos adelantos disponibles para horadar toda protección a la intimidad, y por medio de escuchas clandestinas, intervenciones a líneas telefónicas, fisgonas fotografías, implacables seguimientos, informantes remunerados, hurtos documentales y todo cuanto su imaginación pudiese alcanzarle, construyó un poder que lo mantuvo vigente casi cinco décadas y lo puso por encima de cargos y jerarquías.

Hoover solo admitía, y como un par, al Presidente.

Aquel fue el personaje de inspiración para Vladimiro Montesinos Torres. A fuerza de leer con atención de discípulo todo libro sobre el avieso Hoover, supo que en cualquier orden de la vida, y más en política, la información era el arma imbatible. Conocer todo, virtudes y defectos, grandezas y miserias, fortalezas y debilidades, aspiraciones y necesidades en el momento oportuno, y contar con frondosos archivos, perfiles sicológicos y registros en audio y video, significaba tener el arma más eficaz: la información. De esa admiración y de las lecciones obtenidas en las biografías de Hoover, surgió la frase con la cual Montesinos gustaba autocalificarse: «Soy un hombre de la comunidad de inteligencia». No cultivó la lectura como un placer intelectual, sino como una fuente de información. Ese era el valor que le daba y de allí provenía el impulso para su afición de lector.

En los años noventa, un culto funcionario de la embajada peruana en Washington recibió el encargo de mantenerlo al tanto de las novedades bibliográficas acordes a su gusto. Entre esos envíos en valija diplomática, llegó a su despacho un libro que lo encandiló: Oficial y Confidencial, La vida secreta de

J. Edgar Hoover,16 una completa, precisa y minuciosa biografía del jefe del FBI, en cuyas páginas se pueden encontrar impresionantes similitudes con las acciones emprendidas por Montesinos mientras tuvo a su cargo el control de los servicios de inteligencia del Perú.

La verdad es que la lectura de ese libro entrega, desde la sorpresa, una fotocopia de hábitos pérfidos y métodos infames usados por el asesor presidencial. Tan solo una apurada enumeración pone al descubierto que las artes ladinas de Montesinos no fueron hallazgos de su imaginación, sino una recopilación de las destrezas más perversas de su modelo. El jefe del FBI «inventó» la estrategia de convertirse en indispensable averiguando todo cuanto necesitaba saber el mandatario de turno; usó el estilo de hacer referencia pública del Presidente asumiendo un papel de sumisión; no reconocía la autoridad de ministros y solo admitía la autoridad presidencial; recurrió al soborno para lograr ventajas politicas; usó a la prensa para destruir honras con abyectas campañas de difamación o entregando información secreta a «medios amigos»; utilizó la oficina de impuestos para chantajear y perseguir opositores; tuvo miles de agentes dedicados a la escucha telefónica y a la recopilación de secretos; recibió dinero de la mafia mientras declaraba públicamente su decisión de perseguir a sus miembros. Cada uno de estos puntos fue usado con la fidelidad de un calco por el socio de Fujimori.


El SIN

HASTA EL AÑO 1990, el SIN era apenas una instancia burocrática arrinconada en destartaladas oficinas conocidas con el burlón apelativo de UCI (Unidad de Cuidados Intensivos), porque ser destinado a esa unidad significaba tener pocas o nulas posibilidades de ascenso. Sin embargo, todo cambió con el arribo de Montesinos.

A los dos años se construyó, con diseño específico, un magnífico y moderno edificio con amplias oficinas; enormes salas de reunión; despacho y vivienda para el Presidente; otro tanto para el asesor; numerosas oficinas para el trabajo de analistas; ambientes para grabar todo cuanto se transmitía en la radio y televisión; salas con cámaras ocultas para registrar en video las visitas, los pactos y los pagos a quienes admitían ingresar en el circuito de la corrupción; y restaurante, comedor y bar para reuniones de alto nivel y para el personal. En el sótano, celdas de castigo y ambientes para ilegales reclusiones de enemigos del régimen o para cómplices caídos en desgracia. Y una enorme legión de agentes, hombres y mujeres, diseminados por todo el país.

Ningún peruano, con alguna «importancia», tuvo vida privada y ningún secreto fue realmente un secreto. Con sofisticados aparatos de escucha telefónica y una colmena de agentes transcribiendo las conversaciones, los intrusos oídos del SIN conocían miles de conversaciones profesionales y personales aún antes que algunos de sus destinatarios. Cuando el sistema creció incontenible se instalaron circuitos televisivos en zonas claves de la ciudad, cuya señal llegaba en tiempo real a un panel de pantallas. También se instalaron equipos de interceptación de faxes para capturar las ondas lanzadas al espacio y se adiestraron a criollos hackers para tratar de saquear correos electrónicos confidenciales. A la par, centenares de vigilantes husmeaban en lugares insospechados, apelando al disfraz de diversos oficios, sembrando micrófonos en oficinas y domicilios, captando discrepancias políticas y también intimidades de todo tipo. Se llegó a instalar una red de informantes en varios hoteles limeños con el pérfido pago de un salario adicional a los propios empleados o el ingreso de nuevos trabajadores con el encargo de reportar determinadas visitas.

Huéspedes ingresados sigilosamente terminaban espiados sin misericordia y un reporte o una copia de la factura o el registro de alojamiento con el nombre de la pareja de ocasión, salía junto con los visitantes para el posterior chantaje al espiado.

En sus diez años de gestión, así como tuvo cómplices insospechados en un  abanico inverosímil, desde aparentes políticos de oposición, ávidos publicistas, sacerdotes, prostitutas o gentes de los bajos fondos, varios empresarios, «que siempre invierten en el gendarme», le hicieron la corte.

Pero todo eso se fue dando poco a poco. Lo asombroso es que el hilo de la madeja que lo llevó al poder absoluto, fue su papel inicial como nexo entre Fujimori y los militares. Desde esa frágil posición, Montesinos, con paciencia inicial, llegó a dotarse de un territorio propio desde el cual, con el enorme aval de la derrota al terrorismo y la desactivación de un intento de golpe de Estado, pasó a controlar las fuerzas armadas y policiales en su totalidad.

Lo hizo con plena autoridad, al punto que el escalafón de méritos dejó de existir como argumento para disponer los ascensos. Formó una cúpula arrogante nacida de la amistad y cohesionada con los favores de una desmesurada corrupción, e impuso en los principales cargos a sus compañeros de promoción sin importar méritos o capacidades.

En realidad, vengó su expulsión del Ejército convirtiéndose en un comandante general de facto. En algún rincón de su imaginario, el capitán expulsado decidió culminar su carrera con el máximo cargo posible. Existe un memorable registro fílmico, hallado tras su caída, que así lo confirma. El 19 de marzo de 1999 se realizó una ceremonia en la cual todos los oficiales militares, de general a capitán, firman una carta de sujeción en favor de Vladimiro Montesinos reconociendo su autoridad. Fujimori no asistió ni estuvo enterado y su asesor presidió la ceremonia con adusto gesto militar e impecable traje de estadista en la sombra. El narcisismo suele vengar una humillación. En este caso, la de haber sido dado de baja. Los historiadores no deberían olvidar la inestimable ayuda que la sicología puede brindar para entender los delirantes actos de quienes tienen predilección por la bambolla del poder.

Pero esos hechos estaban aún por acontecer en los años siguientes. En aquel junio de 1990, Montesinos vislumbró su tarea inmediata: o encontraba una manera de hacerse indispensable o, en algún momento, prescindían de él. Con tal de mantener a flote su precaria embarcación, el novel gobernante dio, de entrada, contundentes muestras de estar dispuesto a lanzar fuera de borda a cuanto tripulante fuese necesario. Era una cuestión de sobrevivencia que Fujimori manejaba con intuición y frialdad orientales. Su aliado electoral, aquel amplio movimiento evangélico que había desarrollado un trabajo de hormiga obteniendo eficaces adhesiones puerta a puerta, quedó fuera de juego apenas resultó electo.

Poco después, marginó, sin detenerse en explicación alguna, a su equipo económico, abastecedor de las ideas populistas de su campaña, mientras mudaba su discurso, sin mover una ceja, hacia propuestas liberales, las mismas que había cuestionado con fiereza semanas antes.

Al ver la hosquedad de esas decisiones, Montesinos tuvo más en claro el perfil del personaje con el cual necesitaba establecer una relación permanente.

Supo tejer sus hilos. «De entrada, empezó con las formas –cuenta un exministro del régimen–: nunca cambió el usted mientras otros se lanzaban al tuteo. Para Montesinos, fue siempre “ingeniero Fujimori” o “señor Presidente”, nunca “Alberto”». Incluso, en los años posteriores cuando ya tenían fechorías compartidas, jamás dejaron el trato formal y distante que imponía Fujimori y que desde el primer instante supo captar Montesinos.

Contaba, además, con una ventaja: la orientación concedida por sus lecturas. «Algo sabía sobre el ejército prusiano –afirma Santiago Martin–, y le gustaba repetir que Otto von Bismarck había gobernado sin necesidad de ser gobernante». 

Era una referencia a los dos monarcas rusos que siguieron la partitura puesta por el militar, no por razón de aprecio sino por razón de necesidad. Esa era otra clave. Montesinos sabía que en política no juegan los afectos sino las necesidades, los intereses y, sobre todo, las interdependencias. Y le sumó a las lecciones aprendidas, su audaz determinación, favorecida por una ausencia de criterios morales.

En su ambición por afirmarse en el nuevo poder que se establecía, además de su aporte en ideas y contactos, tuvo, desde un inicio, una utilísima arma:

accedió a un secreto del nuevo presidente y supo generar una complicidad forzosa, una dependencia inevitable.

¿Qué llegó a conocer Vladimiro Montesinos? 

La versión más misteriosa, controvertida y, acaso, más cercana a la verdad habla de la nacionalidad de Alberto Fujimori. 

¿Nació en el Japón y llegó al Perú en el Bokuro Maru, la modesta embarcación de la cual descendió Mutsue, su madre, declarando tener dos hijos, según documentos de la época secuestrados luego desde el gobierno?

¿O efectivamente, como él gustaba decir amparado en su documento de identidad, era un predestinado que nació en una humilde chacra limeña el 28 de julio de 1938, el mismo día del aniversario patrio?

El refugio otorgado por el Japón a la caída del expresidente peruano, le añade sospecha de verdad a un asunto nunca aclarado, plagado de versiones contradictorias, documentos adulterados, archivos puestos a resguardo, y, sobre todo, un tema blindado por un hermético silencio oficial. Además, toda indagación seria terminó opacada por el apasionamiento de investigadores periodísticos que durante años sostuvieron con fervor que Fujimori era japonés, y, sin embargo, una vez enterados del cobijo concedido por el Japón, terminaron proclamando, con igual énfasis, que era peruano, creyendo encontrar así un argumento de apuro para su extradición.

La fuga encubierta de Fujimori ocurrió un 13 de noviembre de 2000. Partió en visita oficial a una cumbre de gobernantes en Brunei –con las bodegas del avión presidencial, se supo luego, abarrotadas por un equipaje inusual–. La gira tuvo una escala no programada en Malasia y concluyó, sorpresivamente, en Tokio, desde donde envió, la mañana del domingo 19 de noviembre, su renuncia a la presidencia de la república sin más ceremonia que el despacho de un prosaico fax. En los días siguientes, el gobierno japonés le concedió con prontitud –¿o le refrendó?– la nacionalidad japonesa, y Fujimori pasó a vivir con holgura en un cómodo departamento de un residencial barrio de Tokio abonando un alquiler de diez mil dólares mensuales. 

Al tener la condición de súbdito del imperio japonés, quedó a salvo de un proceso de extradición. Este refugio providencial es el que permite atribuir veracidad a la leyenda aquella de que Montesinos, desde la campaña electoral del 90, conoció el secreto de la nacionalidad de Fujimori.

Un testimonio directo asevera que antes de conocer a Fujimori, y cuando todavía Vargas Llosa era el candidato favorito, Montesinos buscó tomar contacto con el FREDEMO, la agrupación que parecía destinada a la victoria.

«Montesinos mencionó más de una vez –afirma Martin Rivas– que por no darle una cita, Vargas Llosa no llegó a ser presidente. Contaba que la había solicitado pero que su secretaria, una señora Cillóniz, no le confirmó nunca nada. Según él, la gente que hacía en el SIN los perfiles de los candidatos descubrió que era japonés, pero no le dieron mayor importancia porque era un candidato chiquito, un chinito que había estado en la Universidad Agraria y había tenido un programita en Canal 7. 

Esos papeles los consiguió Montesinos y se los quiso ofrecer al FREDEMO, pero luego terminó vinculado a Fujimori».

No existe una certeza total, pero los indicios son convincentes en subrayar  que el inconveniente descubierto y explotado por Montesinos fue ese, el de la nacionalidad de Alberto Kenya Fujimori Fujimori

El semanario Caretas en un informe del 24 de julio de 1997 resumió, entre otros puntos, que «en la ficha de extranjería de 1934, Mutsue Fujimori, la madre del Presidente, declara bajo “Antecedentes al ingresar al país” dos hijos menores de 10 años. 

El microfilme de esa ficha ya no está en el archivo general de Migraciones». Añade la revista que «en el acta de bautizo de Alberto Fujimori hay una alteración visible en el espacio donde se consigna el lugar de nacimiento».

Finalmente, en diciembre de 2001, el congresista Daniel Estrada, presidente de una comisión investigadora  del Congreso Peruano, informó que en el interrogatorio realizado a Vladimiro Montesinos aconteció el siguiente diálogo: 

«¿Usted sabía que era japonés? 

Sí.

¿Y por qué no lo denunció? 

Porque creía que era una persona fuerte y capaz de vencer al terrorismo».

Si Montesinos supo exactamente el estatus de la nacionalidad de Fujimori, su lugar y fecha de nacimiento reales, es asunto que, al menos por ahora, no se conoce con exactitud. Hay, sí, evidencias muy sugerentes y las refrenda también el hecho de que fue el único de sus colaboradores iniciales que se mantuvo y ejerció funciones en los diez años de gobierno fujimorista. Lo concreto es que la  existencia de algún secreto aunó la interdependencia que los ensambló desde el principio. Luego, se acrecentó por eficiencia en las labores del asesor para, finalmente, cimentarse en la sociedad para la corrupción y el enriquecimiento ilícito que llegaron a establecer conforme avanzó el tiempo.

Sin embargo, en el incierto año 90, aun si ese secreto no hubiese existido, de igual modo Montesinos tenía en sus manos a Fujimori porque le aportaba, precisamente, lo que necesitaba para sostenerse: respaldo militar y acceso a los servicios de inteligencia.

Al arrimar la hojarasca de esos años, asoma otro dato que tiene un valor en sí mismo: la relación de Vladimiro Montesinos con la CIA. Este vínculo le otorgó una cuota de suma importancia en el naciente poder, un soporte que la sagacidad de Fujimori no pasó por alto.

Hoy se sabe que, en la campaña electoral del 90, la CIA acudió en sorprendente apoyo del candidato Fujimori. Si bien Mario Vargas Llosa, con su ilustrada prédica liberal, aparecía como un candidato afín a los intereses norteamericanos, en realidad, la pasión puesta por el escritor en la divulgación de sus ideas lo convirtió, a los ojos yanquis, en un riesgo para sus intereses porque podía generar una polarización tal que un país sumido ya en una guerra interna, terminase en una incontrolable explosión civil beneficiosa para la agrupación maoísta Sendero Luminoso.

 Asimismo, las convicciones personales y éticas de Vargas Llosa negaban cualquier posibilidad de negociación política de las que suele imponer Estados Unidos en la región. Es un intelectual y un hombre de convicciones, no un político, y, entonces, no iba a ser un aliado en los términos que acostumbra la administración norteamericana. En cambio, a Montesinos lo conocían, entendía los códigos de la «comunidad de inteligencia», era un animal político y tenía el acceso directo al súbito candidato huérfano de todo y, por lo mismo, capaz de todo con tal de perdurar.

Documentos desclasificados por el Departamento de Estado en el año 2002, confirman la relación entre la CIA y Montesinos. Pero, además, en cuanto a lo sucedido en aquella campaña electoral, existe por lo menos una importante prueba concreta.

 El 30 de mayo de 1990, el diario aprista Hoy publicó un artículo bajo el título «Soberbia y obstinación de Mario Vargas Llosa teme Estados Unidos». Al toparse con el texto, Vargas Llosa creyó «que era uno de los embustes que fraguaba la prensa oficialista –luego el escritor continúa–: Cuál no sería mi sorpresa cuando, el 4 de junio, el embajador de Estados Unidos vino a darme incómodas explicaciones sobre aquel texto. 

¿Entonces, no era fraguado?

El embajador Anthony Quainton me confesó que era auténtico. Se trataba de la opinión de la CIA, no de la Embajada ni la del Departamento de Estado, y venía a decírmelo».

Con los aportes alcanzados en aquella campaña electoral, que no fueron pocos: solución de la denuncia por evasión de impuestos, respaldo de la fuerza militar, seguridad personal, información de los servicios de inteligencia, más un secreto compartido, Montesinos quedó listo para la ambición postergada durante tantos años. Atrás quedó el espía de los años setenta, el excapitán expulsado del Ejército, el taxista que estudiaba leyes, el oscuro abogado de narcotraficantes, el asesor informal de la Fiscalía de la Nación. Estaba listo para empezar a dominar, desde la sombra, desde el silencio, todo cuanto le iba a ser posible dominar en los años venideros.

Con él marchaba el ganador de la lotería que les abrió de par en par las puertas de Palacio de Gobierno. Tenía también su propia historia y sus propias ambiciones. Había crecido soportando el zarandeo de oficios de Naoichi Fujimori, el padre inmigrante: agricultor al norte de Lima, sastre en el pequeño poblado de Huacho, nuevamente agricultor en el borde urbano de la ciudad limeña, luego vulcanizador y, finalmente, florista.

Cuando la familia, por fin, se afincó en un pobrísimo conventillo de la avenida Grau, en un vecindario acorralado por las difíciles calles del barrio de La Victoria, Alberto Fujimori aprendió las claves de una tara nacional: la viveza criolla. Es un código de supervivencia que convierte en supuesto atributo a la picardía, a la capacidad de engaño, a la deliberada incongruencia entre el decir y el hacer.

De esas asignaturas se empapó Alberto Fujimori mientras repartía en una bicicleta los ramos de flores del humilde negocio familiar. No fue producto de la casualidad que, en la campaña electoral que lo encumbró, su primera frase de titular en los diarios fuese: 

«No soy ningún caído del palto» en alusión a que podía ser un desconocido pero no un tonto. Acto seguido, eludió un debate con Mario Vargas Llosa apelando a una excusa falsa: intoxicación con bacalao, en aquella delirante Semana Santa del 90 con procesiones politizadas y un Cardenal clamando a sus feligreses por votos que nunca arribaron para impedir el ascenso del japonés. 

Casi nadie percibió el detalle de la afición de Fujimori por el embuste y cuando asomó sirvió más bien para la sonrisa: desde el inicio de su mandato, se hizo célebre la frase: «Qué buena yuca, ingeniero», un modo procaz y populachero de celebrar el engaño. Ese atributo, si así se puede nombrar, le fue útil para encubrir el pertinaz saqueo de centenares de millones de dólares mientras declaraba su horror por la corrupción, a punto tal que, hacia 1998, en el año en que la hacienda pública ya estaba siendo saqueada a manos llenas, el país fue sede de un congreso mundial anticorrupción.

Nadie sabe, y su inquebrantable intimidad tampoco concederá el dato, cuál fue la razón que lo condujo, desde 1977, hacia la política. Aquel año ya aspiraba a cargos directivos en la Universidad Agraria donde era profesor. La inclinación no deja de tener un timbre peculiar porque el oficio de la política es ajeno a los predios de la colonia japonesa y, en cierto modo, el arribo de orientales a la política peruana se dio recién, de manera notoria, en el gobierno de Fujimori.

Pero el hijo de Naoichi y Mutsue fue también, en ese sentido, un personaje inusual. Su inteligencia, su pasmosa frialdad de razonamiento y una aguda capacidad de observación, le permitían manejarse con ideas si no originales por lo menos diferentes, inesperadas. Esa fue la base de su exitoso distanciamiento de lo que llamó, con eficaz frase, «los políticos tradicionales».

Como político, Fujimori unió a su habilidad un aprendizaje de impresionante rapidez. Usó un estilo signado por la atención a las necesidades de los sectores más pobres, un poco por convicción y otro tanto porque allí estaban los votos necesarios para un proyecto que, junto a Montesinos, habían fijado en veinte años de vigencia.

Llegaron a la mitad del plazo con el prodigio de lograr, incluso en el ocaso, índices de aprobación popular que otros presidentes no obtuvieron ni en sus mejores momentos. «Robó, pero trabajó» el cínico lema que identifica a los gobernantes de los años noventa que, con el dinero de las privatizaciones alentadas por el dogma liberal, hicieron obra popular y fortuna personal, también incluye a Fujimori. Se distinguió por trabajar de manera incansable y la obra pública de sus dos gobiernos es extensa y útil. La soledad que lo envolvía le dio la ventaja de la adicción al trabajo para ahuyentar el silencio de la ausencia familiar y el desierto de la amistad por la descomunal desconfianza que, junto a la deslealtad, son los rasgos notorios de su personalidad.

Si se hubiese marchado a los cinco años de su primer gobierno, tras sofocar al terrorismo y reflotar al país de los escombros económicos, habrían existido indudables elogios. Pero, al hurgar en los despojos de su ciclo, queda claro que tuvo motivaciones mayores de poder y riqueza. Una rigurosa discreción, heredada de sus ancestros, le permitió esfumar las huellas de su sostenida rapiña y lo alejó también de los desbordes exhibicionistas de su siamés Montesinos. Sin embargo, los diez años de su cuñado Víctor Aritomi como inamovible embajador en el Japón y los ciento doce viajes de su hermana Rosa entre Lima y Tokio son el rastro de un traslado constante de dinero en efectivo ingresado a un sistema bancario ajeno a las pesquisas occidentales. En su encierro, Montesinos confesó las remesas mensuales que en efectivo le enviaba a Palacio de Gobierno, y eso explica, entre tantas cosas, que con un sueldo oficial que no llegaba a los mil dólares, dio el salto de matricular a sus hijos en universidades norteamericanas después de haber sido el partero en cada uno de los cuatro nacimientos en la casa sin recursos para pagar una clínica. En su último viaje como gobernante, cuando solo él sabía que no habría retorno, las bodegas del avión presidencial estaban repletas y hay quien dice que la escala no prevista en Malasia, en el vuelo en fuga hacia el Japón, fue para desembarcar lingotes de oro.

Sin duda, no fue un político tradicional. Logró una empatía singular con las gentes a punto tal que recién en su séptimo año de gobierno apareció la primera encuesta en la que su gestión era desaprobada; y, aún después de su debacle, siguió apareciendo con índices superiores a los del gobernante que lo sucedió. 

Tuvo como costumbre almorzar y descansar entre las dos y las cinco de la tarde para trabajar hasta cerca del amanecer mientras las esposas de los ministros, sobresaltadas por los timbrazos del teléfono a las tres o cuatro de la madrugada, exigían a sus maridos la renuncia al cargo o el divorcio inmediato. En los numerosos viajes que realizó era capaz de dormir profundamente en medio del alboroto de un helicóptero y despertar con enorme brío para un trajín capaz de desvanecer a funcionarios más jóvenes que él. 

Tuvo como distracción predilecta la pesca en hermosos parajes escondidos de la selva, y quienes lo acompañaron en esas excursiones cuentan que alguna habilidad culinaria lo asistía. Desde su divorcio, acontecido en 1992, las versiones de romances ocultos coincidieron en afirmar una predilección por los generosos muslos femeninos. Nunca habló de tú con nadie y, aún en la broma, mantuvo la distancia del usted, tal vez así se consideraba a salvo de la debilidad de las confesiones personales. 

Tampoco fue un político tradicional en la preservación del botín: no existe la casa en Miami, la cuenta bancaria en Suiza o en Las Bahamas, la casa de verano en una playa exclusiva o los inmuebles y regalos de lujo a las amantes.

Su mesura oriental, su capacidad de silencio y su acceso a ignotos aliados japoneses parecen tener eficacia en la impunidad económica alcanzada, y en eso se distingue del disparate de su cofrade Montesinos apabullado por evidencias de flagrantes videos grabados que lo tienen como protagonista de exorbitantes entregas de dinero a políticos y empresarios.

Con Montesinos, en cambio, ocurrió lo que acontece tras un descalabro político: lo oculto quedó al descubierto. Tenía mil doscientas camisas Christian Dior, su marca favorita; quinientos trajes, la mayoría de confección italiana y francesa; casi un centenar de zapatos; más de una decena de relojes Rolex, Patek Philippe y Piaget con incrustaciones de diamantes; centenares de corbatas de seda. Sin embargo, y este es el detalle: en toda una década apareció en público apenas unas siete veces.

Cuando se rasga la intimidad, la luz se cuela por todo lado: su esposa se enteró a través de la prensa que durante años tuvo una amante, y la amante hubo de admitir que no lo había sido en exclusiva porque una hermana suya gozó también del regalo de un inmueble en un barrio exclusivo. Aparecieron sus lujosas casas en zonas acaudaladas de la ciudad, todas recargadas, sin más gusto que el gusto de gastar dinero, como si el catálogo de las tiendas se hubiese vaciado en esos aposentos para otorgarle a su propietario la sensación de tener todo cuanto se puede comprar. Pero el sello más personal se halló tras unos muros rústicos incapaces de captar la curiosidad de quienes transitaron por años a la altura de Playa Arica, en la Panamericana Sur.

Como extraído del guion de una película, el sueño del espía, del hombre clandestino, se materializó en un búnker edificado sobre un terreno de más de dos mil metros cuadrados con puertas y paredes blindadas y una construcción subterránea. En apariencia era una casa de playa, pero en su interior estaba el derroche de un reyezuelo: amplios salones y dormitorios atiborrados de alfombras, cortinas y muebles finos, costosos utensilios y pretenciosos adornos.

Bajo tierra, se encontró un completo departamento para su descanso con un dormitorio similar al de un hotel de cinco estrellas, un comedor de lujo, una piscina climatizada y un sistema de pasadizos secretos para poder huir. La salida de uno de esos túneles consistía en empujar una loza disimulada por una inofensiva jardinera con un macetero liviano de flores. Junto a las cocheras para los autos blindados, estaban los ambientes apartados para el sueño en turnos de su horda de guardaespaldas.

Lo descrito es una simpleza, si cabe, al lado de un inventario mayor.

Dinero: una cifra imposible de precisar con exactitud que algunos contabilizan en mil millones de dólares saqueados al Estado peruano y ocultos en bancos y paraísos financieros, de los cuales apenas un leve porcentaje se ha detectado.

Poder: jefe absoluto, en la sombra, de las fuerzas armadas y policiales y los servicios secretos; y, también en la sombra, copresidente de la República del Perú y jefe del Poder Judicial. Mr. Solution en el afectuoso apelativo del gobierno norteamericano que, a través de la CIA, apoyó sus actividades hasta la ruptura en el año 2000 cuando Montesinos pretendió establecer estrategias peligrosas a espaldas del imperio. 

Espionaje: durante una década buscó emular al Dios omnipresente del que hablan los creyentes y se entregó a ese delirio con ayuda de sofisticados aparatos israelíes de inaudita eficacia y una legión de agentes a su servicio dedicados a interceptar comunicaciones de telefonía fija y celular, a sembrar micrófonos en cuanto ambiente se pueda imaginar y a grabar conversaciones en computadoras capaces de registrar decenas de conversaciones en simultáneo. 

Se sirvió también de conexiones computarizadas con acceso a los movimientos migratorios o a las demandas judiciales apenas eran presentadas en los tribunales; tuvo también una vasta y cómplice red de informantes compuesta por empresarios, militares, políticos, jueces, fiscales, abogados, periodistas, artistas, vedettes, prostitutas, mozos, barmen, cuidadores de autos y hasta el servicio doméstico en casas de opositores, además de su organización de agentes del Servicio de Inteligencia Nacional que, en algún momento, llegó a ser un ejército propio de tres mil personas. 

Con toda esa parafernalia, unida a sus célebres grabaciones en video que registraban subrepticiamente a quienes conferenciaban con él, logró confinar la palabra intimidad a las silenciosas páginas del diccionario.

Al final del camino, no pudo escapar a esa ironía que se nombra como destino y fue a dar a una cárcel construida a partir de su perversa imaginación.

En la Base Naval de la Marina de Guerra, a orillas del frío mar del Callao, rodeada por un campo minado, cerco de púas electrificado, custodios con furiosos perros y vigías armados en los techos, se alza un presidio de máxima seguridad. Es un conjunto de diez opresivas celdas de concreto capaces de resistir un ataque aéreo y selladas con pesadas puertas de acero aptas para contener explosiones. La luz y los servicios higiénicos no están para nada al alcance del preso porque se accionan desde fuera. Una tarima de cemento cubierta por un colchón hace las veces de cama y una línea horizontal como la boca de un buzón, a mitad de la puerta, sirve para el pase de la comida. Al fondo, un reducido patio acoge el solitario paseo de los reclusos, cabecillas del terrorismo peruano, a razón de media hora cada día y en turnos individuales.

Ese encierro de ataúd hizo capitular a Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso, y toda su ferocidad de ideólogo asesino no le alcanzó para soportar el espanto de ese alojamiento. Al otro jefe terrorista, Víctor Polay Campos, del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), lo sumió en una escalofriante depresión que durante años le impidió levantarse del camastro de  cemento para usar la media hora de caminata.

En junio de 2001, tras estar ocho meses prófugo, Vladimiro Montesinos Torres, a los 56 años de edad, fue confinado a esa prisión edificada bajo sus órdenes cuando, desde la cima del poder, se vanagloriaba de haber confinado a los cabecillas del terrorismo en una fortaleza sin salida.

El perfil de ambos es, sin duda, peculiar, sugerente y hasta atractivo, como ocurre con las biografías malignas. Son personajes llenos de matices y misterios y su influencia sobre la vida de los peruanos, incluso la que asomó después de su descalabro, es innegable. Fujimori y Montesinos tuvieron una década para cuanto devaneo asomó en su desatino de creerse invulnerables. Y en su sociedad jugaron a los mensajes ocultos que ningún analista supo descifrar, como aquella célebre entrevista televisiva, tras la liberación de los rehenes en la casa del embajador japonés, en la que se presentaron vestidos exactamente igual, incluidas las corbatas. 

Fue un modo de mostrarse como los dos presidentes, uno hacia el país; el otro hacia los militares. Si lograron una vigencia de diez años, que les permitió atesorar cifras grotescas para un país pobre y plagado de urgencias como el Perú, se debe a un hecho que les confirió el apoyo y la confianza mayoritaria: haber terminado con la pesadilla del terrorismo, esa infame enajenación que durante más de una década convirtió la vida cotidiana en un martirio de espanto y dolor. Ese logro fue el argumento central para su legitimación y, durante años, toda crítica, oposición o cuestionamiento se contestó con el mérito de la proeza antiterrorista, y las gentes, agradecidas por el portento, así lo aceptaron.

Sin embargo, ese pedestal que Fujimori y Montesinos usa-ron para su vigencia tiene en su base secuestros, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. Es una historia oculta que les generó momentos de enorme zozobra, pero con enorme afán y con el recurso avieso de trasladar las responsabilidades a escalones menores eludieron sus responsabilidades directas.

En su ayuda acudió, de manera involuntaria, el apasionamiento de periodistas y políticos que organizaron débiles investigaciones y dieron apresurada tribuna a contradictorios testimonios de personajes de quinto orden.

Ese flanco fue aprovechado por Fujimori y Montesinos para filtrar versiones destinadas a fijar la responsabilidad exclusiva en militares de rango menor que estuvieron bajo sus órdenes. También les sirvió para esconder lo central: que ambos aprobaron la estrategia para combatir al terrorismo con los recursos de la llamada guerra de baja intensidad o guerra clandestina, que es la forma como los gobiernos denominan lo que, en rigor, es terrorismo de Estado.


En síntesis:

Decidieron combatir al terrorismo con los usos del terrorismo. Producto de esa estrategia surgió el llamado Grupo Colina, un clandestino escuadrón militar autorizado desde la más alta instancia del Gobierno.

Conocer esa historia requería de testimonios claves para terminar con el misterio que les sirvió de protección a los dos personajes que gobernaron el Perú en la década del 90.



Por: Umberto Jara 

Editado por pegaso125