Ojo por ojo: La verdadera historia del Grupo Colina (parte 3)

 VOCES CLANDESTINAS

Mire, Vallejo lo dijo mejor que nadie:

«Hace un frío teórico y práctico».

Y así también la crisis. Y el Perú es un país

con muchas leyes pero sin ley.

ALFREDO BRYCE




EL PERIODISTA Y EL GENERAL

Se conocían desde varios años atrás, cuando El General era un comandante a puertas de un ascenso y juntos hicieron un viaje de zozobra entre Huanta y Huamanga, a bordo de una camioneta con dos soldados heridos y los escasos cincuenta kilómetros de distancia duraron una eternidad.

Fue en el tiempo de las emboscadas de Sendero Luminoso a patrullas militares como cosa de cada día. La ansiedad compartida en esa noche de incertidumbre les generó un curioso sentimiento de fraternidad y, en los años siguientes, mantuvieron contacto, se dispensaron ayudas mutuas y, sobre todo, establecieron una respetuosa relación en la cual el periodista nunca exigió información que El General no estuviese dispuesto a dar, y este jamás acudió con un pedido incómodo. 

A pesar de ello, largos meses de persuasión no lograron convencer al militar para sostener una reunión sobre un tema que había decidido proteger con la armadura del silencio. Solo la intervención providencial de una novia de sus años de cadete, consiguió establecer la cita en su casa de playa, al sur de Lima.

En una cómoda terraza frente al mar, guarecidos por una sombrilla, con la compañía de una atenta libreta de apuntes y sendos vasos de vodka cargados de hielo, ambos se embarcaron en una charla de confidencia cuyo silencio inicial fue roto por El General con un tono socarrón:

«Ustedes viven persiguiendo las noticias, pero las mandan al archivo antes de saber qué pasó realmente. ¿Te acuerdas del viaje del Chino a los Estados Unidos en junio del 90? 

Salió en todos lados, ¿no es cierto? Y fue todo muy favorable, ¿no es verdad? 

Pero ¿sabes lo que trajo de ese viaje? 

Dos decisiones con respaldo norteamericano, eso trajo el Chino de ese viaje. El Perú se caía a pedazos. Había juntado los dos peores problemas que pueden existir: crisis económica y terrorismo. No era juego. Ni para nosotros ni para los gringos. Para ellos era fundamental recomponer el Perú porque sino la región se iba al demonio. 

¿Te imaginas lo que habría sido que un grupo maoísta tome el poder o siga teniendo en jaque a un tercer gobierno democrático con la gente muriéndose de hambre y sin empleo? 

Se iba a la mierda el programa liberal. Argentina, Brasil y, sobre todo, Chile ya estaban en la onda. Perú era clave. Además, está a mitad de continente y es puerta de acceso a todo lado. ¿Qué vino en agosto, a los pocos días con Fujimori como presidente? ¿Te acuerdas? El ajuste, ¿no es cierto?

El ministro de Economía diciendo: “Dios nos ayude” y adelante con el programa. Doscientos, trescientos, cuatrocientos por ciento de aumento de precios. ¿Te acuerdas de ese día? Carajo, a los oficinistas la plata del menú apenas les alcanzó para comer un plátano con un paquetito de galletas. A nosotros nos dieron orden de inamovilidad porque se esperaba un desborde. Pero no pasó nada. La gente reaccionó tranquila, pensando que no quedaba otra; así es este país, muy extraño.

»Esa fue la parte pública. En privado estuvo la otra decisión, la que no se podía anunciar, la que tenía que prepararse y ejecutarse en silencio. 

¿Me entiendes? 

Un nuevo plan en serio para detener de una vez al terrorismo. Una nueva estrategia. Ten en cuenta algo: para mí la política gringa está muy bien resumida en una frase famosa sobre Pinochet: “Pinochet es un gran hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

Eso es. Y el 90 los Estados Unidos encontraron a su hijo de puta, mejor dicho, a sus hijos de puta, el Chino y Vladimiro».

Antes de seguir, El General eligió las palabras siguientes paseando la mirada sobre el oleaje iluminado por un orondo sol de verano, y, con una media sonrisa, continuó:

«Ustedes creen que las cosas son siempre dos más dos, ¿no es así? Las cosas son más jodidas y en una guerra interna no hay dos más dos que valga. Esa segunda decisión, tomada con aval gringo, fue entrar a la guerra de baja intensidad, era la única manera.

¿Cómo arreglaron sus problemas Chile y Argentina?
 ¿A ver, dime, de qué modo?
 
Fajándose con los comunistas. Me matas   uno, te mato dos. Y sobre esa base rearmaron su economía. Así funcionó. No  había y hasta ahora no hay otro método contra el terrorismo. Bueno o malo, no es el tema; así era. Y así es. Es una guerra. 

No se hizo antes porque nunca hubo apoyo político. Ni con Belaunde ni con Alan García, ellos cuidaban su imagen y no les sirvió de nada porque avanzó el terrorismo, hubo excesos de ambas partes, se fue a la mierda la economía, la gente vivía asustada, y para esos presidentes no quedó ningún aplauso. 

¿O no fue así? 

El Chino aceptó tomar la decisión política. Ese es el punto clave que nunca lo va a querer reconocer. No le quedaba otra. Si quería seguir siendo presidente en ese país destruido y acorralado, tenía que seguir estrategias que ya habían funcionado. Eso fue lo que trajo de su primer viaje a los Estados Unidos, las dos decisiones: aplicar un programa económico liberal y aplicar la guerra de baja intensidad contra el terrorismo.

Esas decisiones lo sostuvieron en el cargo. Con la situación que vivía el país, ¿tú crees que Fujimori hubiese podido decidir por sí solo? Por favor, por eso digo que ustedes archivan las noticias y no averiguan más. Después vino eso de culpar al Grupo Colina de todo; pasaba algo y... Colina lo hizo.
¿Y los jefes?
¿Y los que decidieron la política a seguir?
 ¿Dos mayores del Ejército podían hacer las cosas por sí solos, porque se les ocurría?
¿Dos mayores podían disponer de ayuda logística y decidir acciones de ese nivel, con esa repercusión política?

¡Por favor!

»Todo país que aplicó la guerra de baja intensidad, tomó las decisiones en los más altos niveles y con anuencia de los Estados Unidos. ¿A qué fue Kissinger a la Argentina en 1978? ¿A ver el Mundial? ¿Porque le encantaba el fútbol? ¡Por Dios! Además, por un instante imaginemos que esos dos mayores del Grupo Colina tomaron la decisión, ¿okey?; se fueron por la libre, ¿de acuerdo? Entonces, con el lío político que se armó, al día siguiente los habrían encanado, los mostraban a todo el país y no los defendían, ¿o no? 

¿Por qué sacó los tanques el general Hermoza Ríos? 

¿Por qué se dio una ley de amnistía? 

¿Por los del Grupo Colina únicamente? 

¿Porque eran sus hijitos? 

No, por favor, discúlpame, pero ese es el problema del periodismo cuando no va al fondo de las cosas. Era una política de Estado, una decisión tomada desde el inicio de ese gobierno, una decisión necesaria y respaldada por los Estados Unidos. Por eso lo sostuvieron a Fujimori, incluso después del autogolpe, porque garantizaba un programa liberal y un enfrentamiento total con el terrorismo. 

Después de diez años de derrotas, había, por fin, alguien dispuesto a asumir la decisión política para ir adelante con una guerra de baja intensidad. No había otro modo de pelear contra los terroristas. O les aplicas sus propios métodos o te siguen matando a escondidas. Y vienen los periodistas a joder con que el Grupo Colina para aquí y para allá, y lo único que han hecho es ayudar a que los responsables principales, los que tomaron las decisiones y las órdenes, estén liberados de ese problema, esperando salir de la cárcel para gozar de sus millones o, como Fujimori, que ya está gozando, allá en el Japón».

La vehemencia de sus palabras, lo puso de pie, se acercó a la baranda de madera, y fijó la mirada en las olas leves, teñidas de sol. 

El periodista avanzó con la cizaña de un comentario. «¿Sabe una cosa, General?

Da la sensación de que está defendiendo al Grupo Colina». El hombre giró, golpeó las manos juntándolas como en una imploración, volvió a su silla y luego de sorber un  trago largo, siguió sin variar el énfasis.

«Por favor, ese no es el punto. Hubo más de un grupo operativo, en eso consiste una guerra de baja intensidad, en armar grupos clandestinos de acuerdo a cada situación y para misiones específicas. Es cierto que el equipo más estable, el más operativo fue el Grupo Colina, pero las responsabilidades de ellos tienen que verse en la proporción que les corresponda. Lo que yo sostengo es que por cargar únicamente contra esa gente se olvida y se protege a los directos responsables, a los ladrones que luego de que militares y policías pusimos en orden el país acabando con Sendero Luminoso y el MRTA, aprovecharon ese prestigio, aprovecharon la paz lograda, para dedicarse a robar.

»Ese es el punto. ¿Quiénes tomaron las decisiones? ¿Quiénes ordenaron seguir ese camino? ¿Por qué nadie se ha querido ocupar de eso realmente? No vengan a joder con que unos agentes del SIE eran capaces de todo y tenían libertad para hacer todo. El Ejército es jerárquico y un mayor no mueve un dedo si la orden no viene de arriba, y en esos temas las órdenes tienen que venir de bien arriba porque sin decisión política no se mueve nada. 

El jefe supremo de las Fuerzas Armadas era Fujimori, y no porque lo diga la Constitución, sino porque él ejerció ese cargo públicamente y al interior de las Fuerzas Armadas, así fue. Y tomó decisiones con su comandante general Hermoza Ríos, y con su otro jefe, Vladimiro, que sabía muy bien de qué se trataba. Él se lo hizo entender al Chino.

Los grupos operativos, como Colina, eran eso: operativos. No eran decisorios.

¿Queda claro o no?»

Es un militar particular, al menos para los estándares peruanos. No por el énfasis con que habla, tampoco por los temas que conoce, sino por su afición a la lectura. En el pequeño anaquel de la sala hay algunos títulos sobre historia política, y en su domicilio tiene una biblioteca suficiente sobre el tema. Por el impulso de esa afición, siguió abriendo el cajón del silencio.

«En todo esto había un punto fuera de discusión: o Fujimori hacía las alianzas que necesitaba o terminaba fuera. A la CIA desde un inicio le interesó que Fujimori sea presidente porque a él, que no tenía nada, le podían imponer políticas determinadas.

¿Crees que después de los problemas que hubo con el Plan Cóndor en Chile y Argentina, Vargas Llosa iba a autorizar una lucha clandestina contra el terrorismo? Para nada. Nos íbamos a la guerra civil. Y Estados Unidos no quería eso. 

Y el Chino aprendía bien rápido. ¿Hablaste alguna vez con él? ¿Te diste cuenta que mirando con esos ojitos inexpresivos estaba sacando cuenta de todo? Además, ¿qué le quedaba si en ese momento era cascarita? 

Como político la supo hacer: en poquito tiempo tuvo a los Estados Unidos y a las Fuerzas Armadas de su lado. Qué le interesaba no tener partido. Por eso salía a cada rato a recalcar que no le debía nada a nadie y los dejó colgados al APRA y a los evangélicos que lo habían apoyado. No tenía poder, solo tenía un cargo pero en pocas semanas consiguió el poder, con apoyo interno y externo. No era ningún cojudo, y estaba dispuesto a pagar la factura que giraba Estados Unidos: aplicar un programa económico liberal y barrer con el terrorismo. 

¿Nos entendemos? »Ahora, el otro dato es que el resultado de ese viaje le fue favorable a Montesinos. Agarró más vuelo. ¿Sabes por qué? Porque conocía el tema. Había estudiado en la Escuela de las Américas y de allí han salido todos los militares que en América Latina han combatido contra el terrorismo; ya lo conocían en la CIA, es decir, sabía cómo era el manejo y al tener la confianza del Presidente podía articular un plan de trabajo con las Fuerzas Armadas. 

Así empezó la cosa, no con Barrios Altos ni con La Cantuta. Esas son dos graves consecuencias de una política que se siguió. La prensa ha sido tan monotemática que terminó por hacer creer que todo el problema del combate al terrorismo se reduce a dos casos: Barrios Altos y La Cantuta. ¿Nunca te has planteado la posibilidad de que tanto énfasis en solo dos casos haya sido promovido desde arriba para protegerse y para que no se conozcan muchos otros casos? Ahí está, entonces los periodistas también tienen su cuota de responsabilidad por caer en ese juego y sacar reportajes, por ejemplo, a ese agente Bazán, un pobre agentito diciendo que escuchaba las reuniones de Fujimori y Montesinos. 

Por favor. ¿Cómo escuchaba? ¿Era invisible? ¿Lo invitaban? ¿Era Rambo? Con esa falta de criterio

lo único que han hecho es ayudar al Chino y a Montesinos, ¿o no? »A estas alturas lo que le queda al que quiera saber la verdad es interpretar, volver a mirar las cosas, sacar las noticias del archivo y pensarlas y analizarlas y allí se van a encontrar revelaciones y... sí, sí, por supuesto, encontrar testimonios pero de fondo, claves. 

¿Quieres saber en qué consiste la guerra de baja intensidad? Pregúntale al mayor Martin Rivas, él conoce el tema, Montesinos lo trajo de Colombia por eso. ¿Ya te hicieron el contacto con Martin?».

AL CORRER LEVEMENTE la cortina del ventanal, el periodista vio un patrullero aparcado frente al edificio. Alcanzó a distinguir a dos policías conversando al interior del vehículo y el sobresalto que tuvo le impidió fijar otros detalles.

Después se lo explicaron, y, en los días posteriores, también llegó a saber la rutina de ese pequeño departamento –una sala comedor, dos habitaciones, un baño, una cocina y un patiecito con tendal– cuyos focos, a pesar de la penumbra, permanecían apagados durante el día para evitar visitas inesperadas imposibles de ser atendidas por el único habitante del inmueble. Recién en la noche, cuando los otros residentes retornaban del trabajo, las luces se encendían. Otro tanto ocurría con el teléfono. Durante el día ningún timbrazo recibía la atención de una respuesta, salvo que se cumpliese con una clave establecida: tres timbrazos seguidos de una interrupción y luego un nuevo ingreso de la llamada. Entonces, el único habitante del día, con voz mordida, cortante, decía: «¿Quién habla?».

Esa tarde, el periodista ingresó a ese departamento sin saber dónde se encontraba. Una hora antes, de acuerdo con las indicaciones, esperó en la esquina de las avenidas Arequipa y Santa Cruz la aparición de una camioneta 4x4 con lunas polarizadas cuya puerta trasera se abrió desde el interior mientras una voz le indicaba subir. 

En los asientos delanteros iban dos hombres. El que manejaba era fornido, más bien gordo, con enormes bigotes y tenía encendido a todo volumen un disco de Carlos Santana cuyos acordes acompañaba con entusiasmo golpeando las manos en el timón. 

El otro, de contextura media, tenía un teléfono móvil en la mano y daba las indicaciones. Durante las idas y vueltas en la camioneta, Santana no dejó de tocar, y aparte de una llamada dando aviso de que el contacto se había producido más un par de frases intercambiadas entre los dos sujetos, no se habló nada durante el desfigurado trayecto. A poco de llegar, y a pesar de que las lunas no dejaban mayor visión, el periodista recibió la indicación de echarse sobre el asiento mientras el guía hacía una llamada.

Ingresaron a un estacionamiento en un sótano y, antes de apearse del vehículo, el encargado de las instrucciones le ordenó caminar con la mirada en el piso. El gordo se quedó al volante embebido en su música.

No tropezaron con nadie en el breve tránsito hasta el departamento cuya puerta abrió el guía y, mientras este ingresaba a una habitación, el periodista descorrió ligeramente la cortina para tratar de ubicar la zona, pero se encontró con el patrullero estacionado apenas a unos metros.

Instantes después apareció el mayor del Ejército Santiago Enrique Martin Rivas, en ese momento el hombre más buscado del país. Vestía un pantalón  negro, camisa celeste y, afeitado y peinado, lucía esa pulcritud en serie de los militares. Saludó con un apretón de manos y, de inmediato, indicó tomar asiento en la mesa del comedor cubierta por un mantel floreado y alejada del ventanal.

Hizo un preámbulo sobre los antecedentes de la reunión y las razones por las que accedía a las sucesivas entrevistas que se iban a desarrollar en adelante. El militar sostuvo que el silencio le había causado mucho daño y que el rumbo de los acontecimientos lo convenció de la necesidad de dar a conocer su versión de los hechos. 

El periodista, al verlo receptivo, aprovechó para solucionar su intranquilidad por la presencia del coche policial. Con una media sonrisa, Martin Rivas contestó:

 «El enemigo también enseña; Abimael Guzmán se escondía frente al cuartel general del Ejército; usted sabe, no existe la costumbre de buscar en los lugares obvios».

Luego, en medio de la conversación ya establecida, el mayor percibió que el periodista miraba su rostro con cierta insistencia, como si buscara algo: ¿una señal?, ¿un gesto? Avezado observador, el militar, cayó en la cuenta y dijo con ironía: «¿Quiere ver mi ceja?, ¿está buscando la cicatriz?». Con una sonrisa guasona hizo una señal autorizando una revisión de ambas cejas: «Mire, busque, no hay ninguna cicatriz». Acto seguido, se puso de pie para hacer notar su pequeña estatura, y separando con las dos manos las solapas de la camisa, dijo, siempre irónico: «¿A usted le parece que este es un cuello de buey?, y mi voz ¿le parece una voz imperial?». 

El periodista lo miró asintiendo: ni cuello de buey ni voz estentórea, más bien el físico usual de alguien que mide menos de un metro setenta.

«Ese es el periodismo ficción –prosiguió el militar– un género muy usado en este país». Era una referencia a una difundida publicación describiéndolo con «cuello de buey», «voz imperial» e hiriéndose una ceja con un letrero de metal en el escenario de la matanza de Barrios Altos, una de las gravísimas acusaciones por las que eligió estar prófugo.

Así inició la charla mostrando su agrado por la esgrima verbal. En adelante, más de una vez, en las diversas entrevistas, tuvo una actitud provocadora, basada en sus aptitudes para polemizar. Se consideraba, y no le faltaba razón, un buen analista político. Había aprendido a combinar las lecturas militares –los clásicos usuales: Clausevitz y Zun Tzu– con la política y la historia. 

Lo caracterizaba una memoria de elefante capaz de recordar fechas, datos y nombres con sorprendente precisión, y más de una vez dijo con fastidio: «Yo no soy ese asesino que han dibujado, ustedes, los periodistas; soy un militar que peleó en una guerra y cumplió con su deber, ¿o usted cree que a la guerra se va a celebrar misa?». El mismo argumento utilizado por los militares sudamericanos implicados en graves episodios de violaciones a los derechos humanos. En esa primera reunión, tras algunas vueltas, empezó su relato.

«Me fui al extranjero a final de los ochentas a estudiar en la Escuela de Inteligencia de Colombia. Quedé en primer lugar en un curso con veinticuatro oficiales de distintos países, segundo quedó un argentino –lo dice acentuando el detalle–. Por eso, el ejército colombiano me planteó quedarme como instructor invitado y mi comando me autorizó; pero, cuando asumió Fujimori, ahí no más, a los cinco meses, en diciembre, me ordenaron volver. No me gustó. Pensé que se trataba de una de dos: o me reintegraban al servicio, y estaba harto porque los años anteriores me los había pasado en las zonas de emergencia; o me llamaban para darme de baja. ¿Por qué de baja? Porque el Ejército había apoyado la candidatura de Vargas Llosa, y yo, como integrante del SIE, trabajé en el plan antisubversivo que se le propuso al FREDEMO».

–¿No es algo paranoico pensar que lo iban a dar de baja –lo interrumpió el periodista–, si usted dice que destacó en un curso internacional?

–¿Quién le ha dicho que en el Perú los méritos se respetan? –contestó el militar con el ceño fruncido–, aquí no valen nada, en este país todos utilizan a todos para sacar ventajas.

–¿Quién lo trajo de Colombia? –continuó el periodista. 

Entonces Martin Rivas prosiguió con su relato:

–Esa fue la sorpresa para mí. En el aeropuerto me esperaban agentes del SIN y me dijeron que tenían orden de llevarme al local de Las Palmas donde “el doctor Vladimiro Montesinos”. Eso me llamó la atención porque mi obligación era reportarme a mi comando.

»Llegamos y, efectivamente, en una oficina pequeña, en el viejo edificio, lo encuentro a Montesinos. De entrada me quitó el tuteo con el que nos tratábamos en años anteriores; pasó a ser el doctor y yo el mayor; estableció rápidamente su nivel de autoridad. Me explicó que era asesor directo del Presidente de la República y que estaba a cargo de diseñar todo el plan de lucha antiterrorista. 

Me dijo: “¿Se acuerda de las conversaciones que teníamos sobre la necesidad de usar la guerra silenciosa para derrotar al terrorismo? 

Por eso lo he traído de Colombia, ahora hay luz verde para trabajar en serio”. Cuando dijo “lo he traídode Colombia”, pensé y quién carajo es este para tomar decisiones sobre un militar, por eso le dije: “Disculpe, la orden de volver la recibí de mis superiores”.

“Sí –me dijo–, fue a mi pedido y se coordinó conmigo, la idea es que usted trabaje aquí en el SIN”. Me llamó la atención su propuesta y no me gustaron sus aires de autoridad. Después de esa reunión, me fui de inmediato a la Comandancia General a reportarme como corresponde porque esa es la norma, todo soldado que sale o regresa tiene que despedirse y reportarse con su comando. Allí me explicaron la cercanía de Montesinos con Fujimori y me dijeron que se estaba organizando una estrategia para dar lucha frontal a los terroristas usando la guerra de baja intensidad. Para definir mi situación le dije al general Hermoza Ríos, que en ese momento era jefe de Estado Mayor y al que yo conocía de antes: “Mi general, ¿cómo voy a ir al SIN?, soy un militar en actividad, he combatido contra Ecuador en Falso Paquisha, he luchado contra Sendero. ¿Cómo voy a trabajar a las órdenes de un excapitán expulsado del

Ejército?”».

–Mayor –volvió a interrumpir el periodista–, más allá de que Montesinos no era un cuadro militar, ¿por qué se negaba usted si eran amigos y ya habían trabajado juntos en años anteriores?

–Mire, señor periodista –replicó Martin con fastidio–, ese tema lo quiero aclarar de entrada porque es otra de las invenciones del periodismo y de los políticos que no investigan pero hablan. Nunca fui amigo de Montesinos. Lo conocí por el caso Cayara, por una orden superior que yo cumplí. Puedo decir, como mucho, que alguna simpatía le tuve porque era buen conversador, pero jamás desarrollamos ninguna amistad; y en el tiempo de Fujimori, nunca estuve a órdenes de Montesinos, jamás trabajé para el SIN. Yo fui miembro del SIE, del Servicio de Inteligencia del Ejército.

–¿No tuvo ninguna relación con Montesinos a pesar de que este lo hizo volver de Colombia?

–Entiéndame bien –contesta sin esconder su molestia–, una cosa es que mis superiores, aceptando el pedido de Montesinos, me ordenaran volver, y otra muy distinta es que yo haya trabajado bajo sus órdenes. Yo trabajé con el jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército, la DINTE, el general Juan Rivero Lazo.

–Jerárquicamente fue así, pero tuvo relación, contactos, participación en los planes dirigidos o coordinados por Montesinos, ¿no es cierto?

–Eso no lo niego, pero aclaro: por orden de mi comando. Asistía a las reuniones de planificación en el SIN, pero a nombre del Ejército, enviado por mis superiores. Además, en ese tiempo yo tenía acceso directo a los más altos mandos por mis conocimientos sobre guerra antiterrorista. Esa historia de mi amistad con Montesinos es falsa, y no lo digo ahora cuando nadie reconoce cercanías con él, eso viene de mucho antes. Soy un militar que combatió al terrorismo porque ese es el trabajo que se me asignó. Yo no he estado en política y menos en corrupción. 

Y le digo algo más. En una ocasión, me indicaron que vaya a la oficina de Montesinos porque necesitaba hablar conmigo. Me hizo una pregunta, quería saber de manera directa si era verdad que cuando empezó sus funciones hubo un plan para asesinarlo promovido por el anterior jefe del SIE, el coronel Córdova, y si yo fui el encargado de esa misión. Le dije que tuviera cuidado con las versiones de sus sobones y que se acordara que yo no estuve en el Perú en ese momento, pero «que si hubiese recibido la orden de liquidarlo, no estaríamos hablando en esa oficina”. Esa era mi relación con Montesinos».

LA CONVOCATORIA DE SANTIAGO MARTIN RIVAS 

En diciembre de 1990 no fue producto de ninguna casualidad. Al interior del Ejército tenía prestigio como combatiente de Sendero Luminoso, pero, además, se le reconocían conocimientos sobre guerra no convencional o guerra de baja intensidad, es decir, sobre el modo clandestino de combatir al terrorismo con los mismos códigos del terror.

Si bien uno de los más capaces, Martin, como es obvio, no era el único. Los personajes que aquel año tomaron a su cargo la organización de un nuevo esquema de lucha contra la subversión tenían entre sí una afinidad: habían sido preparados, en distintas épocas, en la Escuela de las Américas, el cuestionado centro de formación militar creado por los Estados Unidos para dar instrucción especializada en el combate contra el terrorismo a los militares de los ejércitos latinoamericanos. El tiempo demostró que sus alumnos terminaban involucrados, indefectiblemente, en dantescos casos de violaciones de derechos humanos.

Entre las diversas críticas a la Escuela de las Américas, destaca un informe de la revista Newsweek, publicado el 9 de agosto de 1993 bajo el título «Dirigiendo una escuela para dictadores». En él se hace notar que entre los alumnos de la Escuela de las Américas se cuentan funestos personajes como el panameño Manuel Antonio Noriega, el argentino Leopoldo Fortunato Galtieri, el boliviano Hugo Banzer o el peruano Vladimiro Montesinos, dentro de una extensa lista de militares que, en diversos países del centro y del sur de América, terminaron vinculados a casos de desaparición forzada de personas, matanzas de población civil, ejecuciones extrajudiciales de subversivos y uso de fosas clandestinas. En cada caso, afirma Newsweek, «Washington ignoró el deshonroso comportamiento de sus egresados cuando el enemigo del hemisferio era el comunismo».

El Perú no fue una excepción. En 1990, bajo las órdenes de Alberto Fujimori –jefe supremo de las Fuerzas Armadas del Perú, función que asumió tanto en lo formal como en los hechos–, varios egresados de la Escuela de las Américas trabajaron en el diseño de una estrategia de combate al terrorismo:

Vladimiro Montesinos Torres, convertido en jefe de facto de los servicios secretos; el general Nicolás de Bari Hermoza Ríos, que ostentó la comandancia general del Ejército entre 1991 y 1998; el general Juan Rivero Lazo, jefe de la DINTE; y los capitanes, luego ascendidos a mayores, Santiago Martin Rivas y Carlos Pichilingue Guevara, ambos miembros del SIE. 

Todos utilizaron la formación obtenida en la mencionada escuela para diseñar y ejecutar una estrategia de guerra clandestina que incluyó la creación del escuadrón de la muerte denominado Grupo Colina, así como otros grupos operativos hasta hoy desconocidos.

En uno de los varios testimonios escritos que le entregó el mayor Carlos Pichilingue al periodista, se encuentra una información muy concreta:

En el año 1980, por convenio del Estado peruano con los Estados Unidos de Norteamérica, un grupo de cadetes de la Escuela Militar de Chorrillos fuimos becados para asistir a un curso en la Escuela de las Américas, Fort Gulick, zona del canal de Panamá. 

Antes de viajar, los cadetes tuvimos que pasar por una selección completa tipo comandos. En el lugar recibimos instrucción de guerra contrasubversiva, combate de baja intensidad, en la zona de la selva caribeña; siendo la instrucción recibida en aquella época por militares norteamericanos que combatieron en la guerra de Vietnam. La instrucción consistió en lineamientos doctrinarios y práctica operacional orientada a regular los procedimientos de destrucción y/o aniquilamiento del enemigo terrorista. Esas disposiciones se mantuvieron escritas en los textos y manuales del Ejército Peruano.

Con esos criterios, en aquel revuelto año de 1990, se empezaron a definir los métodos para enfrentar a la subversión que asolaba al Perú, incluida la capital Lima. Más de la mitad del territorio estaba considerado como zona de emergencia y, por lo tanto, sometido a la autoridad de jefes militares, cuyos efectivos vivían bajo el acoso de un enemigo oculto que los atormentaba con ataques nocturnos, emboscadas, coches bomba y disparos salidos de la nada cuando menos lo esperaban. Las respuestas militares y policiales eran irracionales, nacían de una letal mezcla de miedo y furia y, por lo mismo,terminaban agrediendo y ultimando a la población civil. 

En esos años de horror, miles de personas vivían en mortal equilibrio esquivando el fuego cruzado de terroristas y militares. Además, así como el uniforme era señal suficiente para que el senderismo acribille a su portador, desde el lado de las fuerzas del orden, bastaba una tez oscura, un rasgo andino o la sospecha nacida de una vestimenta pobre para abatir a un hombre o a una  mujer. El estallido de terror iniciado en 1980, en lugar de amainar una década después, avanzaba «del campo a la ciudad», según el lema maoísta al que se adhería Sendero Luminoso con un fanatismo tremebundo.

Fue Vladimiro Montesinos quien planteó lo que se consideraba como única opción para operar frente al terrorismo. Fue también quien le explicó a Fujimori la necesidad de llevar adelante esa alternativa. Por eso, una vez convencido, el nuevo gobernante tuvo entre sus primeras declaraciones aquella afirmando, enfático, que antes de terminar su mandato el terrorismo estaría derrotado. En ese tiempo de espanto, con un país que ya tenía encima veinte mil muertos por la sorda guerra civil, tal declaración sonó a frase de ocasión, a otra promesa irracional propia de un político. Si dos gobiernos sucesivos no habían solucionado nada, ¿por qué el novato se aventuró a ese compromiso? 

Aquella crucial decisión de aplicar las lecciones aprendidas por militares peruanos en la Escuela de las Américas fue una de las primeras en la agenda presidencial, incluso antes de asumir formalmente el cargo. Ya en junio, en las instalaciones del Círculo Militar, donde refugiaron a Fujimori, fue un tema prioritario.

Para Montesinos y para los militares conocedores del tema, no había mayor misterio. En la Escuela de las Américas, excombatientes de la guerra de Vietnam eran integrantes del cuerpo de instructores, y tenían impregnada, literalmente, a sangre y fuego, la convicción de que el enemigo comunista debía ser aniquilado con la misma ferocidad con que actuaba. Usaban los rituales de la muerte y los mecanismos sicológicos como forma de combate, es decir, el mismo miedo que generaba el enemigo con sus atrocidades debía serle infundido causándole el mismo pavor a través de acciones tan brutales como las que perpetraban. Sin más vueltas: el terror se combatía con el terror, y el gobierno autorizaba, de manera no oficial, el uso del terrorismo.

«¿Viste la película Nacidos para matar?

 –había preguntado El General en la extensa conversación–. Allí se muestran las técnicas enseñadas en la Escuela de las Américas. Hay una escena en la que abren fosas para enterrar a los vietcongs, pero antes le ponen a los cadáveres cal y los entierran todos juntos.

Aquí, en Perú, se hizo lo mismo.

 ¿Sabes por qué se hacía eso? 

Porque la cal quema y acelera el proceso de descomposición de modo que hace irreconocibles a los cadáveres en caso de ser descubiertos. Y también por una razón sicológica.

La tradición oriental es la misma que se encuentra en el Perú, especialmente en los Andes: el culto al cadáver. Los familiares sufren más cuando no encuentran el cadáver de su ser querido y piensan que si no tiene sepultura andará vagando por los parajes en que falleció. Sendero Luminoso era un movimiento andino, compuesto en su gran mayoría por militantes con ese origen, y ese tipo de situaciones influía para que las madres o las esposas se nieguen a que sus hijos integren las filas senderistas. Las fosas, la cal, eran elementos de guerra que buscaban la disuasión».

Otro elemento esencial de la llamada guerra de baja intensidad era la clandestinidad, considerada insustituible para lograr infiltraciones en el enemigo, seguimientos, escuchas telefónicas, capturas no oficiales, obtención de arrepentidos, asesinatos selectivos, desaparición de militantes y, por cierto, anonimato del personal involucrado en las acciones. Todo ello como parte de un concepto: la labor de inteligencia. Por eso, para cimentar su posición en el recién estructurado poder, Vladimiro Montesinos asumió tal labor. Conocía el tema, era el nexo entre el poder político y el poder militar y logró de Fujimori algo que, en ese momento, los hostigados militares se lo reconocían vivamente: la decisión política ausente en los gobiernos de Belaunde y García.

Montesinos fue precavido desde un inicio. Conocedor de las intrigas políticas, sabía de la importancia de refugiarse en la gestión encubierta. Su primera decisión fue no asumir oficialmente la dirección del SIN.

Si se convertía en un funcionario público quedaba sometido al control político y a inevitables pedidos de renuncia. Su estrategia buscó ser más refinada. 

Se ubicó como asesor presidencial para situarse en un territorio que dependía de la voluntad personal del Presidente, quien, al fin y al cabo, podía tener los consejeros de su elección y, ante cualquier cuestionamiento, podía limitarse, como en efecto ocurrió, a sostener que se daba demasiada importancia a un colaborador suyo «carente de autoridad». En efecto, en términos formales, Montesinos no tuvo mando, pero, en términos reales, que es finalmente la forma en que el poder se expresa, su imperio llegó a ser mayúsculo. Esa fue la razón por la cual, a lo largo de esa década, el Servicio de Inteligencia tuvo siempre un jefe nominal –primero, el general Julio Salazar Monroe, y luego el almirante Humberto Rozas Bonucelli–, ambos sometidos al arbitrio total y excluyente del excapitán Montesinos.

El segundo paso del asesor presidencial fue de inteligente eficacia: unificó los servicios secretos peruanos. La idea era coherente. Si Sendero Luminoso y el MRTA causaban estragos con una infraestructura menor a la de las fuerzas armadas y policiales, y, sobre todo, tenían mortal certeza en los seguimientos a blancos militares y políticos y una pasmosa eficacia en la infiltración de las instituciones, oponerle el número, la capacidad y los recursos de los institutos armados tenía que dar frutos. Con esa idea, convirtió al Servicio de Inteligencia Nacional en el centro de coordinación al que debían reportar los servicios secretos del Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea y la Policía.

Para que esa naciente estructura funcione bajo su batuta, procedió a descabezar la jerarquía ubicando en su lugar a militares de su elección. Fue un proceso que, en un inicio, llevó a algunos cambios sucesivos, pero después consiguió fijar una estructura férrea con gente de confianza inamovible en sus puestos, quebrantando disposiciones internas instituidas desde hacía muchos años. Así ocurrió con la Marina de Guerra, donde ubicó como jefe del servicio secreto al almirante Antonio Ibárcena Amico, para luego convertirlo en comandante general de esa arma a pesar de existir un código por el cual un marino miembro del servicio de inteligencia no podía convertirse en jefe de toda la institución. Ibárcena lo fue, y durante muchos años, vulnerando también el criterio de sucesión y postergando a otros marinos con derecho a asumir el más alto cargo de la institución. 

Cuando se descubrió la red de corrupción, Ibárcena fue identificado como un hombre muy cercano a Montesinos y dueño de un patrimonio imposible de tener con sus ingresos castrenses –que le permitió incluso la afición por los caballos de raza–. La vigencia en el cargo y los «beneficios» obtenidos por el Almirante, tenían una lógica: la Marina, por su equipamiento, tuvo un papel fundamental en la implacable interceptación telefónica de esos años. 

El copamiento ocurrió también, y de modo inflexible, en el Ejército. Si bien en un principio mantuvo una relación complicada con el jefe de la Dirección de Inteligencia, general Juan Rivero Lazo, Montesinos resolvió el asunto nombrando, en enero de 1991, como jefe del SIE al coronel Víctor Silva Mendoza, y promoviendo al jefe de Estado Mayor, general Nicolás Hermoza Ríos, al cargo de comandante general, función en la que se mantuvo inamovible hasta el 20 de agosto de 1998, tiempo en el cual funcionó el llamado triunvirato, el poder sostenido y compartido entre Fujimori, Montesinos y Hermoza. 

A la caída del régimen, Hermoza terminó en prisión, confesó y repatrió veinte millones de dólares depositados en bancos suizos, pero las autoridades, mientras se echaba a andar el proceso judicial, siguieron rastreando más cifras en entidades del paraíso fiscal caribeño.

Con los servicios de inteligencia unificados y puestos a su mando, Montesinos pasó a tener el parte diario de cada uno de los servicios y empezó a enviar fluida información al despacho presidencial con los secretos del país.

Alcanzó, día a día, transcripciones de escuchas telefónicas, resultados de seguimientos, intimidades de personajes públicos, hasta fijar la certeza de que su eficacia era invalorable. Para Fujimori, ese modesto profesor universitario convertido en la máxima autoridad del país, aquel aluvión de informaciones, aquellos sobres esperados cada mañana antes de iniciar su jornada, significaron mucho más que la importancia de contar con datos confidenciales. Fue, sobre todo, el embeleso de empezar a conocer, a sentir, a disfrutar la sensación de omnipotencia con que hechiza y enajena el poder. Lo sabía Montesinos y lo manejó con destreza. 

El Chino, era, de pronto, dueño de todas las intimidades, conocedor de todos los secretos, los negocios, los problemas, los placeres y las miserias de aquellos poderosos que jamás lo habrían saludado de habérselo cruzado o, directamente, ya le habían propinado desaires, como aquel empresario televisivo que lamentó no haberle dado ni la mínima audiencia de unos minutos cuando años atrás Fujimori acudió a sus oficinas a solicitar un espacio para hacer un programa agrario en el modestísimo horario de seis de la mañana.

Cuando Fujimori salió a decir, con aquella sonrisa irónica que tantas furias desató en cierto sector: «No tengo amigos y no le debo nada a nadie», no era la veleidosa frase de un político, era un mensaje calculado, un modo de decir «los tengo en mis manos». Después, cuando su nueva autoridad sin deudas ni compromisos quedó establecida, su secuaz se encargó de ganar las adhesiones de los más insubordinados poderosos con perversas artimañas que ninguno denunció. De pronto, llegaban a sus escritorios anónimos sobres con una aviesa cinta de audio, unas fotografías incómodas, unos documentos fatales. Hubo también quienes dieron muestras de gratitud, como aquel empresario cuya simpatía fue ganada al revelarle, de manera contundente, la infidelidad de su mujer. Montesinos solía contar que le causó sorpresa la reacción casi festiva del personaje, pero luego entendió la actitud por una frase que lo dijo todo: «Este divorcio no me va a costar ni un cobre».

«En ese momento –afirma Martin Rivas–, Fujimori no sabía que Vladimiro tenía el arte de presentar como suyo lo que los demás hacían o pensaban. Sabía llevarse siempre los laureles. Por supuesto, con cierta base, porque había leído bastante. No era un intelectual ni mucho menos, pero era inteligente, rápido y sabía usar esa inteligencia para apropiarse del saber de los demás y presentarlo como elaboración suya. Si no sabía algo convocaba a un especialista, lo escuchaba y luego llevaba el tema hasta donde el Chino con una propuesta; así logró la fama de saber todo y solucionar todo».

La verdad es que por esos días, la eficiencia de Montesinos le dio la seguridad necesaria a Fujimori para iniciar una tarea de sobrevivencia: combatir al terrorismo. Si no lo derrotaban, el país no iba a soportar un tercer gobierno incapaz de solucionar el horror cotidiano. Si lograban la victoria, podían conseguir una legitimación capaz de abrirles puertas insospechadas. Había un arma: la guerra clandestina, pero tenía un gran costo político, ellos apostaron fuerte. 

Si algo los caracterizó fue la audacia de vivir al filo de la navaja. Y consiguieron su objetivo: en los años siguientes derrotaron al terrorismo. Pero esa victoria providencial para el país mostró, después, evidencias sobre crímenes de guerra. También, esa victoria, les permitió consolidar una autoridad, un poderío y un respaldo popular que les franqueó una reelección y luego otra muy breve, cuyo balance final dejó a cara descubierta una corrupción rayana en la enajenación: una vida entera no les alcanzaría para gastar la descomunal cifra de dinero saqueado al Estado.

En lo que respecta a la guerra de baja intensidad, a ese combate antiterrorista basado en la clandestinidad, su historia no se puede resumir en un párrafo; tampoco en páginas plagadas de adjetivos degradantes. Para intentar comprenderla cabalmente es necesario indagar en las razones, los criterios y la lógica seguida por los actores de aquellos episodios sumidos en la violencia.

Cierto es que los criterios encarpetados bajo el rótulo de tácticas y estrategias militares suenan absurdos cuando los conoce un pacífico criterio. Sin duda, la propia existencia de los ejércitos, como entidades destinadas al aniquilamiento físico y moral de congéneres calificados como enemigos es absurda y atroz, y, sin embargo, existen desde los orígenes de la humanidad. Por lo mismo, es imposible acceder a una visión del tema sin antes entender cuál es el razonamiento que mueve a ese pensamiento militar.

En el Perú, en los años finales del siglo XX, las desproporcionadas diferencias económicas alentadas por las disparidades raciales y culturales, estallaron detonadas por un rencor agazapado, tan incontrolable que no paró hasta convertirse en una infernal confrontación entre connacionales.

Un malestar social macerado en largos años de inmensas desigualdades fue esa pradera que las lecciones de Mao Tse Tung ordenan incendiar. Con el tono de una profecía, el líder del comunismo chino escribió que una revolución no necesita exportar ejércitos sino ideas, y entonces, en una apacible ciudad de la sierra peruana, sin que el país oficial se percatase, a lo largo de los años setenta,  con paciencia de iluminados, un grupo de profesores universitarios formados en la China comunista, empezó a convertir a sus alumnos en devotos seguidores de una ideología cuyo principio fundamental es el cambio a través de la violencia.

En ese tiempo, en la todavía hermosa y serena ciudad de Huamanga, adornada paradójicamente por treinta y tres iglesias, los alumnos de la Universidad San Cristóbal desconocían los fundamentos básicos de las profesiones que debían aprender, pero eran incondicionales y ardorosos adeptos de los textos de Marx, Lenin y Mao. Las tres espadas de la revolución mundial, como solían llamarlos cuando pintaban sus solemnes retratos en paredes ceremoniales. A esa cofradía se sumó, de manera unilateral, una cuarta espada: un delirante profesor de filosofía, aficionado a la lectura tanto como a la bebida,casado, a los treinta años, con una hermosa muchacha, Augusta La Torre, once años menor, cuyo corazón no necesitó conquistar porque se la entregó el padre, un militante del Partido Comunista, admirador del profesor Abimael Guzmán que había vuelto de Pekín con una felicitación entregada por el propio Mao Tse Tung. Así, en el departamento de Ayacucho, en cuyo territorio se libró la batalla final contra la colonización española, insurgió, en mayo de 1980, el Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso.

Su jefe, Manuel Rubén Abimael Guzmán Reynoso, había nacido el 3 de diciembre de 1934 en la ciudad de Mollendo, una ciudad costera en el litoral sur del país. A los ocho años de edad fue abandonado por su madre y fue criado por familiares, primero en Chimbote, y luego por su madrastra, en la andina y tradicional ciudad de Arequipa. 

De esa infancia, por todo recuerdo, le quedó el estigma de ser considerado un hijo bastardo. A los cuarenta y seis años de edad, puso en acción a la organización terrorista Sendero Luminoso, a partir de un mesianismo inspirado en la ferviente creencia de que aplicando las cruentas lecciones militares de Mao haría posible una epopeya del campo a la ciudad, similar a la Larga Marcha del maoísmo. Entonces, sin piedad alguna y con el fervor escalofriante del fanático, desató una espeluznante y tenaz violencia. 

Fue cosa de cada día la aparición de campesinos degollados sin saber por qué, mujeres embarazadas con las entrañas al aire por ser «enemigas» de una «revolución» que ni conocían ni entendían, niños obligados a mirar el siniestro sainete de «juicios populares» como preámbulo a la muerte a machetazos de sus padres. Se arrasaron poblados enteros previa matanza de sus moradores mientras las redes de luz y agua sucumbían con las cargas explosivas puestas para dejar en estado de sitio a ciudades enteras.

Como no fueron contenidos al inicio de sus acciones porque un señorial gobernante los consideró apenas «una banda de abigeos», su impunidad creció y con ella el horror. De pronto, en las ciudades, se multiplicaron audaces atentados selectivos a plena luz del día con el agravante de dejar a desprevenidos transeúntes muertos o heridos de gravedad en la vía pública. En la cima de la locura, los muertos y las bombas fueron tantos que los diarios solo tenían espacio para informar sobre los atentados de increíble atrocidad, aquellos con críos despedazados tras ser utilizados como niños bomba, o los terroríficos coches bomba, atiborrados de mortales cargas de dinamita y anfo, que eran lanzados contra edificios públicos o edificios de viviendas para segar la vida de decenas de ciudadanos sorprendidos en la faena diaria o en el descanso en sus hogares.

Cada punto del sanguinario listado tiene un relato individual en el que se mezclan el inconsolable dolor de viudas y huérfanos, de padres y madres, de hijos y nietos, con la delirante sevicia de un movimiento terrorista que siempre añadió, a la atrocidad de la muerte, la ceremonia de una crueldad adicional: cartuchos de dinamita para despedazar el cuerpo inerte de sus víctimas, exposición de cadáveres mutilados para infundir pánico. Eso fue Sendero Luminoso. 

Y según proclamaba su desquiciado discurso, aspiraban a generar, desde la destrucción, un «nuevo orden y una nueva república». 

En ese tiempo de tinieblas, cuyo recuerdo es sobrecogedor, las llamadas fuerzas del orden se entregaron, con su inexperiencia pero también con su brutal ineptitud, a la represión indiscriminada poniendo entre dos fuegos a la desamparada población. Aldeas enteras fueron devastadas por patrullas presas del pavor o desbordadas por sentimientos sanguinarios hasta cavar fosas clandestinas para esconder centenares de cadáveres privados de la posibilidad de argumentar una probable inocencia o el derecho a un juzgamiento acorde con la ley.

Cuando se realizaban capturas el destino de los detenidos se podía resolver con la tortura o con la ejecución, y cuando incómodos periodistas provincianos insistieron en denunciar los excesos, fueron silenciados por algún misterioso balazo oficialmente reportado como un atentado terrorista. 

En el fragor de las hostilidades, aquellas versiones se daban por ciertas en la mayoría de casos. Solo después se supo que Sendero Luminoso nunca atacó a periodistas porque los medios de comunicación les servían como eficaces cajas de resonancia al diseminar, sin querer, el pánico en la población.

En la ciudad de Huanta, un estadio fue usado como un centro de detención del cual muchos no salieron jamás a pesar de haber ingresado a una hora establecida, con nombres y apellidos y más de un testigo. Acaso uno de los criterios más viles que se usó fue la muerte o la detención basadas en la semejanza racial: si andino el terrorista, entonces terrorista todo portador de faz andina. Y eso dio lugar a centenares de inocentes hacinados en cárceles capaces de quebrar la razón del más equilibrado. Pero también sirvió para una conducta perversa de ciertas politizadas organizaciones que incluían en los listados de inocentes a militantes del terrorismo por cuya libertad intercedían a la par de tramitar asilo para senderistas en fuga hacia Europa.

Es cierto que las patrullas sufrían emboscadas de pesadilla seguidas de una vesania inverosímil –cabezas de policías y militares exhibidas sobre lanzas, excremento untado a las vísceras dejadas al aire, mutilación de genitales–, pero aún así cuesta entender que, desde el lado de las fuerzas del orden, aquellas atrocidades senderistas se convirtiesen en el combustible de la venganza militar tomada en la persona de cualquier poblador porque el enemigo era oculto, carecía de rostro, emergía de las sombras para luego desaparecer. 

Cuando la violencia llegó a la capital peruana, se agudizó la situación. Para un país centralizado en Lima, las miles de muertes ocurridas a lo largo de los años eran apenas cifras de ciudades del interior que la indolencia y el racismo impedían sentir como propias. Cuando en pleno corazón de la ciudad donde las autoridades simulaban laborar, donde los políticos exhibían sin pudor sus miserias, donde las gentes peleaban el sustento diario, donde se paseaba, se jugaba, se amaba, se soñaba; cuando en esos lugares las bombas empezaron a estallar y los muertos eran el vecino o el amigo o el muchacho aquel o la señora del quiosco; cuando la televisión y los diarios empezaron a mostrar que los escombros, los vidrios rotos, las ventanas astilladas pertenecían a las casas de todos; y cuando el ulular de las ambulancias aturdió las avenidas y los cuerpos despedazados dejaban rastros en los árboles de coquetas calles, entonces el país entero, es decir, Lima, admitió que el terrorismo era cierto y estaba allí dentro, demasiado cerca de los hijos, de los afectos, del frágil milagro de respirar. Fue entonces que todos empezaron a clamar por una solución urgente y eficaz. 

La desesperación de millones de personas atenazadas por el miedo y la pobreza generó una apuesta final por el azar y decidieron elegir, el 8 de junio de 1990, a un desconocido llamado Alberto Fujimori. Puesta la mirada atrás, brinca una evidencia: ¿cómo iba a sostenerse ese repentino Presidente de la República surgido del alterado estado de ánimo popular? Solo dando una pronta y eficaz respuesta al miedo colectivo. De lo contrario, ese ánimo popular, por definición cambiante, ferozmente cambiante cuando lo atiza el miedo, lo iba a engullir con la misma fuerza con que lo había ungido.

¿Cuál era esa pronta respuesta? 

Para Fujimori y Montesinos y para las Fuerzas Armadas, solo quedaba un camino para enfrentar al enemigo oculto, enseñoreado en el terror desde hacía una década. La tragedia es que la considerada por ellos eficaz fórmula, tuvo como base el mismo concepto usado por el contrincante: el horror de la muerte como respuesta; el accionar clandestino como método; el golpe psicológico como sistema. El ancestral, el atávico ojo por ojo, el Talión revestido por la «ciencia» aprendida en la Escuela de las Américas y volcada en los manuales militares.

Nadie se planteó unas pregunta –aún hoy, en el mundo entero, los estados agredidos por el terrorismo siguen sin planteárselas–: ¿se debe combatir la barbarie con la barbarie, el espanto con el espanto?, ¿se debe proteger la civilización usando la misma brutalidad del terrorismo? En 1990, en el Perú, tampoco se las plantearon ni hubo tiempo para hallar respuestas. La urgencia dio paso al sordo pragmatismo. Y ese término, pragmatismo, fue celosamente reclamado como sello propio por Fujimori. Por eso, para discernir esta historia, es inevitable averiguar, rastrear, escudriñar en lo que pensaban, decidían y ejecutaban aquellos protagonistas. En esa búsqueda se podrá encontrar también la explicación del macizo silencio en que fueron envueltos ciertos eventos atroces, para evadir responsabilidades en los más altos niveles.

DESTAPÓ CUIDADOSAMENTE 

Una rechoncha botella de Coca-Cola de dos litros y dijo, sonriente, el mayor Santiago Martin Rivas, que por algo la primera transnacional en ingresar a la órbita socialista de antaño fue la Coca-Cola, y recordó la sorpresa que le causó aquella crónica de García Márquez describiendo a la ex Unión Soviética como «un millón de kilómetros cuadrados sin un cartel de Coca-Cola». Ese gusto por la bebida negra era uno de los inconvenientes de su encierro de prófugo cuando la provisión se agotaba. «Es mi único vicio, y no sé si llamarle vicio», dijo antes de beber a sorbos breves, con agrado, el vaso colmado con la bebida. Tras un intercambio de preguntas y respuestas, hizo un gesto con la mano pidiendo una pausa, dio la sensación de haber hallado la punta de un monólogo y empezó a decir:

«Cuando el gobierno decidió unificar los servicios de inteligencia empezamos a trabajar de manera coordinada y con un criterio muy claro: aplicar las herramientas de inteligencia. La inteligencia por formación, por origen, es una actividad clandestina, y sus labores están entre el límite de lo legal y lo ilegal, y normalmente son ilegales. Cada país, de acuerdo a sus necesidades, crea equipos especiales de inteligencia. Así es en todo el mundo. Es una labor reconocida legalmente porque el Estado le asigna un presupuesto a ese Servicio de Inteligencia. Si un Servicio de Inteligencia no tiene agentes, y este no forma equipos especiales, entonces ¿para qué está un Servicio de Inteligencia? 

En la guerra antisubversiva hubo muchos de estos equipos que cumplieron funciones y se fueron activando y desactivando. No hay que olvidar que Sendero tenía abiertos seis o siete frentes, entonces, para cada uno de ellos, se iban formando diferentes equipos. Cada zona tenía sus respectivas características. La situación de Ayacucho era diferente a la de Lima o a la del Cusco. Además, el policía no puede perseguir clandestinamente, tampoco el militar uniformado, ambos son identificables. Esa labor la tenían que hacer netamente los agentes de inteligencia. Y se formaron decenas de grupos para misiones distintas. 

»A los oficiales normalmente es muy difícil infiltrarlos en grupos terroristas porque el riesgo de identificación es alto. Cuando terminan su carrera hay una ceremonia pública, se conocen sus nombres, quedan álbumes de cada promoción con las fotografías de cada cadete, son trescientos o cuatrocientos álbumes por cada promoción con las fotografías de sus integrantes circulando por diferentes lugares. Entonces, ¿cómo se infiltra un oficial si hay un álbum con su foto, su nombre y su historia publicada? Sería un ente detectable. 

En cambio, los agentes están formados para ese trabajo, su formación es clandestina, son agentes desde el día que entran; y también hay unos que sirven para unas tareas y otros para otras. Por ejemplo, a Puno, que es una zona aimara, no pueden ir veinte tipos de Lima porque inmediatamente se sabe que son foráneos; entonces, se tiene que usar a todos los puneños que sean agentes y hablen aimara o quechua, que se vistan como puneños, que caminen como puneños y que sean puneños. Es una profesión, no es tan simple. Hay una idea generalizada de que todo hombre de inteligencia es malo, que es un asesino, que es un criminal, que es alguien que ha sido preparado para hacerle daño al país. No es así. Hemos sido preparados para trabajar en silencio, clandestinamente, arriesgando todo para buscar información precisa, detectar al enemigo y facilitar a las fuerzas operativas los datos para que puedan ejecutar sus operaciones. A tal punto que un ejército operativo, formal, abierto, que no tenga inteligencia, no podría jamás ganar una guerra.

»Mire usted, a finales de los años ochenta, Sendero se da cuenta que sus acciones en el campo no tenían la misma repercusión que cuando se hacían en las ciudades. Una emboscada a una patrulla militar merecía solamente un pequeño informe periodístico desde las alturas de Ayacucho, pero un coche bomba en el centro de Lima era primera plana en todos los medios de comunicación durante varios días. Además, después de casi diez años de guerra en el interior del país, tenían que dar un paso más, entonces, empezaron a desplazar la guerra. A ese desplazamiento Abimael Guzmán le llamó el equilibrio estratégico y buscaban una gran caja de resonancia para una campaña que llamaron “Cercar las ciudades desde el campo”.

»Frente a eso, necesitábamos saber cuáles eran las rutas de aproximación de Sendero hacia Lima. Durante esa época, la misión fue viajar constantemente por las provincias que rodeaban a la capital y se llegó a determinar los ejes centrales del terrorismo. Eso se logró haciendo un trabajo de inteligencia. Semanas, meses, recorriendo todos esos lugares con diferentes cubiertas, básicamente como comerciantes de productos de panllevar. 

Uno llevaba fideos, atún, arroz y compraba carne, granos; nos detenían los subversivos, pagábamos nuestros cupos. Para ese ir y venir, buscábamos a los agentes más aparentes; y en ese ir y venir, observábamos, íbamos a las ferias, la gente bebía y hablaba. La información se enviaba a los analistas y, en mi caso, yo hacía los análisis en el lugar en que me encontraba y los enviaba telefónicamente. Así logramos detectar las líneas exteriores de aproximación a Lima y las líneas interiores porque Sendero ya estaba dentro y tumbaban las torres de alta tensión para dejar sin luz a la ciudad, organizaban los paros armados, las campañas de desabastecimiento, los coches bomba, los ataques a comisarías, los atentados contra personalidades, todo eso. 

»Entonces, esa fue la primera labor: descubrir, desde el campo de inteligencia, cuál era la estructura que tenía Sendero para tomar Lima. Le preciso que, aunque ahora no se quiera reconocer, esa fue una tarea coordinada por orden de la más alta instancia, y no fue obra de una sola institución, fue un trabajo conjunto que se planificaba en el SIN. 

El primer gran logro y, sobre todo, un paso clave, fue la captura de los archivos de Sendero, todos esos documentos que se hallaron junto con el video donde por primera vez se vio a Abimael Guzmán con su rostro real. 

Durante diez años había sido una especie de ser omnipresente, pero se descubrió que era un sujeto de carne y hueso que se emborrachaba y que no tenía esos rasgos de austeridad y sacrificio exigidos a sus militantes. Ese trabajo fue producto de una política de Estado que se empezó a aplicar. Las órdenes venían de Fujimori y todo se coordinaba con Montesinos.

Mire usted, hay un punto que nadie ha analizado. Busque el mensaje que Fujimori dio al país en los primeros días de febrero del 91, cuando presenta el video de Abimael Guzmán y su banda, y verá que los conceptos que él da son los conceptos de un trabajo de inteligencia, de una estrategia nueva aprobada,  obviamente, por él y por su asesor. Allí se habla de todo lo que le estoy contando. ¿O usted cree que todo eso lo decidí yo?».

EN LOS ARCHIVOS DE DIARIOS 

De la Biblioteca Nacional, en una sala despoblada de visitantes, los diarios de la década pasada se archivan, es un decir, en cajas con etiquetas que anuncian las fechas. Son ejemplares cubiertos por un fatal polvillo de papel guardado, que alcanza un empleado aburrido por el silencio y sin más objetivo que llegar al fin de la jornada. En uno de ellos, se puede leer que poco antes de las once de la noche del jueves 7 de febrero de 1991, el presidente Alberto Fujimori dio un mensaje a la Nación difundido en cadena nacional por todas las estaciones de televisión. 

Se añade que mostró escenas de un video descubierto en el allanamiento de una casa del residencial barrio de Chacarilla del Estanque, donde el líder terrorista estuvo oculto, con la sorpresa adicional de que el inmueble quedaba frente al Pentagonito, el centro de operaciones de la Comandancia General del Ejército.

Para el país fue un mensaje de enorme impacto porque se pudo conocer el rostro vigente de un sujeto del cual apenas se conocían antiguas fotografías, todas anteriores al momento en que decidió sumergirse en las sombras, allá por 1978. Esa noche apareció en las pantallas de los hogares peruanos, el rostro del individuo causante de las penurias cotidianas –los cortes de agua, los cortes de luz, el miedo de salir a los parques o al cine– pero, sobre todo, apareció la faz miserable del inasible promotor de más de veinte mil muertes. En un ambiente sombrío, junto a su cúpula, todos ataviados, hombres y mujeres, con trajes grises tomados del estilo maoísta, se pudo ver a Guzmán danzando, ebrio y a su modo, el sirtaki popularizado por la película Zorba, el griego.

El éxito político de esa noche fue indiscutible. Con apenas seis meses en el poder, en quince minutos, Fujimori desmitificó la figura de un individuo que se había construido una leyenda con los utensilios del misterio, las versiones interesadas sobre sus dotes de líder magistral y el efectismo alucinante de los atentados con los cuales lograba dar la sensación de que podía estar en todas partes y en ninguna. Se hizo llamar «Presidente Gonzalo», el conductor de masas con las cuales fundaría una nueva República, y a quien sus huestes, por su sacrificada gesta, debían pleitesía revolucionaria y ofrendas diversas, incluyendo la vida propia, de ser necesario. Pero, en la fría noche de aquel junio sorprendente, la pantalla de los televisores mostró, en un opaco video, a un desangelado gordo, borracho y con desprolija barba, batiendo palmas sin gracia ni solemnidad alguna. Abimael Guzmán no era la cuarta espada de la revolución mundial ni el líder mítico fabricado gracias a las artes del misterio.

Esa noche, en su mensaje de apenas cuarto de hora de duración, el presidente Fujimori, refiriéndose a la lucha antisubversiva asumida por su gobierno, dijo estar complacido por la paciente tarea «de un pequeño equipo especializado» que logró llegar al núcleo dirigencial de Sendero. «Estos resultados –añadió– han sido posibles por una nueva estrategia con la esforzada y efectiva labor de los Servicios de Inteligencia en proceso aún de reconstrucción». Fujimori agregó algo mucho más evidente:

«Nuestro enemigo era invisible y había que enfrentarlo de la misma manera» y, luego de precisar que un trabajo de inteligencia no se hace público, remató señalando: «Seguiré manteniendo reserva en los casos que ello amerite; no se resuelven estos problemas de otra manera».

Provisto de los recortes, el periodista esperó ansioso un nuevo contacto. Ocurrió varios días después. Pero, mientras el fanático de Santana conducía desprovisto de toda preocupación, fascinado por una música que, sin duda, debía conocer de memoria, ingresó una llamada que puso fin al viaje y el periodista terminó de peatón, frente al mar, en la acera sin taxis de la avenida Costanera.

Fue una previsión inoportuna por movimientos extraños en el edificio al que se dirigían, que resultaron ser los simples aprestos para una bulliciosa fiesta de cumpleaños que esa noche impidió pegar un ojo al vecindario.

Días más tarde, retomado el contacto, Martin Rivas tuvo en sus manos copia de los recortes periodísticos de aquel mensaje de Fujimori, y tras leer, uno a uno, con la paciencia que solo puede tener un hombre en el encierro, dijo, subrayando su frase con una sonrisa triunfante: «Ahí lo tiene, él mismo asumía en público lo que ahora niega. Pero, es solo un dato. Hay mucho más, ese fue solo el principio».

Sobre la mesa, como elementos de un ritual, en cada reunión, hubo siempre una botella de Coca-Cola y dos vasos. Y cada vez, antes de iniciar la conversación, el primer acto del militar consistió en abrir la botella, llenar los vasos a tope, decir salud con cortesía y beber un trago largo. Y las más de las veces empezó las entrevistas con el desafío de una pregunta:

«¿Usted cree que lo más importante de ese operativo fue encontrar el video con las imágenes de Abimael Guzmán? 

Si bien desde el punto de vista político e, incluso, operativo, tener las imágenes de Abimael Guzmán y su gente fue muy importante, lo realmente valioso fue la captura del archivo de Sendero Luminoso. 

Con esos documentos, recién pudimos conocer cabalmente el pensamiento del enemigo, sus acciones, su lógica, su organización, su gente.

Tomó unos meses estudiarlos y analizarlos, había que conocer de doctrina comunista y estar formado políticamente. Yo tenía esa formación, y me ayudó alguien más. Muy bien. Como el Ejército fue parte del planeamiento, cuando se halló esa documentación se decidió formar un equipo de analistas encargado de estudiar el material. 

Le voy a decir una cosa, aclarando que no es ninguna crítica contra la Policía, que se pone muy susceptible y exige siempre todo el mérito como exclusivamente suyo. Aquella vez se tenía algo muy claro: la especialización de cada arma. Y eso ayudó bastante. Entonces, como la función policial no es interpretar, porque no manejan conceptos políticos ni sociológicos ni de doctrina, se dispuso la participación de analistas del SIE y la Marina para trabajar junto a los policías del GEIN.

»Hay que tener en cuenta que en una guerra el enemigo emite mensajes de gestos, de hechos y de discursos que hay que entender y descifrar. Por eso, siempre me parecieron cuestionables los “senderólogos”, especialmente, los que se dedicaban a la lectura de cifras. Había que ir a las causas y no a las consecuencias. Cuando decían que en un mes Sendero había hecho doscientas pintas, no era una contabilidad que por sí misma dijera algo de importancia, porque si una sola pinta se ponía en la pared del Cuartel General del Ejército valía por mil pintas, ¿me entiende? Bueno. 

Ese año 91, cuando Montesinos reunía en el SIN a todos los directores de inteligencia y todos asistían con sus analistas –yo asistía a esas reuniones, acompañando al general Rivero Lazo y otras veces iba en su representación–, habían amplias discusiones, tres, cuatro días, y las mejores decisiones se sacaban allí y cualquier problema se solucionaba allí porque estaban todas las armas. Una de esa s decisiones fue analizar el archivo de Sendero Luminoso. Para esa labor fui designado junto al capitán Carlos Pichilingue».

EL CURICH ES UNA FONDA 

De estilo italiano, ubicada en la calle Bolognesi, en el distrito de Miraflores. En el primer ambiente tiene un mostrador que exhibe embutidos, frascos con aceitunas, encurtidos y los platos del día. Al fondo, hay un ambiente con mesas, el piso y el techo de madera, poca luz, un piano y un músico versátil que acompaña, en las noches, a quienes concurren a beber. Pero a media tarde el lugar no tiene concurrencia y las mesas del fondo están en penumbra.

En una de ellas tomó asiento el mayor Carlos Eliseo Pichilingue Guevara, mientras un vigía hacía guardia en la vereda que da a la puerta de ingreso del local.

Pichilingue es un hombre alto y robusto, de cara redonda, con mirada mansa pero alerta y una actitud amable que sorprende si se tiene en cuenta que está acusado de ser el segundo del Grupo Colina. Afirma conocer labores de contrainteligencia y, además, ser ingeniero militar. A pesar de una orden de captura dictada en su contra, se moviliza por la ciudad para establecer un contacto, como en esta ocasión, o, algunas veces, para escaparle al tedio del encierro. En su caso, según él, el riesgo de una captura disminuye mucho porque asegura él «no tengo la popularidad que la prensa le ha dado a mi amigo, el mayor Martin, y no me reconocen».

Días antes, al ser consultado, a través de Martin Rivas, sobre la posibilidad de sostener una entrevista, estuvo de acuerdo, pero, por previsión suya, solicitó un número de teléfono móvil al cual llamar minutos antes de la cita. Y así fue. El periodista recibió la indicación de dirigirse al malecón Cisneros. Una hora después, el teléfono volvió a timbrar con el dato de dirigirse a la calle Bolognesi y, finalmente, se le indicó el lugar. Ya en la mesa, sin ninguna mirada presente, aparte de un mozo soñoliento, el mayor Pichilingue inició el diálogo con su modo pausado. Advirtió que su interés en hablar surgía de una profunda decepción ante las noticias sobre las millonarias cuentas escondidas en bancos extranjeros por jefes militares del entorno de Montesinos. 

«Nos mandaron al frente, arriesgamos la vida, ahora nos acusan de asesinos y resulta que, mientras nos sacrificábamos, nuestros generales robaban y vivían muy bien y ahora se pueden pagar buenos abogados, mientras yo tengo que vivir oculto y perseguido», dijo con fastidio pero sin perder la calma, aunque le era difícil contenerse al nombrar al general Hermoza Ríos: «Es el colmo, mi Comandante General resulta que está lleno de cuentas bancarias. Veinte millones de dólares, señor –recalca–, y gracias a nuestro trabajo se hizo llamar el “General Victorioso”».

Era obvio que en ese lugar no podía realizarse ninguna entrevista. En realidad, el militar citó al periodista para precisar acuerdos de confidencialidad, cuidados a seguir y, a pesar de la anuencia de Martin Rivas, para sondear, por sí mismo, si había algún interés oculto en el solicitante de la información. Una vez  absueltas las dudas y las preguntas, la única conclusión, para ambos, fue que no había otra opción distinta a correr el riesgo. Entonces, el militar dio por terminada la reunión, prometió un contacto en breve y antes de ponerse de pie dijo: «A usted no le conviene revelar nada de inmediato, sobre esa base lo voy a llamar». Y se marchó.

Una quincena después, hubo una llamada. El periodista pensó que el mayor Martin seguía en ánimo confesional porque en la avenida San Borja Sur lo recogió la misma camioneta, con el gordo sometido a su delirio por la guitarra de Santana y el mismo parco guía con el teléfono en la mano. Sin embargo, cuando llegaron a destino quien salió a recibirlo fue el mayor Pichilingue. No preguntó, el periodista, si ambos personajes compartían el mismo refugio, pero en las ocasiones siguientes pudo advertir que, a veces, estaban ambos y, en otras, uno de los dos se encontraba ausente. Pero, entre ellos, había una sintonía de criterios casi unánime y un trato amical que, sin embargo, no dejaba de lado la jerarquía porque Pichilingue siempre dispensó un trato de jefe a Martin Rivas.

Durante la entrevista, Pichilingue, al igual que su compañero, empezó por dejar constancia de que el silencio guardado a lo largo de los años era el origen del cerco del que estaban escapando. Dijo ser consciente de que hablar les serviría apenas para dejar registro de su posición, para intentar explicar las  razones de sus actos, pero todo aquello que pudiese venir estaba por completo fuera de su alcance. Ese convencimiento de destino jugado del que solo cabía huir hasta donde les fuera posible, hacía pendular el ánimo de los dos prófugos entre la resignación y la rebeldía.

Sentado en la misma mesa con un mantel de flores celestes y una jarra de agua en medio, el mayor Pichilingue empezó reivindicando el trabajo de análisis del archivo de Sendero Luminoso, «un trabajo valioso que llevó a decisiones fundamentales en el combate contra el terrorismo». Luego, con una voz pausada, sin ánimo soliviantado, controlando toda emotividad, comenzó su relato. 

«En enero del 91, el comandante Rodríguez Zabalbeascoa nos transmitió la orden de nuestro comando, en el sentido de que los dos oficiales –Martin y Pichilingue– participáramos en la interpretación y cruce de información de los documentos que se habían acumulado en las instalaciones del “Palomar”».

Alguien le puso ese apelativo, el «Palomar», a una oficina de unos treinta metros cuadrados ubicada en la parte más alta del edificio de la DINCOTE, en la avenida España.

«Allí nos instalaron al equipo de analistas formado por oficiales del Ejército, la Marina y la Policía. Para agilizar el trabajo teníamos computadoras, y en la oficina de al lado, estaba toda la infraestructura montada por la Marina para la interceptación telefónica de los senderistas y de políticos de izquierda que los ayudaban. Aunque parezca increíble, y lo nieguen, hubo congresistas que apoyaron al terrorismo. 

Hay uno que vocifera contra nosotros, nos llama criminales pero escondió en su casa a Lucero Cumpa cuando esta se fugó, por eso, ese congresista, recibió un “regalito” en la cochera de su casa. Algún día se sabrá la historia de esos patriotas. Esa información, le digo, no es una ocurrencia mía, la supimos con el chuponeo telefónico que hacían los marinos. A ellos se les dio esa tarea porque la Marina es la que tiene los mejores equipos para esa labor, no ve que por las características de su trabajo necesitan un equipamiento sofisticado, sino ¿cómo se comunica, por ejemplo, un submarino con tierra? Eso es de siempre. Y en esa época cada arma aportó lo que mejor sabía hacer. Pero volviendo al trabajo que nos encomendaron, se hizo bajo la coordinación directa de Vladimiro Montesinos y era tan desconfiado que mandó como su representante a un comandante llamado Roberto Paucar Carbajal, un oficial que nunca había trabajado en inteligencia, no era un analista; en otras palabras, un cero a la izquierda para ese trabajo. Pero cumplía una misión: se encargaba de recolectar copias de los informes que íbamos emitiendo y también chequeaba las actividades de los integrantes del grupo. 

¿Sabe cuál era la inquietud de Montesinos? Que no se filtre nada y que toda la información se canalice a través de él. Así se llevaba el mérito, iba donde el Chino y le contaba los avances como si él mismo estuviese haciendo las cosas. Era tan paranoico que nos mandó a su controlador.

»Los oficiales encargados pudimos desagregar la documentación incautada y logramos establecer la estructura político militar de Sendero, los nombres de la mayoría de los personajes que formaban parte de la cúpula, sus modos de accionar, los conceptos que manejaban, inclusive las razones del salvajismo de sus acciones. Para ellos eran mensajes de guerra, una manera de asustar a la población para que no ayude a las fuerzas del orden. Toda esa información, una vez consolidada, fue entregada al comandante general del Ejército y a Montesinos. Luego preparamos, con el mayor Martin, un documento muy completo, de más de cuatrocientas páginas, sobre cómo enfrentar a Sendero Luminoso, es decir, ya sin los errores de los años anteriores y, sobre todo, conociendo bien al enemigo y aplicando la guerra de baja intensidad.

»Por la preparación de ese documento, el presidente Fujimori nos dio una felicitación y esa es la felicitación por la que han tejido una mentira diciendo que nos felicitaron por la matanza de Barrios Altos. Eso es falso porque las fechas no coinciden: la felicitación es de junio del 91 y Barrios Altos fue en noviembre, y nadie felicita por un hecho que no ha ocurrido. ¿Sabe cuál es la verdad de ese documento? 

Que esa felicitación fue una ocurrencia de Montesinos, él se la pidió a Fujimori, ¿y sabe por qué? Mire, si usted revisa ese documento, va a encontrar que están incluidas personas que nunca participaron en nuestro trabajo ni lo entendían y tampoco participaron en ningún trabajo contra Sendero. Allí aparecen el cuñado de Montesinos, el coronel Cubas Portal –que después fue general–, su hombre de confianza Huamán Azcurra; Alberto Pinto Cárdenas al que nombró jefe del SIE; y el controlador que nos mandó, Roberto Paucar Carbajal. Eran sus protegidos y necesitaban ascender, pero como no reunían méritos, Montesinos encontró la oportunidad, pidió la felicitación, los puso en esa lista y así fabricó un documento que, por la importancia que tenía el trabajo contra el terrorismo, les sirvió en su ascenso. Era gente que Montesinos necesitaba hacer crecer. 

No se olvide que estamos en 1991. El mayor Martin no necesitaba eso para ascender, y yo no ascendí ese año sino el año siguiente».

Esta afirmación se corrobora por la existencia del oficio 3991-SGMO-A dirigido el 10 de julio de 1991 por el general Jorge Torres Aciego, ministro de Defensa de aquella época, al comandante general del Ejército, indicándole que la felicitación del presidente Fujimori se incluya en los «legajos personales de los interesados y tomado en consideración en el proceso de ascensos del presente año». Y, efectivamente, los hombres de Montesinos ascendieron.

«Lo importante, y eso es algo que se ha mantenido en silencio todos estos años –añade el mayor Pichilingue–, es que el documento que preparamos fue una de las bases para la estrategia que luego se aprobó seguir. De ese documento se hicieron únicamente cuatro copias y fueron entregadas al Presidente de la República, al comandante general del Ejército, que era el general Pedro Villanueva Valdivia, a Vladimiro Montesinos, y el último ejemplar quedó en manos del comandante Rodríguez Zabalbeascoa, como jefe del grupo de análisis.

Si el documento salía a luz pública, los responsables directos serían los que tenían cada una de las copias. Después se realizó la Mesa Redonda de junio del 91, en la Comandancia General con la autorización de Fujimori. Esa reunión fue la que cambió la historia, para bien y para mal. Y le digo para bien porque en esa Mesa Redonda se aprobó aplicar la guerra de baja intensidad y se pasó a luchar de manera eficaz contra el terrorismo; y para mal porque por esas acciones ahora nos llaman asesinos».

El rastro de los documentos emitidos con sigilo no se ha borrado. El Presidente, en esos días, fue expeditivo y la secuencia de sus órdenes lo alumbra como una linterna al sospechoso. El pedido de felicitación, como es obvio, no fue hecho oficialmente por Montesinos, lo hizo la máscara que lo ocultaba: el jefe nominal del SIN, el general Julio Salazar Monroe

Este, el 20 de junio de 1991, le envió al Presidente de la República el oficio 028-SIN-01 solicitando un reconocimiento a ocho oficiales «que vienen trabajando intensa y abnegadamente en tareas relacionadas con la lucha contrasubversiva». Cinco días después, Fujimori ordenó al ministro de Defensa, general Torres Aciego, que «se haga llegar el reconocimiento del Presidente de la República y Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas» en razón de los «eficientes servicios en materia de Seguridad Nacional». Junto a este, otro documento también deja su condición burocrática para convertirse en evidencia. Es un oficio enviado el 30 de julio por Fujimori al ministro de Defensa, con la orden de que su felicitación debía incluirse en el puntaje para ascensos de ese año a favor de los oficiales que «han participado en exitosas operaciones especiales de inteligencia».

Una conjetura inevitable es que un Presidente de la República y Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas no asume la responsabilidad de las órdenes que da sin antes conocer el asunto de fondo. Es decir, Fujimori, conocía del documento elaborado para llevar adelante la guerra clandestina y estuvo enterado de la reunión, la Mesa Redonda, en la que su plana militar aprobó la nueva estrategia a seguir. Por eso emitió el «premio» de su felicitación.

Esa tarde, en los meandros de la conversación con los dos militares, asomaron opiniones desencantadas sobre el sentido de la carrera militar: «Si perdemos una guerra somos cobardes, si la ganamos nos llaman asesinos»;

ásperos conceptos sobre las mesnadas senderistas: 

«No eran personas, eran salvajes, peores que un criminal»; y hasta inconvenientes en las campañas al interior de la sierra: «Para tener cubiertas debíamos llevar agentes femeninos, pero cuando les venía la regla había un problema logístico en medio de la puna».

Ante el cuestionamiento directo sobre las acciones acontecidas, la respuesta siempre fue defensiva y categórica: 

«Fue una guerra, y hubo bajas en ambos bandos, ¿o usted cree que no murió ningún militar?, ¿o piensa que no tenemos viudas ni huérfanos?».

En medio del borbotón confesional, asomó un tema capital: cómo se llegó a tomar la decisión para llevar a cabo la guerra de baja intensidad. En ese punto, tras una larga narración en la que asomaron los cabos sueltos de nombres y otros detalles, el mayor Pichilingue, ante las precisiones exigidas, planteó entregar un testimonio escrito con todo el detalle de una reunión crucial celebrada en junio de 1991.

PASARON TRES SEMANAS, y una tarde el periodista recibió la indicación de ir a la Plaza San Martín y apostarse en una pizzería en la esquina de la avenida La Colmena. Llegó a las cinco de la tarde, y media hora después ingresó al local una mujer vestida con sencillez, fue directo a la mesa del periodista, esbozó una sonrisa como saludo y le entregó un sobre. En su interior había un disquete con un archivo que contenía un documento extenso, una larga exposición sobre los fundamentos de la guerra no convencional y, al final, un texto bajo el título:

LA HISTORIA DE LA MESA REDONDA

En junio de 1991, el comandante general del Ejército, Pedro Villanueva Valdivia, ordenó realizar una reunión de emergencia convocando a todos los oficiales generales. 

Asimismo, el general Pedro Villanueva Valdivia le hizo saber al jefe de la DINTE, general Juan Rivero Lazo, que, para la toma de decisiones, se debía realizar una exposición al Alto Mando sobre la situación político-militar de Sendero Luminoso y el modo de enfrentarlos de manera radical. Rivero sugirió al general Villanueva que a dicha reunión concurran dos capitanes y sean los encargados de realizar dicha exposición, porque conocían los pormenores de la guerra. Villanueva dio su conformidad.

Un miércoles del mes de junio de 1991, los capitanes Santiago Enrique Martin Rivas y Carlos Eliseo Pichilingue Guevara, junto al general Rivero, nos dirigimos al quinto piso del Cuartel General del Ejército. 

Los dos capitanes vestíamos de civil con ternos oscuros. La  seguridad era extrema. El propio jefe del Comando Administrativo del Pentagonito, general Zevallos Málaga, tenía en sus manos una relación de los generales que debían  asistir al evento y personalmente se encontraba chequeando el ingreso de los mismos. Recuerdo a los siguientes: 

Gral. de Ejército Pedro Villanueva Valdivia,  Comte. Gral. del Ejército; Gral. de Div. Nicolás De Bari Hermoza Ríos, jefe de Estado Mayor del Ejército;  Gral. de Brig. Juan Briones Dávila, subinspector General del Ejército (reemplazaba al Gral. Div. Luis Palomino Rodríguez, quien se encontraba en los EE.UU); Gral. de Div. Pizarro, Comte. Gral. de la Primera Región Militar con sede en Piura; Gral. de Div. José Valdivia Dueñas, Comandante Gral. de la Segunda Región Militar con sede en Lima; Gral. de Div. Rodolfo Robles Espinoza, Comandante Gral. de la Tercera Región Militar con sede en Arequipa; Gral. de Div. José Pastor Vives, Comandante Gral. de la Quinta Región Militar con sede en Iquitos; Gral. de Brig. José Ferreyros Seguín, jefe de la Oficina de Información del Ejército; Gral. de Div. Robledo, jefe del Comando de Personal del Ejército; Gral. de Brig. Petronio Fernández Dávila Carneiro, jefe del Comando del Frente Interno del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas; Gral. de Brig. Martínez Aloja, Comte. Gral. del Frente Político- Militar de Ayacucho; Gral. de Brig. Luis Pérez Documet, Comte. Gral. del Frente Político-Militar de la zona del Centro con sede en Huancayo; Gral. de Brig. Ramal Pezantes, Comte. Gral. de la División de Fuerzas Especiales con sede en Lima; Gral. de Brig. Ríos Araico, Comte. Gral. del Frente Político Militar del Huallaga con sede en Tarapoto. Completaban esta reunión los generales Delgado Bejarano, Chamochumbi Mundaca, Howard Rodríguez, Salazar Monroe.

Al iniciarse la reunión tomó la palabra el general Pedro Villanueva, en su condición de Comandante General, quien se dirigió a todos los allí presentes:

«Señores oficiales generales hoy es un gran día en la historia de nuestro Ejercito, todos los aquí reunidos representamos a la gran masa de soldados que en estos momentos combaten al enemigo terrorista a nivel nacional, por lo tanto, los acuerdos que serán debatidos en esta reunión podrán ser aceptados o rechazados, pero mientras eso no ocurra ninguno de los aquí presentes podrá abandonar este lugar; esta reunión durará hasta que tomemos una decisión unánime lo cual permitirá un accionar más contundente sobre el enemigo subversivo; los he hecho llamar a todos para escuchar sus opiniones con respecto al actual desarrollo de la guerra, los acuerdos que aquí se tomen serán de entera responsabilidad de todos nosotros».

Luego cedió la palabra al director de Inteligencia y este, por su parte, indicó que dos oficiales de menor grado pero experiencia en la guerra antisubversiva harían una exposición.

El capitán Martin Rivas comenzó precisando que la exposición estaría basada en experiencias de combates en la zona rural y urbana del país contrastadas con experiencias de guerra revolucionaria en otros países, así como el aprendizaje de la doctrina ideológica de Sendero Luminoso basada en los textos de Mao Tse Tung referentes a la guerra de movimientos, guerra de baja intensidad, guerra de posiciones, equilibrio estratégico y guerra de aniquilamiento.

Informó sobre el brutal accionar de Sendero y la gran necesidad de cambiar de estrategia y de combatir al enemigo con sus propios métodos, es decir, pasar a la guerra de baja intensidad, a la guerra clandestina, con todo lo que ello significaba y con la necesidad de usar métodos equivalentes. Explicó que el Estado en los últimos años había ido perdiendo el principio de autoridad, principio esencial que se debía recuperar para la supervivencia del Estado.

En esta larga exposición se presentó también el Libro rojo o Manual de la guerra contrasubversiva en donde constaban las sugerencias para presentar batalla conjunta al enemigo.

Después de varias horas de discusión y con el acuerdo de todos los oficiales generales se planteó lo siguiente: el único camino a seguir era enfrentar al terrorismo con sus propios métodos; por lo tanto, por cada autoridad caída por actos terroristas, se debería responder con operaciones de inteligencia que también generen el temor interno en Sendero Luminoso. El objetivo debía ser que ningún senderista se sienta seguro en ningún lugar del territorio, pues, Inteligencia lo encontraría a como diera lugar («El zorro perseguiría a su presa hasta su propia madriguera»).

Por cada acto terrorista realizado contra la población civil, Inteligencia debía responder en forma contundente y aún más drástica sobre objetivos terroristas. Con estas acciones de aniquilamiento, el senderismo lo pensaría, no una vez, sino muchas veces, antes de realizar algún acto terrorista contra las

fuerzas militares o policiales o políticos y ciudadanos. Se les haría sentir que ellos no eran tan clandestinos como hacían creer.

Asimismo, se debía cortar el medio logístico proveniente de la zona del Huallaga, así como alentar el avance ya iniciado por Guzmán y sus fuerzas hacia la zona urbana, principalmente Lima, en donde deberíamos derrotarlos, pues, ellos no conocían bien el combate urbano.

La reunión culminó con la aceptación, por unanimidad, de todos los acuerdos. Asimismo, se acordó que todo lo que se hiciera en adelante sería respaldado por todos los generales allí presentes y se debía guardar la reserva del caso y empujar el carro hacia la victoria final. El general Pedro Villanueva volvió a tomar la palabra y dijo: «Hoy día vamos a empezar a ganar la guerra, aquí están reunidos los comandantes generales de los próximos diez años, si alguno no está de acuerdo que dé una alternativa, de lo contrario, habrá unanimidad». Nadie se opuso.

Quedaba solicitar la aprobación del Presidente de la República. Días después, se nos informó que, en su condición de Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, tomaría las decisiones y acciones políticas que fuesen necesarias. La orden estaba impartida. Igualmente, el Presidente de la República ordenó que se realice una reunión entre los jefes de inteligencia de los institutos armados y de la Policía Nacional, a fin de que coordinen las futuras acciones conjuntas para terminar con el enemigo en el más breve plazo, en dicha reunión deberían estar todos los elementos operativos y los jefes de decisión directa. Por otro lado, indicó que quien lo representaría sería su asesor en el aspecto de seguridad, el Dr. Vladimiro Montesinos Torres.

En el mismo disquete y a continuación de este texto, seguía uno más breve con el título:

REUNIÓN EN EL SIN DE TODOS LOS ÓRGANOS DE INTELIGENCIA

Esta reunión tuvo una duración de dos días, en los cuales cada uno de los entes de Inteligencia expuso la situación y los alcances obtenidos en los últimos años en cada instituto. Se encontraban al mando de la inteligencia de cada uno de sus institutos los oficiales que, en años anteriores, habían sido promoción en el curso de Inteligencia: los generales Juan Rivero Lazo (Ejército), Elesvan Bello Vásquez (Fuerza Aérea), Antonio Ibárcena Amico (Marina) y Antonio Ketín Vidal Herrera (Policía).

Se explicó que el móvil no era trabajar para beneficio propio o de instituciones, por el contrario se debía entender que la guerra había que ganarla con la participación de todos.

Se llegó a determinar y aprobar mecanismos y coordinaciones sobre operativos de vigilancia, seguimiento y eliminación de senderistas. Se acordó que la Policía pondría el énfasis en vigilancias y seguimientos, y luego los grupos operativos de las Fuerzas Armadas serían las encargadas de realizar la respectiva limpieza. 

En esa reunión también se llegó a determinar que todas las capturas serían presentadas por la Policía, DINCOTE, y que los organismos de inteligencia de las Fuerzas Armadas que laboraban en la clandestinidad no deberían aparecer para nada. Sobre todo se debería evitar que aparezcan en los medios de comunicación. Esto para evitar que las acciones clandestinas de los equipos de Inteligencia del Ejército se pudieran conocer y para evitar que sus efectivos sean identificados por los terroristas.

LA MUJER QUE ASOMÓ EN LA PIZZERÍA fue portadora de un testimonio importante.

Trajo información de fondo sobre la manera en que los niveles de mando fueron generando decisiones que, poco después, darían lugar a cruentos episodios. En los días siguientes se retomó el contacto. Los personajes de la camioneta salieron de escena y la novedad consistió en la llamada de una mujer al teléfono móvil de siempre.

Una mañana, en previsión de un pinchazo telefónico, le habló al periodista con familiaridad, como si fuera una amiga suya. Tras el saludo y un par de comentarios banales, dijo: «Me tienes que comprar el disco que me prometiste, que tal si esta tarde nos encontramos en Polvos Azules». Cuando el periodista contestó afirmativamente inquiriendo por la hora del encuentro, la voz de la mujer concluyó diciendo: «A las seis en el pasaje» y colgó tras simular una despedida afectuosa.

Polvos Azules es un mercado popular iniciado por vendedores ambulantes. 

Cuando los enfrentamientos entre la policía municipal y el tropel de desempleados que tomó las calles para inventarse un empleo llegó a extremos insolubles, un alcalde, de criterio práctico, les entregó un baldío cercano a Palacio de Gobierno para la instalación de un verdadero campamento de negocios inverosímiles. Con el tiempo, el esfuerzo de esos centenares de ambulantes, los precios cómodos de sus productos y el masivo ingreso de mercadería de contrabando les permitió un crecimiento suficiente para edificar una enorme galería comercial de varios pisos, con sectores específicos para cada rubro de negocio. 

En el primer piso de esa galería, ubicada a pocos metros de la Plaza Grau, se encuentra, en medio de una bullanga de Babel, una cantidad de pequeños quioscos cuyo rumor aturde los oídos con una charanga de cantantes y orquestas sumidos en la confusión de sus ritmos: son los expendedores de discos compactos piratas. Con laboriosa y, acaso, igualitaria tecnología, se puede encontrar, por ejemplo, todo el catálogo de la Sony a precios largamente populares.

Al lugar acordado llegó una mujer de unos treinta años de edad. Vestía un blue jean y una blusa discreta y holgada, y tenía rasgos agradables. Se acercó desenvuelta, saludó aparentando familiaridad, revisó algunos discos y empezó a caminar dando indicaciones: el periodista debía tener una línea telefónica nueva y destinada únicamente a recibir y contestar llamadas de los prófugos. Por ningún motivo debía usarse en otras llamadas. Una vez instalada la línea debía comunicar el número a través de un correo electrónico a una dirección que la muchacha tenía anotada en un papel que alcanzó apretándole la mano al periodista. Caminaron juntos, y cerca de la salida, la mujer se despidió y se perdió entre el tumulto.

Una semana después de dar el aviso por el correo electrónico, el periodista recibió una llamada. Era la misma mujer. Lo citó en el cruce de las avenidas Universitaria y Venezuela, subieron a un microbús, avanzaron unas cuadras y luego caminaron dando vueltas por una y otra calle hasta desembocar en un parque. En ese momento, la mujer tomó asiento en una banca, le indicó al periodista una casa y le dijo que, cuando ella se hubiese marchado, se tomase unos minutos antes de tocar tres veces el timbre. Cuando el periodista cumplió con las indicaciones, la puerta se abrió y se topó con una escalera, por cuyo borde se extendía un cordel atado a la chapa de la puerta y que al tirar de él abría la entrada. No vio a nadie. Subió las escaleras y, al final, a mano izquierda, cerca de dos sillones muy sencillos y un vetusto televisor apagado, se encontraba Santiago Martin Rivas.

En este nuevo refugio, el militar tenía un aspecto cansado y, sobre todo, adormilado, a pesar de que ya era el mediodía. Fue la primera vez que habló de un insomnio a nivel de aborrecible padecimiento. En sus momentos de mayor estrago podía quedarse en vigilia tres días continuos hasta verse obligado a tomar una aplastante dosis de hipnóticos a cuyo uso se resistía, no tanto por contraer una inevitable dependencia al fármaco, sino por un efecto secundario capaz de arruinar una cualidad de la que se preciaba: su memoria de elefante.

Contó también que el desvelo lo había contraído en las incursiones en la sierra donde solían avanzar de noche, pero, al llegar el día, cuando tocaba el descanso, dormir se convertía en un riesgo que era mejor evitar. Ante la acotación del periodista sobre la influencia que también debían de tener ciertos recuerdos, el hombre pescó la intención, frunció el ceño y, con un gesto de malestar, indicó tomar asiento.

Había mudado de refugio cumpliendo la regla de no mantenerse demasiado tiempo en un mismo lugar, pero también por influencia de una vecina provista de enorme curiosidad a la que se le dio por tocar durante el día la puerta del departamento apenas escuchaba el televisor o la radio encendidos y, al no ser atendida, reservaba el final de día, cuando llegaban los ocupantes visibles, para darles reporte del extraño fenómeno de un televisor o una radio que se encendían y apagaban por sí solos. Insistió tanto en su intromisión que la mudanza la debió efectuar antes del tiempo previsto y por ello «tenía algunos problemas logísticos» que no detalló, pero, sin duda, el principal asunto estaba solucionado porque en la mesa de centro, entre los dos sillones, estaba, como de costumbre, una campante botella de dos litros de Coca-Cola y los dos vasos de rigor para iniciar la conversación.

Aunque las reuniones en el SIN se destinaban a coordinar acciones, las rivalidades, antiguas y nunca resueltas, entre la Policía y el Ejército, se mantuvieron. Además, Montesinos aún no tenía el sólido poder que estaba construyendo, aquel poder que en el futuro daría lugar a que una simple llamada

telefónica suya fuese suficiente para que la orden se cumpla. En esos días, algunos jefes policiales aún no habían «entendido» las reglas de juego que se avecinaban. El 21 de junio de 1991, ocurrió un hecho a partir del cual Montesinos empezaría a mostrar la fuerza de sus decisiones.

En la noche de aquel 21 de junio, la Policía asestó un golpe importante al senderismo. Un organismo llamado Socorro Popular, inicialmente creado para acciones de ayuda a  integrantes de Sendero Luminoso, había mutado sus fines para convertirse en parte del sanguinario brazo armado de la organización senderista. Casi todos los crímenes cometidos en la capital peruana contra políticos, militares, policías, alcaldes y empresarios, abatidos en las calles, en sus casas o en sus centros de trabajo, tenían la autoría de Socorro Popular.

Asimismo, participaban en la organización de atentados que, en esos meses, habían sucedido a un ritmo de casi un centenar por mes. Lima estaba bajo asedio senderista y en el total del territorio peruano, a poco de cumplirse un año de gobierno fujimorista, se habían producido cerca de dos mil atentados de diverso tipo –asesinatos, voladuras de torres eléctricas, coches bomba, dinamitazos a locales públicos, cortes de carreteras con destrucción de puentes y cobro de cupos–. De modo que la captura de líderes de Socorro Popular fue un golpe de suma importancia.

A partir del análisis de los documentos incautados en el archivo senderista, la Policía ubicó una dirección: calle Santa Violeta 181, San Martín de Porres. 

Una zona populosa en el sector norte de la ciudad. Poco antes de la ocho de la noche, desde la azotea de ese inmueble, dos integrantes de la cúpula central de Sendero Luminoso, Yovanka Pardavé y Tito Valle Travesaño, asomaron y se fueron a cenar al chifa Mei Yin, ubicado a pocas cuadras del lugar. 

Cuando terminaban de cenar –«y antes de que abonaran la cuenta», se quejaría el propietario del establecimiento– ambos fueron capturados. Luego, operativos realizados esa misma noche en otros inmuebles permitieron la captura de otro jefe, Víctor Zavala Cataño, y se descubrió también una clínica clandestina para la atención de los senderistas heridos.

En unas horas, tres criminales, autores de demenciales atentados, otros mandos de menor rango y una amplia documentación, cayeron en manos de la Policía. La sorpresa fue conocer que Yovanka Pardavé contaba con varios documentos de identidad y, en medio de las bombas que tronaban para horror del país, había logrado salir y volver de Canadá y Francia en enero de 1990. Algo empezaba a cambiar, pero esas importantes capturas trajeron abajo al jefe de la Dirección Nacional contra el Terrorismo (DINCOTE).

«El jefe de la DINCOTE era el general John Caro –apunta Santiago Martin Rivas– y cuando cayeron la Pardavé, Valle Travesaño y Zavala Cataño, hubo una reunión en el SIN en la que estuvimos Montesinos, los generales Hermoza Ríos, Salazar Monroe, Valdivia Dueñas, Rivero Lazo, el comandante Fernando Rodríguez Zabalbeascoa, el capitán Pichilingue y quien habla. La idea era, como se había establecido, que la policía nos entregue a los detenidos para interrogarlos porque los policías no lograban hacerlos hablar. Los terroristas ya sabían cómo eran los interrogatorios tipo de la Policía. Estaban entrenados.

Además, nuestro interrogatorio era llevado a la parte política y no a la comprobación de hechos, y eso daba lugar a que se les fuera la lengua. Aparte que estábamos entrenados en técnicas de interrogatorios. Ese fue uno de los cursos que hice en Colombia. Nos iban a entregar a los tres por un fin de semana. Lo llamaron a John Caro, y antes ya habían hablado con el fiscal Pedro Méndez Jurado para que no intervenga nadie de la Fiscalía. Pero Caro no quiso.

Y eso cayó mal porque varios datos para el operativo habían salido del trabajo de análisis conjunto realizado en el “Palomar”. Además, había un acuerdo sobre el sistema de trabajo. Pero John Caro dijo no. Luego hizo una concesión y aceptó que el interrogatorio fuese en la DINCOTE. Nos dieron la orden de ir a mí, a Pichilingue más dos comandantes de contrainteligencia de la Marina. Fuimos y hubo problemas».

A la negativa del jefe policial se añadió la rivalidad entre Martin Rivas y Benedicto Jiménez, un oficial de la Policía de igual rango y también conocedor de los problemas del terrorismo. Se conocían desde 1983, ambos habían servido en Ayacucho, la zona donde emergió Sendero, y siempre habían tenido sus

propias miradas sobre el análisis político y militar aplicado a esa lucha. En ese momento, los celos profesionales se agudizaron: era la mayor captura del año, conseguida tras muchos reveses, y Jiménez, al igual que el resto de policías, consideró que el Ejército no debía tener injerencia en ese operativo.

«John Caro quería presentarlos a la prensa ya mismo –prosigue Martin–, nosotros queríamos explotarlos antes de que todo trascienda y antes de que sean entregados al fiscal, porque cuando llegaban los abogados democráticos. Los terroristas terminaban protegidos. La idea era conocer qué tanto sabían de Abimael Guzmán. 

Sabíamos que tras varias horas seguidas de interrogatorio iban a entrar en razón. Cuando informamos que no se pudo hacer nada y la Policía presentó a la prensa a los detenidos y encima filtró las discusiones que habíamos tenido, Montesinos se enojó. Llamó a reunión, asistimos los mismos de la reunión anterior y, entre otras cosas, informó que el general Ketín Vidal, que ya trabajaba en el SIN, sería el nuevo jefe de la DINCOTE. Al poco tiempo,

después de que terminaron de preparar para el cargo a Vidal, John Caro se tuvo que ir a su casa. Por eso Ketín llega con medios, Montesinos le da recursos.

Ahora, Fujimori y Montesinos niegan haber ordenado todo eso, y eso es puro cinismo».

En el archivo de las investigaciones anticorrupción del Congreso peruano, existen, entre centenares de cintas, dos videos rotulados con los números 806 y 807. 

Forman parte del lote de videos incautados a la caída de Vladimiro Montesinos y son testimonio de un caso singular en el mundo: todos aquellos intríngulis de la política que suelen mantenerse en férreo anonimato, eran, en este caso, grabados por el socio de Fujimori.

En esas cintas están implacablemente registradas las miserias de la política, y son una prueba incontestable del inmenso poder acumulado por Montesinos, la impresionante influencia ejercida sobre todos los ámbitos del país y las diversas fechorías cometidas. En esas escenas, imprescindibles para la justicia pero también utilizadas con fines políticos por el gobierno sucesor de Fujimori,

aparecen conversaciones de intriga política; parlamentarios oficialistas reunidos en pleno para recibir instrucciones; militares de alto rango recibiendo indicaciones; empresarios solicitando favores o transando negociados; magistrados de la Corte Suprema coordinando el sentido de los fallos judiciales; candidatos, incluso de la oposición, recibiendo instrucciones y financiamiento; hasta escenas más grotescas: suscripciones de contratos y entregas de dinero en efectivo a parlamentarios opositores para conseguir su incorporación al oficialismo, así como montañas de dinero, uno, dos, tres millones de dólares en billetes entregados, entre sonrisas, a los propietarios de los principales canales de televisión del país. Todo grabado en video por Montesinos.

El sentido exacto de esa afición por grabar imágenes aún está por precisarse. 

¿Chantaje a los personajes involucrados? 

Pero ¿cómo, si el asesor aparece en las escenas? ¿Registro de los hechos para darle a su socio Fujimori

exacta constancia de las acciones realizadas? Puede ser, sobre todo por ese rasgo personal de Fujimori de mirar siempre bajo la lupa de la desconfianza. ¿Afición delirante por verse en las cintas de video? Quizá, si se tiene en cuenta, por ejemplo, que una de las cintas incautadas muestra algo rayano en el desvarío.

Montesinos y su amante Jacqueline Beltrán están de paseo en una playa del Caribe y con ellos van dos guardaespaldas, cada uno con una cámara de video, grabando los pasos de la pareja que se supone está en un viaje íntimo y de placer.

El trastorno también afectaba al socio. Fujimori, durante años, tuvo contratados los servicios de una empresa encargada de filmar cada uno de sus viajes para luego prepararle ediciones personales que veía con agrado, las más de las veces a solas, en la sala de cine de Palacio de Gobierno.

Hay quien afirma, y merece algún crédito, que esas cintas, las de ambos, eran parte del material con el cual, en su momento, pensaban testimoniar «su gesta histórica» –uno, de manera pública; el otro, ante la comunidad de inteligencia–. 

Esa obsesión por los videos estaba referida a lo que ambos consideraban como las cuatro victorias de su gobierno: la derrota de Sendero Luminoso; la recomposición de la economía del país remontando una hiperinflación; la resolución del antiguo conflicto bélico con el Ecuador; y la derrota del otro grupo terrorista, el MRTA, lograda con un espectacular operativo militar que puso fin a la crisis de los rehenes en la residencia del embajador del Japón.

Sea cual fuere el resorte que hubo detrás, lo cierto es que las cintas existen, son pruebas indiscutibles, se hicieron públicas en transmisiones que un país azorado vio durante meses en el año 2001, cual símil político de la serie televisiva Gran Hermano. 

Existen otras cintas no divulgadas y en manos de Fujimori, porque fue este quien dejó el presente para su cómplice antes de fugar al Japón. Incautó con un falso fiscal las cintas, se guardó las que lo comprometían, seleccionó aquellas que incriminaban a Montesinos y tantos más, las archivó en unas maletas que mostró a la prensa, las puso en manos de un notario, embaló las restantes y se marchó con ellas rumbo a Tokio, dejando armado un cataclismo político y ético. Fue como un aviso entre siameses:

cavarás mi fosa, pero también la tuya. Lo había anticipado Montesinos en la crisis de los días finales del gobierno: «Si caigo yo, también cae Fujimori». Y así fue. Y lo sabían ambos.

Pero volviendo a las cintas 806 y 807, en ellas existen revelaciones de Montesinos que refrendan el testimonio de Santiago Martin Rivas: los operativos militares no fueron actos aislados de un grupo de soldados, fueron parte de una estrategia preparada y aprobada por la más alta instancia de gobierno, y cuyas decisiones correspondieron al presidente Alberto Fujimori; al jefe de facto de los servicios de Inteligencia, Vladimiro Montesinos; y al comandante general del Ejército, Nicolás Hermoza Ríos. Así lo afirmó, en privado ante un grupo de congresistas, el propio Montesinos:

«Cuando se combatió el terrorismo habían cuatro ejes centrales: la primera era la decisión política. ¿A quién le correspondía eso? 

Al jefe de Estado, al Presidente. Si no había decisión política nada funcionaba; o sea, si el estadista no definía el objetivo de erradicar la subversión, el aparato del Estado no andaba, y la violencia la tuvimos con el señor Belaunde, con el señor Alan García, no hubo decisión política y al no haber decisión política nada se organizó. (...)»La otra cuestión, yo me acuerdo mucho, cuando se inició, el año 88, con Alan García, el proceso a Osmán Morote, ¿saben cuánto duró el juicio? Cinco años cuatro meses. ¿Y eso qué significa? Que cada vez que salía Morote, toda la televisión estaba en las diligencias para ver la declaración, y eso servía de combustible para la subversión. ¿Por qué? Porque ellos se alimentaban de la publicidad de los medios. Y la primera noticia que hizo Morote fue cuando declaró, amenazó, que, en el año 2000, los jueces que lo estaban juzgando estarán en el banquillo y él será el juzgador, y entonces esa era la noticia que salía. Morote hacía las noticias y Sendero se alimentaba. Esa era la verdad.

Había que romper eso, tenían que crearse los tribunales militares, los jueces sin rostro, los procesos sumarísimos. Claro, eran sumamente rígidos, pero todo ese mecanismo posibilitó que superáramos la situación en que nos encontrábamos.

»El trabajo de inteligencia tenía que ser coordinado –afirma Montesinos–. ¿Qué pasaba? Que no había una integración, no había una conducción central. 

Yo les voy a contar una anécdota. El año 90, el 28 de julio, cuando asume el Presidente de la República, tenemos la primera reunión acá, y vino el general Alvarado Fournier, ministro del Interior, con el general Cuba y Escobedo y John Caro. 

Estábamos sentados ahí y le preguntamos: A ver, John Caro, ¿cuál es su misión? 

Él dice: “Bueno, mi misión, la clásica del policía, combatir al terrorismo, capturarlo con las pruebas, elaborar el atestado y ponerlo a

disposición del Ministerio Público para que sufra la condena del Poder Judicial”.

“Muy bien, ¿cuántos hombres tiene usted?”. “Cincuenta hombres”.

»O sea, el problema número uno del Perú era el terrorismo y John Caro tenía ¡¡¡cincuenta¡¡¡ hombres el año 90; teníamos guerra del 80 al 90, diez años, y la DINCOTE con cincuenta fulanos y para John Caro su misión era capturar.

¿Y cuándo capturar? Cuando ponen un coche bomba al sospechoso lo agarran y lo interrogan. Lo cuelgan de un hombro y si declara “suavecito” le mandan el atestado. Pero ¿quién buscaba a Abimael Guzmán? Nadie lo buscaba. Y esa era la realidad. Había que replantear ese problema.

»Entonces, el trabajo de Inteligencia –continúa Montesinos– ¿a dónde tenía que dirigirse? ¿A quién buscaban? Buscaban al hombre que ponía el petardito, al

tipo que hacía el volante, al que hacía la pinta o al que estaba en la universidad haciendo la arenga. A esos agarraban. 

El trabajo tenía que orientarse al elemento pensante, directriz. Por eso es que el Presidente da una exposición al país, presenta, ustedes se acordarán, una famosa pirámide, y expone la pirámide y dice: “Acá está la cúpula, acá está el elemento medio y acá está el elemento de base. ¿Por qué fracasó –dijo– la estrategia contra el terrorismo en los diez años?

No había decisión, no había mando, nada; todo se orientaba por inercia. La nueva estrategia de gobierno está diseñada ¿hacia dónde? A venir acá, o sea, a la cúpula. ¿Y en la cúpula cuántos son? No son más de veinte personas”».

Eran diecinueve. Una cúpula formada con ese número siguiendo la misma cifra dispuesta para el Partido Comunista Chino por Mao Tse Tung, pensamiento y guía de Abimael Guzmán, quien, cuando fue capturado y ya prisionero, solicitó la dispensa de seguir portando el botón con el rostro de Mao que el  propio líder chino le había prendido en la solapa al concluir el terceradoctrinamiento que Guzmán tuvo en Pekín.

Entre esos diecinueve estaban los capturados aquel junio del 91, Yovanka Pardavé, Tito Valle Travesaño y Víctor Zavala Cataño. 

Otros cabecillas empezaban también a ser capturados y confinados a prisión. A todos ellos les quedaban pocos meses de vida y solo quedaría un sobreviviente: Osmán Morote Barrionuevo, el número dos de la organización, preso desde noviembre de 1988 por una delación ordenada por Abimael Guzmán. Pero antes iban a acontecer otros sucesos.

LOS TESTIMONIOS COINCIDENTES  de Montesinos y Martin Rivas desnudan la política seguida y las órdenes libradas para los operativos clandestinos efectuados en esos meses, batallas silenciosas libradas en la ciudad, desapariciones nunca denunciadas por tratarse de integrantes de las filas terroristas, cadáveres de senderistas abandonados en las calles de los barrios en que vivían como mensaje a la organización: «ya no son tan clandestinos como antes». Eran hechos indescifrables en ese tiempo. 

El país se había acostumbrado  a contar los muertos por centenares y el límite de quién estaba dónde, era difuso.

Tiempos duros en los que, incluso, hubo espacio para el negocio del terror implementado por algunos gurúes de escritorio permitiéndose irresponsables vaticinios para un país desesperado.

Cuando Sendero Luminoso emplazó en Lima a los destacamentos de aniquilamiento del llamado Ejército Guerrillero Popular –fanáticos sicarios provenientes del Alto Huallaga, escenario del pacto del terrorismo con el narcotráfico que financió el armamento subversivo–, empezaron a amanecer cadáveres nunca reclamados o enterrados en silencio. 

Cierto es que muchos de los caídos eran militantes del terrorismo y sus cadáveres expuestos eran el mensaje al contrincante que, a su vez, dejaba recados similares con los policías, militares y autoridades que la subversión aniquilaba en las calles y la televisión mostraba, con morbo, en cada noticiero. Eran senderistas, es el argumento de quienes avalan la inmemorial Ley del Talión

Pero, ¿cuántos inocentes cayeron en medio? 

¿Cuántos fueron acusados de colaboración y se fueron a pudrir en las  cárceles sin pruebas?, ¿cuántos fueron a dar a fosas clandestinas aún no descubiertas? 

Y, finalmente, ¿era el mecanismo que se debía seguir?, ¿era inevitable? Aún hoy, en tiempos del post 11 de setiembre, es una pregunta que abre debates todavía sin resolución. 

¿Con qué armas y hasta dónde tiene derecho de defenderse un Estado? 

¿Se combate la barbarie con la barbarie?

A pesar de los atroces episodios de la historia reciente, aún continúa la disyuntiva. Al día siguiente del salvaje atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York se podían leer estas líneas en el diario The Washington Post: «Este no es un crimen. 

Es una guerra (...) La primera reacción del secretario de Estado, Colin Powell, a este día de infamia fue prometer “llevar a los responsables ante la justicia”. Eso está muy mal. Se enjuicia a los criminales, pero se hace llover destrucción sobre los combatientes. Esta es la distinción fundamental que ya no se puede evadir (...) Este es un enemigo colosal. Calificarlo como un grupo de cobardes que perpetra inconscientes actos de violencia es una necedad complaciente. Aquellos dispuestos a matar a miles de inocentes, al mismo tiempo que acaban con sus propias vidas, no son cobardes. Son guerreros mortales y perversos que deben ser tratados como tales. 

¿Cuál es el responsable? 

Pronto lo averiguaremos. Pero cuando lo sepamos, no debe hablarse de “enjuiciar rápidamente” a esta gente. Un acto abierto de guerra requiere de una respuesta militar, no judicial».

Esa visión, que añade violencia a la violencia y pretende justificar la respuesta al terror con métodos terroristas asumidos por un Estado, es la base de la mentalidad militar –utilizada por gobernantes de turno– imperante desde hace muchas décadas, primero para combatir la violencia del comunismo, y luego para hacer frente a la enajenación del terrorismo. La experiencia demuestra que al final queda un degradante resumen de crímenes contra la humanidad y, si se quiere ver el asunto desde la eficacia, el enemigo no resulta derrotado.

Para Martin Rivas, al igual que el contingente militar latinoamericano, la respuesta es una: «Nosotros obedecimos órdenes; si no las cumplíamos nos sometían a proceso, y al cumplirlas combatimos al terrorismo para salvar al país». Es el concepto de la obediencia debida, pero ella, sin embargo, trae

consigo una reflexión no atendida en los predios militares:

«¿Se deben cumplir órdenes que afectan derechos elementales de las personas?».

Lo cierto es que, en la explosiva batahola de ese tiempo, la opción para Fujimori y sus jerarcas militares se resumió en una frase: «El zorro perseguirá a  su presa hasta su propia madriguera». ¿En qué consistió, específicamente, la estrategia aprobada desde la más alta instancia de gobierno? 

Quien puede dar noticia exacta de los acuerdos tomados en El Pentagonito, en la llamada Mesa Redonda de junio del 91, es el propio expositor de los conceptos explicados aquella vez a los jefes militares, el entonces capitán Santiago Enrique Martin Rivas.

EL MILITAR ES DE LOS QUE EXTREMAN cuidados en su relato. En los días anteriores a la cita escribió, en una pequeña computadora personal, un extenso documento recapitulando el episodio de la llamada Mesa Redonda

En él, junto a datos sobre aquel evento, se explayó en consideraciones conceptuales sobre la manera en que el Ejército le propuso a Fujimori enfrentar al terrorismo. La versión completa muestra a un profesional con un conocimiento solvente sobre el tema y eso explica la razón por la cual, a pesar de su rango menor, fue ubicado como expositor ante la plana mayor militar. Esta es la versión resumida de la exposición que Martin Rivas dio a la jerarquía militar la noche en que tomaron la decisión de combatir al terrorismo con una nueva estrategia.

La guerra convencional es el choque entre Fuerzas Armadas de dos o más países que entran en conflicto. Estas fuerzas se enfrentan respetando ciertas normas o leyes de la guerra, como el empleo de uniforme, el respeto a los prisioneros de guerra, a los heridos, a las declaratorias de guerra y a la restricción en el uso de determinadas armas.

Todas estas características son reconocidas por el Derecho Internacional a través de sus organismos y convenciones. Esa es la guerra convencional.

Al finalizar la Primera Guerra Mundial, surgió un nuevo tipo de guerra que, por no respetar las leyes y convenciones, se ha dado en llamar guerra no convencional. Denominada también guerra clandestina, combate de baja intensidad o guerra sucia.

Tiene las siguientes características:

•La lucha no es entre dos Estados sino entre dos ideologías opuestas; una, fundamentalista y opresora que lucha por destruir la otra, la democracia occidental, en la cual se profesa la libertad de culto y de elección.

• No hay declaratoria de guerra ni desplazamientos militares de gran magnitud, y las armas convencionales pasan a segundo plano ante otra arma mucha más peligrosa: el arma sicológica.

•No hay fuerzas adversas, uniformadas y armadas; el enemigo se esconde y confunde en la población y forma parte de esta. 

•Es difícil descubrir quién o quiénes de los que nos rodean son los enemigos. Este enemigo sale del interior mismo del país y la desintegración comienza desde dentro.

•El enemigo comunista o fundamentalista habla de libertad, democracia popular, nacionalismo, derechos humanos, conceptos llevados hacia sus intereses e interpretados desde puntos de vista particulares.

En estas condiciones, el militar profesional que tiene una preparación para defender las fronteras de su país y para luchar contra el enemigo mediante el combate con métodos convencionales, se encuentra confundido porque las fronteras están intactas, porque no lucha con el enemigo enfrente, sino con el enemigo oculto que aparece por todos lados; inicialmente no esgrime armas, sino ideas y presenta signos apenas perceptibles que impiden identificarlos y, aún cuando cometa el error de mostrarse, no se le puede atacar y destruir porque «estamos en paz», porque es «libre de expresar sus ideas y pensar como mejor le parezca». 

Así, en estas condiciones y sin una orden para atacar, sin un objetivo por conquistar o una zona por defender, se explica que sea desconcertante hacer frente a este enemigo que «sin haber declarado la guerra, hace la guerra, pero pretende la paz».

Las ideologías fundamentalistas recurren a la guerra no convencional materializada mediante las acciones terroristas. El objetivo es destruir una sociedad, quebrando la relación entre autoridades y población, para tratar de imponer su propio orden. Para ello recurren a crear una sicosis colectiva nacida del miedo, la inseguridad, el terror, en tal magnitud que el organismo social se paralice y, aún teniendo los medios de defensa en sus manos, no sea capaz de utilizarlos.

El método utilizado por el terrorismo es la intimidación y la eliminación. Y las acciones del terrorismo se realizan de manera selectiva y sistemática en presencia de la población, buscando producir en ella shocks sicológicos; luego, la prensa y el comentario público se encargarán de cimentar el pánico.

Al iniciarse los 90, el terrorismo, mediante la dislocación había quebrado el tejido social del país, es decir, en términos del senderismo maoísta «habían agudizado las contradicciones del sistema». 

Luego, mediante la intimidación (amenazas, asesinatos, coches bomba, atentados a locales públicos, paros armados) habían ocasionado la desmoralización (pérdida de fe de la población, migración interna, éxodo al exterior, proliferación de huérfanos y viudas, reclamos al Gobierno y Fuerzas Armadas) y, finalmente, en forma conjunta y simultánea se había generado una circunstancia letal la eliminación (asesinatos selectivos de líderes y personalidades).

En esas circunstancias, se requiere responder con los mismos métodos, con acciones clandestinas, con acciones de infiltración en el enemigo y, sobre todo, generándole al terrorismo el mismo temor: hacerles sentir que sea cual fuese el lugar de su escondite serán descubiertos y su fuerza militar eliminada, con la finalidad de intimidar y buscar la desmoralización del terrorismo. 

Las guerras se basan en acciones y reacciones, por cada golpe recibido se está obligado a una respuesta similar y, sobre todo, mayor. Von Clausewitz la definió como «Un acto de fuerza para obligar al contrario al cumplimiento de nuestra voluntad». Esa es la guerra.

Todos estos conceptos que fueron expuestos y aprobados por el alto mando militar y el Presidente de la República no fueron, por supuesto, una creación nuestra. Son los conceptos que nos fueron enseñados en la Escuela de las Américas, a donde concurrimos muchos oficiales por orden de nuestra superioridad y por un acuerdo del Estado peruano y el Estado norteamericano.

Era el modo de luchar contra la subversión.

Estos conceptos se registraron en un documento titulado Esquema estratégico-táctico para enfrentar al PCP-SL36 en los aspectos político, ideológico y militar. Según el testimonio de Pichilingue, refrendado por Martin Rivas, el documento tuvo cuatro únicos destinatarios. 

Era un amplio estudio sobre el movimiento senderista a partir de sus propios documentos y, a partir de ello, se planteaban las acciones a seguir. Se destacaba un capítulo denominado «Línea militar», en el cual estaban desglosados todos los movimientos operativos de la subversión. En realidad, era el estilo de guerra maoísta al cual se debía oponer, en la lógica seguida entonces, los usos de la guerra no convencional, es decir, lo que en Latinoamérica se ha conocido largamente, y con secuelas dolorosas, como «guerra sucia». 

Cambiaba el territorio y el estilo del enemigo podía ir desde la guerrilla urbana en el Río de la Plata, la masa  chilena politizada, pero sin armas, o el fanatismo maoísta peruano. En todos los casos la respuesta fue la misma: desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, fosas clandestinas y gobiernos militares o civiles actuando con el aval de Washington.

EN 1991, LAS CALLES DE LIMA eran un escenario de combate. Tras una cruenta guerra interna iniciada en 1980, Sendero Luminoso creyó que había llegado el momento de tomar por asalto el poder. La hora del «equilibrio estratégico»

asomó en el extravío de Abimael Guzmán. Lo alentó un gobierno nacido de la casualidad, establecido sobre los escombros de un país derruido por la crisis económica y la violencia. Por lo mismo, los fanáticos creyeron ver la ocasión.

Enfrente, estaban Fujimori, su asesor y sus militares, conscientes de su enorme fragilidad. Eran militares derrotados desde hacía diez años, y guarecido entre ellos, estaba un novato gobernante sacudido a punta de atentados. La opción era jugar su destino a cara o cruz. Eligieron la cruz. 

Por: Umberto Jara 

Editado por pegaso125