Ojo por ojo: La verdadera historia del Grupo Colina " OPERATIVO MUDANZA 1"

La Masacre del Penal Miguel Castro Castro (Operación Mudanza 1)

La masacre de Castro Castro o masacre del penal Miguel Castro Castro,​ conocida militarmente como operación Mudanza 1.

Fue una operación llevada a cabo en mayo de 1992 por el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), las Fuerzas Armadas y la Policía (además del Grupo Colina), para trasladar a las prisioneras senderistas y retomar el control del penal Miguel Castro Castro o penal de Canto Grande, que se encontraba bajo control de reos pertenecientes a Sendero Luminoso.

Desarrollo del Operativo

Treinta días después del autogolpe, el 6 de mayo de 1992, se realizó el operativo de recuperación de los penales, en especial el penal de Cantogrande, ubicado en el distrito de Lurigancho, al norte de la ciudad de Lima. En sus instalaciones se encontraba el grueso de presos senderistas, hombres y mujeres, y un contingente de sus principales cabecillas e ideólogos.

Antes de proseguir con su relato, Martin Rivas busca el abrigo de una manta. Se queja por la humedad del arenal y cuenta que en los momentos más fríos acampando en los Andes, era posible soportar las bajas temperaturas con el abrigo militar porque el clima seco no tiene ni por asomo la anfibia humedad limeña. Comenta que el frío le agudiza un problema nasal. Precisamente, la envoltura de un medicamento utilizado para la sinusitis, meses más tarde, será una de las pistas seguidas por la policía para dar con él en otro inmueble, a muchos kilometros de este lugar. Una vez que ha vuelto a tomar asiento afirma que el operativo para la toma del penal de Cantogrande se realizó en el SIN, como todas las decisiones en ese tiempo. 

El objetivo era terminar con la  Luminosa Trinchera de Combate y restaurar el principio de autoridad. El ingreso, la requisa y el censo debían estar a cargo de la policía porque los militares están impedidos de ingresar a un centro de reclusión.

«En la última reunión –dice, cuando ya todo estaba establecido, Montesinos vino con una idea. Tenía la relación de los principales presos senderistas, y en esa lista aparecían los integrantes del Comité Central, es decir, los más cercanos a Guzmán, los que eran el soporte ideológico y militar de Sendero. Propuso que al efectuar la toma del penal, en vista de que se iban a dar enfrentamientos porque los terroristas tenían armas, un equipo especial debía ingresar al pabellón donde estaban los dirigentes para darles vuelta allí mismo.

Ninguno debía quedar con vida. Se explicaría después que resultaron muertos en la refriega.

¿Cuál era la idea? 

Descabezar a Sendero. Era un golpe mortal. 

Una idea que tenía mucho sentido. Fíjese, formar un cuadro ideológico y de planificación militar lleva mucho tiempo, años de formación, de lecturas, y una convicción para transmitir a los militantes. Un “fierrero”, un combatiente, es menos complicado de conseguir. Pero no un ideólogo. Entonces, si Sendero se quedaba sin cuadros de mando, Abimael se quedaba solo, aislado, sin su Estado Mayor.

Le iba a ser muy difícil recomponerse para seguir dando directivas y organizar atentados, las bases se iban a quedar desconcertadas y quienes tomaran el mando no iban a tener ni la experiencia ni la influencia necesaria sobre los militantes. 

La idea, desde el punto de vista militar, era muy buena. Tan buena que meses después se capturó a un Guzmán refugiado entre mujeres.

Entonces, le digo, en una reunión en el SIN, se evaluó el planteamiento, se vieron las ventajas y desventajas y se aprobó. Ese plan se le llevó a Fujimori para su conocimiento y autorización. Ese era el esquema que se seguía. Además,

toda esa etapa, Fujimori la siguió paso a paso en cada uno de los detalles. Él era así y, además, era el principal problema de su gobierno. Por eso, en la planificación de ese operativo se estableció inclusive un acto final propio de una guerra no convencional: una vez terminado todo, Fujimori tenía que aparecer en el lugar para dar el mensaje al enemigo: “la autoridad vuelve al gobernante, ya empecé a luchar y a derrotarte. Acabé con tu Luminosa Trinchera de Combate”.

El Operativo Mudanza 1 se inició en la madrugada del miércoles 6 de mayo de 1992. Aunque su objetivo oficial fue «el reordenamiento y reinstauración del orden y principio de autoridad» lo que era cierto, tuvo un objetivo de guerra:

terminar con la denominada Luminosa Trinchera de Combate, garita que Sendero Luminoso había asentado en el penal de Cantogrande y desde el cual se planificaban las acciones terroristas. Aquel operativo, por ese significado militar, que los reclusos terroristas entendieron desde un inicio, tuvo una insólita duración de cuatro días, y solo en la noche del sábado 9 la cruenta batalla entre senderistas y fuerzas del orden tuvo un final.


Cuando las acciones se iniciaron en la madrugada del miércoles 6, el presidio de Cantogrande era el único lugar iluminado en el distrito de San Juan de Lurigancho, a oscuras por el corte del fluido eléctrico. Tres horas antes del alba, varias explosiones cortaron el silencio despertando a los seis mil reclusos del penal. Fueron cargas de explosivos para abrir un boquete en una pared del pabellón 1-A, reducto de las mujeres senderistas que debían ser trasladadas a la cárcel de mujeres en Chorrillos. 

Desde años anteriores, la falta de planificación había destinado a hombres y mujeres a un mismo residio, y aunque ubicados en barracones distanciados, los presos habían construido un túnel que comunicaba el sector de mujeres con el pabellón 4-B de varones. 

De ese modo, la comunidad de terroristas mantuvo su unidad no solo para el intercambio ideológico, sino para el alivio de otras necesidades.

Ante el asalto, las reclusas reaccionaron arrojando quesos rusos, bombas de buen poder explosivo fabricadas artesanalmente y que al explotar despiden, además de la detonación, clavos untados con excremento para que las heridas causadas por el estallido reciban el efecto adicional de una infección capaz de generar una septicemia al sobreviviente.

En las horas siguientes, se tuvo que utilizar casi un centenar de kilos de dinamita para descoyuntar las paredes que habían sido reforzadas con ladrillos y fierros hasta dotarlas de un grosor de casi medio metro. En realidad, tanto en este sector como en el de los hombres, poco quedaba de la estructura original porque los senderistas habían efectuado una inverosímil refacción. De modo que, por ejemplo, lo que eran doce celdas se habían convertido en siete amplios salones resguardados por un laberinto de pasadizos zigzagueantes y paredes fortificadas. 

Contaban también con un equipo electrógeno para dotarse de luz cuando el reglamento del presidio ordenaba la oscuridad o para evitar los apagones que dejaban en tinieblas la ciudad por acciones de sus militantes. En aquella delirante reclusión contaban, además, con un almacén de alimentos para elaborar

su propia comida y más de una nevera para conservarlos. 

Quebrar esa resistencia –que sumó fusiles FAL trasladados por los varones desde su sector– tomó tiempo y recién el viernes en la mañana se logró la rendición de las reclusas. Cuando los efectivos policiales ingresaron en el pabellón se toparon con una ofrenda macabra: en uno de los pasadizos, cubiertos con mantas, estaban tendidos cadáveres con cargas explosivas atadas en la espalda. Minas humanas dispuestas a estallar apenas fueran manipuladas.

El día sábado se efectuó el asalto al pabellón 4-B, con los senderistas ya aturdidos por la batalla de los tres días anteriores. En la tarde, una potente explosión remeció el local y uno de los muros fue derribado con una carga detonante mientras por un altavoz se les ordenó a los terroristas «salir con las manos en alto». No hubo respuesta. El mensaje se repitió en quechua, el idioma de la serranía, y el silencio volvió a ser la única respuesta.

Un rato después, los senderistas iniciaron un tiroteo junto al estallido de una carga de dinamita. El altavoz reiteró el llamado a la rendición dando un plazo de cinco minutos para «salir todos con las manos en la nuca», pero siguió el silencio como respuesta.

Entonces, soldados del Ejército acordonaron el perímetro exterior del penal y obligaron a los periodistas y curiosos a alejarse de la zona. Luego, una humareda oscura se elevó por encima del pabellón 4-B al abrirse dos boquetes de acceso al fortín. Cubiertos por los disparos efectuados por francotiradores

ubicados en los pisos superiores, los efectivos policiales irrumpieron a balazos, pero la capacidad de fuego de los senderistas les permitió resistir cuatro horas más. Después, todo concluyó.

En esa embestida final ocurrió un hecho ilegal mantenido en silencio durante largos años. Un pelotón militar ingresó, en la última incursión, con un objetivo definido: aniquilar a cada uno de los integrantes de la dirigencia senderista, dejando a salvo a uno solo de ellos, Osmán Morote Barrionuevo.

Por una razón de protección usual en el senderismo, sus dirigentes debían estar en un sector específico y, en efecto, así ocurrió. Trece miembros de la cúpula senderista fueron ultimados a balazos sin requerirles la rendición y sus muertes fueron reportadas oficialmente por el presidente Fujimori como caídos en la refriega suscitada. Osmán Morote fue evacuado con una herida de bala en el glúteo derecho. Salvó la vida por una razón militar no exenta de lógica.

A las once de la mañana del domingo 10, el viento no había logrado disipar el fuerte olor a pólvora en el ambiente cuando el presidente de la república, Alberto Fujimori, cruzó el portón del presidio seguido por una caravana de seguridad. Permaneció una hora y media al interior. Luego salió para dar una conferencia de prensa, en la cual hizo una síntesis de la operación de asalto y anunció estas cifras: 28 reclusos muertos, 20 heridos y 451 rendidos (359 hombres, 92 mujeres). Días después, el boletín oficial del Ministerio del Interior elevó la cifra de muertos a 35.


Aquella vez, se impidió el acceso a la Cruz Roja Internacional, cuyos miembros siguieron los hechos desde las afueras del penal exigiendo un ingreso jamás concedido. En realidad, en esa guerra de mensajes silenciosos, el episodio de Cantogrande fue un hecho de guerra clandestina cuyas claves solo podían ser descifradas por sus actores. 

Por eso, al segundo día de esa contienda, Jorge Cartagena Vargas, un alto dirigente de Sendero parapetado en el organismo de fachada denominado Asociación de Abogados Democráticos, declaró ante la prensa: «Fujimori está buscando una victoria militar». Sabía a qué se refería y Fujimori también. Por eso, en la mañana del domingo 10, las cámaras de televisión mostraron al país, en cadena nacional, una escena de combate, lúgubre y silenciosa: en un amplio patio del presidio recuperado, los prisioneros senderistas aparecieron tendidos boca abajo con las manos en la nuca, mientras el presidente Fujimori pasaba frente a ellos, con gesto autoritario, marcando el sentido de sojuzgamiento, como lo ordenan los cánones de la guerra clandestina.

«El mensaje de esa escena –señala Martin Rivas fue para Abimael Guzmán y su gente. Se les estaba diciendo que la iniciativa y la autoridad la volvía a recuperar el gobierno. Esa misma actitud, recuerde usted, la repitió Fujimori cuando se liberaron a los rehenes de la residencia del embajador del Japón. Pasó por delante del cadáver de Cerpa, el jefe del MRTA, y esa escena la entregaron a la televisión para que la difunda. Son mensajes militares que se dan en una guerra de baja intensidad».

Abrigado, pero con el vaso a tope de Coca Cola, Santiago Martin bebe un sorbo, se aclara la voz y entra en más detalles.

«En la reunión final antes de llevar el plan completo donde Fujimori se tomaron dos decisiones. Una fue dejar con vida a Osmán Morote. Era el enemigo de Abimael porque su propio jefe lo había delatado y enviado a la cárcel por disentir con él. Entonces, nos iba a ser muy útil, nos iba a deber la vida y le daríamos mejor trato. 

¿Recuerda que esa vez Morote salió herido?

 Fue por eso.

 Murieron todos los dirigentes menos él. 

Si salía ileso se levantaban sospechas, por eso recibió un balazo en los glúteos, donde no hay peligro, y después la prensa se encargó de armar la historia de que Morote era cobarde y quiso huir y por eso le cayó un balazo en el culo. No fue así. Tuvo un sentido dejarlo vivo. Esa vez el mensaje fue muy claro: “Estamos en guerra total, así como me tumbas a mis cuadros más altos, te volteo a tus históricos, a tu columna vertebral, pero dejo vivo a tu disidente; Morote es ahora mi amigo”».

La otra decisión consistió en designar al grupo encargado del operativo. Ni Fujimori ni Montesinos ni el jefe del Ejército, el general Hermoza Ríos, admitían que la policía se encargue. Tenían dudas sobre la eficacia policial, pero sobre todo, no tenían formado un equipo para ese fin y era imposible conseguir la complicidad y el silencio de todo un destacamento en unos días. 

¿Y si después un policía hablaba? 

No hubo duda en que la misión correspondía al Grupo Colina. Había sido creado para tal fin, venía operando y ejecutando diversas acciones y el alto mando confiaba en ellos.

Sin embargo, hubo una objeción planteada por Martin. Sostuvo que iba a intervenir casi un millar de policías y al final podía trascender el ingreso de un pelotón del Ejército, por más disfrazados de policías que pudiesen estar. Al final,

decidieron que no había alternativa distinta a correr el riesgo. «Siempre me ha llamado la atención –dice Martin que nadie se diera cuenta o que nunca se haya hablado del asunto, yo pensé que se iba a saber, había demasiada gente, pero no fue así. Y mire, al final las dos cosas que se llegaron a saber, Barrios Altos y La Cantuta, fueron por obra de un traidor».

La finalidad del Operativo Mudanza 1 se cumplió tal cual fue concebido.

Ese sábado 9 de mayo de 1992, por orden de Fujimori y Montesinos, fueron sometidos a ejecuciones extrajudiciales los miembros de la cúpula senderista:

Deodato Juárez Cruzatt, Yovanka Pardavé Trujillo, Tito Valle Travesaño, Janet Talavera Arroyo, Elvia Zanabria Pacheco, Ana Pilar Castillo Villanueva, Andrés Agüero Garamendi, José Antonio Aranda Company, Victoria Trujillo Abanto, Ramiro Mina Quispe Flores, Sergio Campos Fernandez, Fidel Rogelio Castro Palomino y Marcos Ccallocunto Nuñez.

El número total de dirigentes era diecinueve. Estaban presos catorce. Uno quedó con vida. Trece fundadores del movimiento fueron eliminados. Entre ellos el delfín de Abimael Guzmán, el ayacuchano Deodato Juárez Cruzatt. «Para mí acota Martin es falso cuando se dice que la captura de Guzmán trajo abajo a Sendero. 

Fue al revés. Guzmán cayó porque hubo una acción clave, la muerte de sus trece dirigentes. Se quedó sin cuadros. Se quedó solo».

Fue un mazazo para la organización senderista. Pero también fue un enorme desatino del gobierno no solo por aplicar métodos de barbarie, sino también porque el terrorismo reaccionó con una violencia más delirante todavía, y las mortales consecuencias las terminó pagando la inerme población civil. 

Desde el poder, cuando dieron la orden para esa matanza Fujimori y Montesinos sabían que la réplica del enemigo iba a ser desmesurada. Es lo que corresponde en una guerra clandestina. Sin embargo, siguieron adelante. Al igual que los jefes del terrorismo, los jefes de gobierno también pensaban que había muertes inevitables, que la población, ignorante de lo que ocurría subterráneamente, debía dar «una cuota de sangre». Era el terror contra el terror, sin detenerse a pensar en la necesidad de marcar una diferencia.

La primera acción de respuesta –no la más letal– la dio Sendero Luminoso el mismo sábado en que la policía tomó por asalto el pabellón 4-B. El blanco elegido fue el puesto policial de Carmen de la Legua, en el Callao. Un coche bomba con ciento cincuenta kilos de explosivos demolió tanto el local de la comisaría como la antigua iglesia aledaña, cuyo párroco quedó herido mientras ordenaba los bártulos de la misa matutina.

Aunque durante años no se pudo saber, la elección de ese objetivo no fue casual. En realidad, el ataque no se destinó únicamente a la comisaría, sino también a la iglesia, y no por una razón religiosa, sino como respuesta a una acción sicosocial que el Gobierno, en las semanas anteriores, había promovido con entusiasmo. Fue el famoso caso de «la Virgen que llora». Un evento con amplia difusión en la prensa y con una espectacular convocatoria de fieles. 

Una mañana de marzo, en su vivienda del Callao, la señora Alicia Reátegui de Villena descubrió que la estatua de la Virgen puesta en su sala tenía el rostro húmedo por las lágrimas que caían desde sus ojos. Conmovida por el milagro, compartió su alborozado desconcierto con los vecinos y pronto empezaron a llegar los visitantes. 

En los días siguientes, la fila de peregrinos se hizo enorme con gentes llegadas de todos los distritos enterados por la televisión y los diarios que recogían con afán testimonios del prodigio. En las semanas posteriores, el hogar de la señora Reátegui se convirtió en poco menos que un santuario, hasta que una mezcla de envidia de algunas feligresas exigiendo que la sagrada imagen debía ir a una iglesia, más los deseos de la dueña de casa por recuperar su vida cotidiana perdida ante la invasión de gentes, llevó a la decisión de depositar la pequeña estatua en la cercana iglesia de Carmen de la Legua.

La Virgen efectivamente derramaba algunas lágrimas, pero no por el prodigio de un milagro, sino por efecto de un truco químico aprendido en la escuela de inteligencia de Colombia y aplicado por el servicio de inteligencia peruano con la anuencia de un agente lo suficientemente confiable para prestarse al operativo alterando la tranquilidad de la familia.

En ese marzo y abril de 1992 se iniciaron los operativos sicosociales de corte religioso para volcar hacia ese ámbito la ansiedad de una población aterrorizada por la violencia. Fue el año en que los santones y los curas empezaron a sanar enfermos de manera portentosa con oraciones colectivas e imposiciones de manos que ponían de pie a los inválidos y devolvían la vista a los ciegos, amén de alivios diversos para las sugestionadas almas creyentes. El más notorio fue el brasileño João Texeira, cuya visita a Palacio de Gobierno para efectuar una curación a Fujimori fue ampliamente divulgada en todos los medios, dando lugar a una delirante legión de dolientes tendidos, desde el amanecer, ante la casa del santón, a la espera de un milagro, mientras las bombas explotaban en la ciudad. 

Las maniobras sicosociales, como el caso de «la Virgen que llora», forman parte de los manuales de la guerra clandestina o guerra de baja intensidad, y Sendero Luminoso lo sabía. Por eso demolió la iglesia de Carmen de la Legua, para alcanzar un recado al gobierno en esa sorda comunicación establecida. Lo curioso es que, el día de la explosión, la estatua quedó de pie sin sufrir ni el más leve rasguño, y el martes 13 de mayo, un tropel de fieles, encabezados por el obispo del Callao, monseñor Ricardo Durand Flórez, sacó en procesión a la efigie, pero, en la trifulca de esa semana mortal, nadie atinó a usar a la prensa para convertir la casualidad en un milagro.

No fue la única réplica terrorista al Operativo Mudanza 1. El 15 de mayo, un camión bomba con trescientos kilos de explosivos estalló a espaldas de Palacio de Gobierno, derribó una dependencia policial y la onda explosiva causó daños materiales en la casa de gobierno, pero no afectó a sus habitantes porque Fujimori y su familia habían mudado su residencia a las fortificadas instalaciones del Pentagonito.

A pesar de estos atentados, las acciones más cruentas en respuesta a lo acontecido en Cantogrande, aún estaban por llegar. Abimael Guzmán, el otro presidente, «Presidente Gonzalo» como se hacía llamar, no cedió un ápice a pesar del mortífero embate contra su organización que le redujo a cinco los miembros de una cúpula de diecinueve y lo dejó sin compañeros de ruta, sin un sucesor y sin los históricos de su movimiento. Decidió, entonces, quemar sus naves.

Más de un militar partícipe de ese tiempo sostiene que Abimael Guzmán cometió su más grande error al radicalizar la guerra. Había vaticinado el golpe de Estado y su vaticinio se cumplió. Había sostenido que el partido ante una situación de guerra cruenta debía inmovilizarse para reestructurar sus acciones.

Pero a la hora de los hechos, el teórico sucumbió ante el fanático herido. Tenía, además, sobre sí el cansancio de los años, un dato acaso cotidiano que las más de las veces no suele tomarse en cuenta a la hora de las revisiones históricas. El trastornado líder senderista, al llegar mayo del 92, había sumado más de catorce años de clandestinidad y doce de acciones violentas, se había alejado de su militancia, se recluía en casas ubicadas en barrios residenciales, había agudizado su afición al alcohol y, desde la implantación de una recompensa por su cabeza, vivo o muerto, pasó a rodearse de mujeres a las que consideraba más leales que los hombres. No estuvo lejos de la verdad. 

Fue un hombre de su entorno, Luis Alberto Arana Franco, quien hizo posible su captura al canjear los datos de su escondite por una nueva identidad y una nueva vida en el extranjero.

Si Guzmán hubiese paralizado su accionar, Fujimori y Montesinos se habrían quedado sin el pretexto central de su autogolpe y esa vuelta de tuerca los habría descolocado. Pero la Historia no está hecha de especulaciones sino de hechos y, herido por las muertes de su dirigencia, Abimael Guzmán optó por la guerra absoluta centralizándola en Lima. 

Se abrió un flanco débil. Por fin, las fuerzas del orden tenían un escenario propicio para una guerra clandestina. En un territorio concreto, la ciudad de Lima, se podía detectar a ese enemigo que se había mantenido oculto durante tantos años. Fue una confrontación sangrienta para ambos bandos. Y los brutales efectos sacudieron hasta el horror a la población.

Por: Umberto Jara 

Editado por pegaso125