Ojo por ojo: La verdadera historia del Grupo Colina: LABORES DE OCULTAMIENTO




EL VIERNES 2 DE ABRIL DE 1993 en la sesión del Congreso Constituyente, Henry Pease, un importante congresista de izquierda y profesor universitario de buena reputación, anunció haber recibido un documento con una grave denuncia: un anónimo grupo militar autodenominado León Dormido revelaba que el secuestro y ejecución extrajudicial de un profesor y nueve estudiantes de la Universidad La Cantuta fue obra de un comando de operaciones especiales del Servicio de Inteligencia del Ejército, denominado Grupo Colina

El documento consignaba nombres y cargos de los oficiales implicados y detalles sobre el asesinato de los detenidos en un descampado de la zona denominada Huachipa. Horas después, la anónima entidad denunciante también entregó copia del documento a la prensa.

Desde el instante del anuncio, el impacto de la denuncia se dejó sentir, y aunque el Gobierno y sus congresistas intentaron contener el vendaval, en los quince días siguientes el tema acusó el efecto bola de nieve.

El 17 de abril, el Consejo Supemo de Justicia Militar se vio en la obligación de abrir instrucción contra «los efectivos militares que resultaren responsables».

En realidad, era una maniobra para evitar que el tema sea investigado en el fuero civil.
Sin embargo, el impulso político de una denuncia de ese calibre empezó a generar un clima pesado para el Gobierno, y en especial para los militares, hasta llegar a un episodio de confrontación protagonizado por el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y comandante general del Ejército, general
Nicolás Hermoza Ríos.

El oficial fue invitado al Congreso en su condición de máximo jefe militar, pero en lugar de informar sobre los graves hechos denunciados, optó por la prepotencia, negó toda participación militar en los sucesos denunciados, acusó a los parlamentarios opositores de usar documentos «fraguados y apócrifos» y, al final de una sesión concluida a los gritos, hizo, ante la prensa, un reclamo a viva
voz por lo que consideraba «una campaña de desprestigio y agravio contra el Ejército» y cerró sus declaraciones con el exceso de una frase en primera persona: «Esa campaña no la voy a tolerar».
El descomedido guion contenía más escenas.

Al día siguiente, 22 de abril, una caravana de tanques y vehículos blindados cruzó la ciudad hasta llegar a la sede del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, en la céntrica avenida Arequipa. En ese paseo de entorchados a contramano de la historia, no fue nada fortuito que, en lo alto de uno de los tanques, marchase con rostro desafiante el general Luis Pérez Documet, jefe de la División de Fuerzas Especiales y acusado de haber comandado el operativo de la matanza de La Cantuta.

Hubo más. Al otro día, 23 de abril, para azuzar más los rumores de golpe de Estado, los tanques volvieron a cruzar la ciudad rumbo al Fuerte Rímac. Al mediodía se realizó «una ceremonia de adhesión al comandante general del Ejército» con la asistencia de toda la plana militar dando su «total respaldo a su Comandante General» y dejando constancia de que no iban a admitir «se lesione la imagen de nuestro instituto».

El 24 de abril, el presidente Fujimori se vio obligado a dar un mensaje a la Nación. Señaló que las discrepancias entre el poder político y el poder militar habían sido superadas, respaldó al Congreso Constituyente, pero ni sancionó ni retiró de funciones al jefe militar ni a ninguno de los protagonistas de los dos paseos de tanques.

«Esa vez no hubo intento de golpe ni desafío a Fujimori como muchos dijeron –cuenta El General mientras mira los cubos de hielo desgastándose entre el vodka–. Los tanques en las calles, la ceremonia de respaldo y el comunicado que se leyó, tuvieron dos finalidades: primero, tratar de frenar a la oposición sugiriéndoles que podían tomarse medidas radicales; y segundo, y muy importante, fue la manera de decirle a los militares que, ante la denuncia aparecida, sus jefes estaban a la cabeza de todo y que había respaldo político. No hay que olvidar que el comunicado que leyeron terminaba reconociendo la subordinación ante el Presidente de la República.
 
Todo eso fue coordinado con Fujimori, quien, además, ese día, si mal no recuerdo, se fue al interior. Por eso no hubo ninguna sanción contra Hermoza, que además se quedó los años siguientes en el cargo. Les preocupaba que al interior del Ejército pudiesen salir otros militares, aparte de los de León Dormido, haciendo denuncias. Todo lo que se hizo en esos días fue para advertir a los políticos y a algún rebelde militar y para calmar y dar confianza interna y evitar cualquier desbande entre los subordinados».

En el afán por desmentir la denuncia, terminaron dejando huellas. Primero, desde el gobierno usaron a la Policía para la emisión de un informe en el cual una supuesta pericia descalificaba como apócrifos los documentos presentados en la acusación. Luego, se informó que el día de la matanza no hubo ningún
movimiento autorizado de efectivos militares en la Universidad La Cantuta y, por consiguiente, ningún miembro del Ejército podía haber participado en el evento denunciado.

Sin embargo, meses después, ante la evidencia sin vuelta de los cadáveres hallados en fosas clandestinas, el Ejército admitió que hubo personal militar destinado a un operativo en La Cantuta la noche del 18 de julio de 1992 y procedió a enjuiciar a los integrantes del Grupo Colina –todos militares en actividad bajo la orden jerárquica de Hermoza Ríos–. Luego el gobierno solicitó al Congreso una ley de amnistía no solo a favor de los subordinados, sino, y el dato no es menor, a favor de los jefes militares y miembros del Servicio de Inteligencia.

Era un amplio paraguas para incluir a la jerarquía gubernamental, y Martin Rivas lo destaca: «¿Usted cree que por ayudar a un mayor, un comandante general del Ejército iba a poner en riesgo su cargo? ¿Usted cree que por mí o por el Grupo Colina iba a generarse un conflicto político que trajo consigo la
intervención del gobierno americano?67 Con esos dos paseos de tanques y esa ceremonia de respaldo se estaban protegiendo. Tenían temor de que el asunto se complique».

A PESAR DE LAS BRAVATAS MILITARES y a pesar del mensaje a la Nación del Presidente buscando aquietar las aguas, la crisis no amainó. Aunque al principio el vendaval fue contenido con el recurso válido de cuestionar una denuncia por su condición anónima, el 5 de mayo de ese año 93, la acusación pasó a tener la explícita autoría de un alto jefe militar que asumió como propia la denuncia y
proporcionó nombres y detalles específicos.

Ese día, el general Rodolfo Robles Espinoza convocó a una conferencia de prensa e hizo pública, no en persona, sino a través de su esposa, una carta confirmando, precisando y, en algún sentido, ampliando la denuncia entregada al congresista Pease bajo el ignoto membrete de León Dormido.

En su carta, Robles precisó que el secuestro, desaparición y asesinato del profesor y los nueve estudiantes de La Cantuta estuvo a cargo de un escuadrón de la muerte denominado Grupo Colina, que actuó no por iniciativa propia sino de acuerdo con órdenes jerárquicas y planes operativos previamente diseñados y autorizados desde la más alta instancia. Señaló al mayor Santiago Enrique Martin Rivas como el jefe operativo, al mayor Carlos Pichilingue Guevara como jefe administrativo y dio detalles sobre el apoyo logístico y económico con que actuaban.

Cuando la carta era leída por su esposa, el general Robles iba en camino a la ciudad de Buenos Aires, donde buscó refugió por considerar que podía ser víctima de un atentado mortal.

Desde ese momento, el general Robles fue considerado ante la opinión pública como un hombre de enorme compromiso democrático. Si bien su denuncia puso al descubierto la creación de un escuadrón de la muerte en el gobierno de Fujimori, también es preciso decir que su actuación no tuvo necesariamente un origen ético ni constituyó un acto de convicción moral.

Robles Espinoza era el número tres en la jerarquía militar y al no ser promovido al comando de la Segunda Región Militar y más bien destinado al exilio dorado como representante ante la Junta Interamericana de Defensa en Washington, decidió patear el tablero a pesar de que el 21 de abril, apenas
catorce días antes de su denuncia, participó en la valentonada de los tanques en las calles y apareció como el tercer firmante en el comunicado del Ejército protestando por las investigaciones que el Congreso iniciaba sobre el caso La Cantuta. Además, Robles sabía de las acciones de los equipos operativos clandestinos desde junio de 1991, pues estuvo en aquella Mesa Redonda que definió la estrategia de guerra sucia, seguida desde ese año, con la aprobación de todos los mandos militares, incluido su voto. En suma, la certeza de su denuncia no se discute, pero el ropaje democrático con el que se vistió requiere la precisión efectuada.

Como suele acontecer, el Gobierno trató de diluir la gravedad de la situación recurriendo a maniobras, discusiones políticas y argumentos diversos que condujeron al amparo de una justificación: no existen evidencias concretas.

Es decir, el recurso cínico de sostener que no hay crimen porque no aparece el cuerpo del delito. Pero en la mañana del jueves 8 de julio de 1993, ocurrió un hecho determinante.

Ese día, una investigación llevada a cabo por periodistas del semanario Sí culminó con el descubrimiento de las fosas en las que se encontraban los cadáveres del profesor y los nueves alumnos secuestrados y asesinados.

En la quebrada de El Escalón, pasando un botadero de basura, en el kilómetro 14 del serpentín de Cieneguilla, en las afueras de Lima, se encontraron los restos calcinados y enterrados en cajas de cartón. Las investigaciones subsiguientes determinaron que las diez víctimas –sobre las que recaen acusaciones de haber sido integrantes de Sendero Luminoso–68 fueron muertas por disparos en la cabeza y en la nuca y enterradas en fosas cavadas en el campo de tiro militar ubicado en el km 1,5 de la autopista Ramiro Prialé, en la localidad de Huachipa. 

Luego, la mayoría de los cadáveres fueron trasladados a Cieneguilla, lugar en el cual la investigación periodística, siguiendo un plano proporcionado por una fuente militar, determinó el punto exacto de las 
sepulturas.

Al ser exhumados, los cadáveres estaban irreconocibles por el tiempo transcurrido, por la acción corrosiva de la cal con que los cuerpos fueron cubiertos y por la incineración parcial con kerosén a la que fueron sometidos para evitar su identificación. Sin embargo, junto a dos de los restos ya descompuestos se encontraron dos llaveros y al realizarse la diligencia judicial de verificación, las llaves abrieron la puerta de ingreso al domicilio de Armando Amaro Cóndor y la cerradura del armario de Juan Mariños Figueroa. 

Las dos evidencias no admitieron discusión sobre la identidad de los asesinados. Así se confirmó la inicial denuncia anónima de León Dormido y luego la explícita del general Rodolfo Robles Espinoza. El Grupo Colina existía y el gobierno sabía y ordenaba sus acciones.

Aunque Martin Rivas no admite la existencia del Grupo Colina como tal, tiene una versión sobre los motivos del traslado de los cuerpos.

«¿Sabe por qué se hizo el traslado?

Porque esa noche los soldados cavaron las fosas a la rápida, antes de que amanezca y la gente empiece a circular, y por eso no eran profundas y había el riesgo de que los perros escarben y dejen los cuerpos al descubierto. Pero, además, trasladaron los cadáveres porque nada garantizaba que los soldados que participaron se quedaran callados.

¿Cómo vas a hacer un operativo supuestamente clandestino con soldados que ni siquiera
conoces cómo van a reaccionar?

Fue un disparate.

Y después fue peor: para tratar que no se filtre el asunto se llevaron los cuerpos a Cieneguilla. No sé con
quiénes y cómo lo habrá hecho la gente de la DIFE, pero encima los enterraron con sus llaves en el bolsillo».

El escándalo político se hizo más intenso y aunque el Gobierno, en ese momento, gozaba de amplia aprobación ciudadana por la reciente captura de Abimael Guzmán y el cese de los atentados terroristas, Fujimori, Montesinos y Hermoza sabían el riesgo que empezaban a correr. 
De modo que utilizaron el oxígeno de esos días para trazar un camino de salida. La fórmula la armó
Montesinos y, como la mayoría de las propuestas que haría en el futuro, esta pasaba por el camino judicial. Más que abogado, era un porfiado leguleyo convencido hasta la testarudez de que la formalidad judicial era una excusa suficiente y un escudo capaz de proveer seguridad. 

En alguna medida, no le faltaba razón en un país en el cual toda tropelía puede revestirse con un fallo 
judicial. Su idea fue concreta: como los nombres de algunos integrantes del Grupo Colina ya eran de dominio público y la prensa empezaba a indagar por ellos, había que inculparlos para dejar a salvo a los jefes. Si se procesaba y condenaba a un grupo de subalternos, se lograría contener la tormenta política y
se conseguiría alejar a los mandamases de la zona de riesgo.

Para llevar a cabo el esquema era preciso convencer a los acusados. Fue el general Hermoza quien se encargó de negociar con ellos hasta persuadirlos.

Logrado el acuerdo lo mantuvieron en silencio esperando el momento de usarlo.

Cuando la presión política, la tenacidad de la prensa opositora y las consultas del gobierno norteamericano ya no dejaron espacio para más dilaciones, el 26 de noviembre de 1993, Alberto Fujimori, en una entrevista concedida al diario The New York Times, anunció la detención del mayor Santiago Enrique Martin Rivas.

«A partir de ese hecho –afirma El General–, se consolidó lo que algunos llamaron el triunvirato. Fujimori, Montesinos y Hermoza empezaron a gobernar mucho más juntos. Eran conscientes de que tenían que ir de la mano y necesitaban copar las Fuerzas Armadas de leales». Esa trenza se empezó a armar y todos los ascensos se decidieron en base a la lealtad sin importar el orden de méritos.

Una muestra del pacto subrepticio que los llevó a estar juntos hasta 1998, ocurrió apenas unos días después de aquel anuncio de Fujimori.

El 9 de diciembre, en la celebración por el día del Ejército, Hermoza dio un discurso elogiando a Fujimori y este hizo lo mismo dándole amplio respaldo y calificándolo como «un general victorioso». La frase dio lugar a inevitables críticas pero fue usada porque, afirma El General, «fue un modo de decirle a los jefes militares leales que podían estar tranquilos y a los subalternos que se mantenía el apoyo político porque habían sido victoriosos en la lucha contra el terrorismo. Les gustaba utilizar un lenguaje basado en mensajes y eso nunca lo supieron descifrar los políticos ni los analistas porque nunca antes en el país se usaron tanto los conceptos de inteligencia».

A los miembros del escuadrón Colina se les planteó someterse a un proceso del que saldrían libres por falta de pruebas. Por esa actitud, se les dijo, serían recompensados con beneficios a futuro y con la continuidad de sus carreras. Sin embargo, las promesas y los plazos nunca se cumplieron. Fueron variando con el correr de los días hasta llegar a situaciones de conflicto, cuyos ribetes conoce en detalle uno de los partícipes de aquella negociación. 

«A nosotros nos convenció el general Hermoza –recuerda Santiago Martin Rivas–. Era nuestro Comandante General, con él habíamos trabajado directamente. En mi caso yo tenía acceso directo a los más altos jefes por la confianza que él me tenía. Además, existe algo que no pueden entender los que
no son militares.

Nosotros nos manejamos con códigos de lealtad, de disciplina, de respeto al superior y también con criterios de honor. 
Yo, al menos, me considero así. Soy militar y nunca voy a dejar de serlo.

»Entonces, cuando el problema político siguió creciendo, apenas empezó noviembre, Fujimori le pidió a Hermoza una salida y nombres para hacer frente a las presiones. 

Él le dijo: “Son mis soldados, déjeme hablar con ellos”. 

Y, efectivamente, me reuní con Hermoza. Me pidió que como jefe diera el ejemplo asumiendo responsabilidad, además mi nombre ya se manejaba en la prensa, y me prometió que me iban a encontrar una salida. Me dijo que si no salvábamos al Gobierno tampoco me iba a salvar yo, ni nadie, y la institución iba a ser muy golpeada porque las presiones políticas eran muy fuertes. Yo estuve dispuesto al sacrificio. Ir a prisión era para mí un galardón porque demostraba que los guerreros, los que luchamos contra el terrorismo hicimos los sacrificios necesarios por nuestro Ejército.

»Por eso, Fujimori soltó mi nombre a la prensa. Eso fue a fines de noviembre, pero el acuerdo lo habíamos tomado el 4 de noviembre, el día de mi cumpleaños. En verdad, no me detuvieron. Ese día me fui por mis propios medios a Pisco, al Depósito de Municiones.

Era un lugar tranquilo, al cual me pidieron ir porque en ese lugar era imposible que la prensa me ubique, que era lo que más les preocupaba. En las semanas siguientes, como el tema seguía creciendo, los políticos presionaban, la prensa presionaba, todo el mundo jodía, Montesinos hizo un planteamiento concreto que Hermoza me comunicó. 

Un grupo de oficiales debía ser sometido a proceso para apagar el tema porque el año siguiente ya estaba a la vuelta, y ese 94 era año electoral y necesitaban conseguir la reelección. Era el futuro del Gobierno y también nuestro futuro. Su fórmula era concreta: “Van presos y son procesados pero sin aceptar los hechos.

Todo el proceso se va a basar en indicios porque no hay pruebas. Y se les va a tener que absolver”. Aceptamos».

Si bien aquellos criterios, propios de la mentalidad militar, fueron determinantes en la decisión de aceptar ser recluidos y procesados para ocultar la responsabilidad directa de sus jefes, tampoco se debe perder de vista que, en la aceptación para ser sometidos a juicio y guardar silencio, influyeron ventajas
adicionales. 

Les convenía la reelección de Fujimori, así su carrera podía seguir, y, sin duda, salvar a la cúpula de gobierno significaba tener réditos a futuro. Hubo también una cuota de vanidad: al interior del Ejército tenían fama de «guerreros» y habían ganado respeto por sus combates contra Sendero Luminoso; el
sacrificio de ir a prisión suponía cimentar ese perfil, añadir un logro más: el sacrificio de ir a prisión para salvar la imagen de su institución, ellos, los triunfadores de la guerra contra el terrorismo. Así lo veían. Posteriormente, ya en prisión y cuando el tiempo avanzó sin traer una solución, jugó un papel
importante la recompensa económica.

 Al ser detenido en el verano de 2002, el agente Julio Chuqui Aguirre, reveló: «[durante la detención] recibíamos mil soles mensuales, al margen de nuestro sueldo, y al salir nos dieron cincuenta mil
dólares».

Lo que no sabían es que Vladimiro Montesinos no estaba dispuesto a confiar en ellos y menos a sostener un acuerdo a futuro. Su promesa de ayuda era, en realidad, el primer escalón de un cadalso que les había empezado a montar. En el delito los cómplices son siempre una carga insegura. Lo sabía
largamente Montesinos. Lo aprendieron y lo supieron compartir Fujimori y Hermoza Ríos.

LOS MALOS RECUERDOS se rememoran con un inevitable gesto de malestar en el rostro, y Martin Rivas, ceñudo y agrio, luego de tragar un sorbo de Coca-Cola, se arregla la manta que lo abriga y sigue hablando.

«No nos dimos cuenta que todo era una maniobra de Montesinos, por supuesto avalada por Fujimori y Hermoza. Si nosotros hablábamos, ellos caían. Cada paso lo dieron juntos. Pero la supieron hacer porque después de que aceptamos ir a prisión, Montesinos dijo: “Necesitamos a un general; nadie va a creer que un mayor hizo todo por su cuenta”. Ese general debía ser Pérez Documet, él había comandado todo el operativo de La Cantuta. Pero no fue así, eligieron al general Juan Rivero Lazo.»

Montesinos es perverso y muy hábil para la intriga. Encontró la manera de sacar de en medio a un rival directo.  

Rivero Lazo no solo era el jefe de la inteligencia militar, sino, por capacidades, estaba en línea de carrera para ser comandante general y era un hombre al cual Montesinos no podía manejar como
después manejó a todo el Ejército. 

Necesitaba sacárselo de en medio y encontró  la ocasión. Con el tiempo entendí todo lo que consiguió con esa movida. Es muy hábil. Fíjese. Primero, yo era un tipo incómodo, reclamón, y él no confiaba para nada en mí, entonces al involucrar al general Rivero me ponen en la línea de mando a un superior y evitan seguir negociando conmigo; con Rivero preso, por jerarquía se convirtió en el interlocutor, además sabían del respeto y el aprecio que yo le tenía a mi general.

Él me contó que Montesinos le dijo: “Contigo no habrá lugar para las malacrianzas de Martin”. Segundo, era un excelente chivo expiatorio, mejor que yo. Si no aparecía un general al mando, entonces
involucraban a Hermoza Ríos o a Pérez Documet. Meter a Rivero evitaba eso.

Tercero, lograban sacar de juego al relevo de Hermoza Ríos en la Comandancia General, este podía respirar tranquilo porque se iba su futuro sucesor natural.

¿Cómo íbamos a imaginar que por primera vez en toda la historia habría un solo comandante general durante casi ocho años?».

En la memoria del mayor Pichilingue se encuentran más detalles sobre esta historia. Y aunque participa en silencio de la charla, se anima a precisar.

«Al general Rivero Lazo lo detienen el 20 de diciembre del 93 por la mañana. En la tarde recibo una llamada y me ordenan presentarme ante el general Oliveros, jefe del SIE.

Al llegar me informa que yo y otros agentes nos tenemos que sumar a la prisión del mayor Martin, en Pisco.

Entonces, pregunté por el general Rivero que era nuestro jefe y me dicen que está detenido y que se encuentra en el comando administrativo donde le han acondicionado un cuarto.

Pedí hablar con él, quería saber qué pasaba, porque, en principio, se había acordado que solo Martin iba a ser el detenido. Rivero me dijo: “Hay una variación, hablé con Hermoza y Montesinos, y tenemos que aceptar porque esto va a durar pocas semanas, está todo diseñado para que se haga un juicio y saldremos absueltos; el juicio es necesario por política, pero saldremos absueltos”.

¿Qué me quedaba?

Me dijeron que debía ir a Pisco con el grupo de agentes y junto al coronel Federico Navarro, que iba como el más antiguo. Al día siguiente, nos reunimos en la Comandancia General y nos adelantaron mil soles del sueldo de diciembre por orden del general Enrique Oliveros Pérez. Llegamos al Depósito de Municiones de Pisco el 21 de diciembre».

¿Por qué razón el general Juan Rivero Lazo aceptó ir a prisión y someterse a un juzgamiento si quien debía ocupar ese lugar era un responsable directo como el general Luis Pérez Documet?

En la respuesta se encuentra el talento perverso de Montesinos para utilizar con eficacia la ambición del propio contendor. Sabía, con precisión de artesano, que el intercambio de gratitudes es enclenque y se quiebra ante la primera dificultad, pero en cambio es sólido y atractivo ofertar un interés mutuo que
convenga a las partes en cuestión.

Diversas fuentes militares coinciden en relatar una misma versión. Montesinos y Hermoza Ríos se reunieron con Rivero Lazo para hacerle un planteamiento con un tentador señuelo: «Por línea de carrera usted es el próximo comandante general –le dijeron– y como hemos luchado juntos contra el terrorismo y compartimos más de un secreto, a nosotros nos interesa que usted llegue al cargo. Afrontamos un problema –añadieron–: si bien usted ya tiene un prestigio ganado, estas denuncias sobre violaciones a los derechos humanos lo afectan por ser jefe de la inteligencia militar y, a la hora de su nombramiento, podemos afrontar un serio problema político. 

El modo de allanar el camino es tener listo un argumento, es decir, usted se somete a un proceso judicial en el fuero militar, sale absuelto, y con ese argumento evitamos un cuestionamiento futuro. A la vez –finalizaron– usted gana una enorme credencial ante los militares por poner el pecho precisamente cuando el Ejército era duramente cuestionado».

La propuesta tuvo el encanto de un vaticinio de taumaturgo y sus autores le añadieron una contundente muestra de «buena voluntad»: a la promoción del general Rivero Lazo le tocaba ascender, pero este, si estaba procesado, no podía avanzar de general de brigada a general de división. Entonces, paralizaron los ascensos para evitar que existan oficiales de su rango con más antigüedad que él.

Significaba decirle: «Ya ves, estamos cuidando tu ruta a la Comandancia General». Rivero apostó y jugó sus fichas a la propuesta. Por su ascendiente, consiguió que los integrantes del Grupo Colina acepten ser procesados junto a él. 

Su presencia era una garantía para sus subalternos y su condición de interlocutor con el alto mando estaba asegurada también por la jerarquía de su cargo. Eso fue lo que creyeron.

EL DEPÓSITO DE MINUCIONES DEL EJÉRCITO está ubicado a media hora en auto desde la cercana ciudad de Pisco, y a 300 kilómetros de la ciudad de Lima. Es una zona desértica a la altura en que se inicia la Vía de los Libertadores, la carretera que se adentra hacia la sierra rumbo a Huancavelica y Ayacucho.

La instalación militar se asienta lejos de la vía, sobre un inmenso terreno, por el riesgo de alguna explosión del material bélico que guardan sus almacenes. Todo ingreso y salida están sometidos a férrea vigilancia. Tras sobrepasar dos controles con vigías armados, hay un campo minado y, después, al fondo, se levantan las instalaciones para el personal. Un cerco de malla con sensores electromagnéticos
impide la presencia de extraños y quienes se alojan allí tienen cómodas habitaciones, una piscina, espacios abiertos para hacer deporte y una antena parabólica para ver televisión. «Allí nadie nos iba a encontrar, ningún periodista podía llegar –dice Martin Rivas–. Querían tenernos tranquilos porque hasta un buen cocinero nos pusieron y algunas veces podíamos salir a pasear hasta Paracas».

El control del Consejo Supremo de Justicia Militar ya lo tenía Vladimiro Montesinos; y, en el caldeado enero de 1994, los confinados recibían la visita de un juez militar portando recursos aprobados en el escritorio de Montesinos para que sean aceptados y firmados por ellos. 

Sin embargo, esas reuniones solían terminar en irreconciliables discusiones por las objeciones puestas con empeño de letrado por Martin Rivas, alentado por su aprendizaje empírico de leyes que lo llevó a convertirse en su propio abogado y en el de sus compañeros. Ese hecho, sumado a la circunstancia de que tras seis semanas de detención sin atisbos del proceso breve y absolutorio que les fue prometido, generó un serio conflicto en los primeros días de febrero.

El mayor Carlos Pichilingue recuerda que «una mañana llegó un helicóptero. Era un MI-17 de la aviación del Ejército.

Bajó un grupo de comandos que rodearon la instalación donde nos encontrábamos. Luego ingresó el coronel Bellina para dialogar con el coronel Federico Navarro, a fin de que todos los detenidos seamos trasladados a la capital. Se armó una discusión en la que intervino el mayor Martin y, en medio de ella, los comandos tiraron al piso al agente Sosa Saavedra para esposarlo, este se resistió y los agentes detenidos, que aún poseían sus armas de dotación, las rastrillaron poniéndose en posición de combate. Ante esta situación, el coronel Bellina pidió el apoyo del jefe de unidad quien se la negó. Ante ello, acusó de insubordinación al jefe del cuartel y tuvo que retirarse al poblado para comunicarse con el general Hermoza a fin de saber cuál sería la salida.

Después de varias horas de diálogo se acordó nuestro traslado en helicóptero hasta el cuartel general del Ejército».

A su vez, Martin Rivas, con una convicción que aflora de la confianza en su memorioso archivo mental, completa la remembranza. «A mí me tuvo que calmar el general Hermoza. Me dijo tranquilo, se vienen a Lima y hablamos.

Llegamos al Pentagonito y estaba lleno de comandos, había un gran despliegue como si nos fuéramos a escapar. Eramos los agentes Suppo, Sosa, Chuqui y Carbajal más el coronel Navarro, yo y el mayor Pichilingue. El acuerdo fue que el proceso prometido debía hacerse de una vez y por eso nos llevaron al Cuartel Bolívar en Pueblo Libre.

Nos trasladaron con escolta y con un gran alboroto. Esa noche llegó a mi celda el coronel Enrique Oliveros Pérez, jefe del SIE, que reportaba directamente a Montesinos y había sido nombrado por él, y se me tiró en contra. Escogió el peor momento. 

Fue una discusión muy fuerte. Me increpó no hacer caso y rebelarme, y lo boté de mi celda y le dije a los gritos: “Voy a nombrar mi abogado y empiecen a preparar los cuartos para Fujimori, Hermoza y Montesinos y lárguese”.

Al día siguiente, como a las dos de la mañana, volvió Oliveros. Habló con el general Rivero para que interceda y calme las aguas. Cuando el general me llamó, le dije que nos estaban engañando y le sugerí que hablásemos directamente con Fujimori, Montesinos y Hermoza. Y así fue.

»Mi planteamiento fue: dennos un buen abogado y vamos al fuero civil porque nadie va a creer en una absolución lograda en un tribunal militar; no hay pruebas, no nos van a poder condenar. Incluso se llegaron a barajar los nombres de posibles abogados. Esa noche, Montesinos se mantuvo todo el tiempo en silencio. Quedaron en darnos una respuesta. 

Fue negativa. 

Después supimos que Montesinos se opuso porque temía que pudiésemos cambiar de opinión y acusarlos. Según él, en el fuero militar nos tenían bajo total control, pero en el fuero civil había el riesgo de que actuáramos de otro modo. A los pocos días nos confirmaron que íbamos al fuero castrense. La opción del fuero civil fue desechada. Pusieron dos anillos de seguridad y se restringieron las visitas».
El 19 de febrero de 1994 se dio inició al proceso. 

Fue un proceso a puertas cerradas y con una duración inaudita: apenas tres días. En verdad, fue una
pantomima. Los detalles están en el testimonio entregado por escrito por el mayor Carlos Pichilingue.

Nos dijeron que el Presidente de la República y todo el alto mando militar nos pedían participar en una nueva operación de inteligencia para beneficio de la Nación. Ese plan de operación de inteligencia consistía en efectuar el proceso en el fuero militar y así calmar las presiones políticas. Se enfatizó que el
Presidente, en una situación de guerra interna que aún no terminaba, nos pedía que aceptemos el juicio, que nada negativo sucedería.

Se nos dijo que el jefe del SIE, el coronel Oliveros Pérez, por orden del Ing.Alberto Fujimori, Presidente de la República, del Dr. Vladimiro Montesinos Torres, asesor de Inteligencia, y del general Nicolás Hermoza Ríos, comandante general del Ejército, sería el interlocutor válido desde el inicio del proceso hasta la solución del problema.

Se suponía que era una operación de inteligencia, tras la cual volveríamos nuevamente a nuestras labores. En las historias de los espías o agentes de inteligencia de la CIA, la KGB, el M16 británico e inclusive el MOSSAD israelí, los agentes han llegado algunas veces a estos extremos, por lo tanto, no era algo fuera de lo común lo que se nos estaba pidiendo. Era aceptar la realización del juicio y no revelar planes de seguridad de la Nación.

El día del inicio del juicio muy temprano llegaron dos señores, tocaron la puerta de la celda. El soldado que hacía de carcelero estaba acompañado de dos señores de terno y maletín. Eran los abogados. Uno de ellos se haría cargo de la defensa del mayor Martin y el otro de mi defensa. La entrevista duró aproximadamente treinta minutos. El abogado nombrado por el Consejo Supremo de Justicia Militar era un oficial retirado de aproximadamente 55 años, quien me mostró su carnet de abogado. Me comunicó que había sido enviado para hacerse cargo de mi defensa. No sabía nada esencial del caso.

Solamente me alcanzó un documento escrito desde el SIN para que yo firmara. Era mi alegato de defensa. Lo leí y lo rechacé. Solo firmé la aceptación como abogado de oficio. 

Al mediodía nuevamente lo vería en la sala donde se realizó el juicio oral. Al final de mi intervención balbuceó algunas palabras para agradecer al tribunal por haberlo considerado como abogado defensor y luego de esta participación teatral nunca más lo volví a ver. Por supuesto, estos señores nunca esgrimieron una frase de defensa en el juicio. Ni siquiera estoy seguro si sabían quiénes éramos y de qué acusación se trataba. Los oficiales nos presentamos uniformados. Hasta este requerimiento había sido negado por Montesinos en una primera instancia, pero tuvo que ceder.

El primero en ingresar a la sala fue el general Juan Rivero Lazo, luego el coronel Federico Navarro Pérez y el coronel Manuel Guzmán Gallardo. Con ellos el jurado se demoró entre quince y diez minutos. En ese juicio –operativo de inteligencia– solamente el fiscal fue el que hizo más preguntas con respecto al caso La Cantuta. Luego, no se preguntó nada más. Al no haberse actuado pruebas, supusimos que seríamos declarados inocentes.

En la tarde de ese día, fuimos llamados los dos mayores. Con nosotros se quedaron más tiempo. En el caso del mayor Martín Rivas las preguntas duraron más de dos horas, en las cuales los miembros del Consejo Supremo de Justicia Militar (CSJM) –compuesto por los generales Luis Chacón Tejada del Ejército, Oscar Granthon Stagnaro de la Fuerza Aérea y el contralmirante Eduardo Reátegui Guzmán de
la Marina, así como el fiscal militar coronel Raúl Talledo Valdivieso– decidieron preguntarle específicamente sobre temas relacionados al terrorismo de Sendero Luminoso y del MRTA, así como nuestra opinión relacionada a los actos sucedidos en La Cantuta. Para ello, se valieron de la investigación que había realizado el fiscal civil Víctor Cubas Villanueva. Similar procedimiento usaron
conmigo. No se analizaron ni confrontaron pruebas. Pensé, como todos, que seríamos absueltos conforme a lo acordado.

Todo el «proceso» de un caso tan grave y complejo, duró 72 horas. Entre el viernes 19 y el lunes 21 de febrero. El día anterior a que se emita la sentencia, un agente que laboraba en el CSJM nos hizo llegar a los dos oficiales una nota indicándonos que los vocales habían recibido de Montesinos una sentencia en la cual los dos seríamos condenados a veinte años de prisión, los agentes a quince años, el general Rivero a cinco años y el coronel Navarro a cuatro.

Ante esta noticia, donde nuevamente se trasgredía un acuerdo, decidimos llamar al coronel Oliveros. La explicación que dio fue que se trataba de una primera instancia y que luego de escuchar el veredicto, al no haber pruebas, pidiéramos la apelación respectiva. Era necesario proceder así, nos dijo, para que todo sea creíble para la oposición, la prensa y la opinión pública, pero que no afectaba en absoluto la posición de que se respetaría la decisión de sacarnos libres.

Terminada la lectura de la sentencia confirmando lo que ya conocíamos, solicitamos la apelación. Volvimos al cuartel Bolívar, doblaron la vigilancia y nos aislaron.

En la sentencia de aquel proceso fraguado, existe un rastro de evidencia  sobre la participación directa de Vladimiro Montesinos.

Un párrafo del documento judicial está redactado con la manifiesta intención de poner a resguardo tanto al jefe de facto de los Servicios de Inteligencia como al general Hermoza Ríos. Dice: «De las diferentes pruebas obrantes en autos se determina meridianamente que el Comando del Ejército, representado por su Comandante General y el personal del Servicio de Inteligencia Nacional no ordenaron ni intervinieron en la planificación, elaboración y puesta en ejecución de plan alguno para incursionar en la Universidad La Cantuta». En otro pasaje se añade: «No se ha probado que la incursión del personal militar a la Universidad La Cantuta, la que originó el secuestro y la posterior muerte de los universitarios, haya provenido de orden verbal o escrita de autoridad alguna del Ejército Peruano».

¿Por qué se consignaron esas expresas menciones exculpatorias sobre personajes que, en ese proceso, no habían sido ni acusados ni investigados? 
 
La inaudita absolución de personajes no procesados obedeció al intento de generar una protección judicial anticipada ante la eventualidad de acusaciones que podrían surgir más adelante, como en efecto ocurrió. La caligrafía de los culpables siempre termina por dejar una fatal evidencia.

EL 23 DE FEBRERO, los militares procesados amanecieron en sus habitaciones del Cuartel Bolívar convertidos en flamantes sentenciados. La promesa del juicio concebido como «una operación de inteligencia», tras la cual todo volvería a la normalidad, no aconteció para nada, y más bien volvieron del tribunal con una ruma de años a purgar en la prisión militar.

En el fondo, la maniobra del Gobierno sirvió apenas para ganar tiempo en su afán por afrontar la campaña electoral aplacando los vientos de una acusación tan grave. Lo concreto es que ambos bandos tenían la certeza de que estaban enfrentados a un inminente conflicto interno capaz de desembocar en un desbarajuste de grandes proporciones.

«Estando presos en el cuartel Bolívar –ha dicho Martin Rivas–, sabíamos que la apelación no iba a resolver nada. De veinte años de prisión lo más que íbamos a conseguir era una rebaja de la pena. 
¿A cuánto? 
¿Quince años? 
¿Doce  años?

Ellos también eran conscientes de eso y antes que se arme el lío trajeron una nueva propuesta. El general Oliveros vino a decirnos que la sentencia solucionaba las presiones políticas y permitía encarar el proceso electoral con tranquilidad. Sobre esa base, nos plantearon esperar hasta el final de las
elecciones, y con el triunfo de Fujimori nos daban una ley de amnistía

Mientras tanto, nos flexibilizaban el encierro y podíamos recibir visitas, tener acceso a televisión y diarios, libertad de movimiento dentro del cuartel y usar las instalaciones deportivas.

»Nuestra interpretación fue: nos engañaron con el proceso porque necesitaban una salida política, pero con una ley de amnistía se resuelve todo. 

Era una buena alternativa. Ya había sido usada en otros países. Aceptamos.

Además, no veíamos otra opción. Así se fue todo el año 94. A inicios del 95 se dio el conflicto con el Ecuador y cuando las cosas se empezaron a complicar, porque ese fue un conflicto inventado para ganar las elecciones, se barajó la posibilidad desde el alto mando de que participáramos».

«En la ley militar –interviene Pichilingue– a los procesados o sentenciados se les puede suspender la pena para prestar servicios por requerimiento temporal de la institución. La idea era formar un equipo especial de infiltración en territorio ecuatoriano. Ingresábamos como partisanos para armar una ola de
sabotajes: volar torres de alta tensión, puentes en carreteras claves, centros de abastecimiento. Los ecuatorianos se iban a encontrar frente a un accionar de terrorismo y ese iba a ser el argumento para forzar un final al conflicto».

«Si alguien tiene alguna duda sobre este tema –retoma la palabra Martin– le digo simplemente algo: el problema de una guerra inventada es ver cómo terminarla. Más aún, cuando la respuesta ecuatoriana fue mejor de lo que se pensaba, y esa guerra no se podía perder porque se perdía la reelección. Por eso se pensó en un plan de acciones de sabotaje. 

Pero, nuevamente, Montesinos se opuso a cualquier participación nuestra. Sobre mí tenía una enorme
desconfianza. A esas alturas nos llevábamos muy mal.

»Mi error, desde el principio, fue no darle el respeto que él exigía cuando  recién empezaba a tener poder. En las reuniones con él siempre me comporté muy pedante. Y eso le molestaba. Arrebatos de joven, pero qué le voy a hacer, así fue y no se llora sobre la leche derramada.

»Era hábil Montesinos porque esa vez él planteó la salida. 
¿Se acuerda cómo terminó ese conflicto? 
¿Recuerda las críticas cuando se supo que nunca se tomó Tiwinza en el Ecuador? 

Bueno, pues, Fujimori anunció el cese unilateral del fuego. 

Era decir: “No estamos aceptando ninguna derrota pero queremos que esto acabe”. Tuvo su ingenio la salida».

LA PROMESA DE LA AMNISTÍA 

Tuvo plazo: junio de 1995. Era una fecha elegida sin el auxilio del azar, más bien seleccionada con el embrujo de una aparente coherencia. Al momento de convencerlos para una larga espera, usaron un
argumento de persuasión: debía ser en junio, un mes antes de que Fujimori asuma su segundo mandato. De ese modo el Congreso saliente, ya sin crédito, se tiznaba con el tema sin afectar a los parlamentarios recién electos.

Sin embargo, en el tendal de engaños disfrazados de promesas, asomó una pieza más. En los primeros días de junio, el general Percy Corrales apareció con la novedad de que debía postergarse la salida acordada. Martin Rivas reaccionó de manera airada.

«Nos dijo que un presidente recién electo podía verse afectado por una ley de ese tipo, que era mejor esperar a final de año. Allí me cerré y se armó el lío. 

Si bien desde el punto de vista político podían tener razón, a ese paso siempre tendrían una excusa para evitar cumplir el pacto y mientras tanto nosotros seguíamos presos. Empezaron las presiones. Le pidieron al general Rivero Lazo que me convenciera. 

Me negué. Mi argumento era: 

¿quién garantiza que en diciembre dan la ley de amnistía? 

Al fin y al cabo, le decía al general Rivero, usted y yo y todos estamos aquí presos por un pacto que no se cumple.

»Una noche, volvieron con que había un problema operativo: había que armar la ley y eso tomaría tiempo. Allí exploté. Les alcancé un proyecto de ley que había preparado copiando leyes de amnistía de otros países, y un mensaje para Fujimori, Montesinos y Hermoza: hay varios sobres amarillos entregados a gente de confianza con todos los detalles de los operativos que nos ordenaron; si esto no sale, vamos presos todos, incluido el Presidente. 

Les jodió en el alma mi actitud. Me hicieron saber que era insolente y que los estaba amenazando. Pero
dieron la ley el 14 de junio.

Desde entonces nunca más pude volver a hablar con el general Hermoza. Nunca más me quiso atender. Era mi comandante general, me pidió que sea disciplinado y acepté el proceso. Fui disciplinado cuando me dijeron que podía perturbar las elecciones del 95 y acepté ir al fuero militar a pesar de estar convencido de que no era una solución. Fui disciplinado y leal, ¿puedo ser leal ahora con estos ladrones a los que se les ha descubierto fortunas?».

Hay un detalle que no es menor. Apenas tres días después de su promulgación, la flamante Ley de Amnistía, acaso porque en el tráfago de las presiones internas olvidaron detalles, fue objeto de una nueva ley precisando los alcances de la amnistía otorgada. En ese afán de precisión asoma otra huella de
mala conciencia que delata la necesidad de anticiparse al inexorable futuro. En el artículo tercero de esa segunda ley, se incluye esta frase reveladora: debe entenderse que la amnistía es a favor de «personal militar, policial o civil involucrado se encuentre o no denunciado o investigado».

Un imposible jurídico aquel de absolver un delito a futuro, y absolver a quienes no fueron parte de ningún proceso. Usted no ha sido acusado ni investigado pero, por las dudas, lo absuelvo. Un leguleyo salvoconducto para ser usado en caso de asomar una acusación cuando ya el poder hubiese dejado de amparar a un presidente, su asesor y su más alto jefe militar.

El efecto inmediato de la Ley de Amnistía fue la libertad de los militares presos. Cuando sus compañeros abandonaron el confinamiento del Cuartel Bolívar, después de un año y medio de reclusión, Santiago Martin Rivas sorprendió con un anuncio que hubo de ser consultado a la jerarquía: decidió
fijar como su domicilio la misma habitación en la que estuvo recluido.

«El 15 de junio quedé en libertad, pero pedí seguir viviendo en el cuartel Bolívar, y allí estuve hasta marzo del 97. 

¿A dónde iba a ir? Era el lugar más seguro. Allí no me iba a buscar ningún terrorista. ¿Quién va a pensar que un preso que queda en libertad elige seguir en su prisión? 

Montesinos aceptó mi pedido. Era lógico que así lo haga. Una vieja regla dice: “Nunca pierdas de vista a tu enemigo”. Siempre me tuvo mucha desconfianza. 

Su lógica era: “Este ha participado en tantas operaciones, ¿qué pasa si un día alguien lo convence o le
da plata y termina en la televisión denunciando y logra asilo y nos revienta?”.

Ese era el temor de Vladimiro. Por eso, como sabía de mi aprecio al general Rivero Lazo, cada cierto tiempo lo llamaba y me mandaba mensajes: dile que esté tranquilo, si necesita algo que me avise.
»Uno de esos mensajes fue una propuesta para que vaya a trabajar con él, en el SIN, como analista del frente interno. 

No acepté por orgullo, porque me iba a pelear con él y porque desde teniente fui cabecita de ratón, pero cabecita. Como teniente dirigí Inteligencia en Ayacucho y los generales hablaban directamente conmigo. Cuando vine a Lima accedí directamente al jefe del SIE y solo recibía órdenes de él y solo a él le daba cuentas. Cuando el jefe del SIE se iba a hablar con el Comandante General me llevaba para explicarle los avances.

Cuando el Comandante General iba a Consejo de Ministros yo le armaba la agenda de seguridad interna, cuando se iba al Consejo de Defensa Nacional, lo mismo. Los domingos me quedaba en el SIE y cuando el Comandante General recibía una llamada de Fujimori, de inmediato me pedía a mí la información y yo ya había cumplido con llamar a las regiones, y tenía todos los datos. 

Cuando volví del curso en Colombia fui a la Dirección de Inteligencia y daba reporte directo con el Comandante General. Siendo solo un capitán tenía trato con generales y exponía sobre inteligencia, absolvía preguntas y analizaba el material conseguido. Tenía llegada propia a los divisionarios y como sabían que nunca salía de franco me querían llevar a trabajar con ellos.

»Debo reconocer que yo también contribuí a que la relación con Vladimiro se deteriore. Había vuelto como el número uno en el curso en la Escuela de Inteligencia de Colombia, donde van los mejores oficiales de distintos países, y reconozco que me dejé ganar por creerme dueño de la verdad. La vanidad mal utilizada trae problemas. 

En las reuniones que organizaba Montesinos con todos los jefes de las fuerzas del orden para los operativos contra el terrorismo, yo lo contradecía mucho porque había estudiado las ideas militares maoístas y conocía de marxismo. Además, como nos conocíamos desde los años en que Vladimiro
no tenía ni para la gasolina, no le tenía el respeto que él exigía en esa época. En una palabra, no acepté ir a trabajar al SIN porque allí me iban a poner los galones, iba a tener por encima al jefe del SIN, a un coronel y permiso para entrar, permiso para salir, uniforme, trabajar mañana y tarde y noche bajo los gritos de Montesinos y sus manías y sus jerarquías. Me iba a ir mal. Me iba a pelear.

»Como no acepté su propuesta me dieron de baja el 17 de noviembre del 95. No fui el único, a todos nos dieron de baja. Libres por la Ley de Amnistía, pero fuera del Ejército. Así terminamos. Así actuaba Montesinos. No lo digo como cuestionamiento. Su traición era posible, siempre fue así, el comportamiento de un delincuente no puede sorprender».

El general Rivero Lazo fue destinado a la sexta región en Bagua, como segundo de Luis Pérez Documet; al coronel Federico Navarro lo enviaron a Iquitos; al mayor Carlos Pichilingue a Bagua y Santiago Martin Rivas se quedó en Lima sin función específica, alojado en el cuartel Bolívar. En noviembre todos ellos fueron dados de baja. 

Los agentes habían quedado fuera de la institución en agosto. Recibieron cincuenta mil dólares de recompensa y les consiguieron puestos de trabajo en distintas ciudades del interior, todos separados y distanciados, ninguno junto a otro en la misma ciudad. 

En cuanto a la relación de Martin Rivas con Fujimori y Montesinos, la desconfianza se acentuó. En 1996, en ese segundo período de gobierno que se había echado a andar, ambos ya compartían el poder en igualdad de condiciones.

Pero, para ambos, existía ese flanco débil mortificándolos. A luz pública estaban las dos matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, cuyas investigaciones nunca cesaron del todo como hubiesen querido, y en las penumbras del frágil secreto se agolpaban decenas de operativos que podían liquidarlos con tan solo un testimonio dotado de las pruebas suficientes.

A pesar de la Ley de Amnistía, el tema de las violaciones a los derechos humanos nunca pasó al olvido, y cada tanto la prensa publicaba versiones que dejaban piezas sueltas de un rompecabezas que un día podría armarse totalmente. 

Pero esa vehemencia informativa también tuvo un lado contraproducente: el ansia por las denuncias periodísticas y la búsqueda de réditos de los políticos dio lugar a la aparición de personajes de última fila, ínfimos agentes del Servicio de Inteligencia resentidos o necesitados de dinero ofreciendo testimonios endebles, contradictorios, inverosímiles, «yo escuché detrás de la puerta a Fujimori planificando crímenes con Martin Rivas», testimonios que mantenían el tema en vigencia, pero iban deteriorando su veracidad en beneficio de los principales responsables.

Montesinos sentía esa fragilidad por partida doble: por su propio temor y por la prevención de Fujimori recordándole la necesidad de mantener el tema bajo control. Pocas cosas molestan más a los poderosos que el restregón de una piedra en el zapato, ellos que se sienten con derecho a andar en total soltura. Y
allí estaba Santiago Martin Rivas con todas las historias guardadas en su condenada memoria de elefante. Los dos personajes que se conocieron en aquel verano de 1988 jamás pudieron engarzar una amistad ni algo que se le pareciera.

Con los años se dieron cuenta de que ninguna cercanía les estaba destinada, no podía haberla entre esos dos hombres con rasgos imposibles de conciliar. Uno, Vladimiro Montesinos, ávido de poder, movido por la sensualidad de los bienes materiales, dispuesto a cobrar revancha de derrotas pasadas con el recurso de acumular autoridad y dinero; el otro, Santiago Martin Rivas, con su rígida mentalidad militar llevada al extremo, con un carácter capaz de mezclar hasta el exceso un desproporcionado sentido del deber, una testaruda afición por el silencio y un impulso autodestructivo.

Era obvio que ante esa brecha, Montesinos iba a aplicar con Martin Rivas el mismo procedimiento encajado al país: la vigilancia, el seguimiento.

Puso informantes en el Cuartel Bolívar cuya función era referir de manera minuciosa los movimientos, las visitas, la rutina del militar que convirtió su celda en vivienda. Cuando el jefe del Grupo Colina decidía salir a la calle, eran otros los encargados del reporte: los vigilantes encubiertos como taxistas
siguiendo sus quehaceres. 

Pero nada de eso era una garantía absoluta. Y la sensación de dependencia por secretos que podían ser revelados, se acrecentó cuanto más poder fue acumulando Montesinos. En 1997 ya era señor y amo del Poder Judicial, de las Fuerzas Armadas, compartía la designación de ministros, empezaba sus turbios negocios con los canales de televisión, el dinero bajo la mesa, las hipotecas con la publicidad estatal. La dimensión del poder y el dinero ya era otra y la sociedad con Fujimori no debía ser perturbada con historias que los señores del poder justificaban como actos necesarios y propios de una guerra cruenta y como una victoria que el país debía agradecerles.

Un día, empezado ya el año 97, en la Plaza Dos de Mayo, el topetazo de una fugaz camioneta dejó con las llantas hacia arriba al pequeño wolkswagen en que viajaba Santiago Martin. Salió por una de las ventanas, fue atendido en la clínica Maison de Santé y el hecho quedó asentado en la comisaría de
Cotabambas. «No fue casualidad, la excusa de un accidente es la mejor cuando se quiere silenciar a alguien».

Por esos días, en sus salidas del Cuartel Bolívar empezó a notar un dispositivo especial:

«Salía por una puerta y había vigilancia, usaba otra y era igual. A los dos días, avancé por unas calles y luego volví sobre mis pasos y me acerqué a uno de los vehículos y lo abordé de frente.

–Oiga, agente, ¿qué pasa?, ¿por qué me siguen?

–¿De qué habla?, está equivocado.

–No seas huevón, es una marcación para quebrarme, no me jodan, yo he sido maestro de ustedes. Anota bien este encargo: infórmale a Montesinos que ya me di cuenta y que se convenza de que le sirvo más vivo que muerto. Si yo aparezco muerto con un cartel de Sendero en el pecho, por si acaso ya tengo
cinco sobres amarillos distribuidos en la ciudad, y, ojo, no en Colombia, que no busque allá, y va a caer junto al Presidente, se van de por vida a la cárcel, él sabe por qué.

»Al día siguiente me llamó el general Rivero Lazo y me dijo: “Vladimiro está molesto, dice que era protección reservada y lo has malinterpretado”. Le dije que eso era mentira, si quiere cuidarme, entonces que me dé un auto y dos hombres míos armados y yo me cuido.

»Poco tiempo después apareció descuartizada la agente Mariella Barreto, el 5 de abril del 97, con la cual tuve una hija. La noticia salió en la televisión, primero en Canal Dos, pero en la noche el Canal Cuatro lanzó un reportaje con supuestas precisiones y señalándome como culpable. Estaba claro. Matan a una
persona relacionada conmigo, usan a su prensa para incriminarme, voy a prisión y me matan en una reyerta en el penal o un terrorista toma venganza».

Ante los hechos, señala Martin, se reunió con dos amigos a evaluar la situación. Concluyeron en que por vez primera tenía que recurrir a la prensa para defenderse. El domingo 13 de abril de 1997 se propaló, en Panamericana Televisión, la entrevista que le hizo Panorama, el principal programa periodístico de esa estación.

El reportaje fue objeto de duras críticas porque nada se dijo sobre los operativos ilegales, las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales.

Se limitó a la defensa de Martin Rivas exponiendo las razones por las que no tenía responsabilidad en el crimen de la agente del Servicio de Inteligencia del Ejército, Mariella Barreto Riofano

El estilo complaciente y la habitual falta de preparación del entrevistador originó que la emisión periodística reciba la acusación de haber sido promovida por el propio Gobierno. En realidad, no
existió ningún pacto con el poder, más bien sintieron pánico y ocurrió algo inusual: el real impacto de esa entrevista ocurrió antes de ser emitida. 
 
Por razones de seguridad, fue grabada el día anterior a su emisión y, desde el sábado por la noche, el canal emitió promociones de la nota periodística. En Palacio de Gobierno, en el SIN y en el Pentagonito se aterraron ante la certeza de que Martin Rivas salía a denunciarlos como respuesta al cargo de asesinato que habían mandado difundir.

La noche de ese sábado, un enjambre de agentes del SIN salió a darle caza mientras en el sexto piso de la Comandancia General del Ejército una reunión de urgencia juntó a Montesinos con los mandos militares. Con la angustia de las horas, un ministro de gran confianza, y luego el propio Fujimori, cercaron con llamadas al dueño del canal hasta obtener la información adelantada de que no había ninguna denuncia mortífera. Pero el susto que se llevaron en las horas de incertidumbre, no lo iban a olvidar nunca. «Mi interés –dice Martin Rivas– era probar que no tenía relación con el asesinato de Mariella Barreto, pero se volvieron locos pensando otra cosa; y después dicen que no tienen ninguna
responsabilidad».

Los documentos que contienen las investigaciones policiales y judiciales afirman que Martin Rivas acreditó su ausencia de la ciudad de Lima cuando ocurrió el crimen de la agente Barreto y, según esas fuentes, por contar con una veintena de testigos además de documentos, la Fiscalía le retiró los cargos ante la falta de elementos incriminatorios.

El militar sostiene que esa muerte debe investigarse por el lado de Vladimiro Montesinos. Su afirmación tiene sentido si se presta atención a los cabos sueltos en aquel tétrico episodio. Una apresurada nota, anticipando una denuncia televisiva, publicada en el diario El Sol –cuyo propietario reportaba a Montesinos–; una extraña información policial en la que aparece una descripción del rostro del cadáver y, sin embargo, a la morgue arribó el cuerpo sin cabeza y sin manos; el sospechoso aviso de la muerte a los familiares a cargo de una agente del SIN y dos sesgados reportajes emitidos en América Televisión que, sometidos a una atenta mirada, permiten entrever una intencionalidad que no es informativa.

Ese crimen es uno de los varios misterios del período Fujimori-Montesinos y todo esfuerzo por resolverlos debe acompañarse de graves preguntas que no suelen plantearse: 

¿Cuánto sabía o cuánto participó Fujimori de las actividades de Montesinos? 

¿Por qué le tributó tantas defensas públicas?

 ¿Por qué cuando ocurrió la debacle final, lo «indemnizó» con quince millones de dólares?
Uno de aquellos misterios –el uso del terrorismo de Estado– estuvo sometido a malabares de ocultamiento durante una década, hasta que dos militares cargados de información y dueños de un testimonio clave requerido durante años, sucumbieron a la necesidad de mitigar los padecimientos de la
memoria y, antes de ser capturados, en uno y otro escondite, a lo largo de varios meses, le contaron al periodista esta historia secreta cuya lectura confirma una milenaria sentencia: no hay crimen perfecto.
 
El punto 4 del comunicado militar dice: “Finalmente, el Ejército Peruano expresa su disciplinada
subordinación al señor Presidente de la República y Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, así como su
decidido respaldo a las medidas que está dando para la reconstrucción del país”. Por su parte, Fujimori,
desde la ciudad del Cusco, anunció aumento de salarios para maestros y trabajadores de salud, dos gremios mayoritarios e importantes.

Se refiere a la declaración publicada el 24 de abril por el Departamento de Estado Norteamericano sobre la llamada telefónica efectuada al presidente Fujimori por Bernard Aronson, secretario de estado adjunto para asuntos interamericanos, y en la que le hizo saber que “Estados Unidos considera esta demostración de fuerza un intento inaceptable de intimidar a la rama legislativa”.

Así lo sostuvo la revista Sí en su edición del 19 de abril de 1993, y luego los libros publicados por Álvaro Vargas Llosa: En el reino del espanto y por Efraín Rúa: El crimen de La Cantuta.

69 Expediente 032/2002 seguido ante el Quinto Juzgado Anticorrupción de Lima, jueza Victoria Sánchez. 

El plural se refiere a los integrantes del Grupo Colina que quedaron prisioneros. El listado se completa
con el coronel Federico Navarro Pérez y los agentes de inteligencia Julio Chuqui Aguirre, Pedro Suppo Sánchez, Nelson Carbajal García y Juan Sosa Saavedra.

El fallo final fue: general Juan Rivero Lazo, cinco años; coronel Federico Navarro Pérez, cuatro años;
capitán Adolfo Velarde Astete, dos años; los tres por delito de negligencia. Los mayores Santiago Martin Rivas y Carlos Pichilingue Guevara, veinte años; los agentes suboficiales Juan Sosa Saavedra, Julio Chuqui
Aguirre, Nelson Carbajal García y Pedro Suppo Sánchez, quince años. Todos por los delitos de abuso de
autoridad, secuestro, desaparición forzada de personas, contra la vida, el cuerpo y la salud en la modalidad
de asesinato.
72 Fallo del Consejo Supremo de Justicia Militar en el caso La Cantuta emitido el 21 de febrero de 1994.
Consta de 47 considerandos contenidos en 25 páginas.

73 Ley 26479 promulgada por el Congreso Constituyente Democrático que concedió “Amnistía general a personal militar, policial y civil”. 

En su artículo primero señala que la amnistía comprende “todos los
hechos derivados u originados con ocasión o como consecuencia de la lucha contra el terrorismo y que
pudieran haber sido cometidos en forma individual o en grupo desde mayo de 1980 hasta la fecha de
promulgación de la presente ley”.

 Ley 26492. Su art. 3º dice: “Interprétese el artículo 1 de la Ley 26479 en el sentido que la amnistía
general que se concede es de obligatoria aplicación por los órganos jurisdiccionales y alcanza a todos los hechos derivados u originados con ocasión o como consecuencia de la lucha contra el terrorismo cometidos en forma individual o en grupo desde el mes de mayo de 1980 hasta el 14 de junio de 1995, sin importar que el personal militar, policial o civil involucrado se encuentre o no denunciado, investigado, sujeto a proceso penal o condenado; quedando todos los casos judiciales en trámite o en ejecución archivados definitivamente”.

Por: Umberto Jara 

Editado por pegaso125