EN LA NOCHE DEL MARTES 12 de noviembre de 2002, el periodista recibió una llamada telefónica. Una voz femenina le hizo saber que hablaba por encargo del Dr. Gómez. Al escuchar el apellido redobló su atención. Hacía tres meses que había perdido todo rastro y esta vez reaparecía una de las tres claves utilizadas por Santiago Martin Rivas cada vez que deseaba retomar contacto. Aunque la voz delgada y apurada no la había escuchado antes, siguió con atención las indicaciones de la mujer: estaría al día siguiente a las dos de la tarde en la esquina de las avenidas La Marina y Universitaria vistiendo un blue jean y una blusa blanca.
Al periodista le asomó una curiosidad, pero se ahorró la pregunta: la última vez que vio a Santiago Martin Rivas fue en el escondite al norte de la ciudad, camino a Ancón, y esta vez lo citaba en el extremo opuesto, a decenas de kilómetros de distancia.
Al día siguiente, puntual, subió al automóvil una muchacha joven, delgada, de rasgos firmes y una nariz pronunciada que le daba cierto encanto. Sin dar pie a una conversación, se limitó a informar que Martin había mudado de refugio, que estaba dispuesto a concluir la última conversación que habían tenido pero
antes solicitaba el favor de conducirla al supermercado Metro ubicado a unas cuadras.
La mujer recorrió a paso rápido las góndolas colocando en el carrito de compras alimentos enlatados, algunas hortalizas, fideos, café, azúcar y varias botellas de Coca-Cola. Cuando iban rumbo a la caja hizo el gesto de quien está olvidando algo y se dirigió hacia el stand de alquiler de películas. En ese
trayecto apareció un sujeto que les dirigió una mirada fulminante, agresiva. El periodista se sintió incómodo por la insistente y violenta mirada y tuvo la intención de acercarse al individuo para preguntarle qué demonios le ocurría, pero el tipo apuró el paso, se unió a otro y se alejaron conversando.
En el stand de películas la mujer eligió seis y se encaminó hacia la caja, pagó una cuenta de ciento diez soles, avanzó hacia la playa de estacionamiento, acomodó sus compras en el auto y le indicó al periodista enrumbar hacia la avenida Universitaria, en dirección al mar. Cuando llegaron a la intersección con la calle Lima, doblaron a la derecha y una cuadra después la mujer indicó girar a
la izquierda. Era la calle Comandante Moore, en el distrito de San Miguel, que días después cobraría enorme celebridad. Estacionaron frente a un modesto edificio de cuatro pisos con una puerta de rejas negras y la numeración 290.
Bajaron las bolsas hasta el rellano y ella le pidió que la ayudara a subirlas. Por una estrecha escalera llegaron hasta la puerta del departamento 401.
La mujer dio tres golpecitos con una llave y alguien franqueó el ingreso desde dentro. Era
el mayor Santiago Enrique Martin Rivas.
Los dos hombres se saludaron con la misma formalidad de las entrevistas anteriores. En el espacio destinado a la sala, lucía, solitaria, una mesa con tres sillas; el ambiente continuaba hasta el sector destinado a la cocina con un pequeño frigobar y un repostero de melamine en cuyos compartimentos la mujer, en absoluto silencio, descargó el contenido de las bolsas. El departamento se completaba con un baño y dos pequeños dormitorios.
En uno de ellos, el que daba a la calle, un plástico negro hacía las veces de cortina y frente a la cama se distinguía el mismo vetusto televisor de los huariques anteriores.
El militar le indicó al periodista tomar asiento junto a la mesa sobre la cual había un grueso fólder y junto a él unas hojas impresas además de un libro. Un instante después, se acercó provisto de una botella de Coca-Cola y dos vasos.
Cuando los dos hombres estuvieron listos para iniciar su reunión, la mujer dijo hasta luego y se marchó.
ESA TARDE DEL 13 DE NOVIEMBRE había sol y la temperatura anunciaba el verano.
El prófugo tenía una actitud relajada cuyo origen era fácil de explicar: recién había mudado de refugio y, por lo mismo, se sentía más seguro.
Desde abril de 2001 había tenido cuatro mudanzas cumpliendo una de las reglas básicas de quien vive en la clandestinidad: no permanecer por mucho tiempo en un mismo lugar. A su favor habían jugado la incompetencia de los agentes de la Dirección de Inteligencia del Ministerio del Interior (DIGEMIN) y los titulares sin sustento de la prensa que insistían en situarlo en el norte del país, sobre todo, en su ciudad de origen: Trujillo y sus alrededores. Más de una vez el militar pudo leer en Lima primeras planas con el anuncio de que estaba cercado en una hacienda trujillana o, al encender la televisión, se enteraba de que había estado de huésped en una casa de la ciudad de Piura.
Por dar crédito a esas informaciones la Policía se dedicó a rastrear su presencia en el norte y le dejaron un margen de movimiento en Lima, ciudad que no abandonó en ningún momento, ni siquiera para asistir al sepelio de su madre.
De modo que el escondite de la calle Comandante Moore parecía muy seguro.
El barrio era tranquilo, sin vecinos que pudiesen llamar la atención y en el edificio cada habitante se ocupaba de lo suyo sin indagar en la vida de los demás. Nadie había llamado a su puerta con un gesto de vecindad y no se escuchaba ningún bullicio más allá del usual sonido de radios o televisores prendidos. Que no existieran anécdotas era bueno para el prófugo que recordaba a aquella pareja de populares y jóvenes actores que, en el edificio de la avenida Arequipa donde inició su travesía clandestina, habían instalado su lugar de encuentros amorosos y solían alborotar la calma del lugar sea con su pasión o
con sus disputas, hasta que un vecino empezó a recolectar firmas para desalojar a la bella actriz y a su amado y se puso a tocar con insistencia el timbre del departamento ocupado por Martin porque escuchaba el sonido de un televisor prendido.
En la calma del edificio de la calle Moore no había atisbos de inseguridad y, sin embargo, el militar estaba viviendo sus últimos días de libertad. Esa tarde del 13 de noviembre, aconteció la que sería la última entrevista. En realidad, concluía una larguísima entrevista desarrollada a lo largo de espaciados
encuentros en los meses anteriores.
En el momento en que se hizo un silencio y mientras recogía sus utensilios de trabajo, el periodista le solicitó una reunión final para precisar algunas dudas que pudiesen surgir de un manual militar que le
había entregado. Martin Rivas respondió: «Léalo y nos juntamos uno de estos días».
No se acercó a abrir la puerta, dejó que el visitante se ocupe de la tarea y, más bien, se ubicó bajo el dintel de la cocina para quedar fuera del alcance de alguna mirada casual. Cuando el periodista llegó a su automóvil, pensó aliviado que esa noche concluían los largos meses de paciente trabajo y riesgos corridos en las visitas a los distintos escondites del prófugo. Tenía toda la historia, tenía, además, el enorme logro de tres cintas de video como prueba irrefutable de las confesiones obtenidas a punta de perseverancia. En suma, tenía el reportaje que tantos habían perseguido durante una década. Sin embargo, aún le quedaba por vivir un episodio más.
EL LUNES 11 DE NOVIEMBRE, los agentes de la DIGEMIN habían logrado ubicar el edificio de la calle Moore. No fue un mérito propio de expertos en Inteligencia; fue producto del único error que cometió Santiago Martin Rivas durante el tiempo en que vivió a salto de mata. El escaso dinero con el que financiaba su sobrevivencia provenía de su pensión como mayor en situación de retiro del Ejército Peruano. Esa pensión le era pagada a través de la Caja de Pensiones Militar Policial y la cobraba su hermana mayor Mercedes a través de un poder notarial. Cada vez que efectuaba el cobro, depositaba el dinero en una cuenta corriente del Banco de Comercio y la suma era retirada en una agencia bancaria
por aquellos que le prestaban ayuda en cada uno de los inmuebles en que anduvo escondido.
Desde su llegada al departamento 401 en el edificio de la calle Moore, el uso de esos fondos estuvo a cargo de la mujer que contactó al periodista. Como la atención de la Policía estaba puesta en Trujillo habían sometido a seguimientos de rutina a Mercedes Martin Rivas. Y entonces ocurrió que el lunes
11 de noviembre por vez primera rompieron el rigor de no establecer contacto personal con familiares. En una calle del centro de Lima, la hermana de Martin le entregó a la mujer del edificio un sobre con documentos que el militar debía firmar para renovar la carta poder con la cual cobrar su pensión.
Los agentes, que habían seguido desde Trujillo a Mercedes Martin, se toparon con el hallazgo de esa otra mujer a la que nunca antes habían visto. La siguieron y así fue como descubrieron el edificio de la calle Moore. La vieron salir portando el mismo sobre con el que había ingresado, retornar al centro de la
ciudad y entregárselo a la hermana del prófugo. Los policías no tenían la certeza de que en ese inmueble se encontrase Santiago Enrique Martin Rivas, pero, sin duda, la posibilidad existía:
¿por qué otra razón la hermana del prófugo haría un viaje de 500 kilómetros, esperaría el tiempo necesario para que le devuelvan un sobre y se embarcaría nuevamente hacia Trujillo?
Sometieron a discreta vigilancia el edificio y no ocurrió nada llamativo hasta dos días después, el miércoles en que la mujer y el periodista ingresaron al supermercado Metro. Aquel sujeto que en ese establecimiento fijó su rabiosa mirada en el periodista era un agente que, de esa torpe manera, buscó
identificarlo.
La Policía, entonces, empezó a sumar datos: el encuentro de Mercedes Martin con la desconocida mujer del edificio, la diaria compra de varios periódicos que la mujer hacía en un barrio con gentes poco proclives a la información, el ingreso de un periodista al edificio, el fugaz perfil de un hombre que se dibujó en una de las ventanas la tarde del jueves y la ausencia de movimiento en el departamento 401, el único que no tenía aliento familiar en un edificio habitado por familias. Todo eso hizo avanzar a la policía en la certeza de que Santiago Martin Rivas podía ser, tenía que ser, el ocupante del silencioso
departamento.
La información fue elevada al ministro del Interior, Gino Costa Santolalla, y este la trasladó al presidente Alejandro Toledo. Ordenaron una total vigilancia, pero decidieron no allanar el inmueble por una razón: todo anunciaba una catástrofe del oficialismo en los comicios municipales y regionales a celebrarse el domingo de esa semana y se les había aparecido la gran noticia con la cual ocultar su desastre electoral. Aunque en público, Toledo y su corte criticaban con furor a Vladimiro Montesinos, en privado eran sus aprovechados alumnos en las malas artes de las cortinas de humo y otras más. Decidieron no echarle mano, hasta el lunes 18, a quien era el hombre más buscado en el país. La noticia les fue de enorme utilidad porque Perú Posible –el partido gobernante– fue desaparecido en las urnas electorales76 y el presidente Toledo abucheado al momento de emitir su voto, pero en pocas horas la atención del país giró totalmente hacia la captura del jefe del Grupo Colina.
Desde el jueves el militar estaba a solas. La Policía lo sabía porque vieron embarcarse a la misteriosa mujer en un bus con destino a Trujillo.
Dos agentes la siguieron. Era Milagritos Malpica Risco, una abogada trujillana de 31 años de edad, que conocía a Martin Rivas desde los cinco años porque el militar era amigo de su padre, había sido alumno de su madre en la escuela primaria y ambas familias vivían en la calle Unión. Era ella quien alquiló el departamento, quien le llevaba los alimentos al prófugo y había aceptado asumir su defensa legal, junto a su padre Estuardo Malpica Odiaga. Las compras que hizo el miércoles, fueron para varios días porque viajó a Trujillo a emitir su voto.
Cuando retornó a Lima se topó con la noticia de la captura.
En las primeras horas de ese lunes, Martin Rivas se percató de un paisaje inusual en la tranquila calle. Para un observador cualquiera no había diferencias sustanciales, pero a él, conocedor de los seguimientos y reglajes, le llamaron la atención dos hombres sumidos en una interminable charla en la esquina, cada uno con una mochila como si fueran estudiantes, pero con un aire policial imposible de esconder para un ojo entrenado; en la acera opuesta, sentado en la berma, vio a otro individuo leyendo un diario y, a mitad de calle, alcanzó a distinguir un auto estacionado con tres ocupantes.
Con el correr de la mañana la preocupación de Santiago Martin Rivas fue en aumento. Apareció otro auto con dos ocupantes. Y en ambas esquinas aparecieron más individuos como consumiendo el tiempo en conversaciones de vagos. Hacía calor pero todos tenían una casaca liviana o una mochila. La
deducción era inevitable: escondían sus armas. El militar tomó dos maletines y empacó ropa, documentos, libros y una computadora portátil. En uno de los maletines, el de color negro, puso encima de todo el equipaje una pistola y una cacerina.
Se comunicó a través de su teléfono celular con Estuardo Malpica Odiaga.
Era su abogado, pero sobre todo un amigo de larga data. Había estudiado en la universidad con su hermana Betty y luego al casarse con la señora María Risco de la Melena fijó su domicilio en la misma calle de los Martin Rivas. Ambas familias se conocían desde hacía veinticinco años y fue la razón por la que el doctor Malpica aceptó patrocinarlo.
Esa mañana, el militar le informó que estaba cercado y le hizo saber el gran temor que lo acompañó desde el inicio de sus meses clandestinos: estaba convencido de que le aplicarían la ley de fuga, es decir, que sus captores lo ejecutarían para anunciar después que murió tratando de escapar. Esta aprensión se la había contado al periodista meses atrás afirmando que así habría de ocurrir porque «hay mucha gente a la cual no le conviene que yo pueda hablar».
Esa mañana, el abogado Malpica le aconsejó que llamara de inmediato a una persona que pudiese estar presente como testigo para evitar que su recelo, cierto o no, pudiese convertirse en realidad. A las once de la mañana marcó el teléfono del periodista, le dijo que le había conseguido unos documentos
importantes y que debía pasar ya mismo por ellos.
El otro contestó que no le era posible hasta el final de la tarde, pero Martin replicó que sólo había tiempo para fotocopiarlos hasta la una y recalcó que se trataban de documentos muy importantes. El periodista decidió concluir una reunión, cancelar otra y le hizo saber que arribaría poco después del mediodía.
Al llegar, a las doce y diez, le llamó la atención que la solitaria calle del miércoles pasado hubiese congregado a tantos esquineros matando el tiempo a mediodía. Estacionó su automóvil y no necesitó tocar el timbre porque encontró la puerta abierta, subió las escaleras, se topó con dos individuos que bajaban a trancos, llegó hasta el departamento 401, dio tres toques con una llave y el acceso se abrió, pero, a diferencia de la última visita, se topó con el militar cargado de una tensión descomunal. Tenía el rostro abrumado, la mirada dilatada e inquieta y el cuerpo tan rígido que parecía pronto a explotar.
A mitad de la sala estaban los dos maletines y Martin Rivas se desplazaba con apuro y desesperación. Avanzó primero hacia el ventanal de la sala y oteó la calle, después se dirigió al fondo de la cocina buscando exasperado un resquicio en la ventana cubierta por una reja imposible de mover. Volvió sobre sus pasos y encontró al periodista mirando hacia la calle. En ese instante, los hombres de los automóviles se desplazaban hacia el edificio junto a los que habían simulado tontear en las esquinas.
En el departamento apenas hubo tiempo para una brevísima discusión. El periodista lo increpó a viva voz: «Si estás cercado para qué mierda me llamaste», y el prófugo respondió: «Discúlpame, pero si me encuentran solo me matan». En ese instante, se oyó una voz agreste: «Policía, abra la puerta». Martin Rivas se arrimó a una de las paredes de la sala para quedar fuera del alcance de la puerta.
La voz insistió: «Abra, carajo, todo el edificio está cercado». El militar siguió en silencio. Entonces, el vidrio ubicado en la parte superior de la puerta estalló en añicos por el impacto del mango de un revólver. El periodista se dirigió al militar y le dijo: «Voy a abrir», pero Martin Rivas decidió avanzar hacia la puerta y apenas se escuchó el sonido de la cerradura con el pestillo corrido cayó sobre él,
como un alud, una muchedumbre de policías. En medio de gritos se lo llevaron en vilo cuatro metros hasta dar contra una pared y caer al piso. Al ver las pistolas de cada policía, Martin se quedó quieto.
A la vez, otro grupo de efectivos puso al periodista de pie contra la pared, este sintió el impacto de dos revólveres presionados contra su espalda a la altura de los pulmones, atinó a pedirles calma con el temor insondable de un disparo que pudiese escapárseles, les pidió que extraigan de uno de sus bolsillos su
identificación como periodista y volvió a pedirles que se calmen.
Agitados y a los gritos, acomodaron al militar sobre una de las sillas de la sala y empezaron a colocar en la mesa los objetos que encontraban en sus bolsillos, mientras otros efectivos abrían los maletines. Al hallar la pistola uno de ellos gritó: «Cachéalo bien, de repente tiene otra». No le hallaron otra arma.
Al periodista, luego de ver su identificación, le hicieron vaciar sus bolsillos, le quitaron el teléfono móvil y le indicaron ubicarse al final de la sala. El alboroto no cesaba. Celebraban. Conversaban a los gritos. «Era él, carajo, aquí estaba».
Una mujer que había ingresado junto a quienes irrumpieron en el departamento seguía grabando con una pequeña cámara. A través de una radio el jefe del operativo reportó: «Mi general, era el hombre. Ya lo tenemos».
Recibió indicaciones y al cortar ordenó a la mujer grabar al militar y al periodista y alertó a un subalterno para que hubiese una motocicleta lista «para llevar las imágenes al despacho del señor Ministro».
Con el escenario bajo control hicieron pasar a la fiscal Ana Cecilia Magallanes Cortéz –quien junto a una dotación de policías se había mantenido a resguardo en el departamento de enfrente– para levantar el acta del operativo.
Lo que siguió fue una tediosa jornada propia de los formalismos judiciales.
Lo interrogaron durante cinco horas mientras una funcionaria transcribía en una máquina de escribir portátil y en copias al carbón las respuestas del militar. A la vez, hicieron un inventario minucioso de sus pertenencias. Dejaron constancia del registro de la pistola Browming, se sorprendieron por los libros que fueron hallando, por los files con datos completos del proceso judicial que tenía abierto y por los posibles misterios escondidos en una caja con disquetes. En un momento, encendieron una de las dos computadoras portátiles y quisieron dejar constancia en el acta de cada uno de los archivos que contenía, pero la tarea se reveló no sólo extensa sino inútil y decidieron consignarla como «material a ser revisado por el departamento correspondiente».
En el disco duro de esa computadora así como en los disquetes que le incautaron existía información
valiosa, pero en los meses siguientes, y hasta hoy, nadie supo el destino de ese material.
Afuera, la serena calle de los días pasados se llenó de una muchedumbre de manifestantes, vecinos y curiosos y un enjambre de periodistas empuñaba sus micrófonos y cámaras de televisión. Estos, a través de sus transmisiones en vivo y en directo, hicieron amplios honores a la objetividad difundiendo desopilantes versiones imaginarias sobre lo que ocurría dentro del inmueble. Otro tanto ocurrió con las crónicas de los diarios al día siguiente. Escribieron como si hubiesen estado presentes. Una de ellas afirmó que Martin Rivas «se enfrentó a golpes con sus captores» y otra afirmó el hallazgo de videos en los que aparecían Fujimori y Montesinos observando un entrenamiento del Grupo Colina.
Hacia las siete de esa tarde, los policías le colocaron a Santiago Martin Rivas un chaleco antibalas, lo tomaron de cada uno de los brazos, bajaron por la escalera y en medio de un alboroto de consignas, gritos, insultos, flashes y micrófonos se abrieron paso hasta depositarlo en una camioneta. El hombre más buscado del país, el que conocía los secretos que agobian al expresidente Alberto Fujimori terminó esa noche su vida clandestina de veinte meses, pero, sobre todo, terminó su largo periplo de acciones contrasubversivas iniciadas en Ayacucho en 1982 y marchó rumbo a prisión cargado de historias que quizá nunca termine de revelar por completo.
Mientras tanto, al periodista le tocó vivir una historia propia de un país que se maneja con una robusta doble moral. Cuando vio ingresar a la fiscal Ana Cecilia Magallanes, se acercó a ella confiado en las versiones que la señalaban como una magistrada honesta y justa y le pidió resguardo a sus derechos de
ciudadano, entre ellos evitar ser sometido a la grabación de un video que con afán reclamaba desde su despacho el ministro del Interior con la evidente finalidad de utilizarlo públicamente. La fiscal Magallanes no aceptó el pedido a pesar de tener frente a ella el carné que identificaba al periodista y, más bien, como si fuese una enviada ministerial y no una fiscal encargada de garantizar la legalidad de lo que acontecía, autorizó a la policía a efectuar la grabación y les permitió salir raudos.
Apenas arribó el motociclista con la cinta, el ministro Gino Costa y su viceministro, Carlos Basombrío Iglesias, aparecieron ante las cámaras de televisión dando una conferencia de prensa. Habían preparado todo con anticipación porque tenían una cartulina, que no se prepara en media hora, en la que aparecía la fotografía del rostro de Santiago Martin Rivas recién capturado y, al lado, de manera inexplicable, la fotografía del periodista. La intención era sugerir a la opinión pública que ambos eran partícipes de una misma actividad y, a continuación, echaron a andar la insostenible teoría de que estaban reunidos
para organizar un complot contra el Gobierno.
Fue una maniobra propia de la estulticia del presidente Alejandro Toledo que les impartió esa orden tomándose revancha de antiguos y vigentes desencuentros con el periodista.
En aquella conferencia de prensa, Costa y Basombrío afirmaron que «el periodista ingresó al inmueble a la medianoche». Fue una alevosa mentira porque el inmueble estuvo sometido a vigilancia durante toda esa semana, tenían un registro de todos los movimientos y el ingreso del periodista, al mediodía del
lunes 18, fue visto por los policías desperdigados en la calle y, a su vez, los agentes y la fiscal, guarecidos en el departamento vecino, lo escucharon tocar la puerta del escondite de Martin. Sin embargo, actuaron dóciles ante la orden de Toledo a pesar de que un funcionario de la Comisión de la Verdad se comunicó telefónicamente con el viceministro Basombrío para acreditarle que había estado
reunido con el periodista horas antes y, por lo tanto, estaban incurriendo en una deliberada falsedad. No entendieron razones y siguieron adelante.
Lo llamativo es que Costa y Basombrío, además de su condición de autoridades coyunturales, eran abogados, conocían los límites que debían observar y estaban obligados a preservar la presunción de inocencia que le asistía al periodista. Su actuación encuentra una explicación muy concreta.
Ambos se autodenominan defensores de los derechos humanos y en esa condición han trabajado en entidades de ese rubro y ya se sabe que esos círculos operan bajo esta distinción: quienes piensan como ellos tienen derechos; quienes opinan de otro modo carecen de ellos.
El burdo guión fue completado al día siguiente con la aparición en cuanto espacio le fue posible de la congresista Anel Townsend Diez Canseco, una operadora del oficialismo que durante toda su actuación pública se condujo con tanta arbitrariedad y doblez que terminó recogiendo una de las peores sanciones
para un político: el total olvido de la ciudadanía. Finalmente, el propio presidente de la República, Alejandro Toledo, salió a decir que él mismo «se encargaría de monitorear el caso» porque estaba convencido de que el periodista tenía que ser investigado «porque a mí no me convence que haya estado
haciendo una entrevista».
Era una intromisión en los fueros del Poder Judicial y una peligrosa manera de poner en cuestión la labor periodística, pero a ningún columnista –en un país plagado de columnistas de opinión– se le ocurrió el mínimo comentario no en defensa del periodista sino en resguardo de la tarea del periodismo de investigación que tiene entre sus principales herramientas la opción de entrevistar a individuos que se encuentran en la clandestinidad.
En la Dirección Contra el Terrorismo, la asistente de la fiscal Magallanes, en ausencia de esta, recibió una llamada de Alejandro Toledo solicitándole la elaboración de un atestado para la detención del periodista. Minutos después aquella funcionaria, Rocío Marilú Rojas Trigoso, enarboló una tarjeta de
presentación de Estuardo Malpica Risco –hallada en el registro del inmueble– afirmando que estaba entre los documentos que el periodista tenía en sus bolsillos y, por lo tanto, era necesario investigar el vínculo porque esa tarjeta correspondía al hermano de Milagritos Malpica Risco, la mujer que lo había
contactado días atrás para conducirlo al último escondrijo de Martin Rivas.
El general Marco Miyashiro, ante la burda maniobra reaccionó con la actitud de un hombre de bien y policía ejemplar –pocos, pero existen– y le hizo saber a la fiscal que en su dependencia no se iba a efectuar un ardid de ese tipo, le indicó que dejase de fingir que no podía identificar al periodista y, por último, le hizo saber que estaba en condiciones de acreditar su identidad más allá de su carné porque lo conocía desde hacía más de diez años.
Pasada la medianoche, el periodista fue puesto en libertad y como corresponde a los usos peruanos sus colegas cuestionaron su salida. El hombre se marchó a casa y en los días siguientes, sin efectuar reclamos, en silencio frente a los discursos de los pontífices de lo políticamente correcto. Y con el
anuncio de que sería arrestado por las presiones del presidente Toledo exigiendo una investigación que la Fiscalía había aceptado, este, tras prestar su declaración ante la fiscal, se embarcó hacia Buenos Aires a realizar el trabajo que correspondía: escribir este libro con las pruebas que años más tarde, en 2007, los jueces chilenos habrían de considerar como fundamentales para aprobar la extradición del expresidente Alberto Fujimori.
LA ÚLTIMA ENTREVISTA
Esta es un fragmento de una entrevista más extensa. Varios de los puntos tocados, y otros adicionales, se encuentran detallados en un documento de análisis preparado por Santiago Martin Rivas y que el autor mantiene en sus archivos. En dicho documento se detalla todo el concepto estratégico seguido en las acciones clandestinas realizadas contra Sendero Luminoso. Asimismo, además de la entrevista grabada en video, existe otro material audiovisual, también en los archivos del autor, en el cual Martin Rivas expone sus puntos de vista sobre episodios concretos y reitera el rol y las responsabilidades del expresidente Alberto Fujimori. Todo lo que el militar afirma en esta entrevista constituyen asuntos complejos sobre los cuáles siempre habrán discrepancias y polémicas y corresponde a cada lector formarse una propia opinión.
En todo caso, publicarla sirve, primero, porque toda esta postura que explica –más no justifica– las decisiones tomadas a partir de 1990 fue omitida en el Informe de la Comisión de la Verdad; y, segundo, sirve como una pieza más junto a otras que existen para tratar de descifrar los crueles misterios de los años de violencia que azotaron al país.
–Para entender las decisiones tomadas por el expresidente Alberto Fujimori en materia de lucha antiterrorista, es necesario conocer las diferencias entre guerra convencional y guerra clandestina.
¿Cuáles son esas diferencias?
–En la primera, dos países entran en conflicto y se enfrentan de manera abierta a través de sus Fuerzas Armadas respetando ciertas normas o leyes de la guerra: el empleo de uniformes, el respeto a los prisioneros, la asistencia a los heridos y todo lo que está pactado en Convenciones como la de Ginebra o en los reglamentos de la Cruz Roja. Esa es la guerra convencional.
–¿Y la otra es la llamada guerra sucia?
–Llámela así si gusta. A quiénes dicen «guerra sucia» les pregunto: ¿existe una «guerra limpia»? Toda guerra por definición es brutal y conduce a la muerte.
–Pero aún así una guerra tiene ciertas reglas básicas que buscan resguardar lo que queda de humanidad en medio de la barbarie.
–Esas reglas existen en la guerra convencional. Pero la guerra clandestina, guerra de baja intensidad o guerra sucia, como quieran llamarla, ha sido impuesta en el mundo por el terrorismo y no tiene reglas. Es cruenta y salvaje. Y en nuestro país la impuso el fanatismo de Sendero Luminoso y no los militares.
–¿Y qué características tiene ese tipo de guerra?
–No hay declaratoria de guerra ni ejércitos uniformados identificables que se enfrentan abiertamente, las armas convencionales pasan a segundo plano ante otra arma mucho más peligrosa que es el arma sicológica. El enemigo es clandestino, se esconde y confunde entre la población y forma parte de esta. Y
como el arma sicológica es fundamental las acciones de ese enemigo clandestino consisten en atentados brutales para desmoralizar al país y desestabilizar a su gobierno. Esa fue la guerra que generó Sendero Luminoso. Una guerra basada en el miedo, en el terror y, lamentablemente, muchos ayudaron a ese avance desde los errores de las autoridades hasta ciertos sectores o personajes sobre los cuáles no se dice nada.
–¿A quiénes se refiere?
–Espero que esta entrevista no tenga censuras. En todo caso, me refiero a los llamados «senderólogos» y a la prensa. Fíjese, y aunque les moleste a ustedes, en el Perú apenas surge un tema trascendental, cualquiera sea este, en política, deportes, modas, delincuencia, lo que sea, inmediatamente aparecen los
«especialistas» que se apoderan del tema, toman por asalto los medios de comunicación y en pocos días encontramos novísimos «especialistas» que por arte de birlibirloque se doctoran con solo ponerse el vocablo «logo».
Así aparecieron, doctorados no se sabe por qué universidad, los «senderólogos» y todos los días aparecían en los medios de comunicación, sobre todo en la televisión, ensayando sus teorías, interpretando el drama del país desde un escritorio.
–Guardo distancias con esos presuntos especialistas, pero no puede negar que gozaron de gran audiencia y eran consultados incluso por quienes gobernaban...
–Por supuesto que captaron atención. Ese fue el problema. Al no existir una versión oficial de los hechos, la población estaba desorientada y asustada y buscaba, necesitaba información. Como el Estado no se la daba, entonces, se refugiaban en las apreciaciones de esos señores que habían encontrado en un
asunto tan delicado, una manera de ganarse la vida o hacerse conocidos. Para muchos de ellos, no para todos, la violencia estructural que sufrió el país se convirtió en un buen negocio.
–Pero todos los analistas, en distintos campos, operan sobre hipótesis y manejan evaluaciones a partir de ciertos datos. ¿Qué es lo que hace particularmente cuestionable el rol que tuvieron los «senderólogos»?
–Su irresponsabilidad en un tema tan grave.
Esos señores durante largos años generaron una fuerte corriente de temor y miedo en la sociedad y hacían sentir que era muy poco lo que se podía hacer y agrandaban la imagen de Abimael Guzmán creando de esta manera zozobra en la gente e influyendo en quienes debían tomar decisiones en el país.
–Ellos podrían argumentar que más bien perfilaron las características de Sendero Luminoso y de su cabecilla Abimael Guzmán...
–Oiga usted. Cuando se inició la violencia terrorista la gran pregunta era:
¿quién es Abimael Guzmán? y allí empezaron las versiones. Pronto aparecieron un par de fotografías antiguas y de inmediato los «senderólogos» con sus amplísimos «conocimientos» de guerra revolucionaria empezaron a hablar de las cualidades estratégicas de Abimael Guzmán, de sus grandes talentos pero resulta que ninguno lo conocía ni había tenido acceso anterior a un individuo inmerso
en la total clandestinidad. Después, cuando el tiempo fue pasando y se seguía sin saber nada del «gran Presidente Gonzalo», empezaron a aparecer las «primicias de muy buena fuente» de la prensa que unidas a la «sabiduría de los senderólogos» daban lugar a todo tipo de versiones hasta convertir a un asesino en una leyenda: que Guzmán era un genio, que hablaba no se cuántos idiomas, que dominaba con la mirada, que convencía en pocos minutos, que fue engreído de Mao Tse Tung y hasta un Presidente de la República le envidió su mística y otros decían que había muerto y, entonces, nos estaba ganando la guerra desde la tumba como el Cid Campeador.
Lo único que se conseguía era darle un sitial enorme a un vil individuo y atemorizar a la población. Guzmán lo aprovechó muy bien. En sus documentos internos ordenaba la creación de «el mito subjetivo».
–Ese mito concluyó con su caída...
–Pero alguien había creado ese mito sin tener información real y concreta.
Cuando se encontró el video donde Abimael Guzmán aparece bailando la danza de Zorba, el griego junto a todo su Comité Central, ahí nos enteramos de muchas cosas: primero, que estaba vivo; segundo, que vivía cómodamente en lugares residenciales; que tenía los hábitos de cualquier ser humano común y silvestre, o sea, que le gustaban sus tragos, que tenía sus mujeres, que no tenía ninguna aureola especial. Era como cualquier persona. Y cuando fue presentado con su traje a rayas su discurso no tuvo ninguna brillantez ni correspondía a esa leyenda que le habían inventado y un año después de su captura, sin ningún honor ni valentía, firmó su rendición y la firmó ante Montesinos ni siquiera ante el Presidente de la República. Habíamos sido víctimas de un engaño de parte de «senderólogos», periodistas y demás mentirosos de la noticia.
A estos mercaderes de la histeria colectiva también habría que pedirles que asuman su responsabilidad. Porque resulta que toda esa gente se ha encargado de exigir la responsabilidad de los militares pero jamás les he escuchado o leído una línea sobre los policías y militares muertos en emboscadas o asesinados a dinamitazos.
–Para traer abajo el mito del Presidente Gonzalo, ¿el Estado tenía que usar los métodos terroristas de Abimael Guzmán?
–No había otra manera. Con los métodos convencionales hacía diez años que Sendero ganaba la guerra. Para combatir a un enemigo clandestino se tiene que recurrir a hombres clandestinos, se necesita combatir a los terroristas en las mismas condiciones clandestinas y con las mismas reglas que utilizan y
aplicando algunos de los métodos vedados que ellos emplean contra las fuerzas del orden.
–Ese es el punto en cuestión: un Estado no puede, no debe actuar como actúa un grupo terrorista, cuando lo hace está abdicando de su orden legal y abre las puertas a la ley del Talión...
–Claro, desde la teoría es muy fácil plantear las cosas de ese modo. En los hechos, ¿cómo se defiende un país de los salvajes ataques de un enemigo invisible? Hasta el día de hoy no se descubre otro tipo de estrategia que pueda reemplazar a la guerra clandestina.
–Quizá no se encuentra otra manera porque se parte de un pensamiento estrictamente militar...
–No, señor, no es así. En la guerra de baja intensidad se requiere de algo fundamental: una decisión política. Por tratarse de acciones clandestinas los militares no podemos tomar esa decisión porque estamos supeditados a órdenes y la orden para actuar fuera del marco oficial sólo puede provenir de la autoridad política.
En el mundo entero es la autoridad política encarnada en el Presidente de la República quien ordena que se ejecuten las tan cuestionadas operaciones de inteligencia. Después del atentado a las Torres Gemelas, ¿quién autorizó la invasión a Afganistán: los militares o el presidente Bush?
–Pero eso es oponer al terrorismo el terrorismo de Estado, es convertirse en terrorista...
–Es aplicar la guerra de baja intensidad. El terrorismo es uno de los más vivos y claros ejemplos del empleo del miedo como método. Aprovechan cuánto hay de blando en una sociedad para imponer acciones brutales, crueles, salvajes.
¿Qué hacemos frente a eso?
¿Los llamamos a la reflexión?
¿Les pedimos sensatez?
¿Sacamos pañuelos?
¿Exhibimos manitas pintadas de blanco?
Había que enfrentarlos con sus mismas armas. Hasta ahora no se ha inventado otra manera.
–Se podría decir que los militares decidieron aplicar la guerra sucia. De hecho Fujimori sostiene que él no dio ninguna orden...
–No señor. Se requiere de la orden presidencial porque una guerra clandestina tiene un costo político y el gobernante debe estar dispuesto a asumirlo con tal de ganar la guerra contra el terrorismo. Si los militares actuásemos por nuestra cuenta, apenas se presentan los reclamos por los actos de esa guerra clandestina, el Presidente de la República ordenaría nuestra baja y encarcelamiento.
¿Por qué Fujimori no hizo eso?
¿Acaso no era fácil meter preso a un mayor del ejército y a sus subalternos y deshacerse del problema?
No lo hizo porque no podía, porque era el jefe, el que había decidido pagar ese costo con tal de derrotar al terrorismo.
Hay muchos hechos concretos.
»¿Por qué Fujimori fue el encargado de dar el listado de bajas después de la toma de los penales?
¿Por qué se paseó delante de los presos vencidos?
¿Era un tonto para hacer todo eso sin saber por qué lo hacía?
¿Por qué impulsó la ley de amnistía?
¿Por qué sostuvo a Hermoza Ríos y a Montesinos?
Fueron ellos quienes le explicaron los fundamentos de la guerra de baja intensidad y los tres
tomaron la decisión.
¿O usted cree que el mayor Santiago Martín Rivas tenía más autoridad que los tres juntos?
–Frente a esas afirmaciones, Fujimori respondería que se trata de deducciones o interpretaciones, pero que no existen elementos concretos que lo incriminen...
–No pretendan un «vladivideo» donde se le ve dando las órdenes. La cuestión de fondo es ¿quién era el jefe supremo de las Fuerzas Armadas?, ¿quién era el gobernante obsesivo por controlar todo en sus mínimos detalles?, ¿quién anunciaba los resultados de los operativos?
»¿No fue Fujimori el que se paseó delante del cadáver de Cerpa en la residencia del embajador del Japón? ¿Acaso esa imagen se la tomó un periodista? Entonces, ¿por qué difundió esa imagen por propia iniciativa?
Porque sabía todo, porque entendía los mensajes que había que dar en una guerra de baja intensidad y por eso encabezó todo. Tengamos un mínimo de honor. Yo asumo mis responsabilidades hasta donde me competen, pero quienes gobernaron que asuman las suyas.
»Mire, le voy a mostrar un documento –se pone de pie, ingresa a una de las habitaciones y retorna con un libro de tapas color caqui.
El ejemplar tiene un sello que dice "Reservado". Martin Rivas lo muestra mientras dice–: Este es el Reglamento de Contrasubversión del Ejército Peruano, denominado Texto Especial N° 41, Guerra No Convencional; este tipo de texto es elaborado por los Departamentos de Instrucción y Doctrina de los Institutos Armados y son aprobados en las más altas instancias –busca en una página, anuncia que es la 105 y la lee–: «La destrucción propiamente dicha o sea la eliminación de los
elementos componentes de la organización político-administrativo local, se
llevará a cabo a base de las condiciones siguientes:
1. Que se haya recibido informaciones suficientes para garantizar el éxito de la eliminación; y
2. Que la eliminación planeada, pueda llevarse a cabo por entero –levanta la vista y continúa leyendo–: Con respecto al momento en que debe realizarse la eliminación de los componentes de la organización política-administrativa local, es conveniente tener presente lo siguiente:
1. El jefe y los miembros más destacados de la organización político-administrativo local se hallan demasiado comprometidos en la subversión para que pueda esperarse de ellos un cambio de actitud; tampoco puede esperarse que hablen con libertad al ser arrestados». –y termina diciendo–: Se puede concluir con claridad meridiana que una de las misiones primordiales de las Fuerzas Armadas fue la eliminación individual y/o general de los subversivos.
¿Esto no lo sabía Fujimori?
¿Cómo no iba a saberlo si era el jefe de un gobierno acosado por el terrorismo y necesitaba tener un sustento para darnos las órdenes que nos dio?
–¿Y por qué Fujimori tendría que haber asumido tamaño riesgo cuyos efectos hasta hoy lo persiguen?
–Hay que ver las cosas en contexto.
El año 90 no tenía tiempo para pensar ni proyectar el año 2000. Todo era urgente. Había una guerra y dos presidentes antes que él la habían perdido, y él era un advenedizo en la política que si no
resolvía el problema se lo traían abajo. Súmele algo más: Fujimori nunca fue respetuoso de las formas constitucionales. Era un pragmático. Y, por último, enfrente tenía a un enemigo que extraía su fuerza a través de un dogma:
«Cruzaremos un río de sangre hasta fundar la República de Nueva Democracia».
Ese era el escenario del año 90. Ahora todos lo han olvidado. Y esa amnesia también la pretende Fujimori que no reconoce la responsabilidad que le toca.
Por: Umberto Jara
Editado por pegaso125
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