"Santiago Martín Rivas:
El soldado" es un episodio de la serie documental Pequeños dictadores, que se enfoca en figuras asociadas a regímenes autoritarios o personajes controvertidos de la historia contemporánea. En este caso, analiza a Santiago Martín Rivas, un militar peruano vinculado a casos de violaciones a los derechos humanos durante el gobierno de Alberto Fujimori en Perú (1990-2000).
Resumen del episodio:
El capítulo presenta a Santiago Martín Rivas como el líder del Grupo Colina, un escuadrón militar clandestino responsable de actos como asesinatos selectivos y desapariciones forzadas.
El documental explora:
Origen y formación militar:
Martín Rivas, oficial del Ejército Peruano, se destacó por su lealtad y capacidad táctica, lo que lo llevó a ocupar un lugar clave en las estrategias contrainsurgentes contra el terrorismo en Perú durante las décadas de 1980 y 1990.
El Grupo Colina:
Bajo su mando, este escuadrón llevó a cabo masacres como las de Barrios Altos (1991) y La Cantuta (1992), justificándolas como parte de la lucha contra el grupo terrorista Sendero Luminoso. Sin embargo, se reveló que las víctimas eran en su mayoría civiles inocentes.
Vínculos con el gobierno de Fujimori:
El episodio detalla cómo las acciones de Martín Rivas estaban respaldadas por altos mandos militares y el entorno presidencial, particularmente el asesor Vladimiro Montesinos. Esto lo convirtió en una pieza clave del aparato represivo del régimen.
Caída y juicio:
Tras la caída del gobierno de Fujimori, Martín Rivas fue detenido y juzgado por crímenes de lesa humanidad. Fue condenado a varias décadas de prisión por su papel en las operaciones del Grupo Colina.
Reflexión y legado:
El documental concluye analizando cómo figuras como Martín Rivas encarnan las contradicciones de las políticas de seguridad y cómo su caso dejó un precedente en la lucha contra la impunidad en Perú.
Temas centrales:
- Los límites entre la seguridad nacional y las violaciones de derechos humanos.
- La obediencia militar frente a la responsabilidad moral.
- El rol de los escuadrones de la muerte en regímenes autoritarios.
Este episodio subraya cómo Martín Rivas pasó de ser un soldado leal a un símbolo de las atrocidades cometidas en nombre del orden durante una de las etapas más oscuras de la historia peruana.
El soldado
“La comprensión del problema terrorista, ¿qué cosa significaba?
¿Qué ideología tenía?
¿Cuál era su metodología?
Allí comienzan a formarse nuevos grupos. A alguno de esos equipos de inteligencia tuve el honor de pertenecer y tuve el privilegio de dirigir durante los años más duros de la guerra.
Ninguno de éstos tiene nombre, todo grupo de inteligencia desde el momento que nace es clandestino. Es muy distinto a las unidades operativas.
Es como cuando nace una criatura sin partida de nacimiento. Recibíamos informaciones importantes de acciones subversivas, planes subversivos, para tomar las medidas adecuadas. De eso se informaba a las unidades operativas del Ejército.
En el Perú siempre ha sido así. El problema fue que por razones políticas, difíciles de explicar, un sector del periodismo empezó a hacer indagaciones extensas y determinó un nombre para el grupo. El capitán Colina murió en 1984, por eso, en 1990, cuando ya estaba Fujimori, nos reunimos ante su tumba y juramos vengarlo. Nos inspiramos en la película ‘Siete vidas y un destino’, donde un grupo de comandos llora la muerte de su líder y juran vengarlo”.
I
–Ve con calma.
–No te preocupes, volveré temprano.
Es lunes. El verano acaba de terminar. La brisa del mar se esparce por las calles de Magdalena del Mar, dejando una irrepetible fetidez a tristeza. El malecón está cerca. Es posible imaginar las olas al otro lado del acantilado. El diálogo fue breve. Ni grave ni solemne. Sólo dos esposos que se despiden con un beso en el garaje de su casa.
El contralmirante Carlos Alberto Ponce Canessa viste un impecable uniforme blanco, con todas esas medallas que eran el resumen de una vida entregada al arte de la guerra. Espada de honor de su promoción, Ponce Canessa se formó como hombre de mar en la Escuela Naval del Perú. Llevó cursos en Estados Unidos, Italia, Francia e Inglaterra. Fue capitán de navíos, destructores y cruceros. Comandó diversas jefaturas.
Había sido condecorado con la Orden Gran Almirante Miguel Grau, en el grado de Gran Oficial, el más alto homenaje para todo lobo de mar.
En una mano lleva su kepí. En la otra su maletín. Su mujer, Lía Bezold de Canessa, lo ve partir al volante de su clásico Dodge modelo Aspen, rumbo a su oficina, en el Estado Mayor de la Marina de Guerra del Perú. La acompaña el pequeño Alberto Mario, el último de sus seis hijos. A pesar de que Sendero Luminoso acababa de desatar un carnaval de sangre al que llamó “asesinatos selectivos”, Ponce Canessa está solo.
No lleva seguridad ni guardaespaldas. Piensa, como muchos altos comandantes de las Fuerzas Armadas, que la guerrilla maoísta se limita a los parajes más pobres y distantes de la serranía de Ayacucho y Huancavelica, donde decenas de militares y policías de bajo rango son asesinados por una bala en la espalda, una ráfaga de metralleta o una carga de dinamita.
Para Ponce Canessa es inimaginable que un comando terrorista atente contra la vida de un alto militar. Por eso no sospecha de la pareja de enamorados que se besa detrás de una palmera, ni de la otra que está parada en la acera de enfrente. Ponce Canessa se despide.
Conducirá por la calle Jiménez Pacheco. Bajará la marcha a la altura del rompemuelles. Doblará en Luis Mannarelli. Seguirá por la avenida del Ejército hasta entrar por la avenida La Marina, donde conducirá hasta el Ministerio de la Marina de Guerra del Perú, con sus dos monumentales y emblemáticas anclas de hierro cruzadas en la entrada. Pero Ponce Canessa no llegará a doblar en la calle Mannarelli. En el rompemuelles, la pareja de enamorados que se besaba cerca de su casa se acerca para preguntarle la hora. Ponce Canessa baja su ventana amablemente. Se agacha. Mira las manecillas de su reloj: 8:11 a.m. Antes de contestar, la mujer saca una metralleta de su bolsa. Dispara una ráfaga de proyectiles sobre su rostro. Ponce Canessa se está desangrando. Coge su revolver Smith & Weason calibre 38. Tira del percutor.
El tambor gira hasta colocarse en la misma dirección del cañón. Abre la puerta del coche. Intenta bajar disparando, pero no logra incorporarse.
El revólver se le resbala. Se desvanece sobre su asiento. La pareja lanza dos cartuchos encendidos de dinamita sobre el carro.
Las cargas explosivas detonan. Su cadáver estalla. Los vidrios de las casas aledañas explotan. Otra pareja se acerca hasta los metales retorcidos y lanza folletos subversivos sobre el cadáver del contralmirante, a manera de firma, amenaza, escarmiento o venganza.
Un carro verde prende su motor. En la esquina de Jiménez Pacheco recoge al escuadrón de la muerte. El vehículo se pierde entre la humareda que dejó la pólvora.
Horas más tarde, en la capilla del Centro Médico Naval, delante del féretro de su camarada, al frente de los tres comandantes generales, Guillermo Monzón Arrunátegui (Ejército), Luis Abraham Cavallerino (Fuerza Aérea) y Víctor Nicolini del Castillo (Marina), entre ministros, políticos y militares, el vicealmirante Julio Pacheco Concha Hubner, entonces Ministro de Marina, selló lo que podría interpretarse como la amenaza de guerra más contundente contra Sendero Luminoso: “A los asesinos terroristas no los va a amilanar la pena máxima, la gente irrecuperable tiene que eliminársele de la sociedad. Sepan los subversivos que han herido profundamente a la institución y al país entero. Sepan, también, que han despertado al león”.
Desde el primer atentado terrorista de Sendero Luminoso, en 1980, se trató del primer asesinato contra un alto comandante de las Fuerzas Armadas. Hasta aquel 5 de mayo de 1986, muchos integrantes de la marina de Guerra habían sido asesinados porque eran los Infantes de Marina los que más participaban en las zonas dominadas por el terror.
En Ayacucho, acantonados en el Estadio Municipal de Huanta, los infantes enfrentaban a Sendero Luminoso con brutalidad y saña, torturando, asesinando y desapareciendo a decenas de campesinos culpables, sospechosos o inocentes, en fosas comunes clandestinas.
Para los hombres de uniforme blanco, así como para los de las demás armas, el asesinato del contralmirante Ponce Canessa representó una afrenta que debía ser respondida bajo la bíblica premisa del ojo por ojo. Sin embargo, el 21 de mayo de 1986, 15 días después del crimen, el vicealmirante Pacheco Concha Hubner tuvo que retractarse. Los detenidos por terrorismo de los penales San Pedro de Lurigancho, San Juan Bautista de la isla El Frontón y Santa Bárbara del Callao, a través de sus defensores, los denominados “abogados democráticos”, querellaron al vicealmirante ante 15° Juzgado Civil de Lima, que falló por una acción de amparo a favor de los sospechosos por terrorismo.
Para los marinos, así como para todos los policías y militares, el veredicto del tribunal era señal de que su lucha contra el terror no iba a tener el apoyo de las leyes ni la Constitución. Si iban a combatir a Sendero Luminoso, tenían que enfrentarlos solos, como los mártires y los vengadores anónimos, por encima de las leyes y los derechos humanos, a través de ese código castrense hecho de secretas razones morales que dicta preservar al Estado de la debacle. “Porque los militares están allí para reemplazar al poder civil cada vez que éste da señas de ineptitud, debilidad o corrupción”.
Alan García, que acababa de jurar como Presidente, no era ajeno al clamor militar. Por el contrario, la amenaza terrorista había tocado, literalmente, las puertas de Palacio de Gobierno. El mismo año que mataron a Ponce Canessa, un comando terrorista del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru disparó una instalaza contra Palacio de Gobierno.
Hasta ese momento, Sendero Luminoso había dinamitado 52 locales del partido aprista, asesinado a cinco de sus alcaldes, dinamitado la tumba de Víctor Raúl Haya de la Torre, el histórico líder del APRA, así como atacado la emblemática morada de Villa Mercedes, donde García pasó los años más importantes de su formación política.
Peor aun, tras el asesinato del contralmirante, un comando terrorista atentó sin éxito contra la vida de Alberto Kitasono, Secretario Nacional de Organización del APRA, quitándole la vida a cuatro de sus guardaespaldas. A pesar de eso, durante su primer año de gobierno, García no pasó de declarar 19 provincias de la sierra en emergencia, supeditando el control civil a los aparatos de seguridad del Estado. Militares como Víctor Nicolini del Castillo, Comandante General de la Marina de Guerra, solicitaron extender el estado de emergencia a la capital, para que los institutos armados tomaran el control total de Lima.
Otros, como Luis Cisneros Vizquerra, general del Ejército en retiro de gran influencia, exigieron al Presidente implantar la pena de muerte para los delitos por terrorismo, así como una política contraterrorista como las de las dictaduras anticomunistas de Argentina, Chile, Uruguay y Bolivia. Pero García mantuvo su política. Hasta que provocaron al león.
Semanas más tarde, el 20 de junio de 1986, se iba a celebrar en Lima el XVII Congreso Internacional Socialista, con más de 70 líderes del socialismo invitados, 44 de ellos presidentes.
Era la primera vez que ese congreso se iba a dar cita en América Latina, por lo que más de 500 reporteros de distintas partes del mundo[8] llegaron a la capital. García tenía mucha expectativa. La asamblea había previsto tocar el tema de la deuda externa y García buscaba más apoyo para su tesis sobre el pago de la misma: 10% de las exportaciones.
García aspiraba al liderazgo del movimiento en la región. Había sido invitado para la Cumbre de países no alineados en Medio Oriente, y acababan de nombrarlo mediador para los conflictos armados en Centroamérica. Sin embargo, sus planes se terminaron 48 horas antes, el día que cerca de 250 presos por terrorismo se amotinaron en los penales San Pedro de Lurigancho, San Juan Bautista de isla El Frontón y Santa Bárbara del Callao, denominados por los terroristas como “luminosas trincheras de combate”, demostrándole al Estado su evidente capacidad de planificación, alcance y coordinación. Líderes como el alemán Willy Brandt, el primer socialdemócrata en llegar al poder, así como Bettino Craxi (Italia), Gro Harlem Brundtland (Noruega), Shimon Peres (Israel) e Ingmar Carlsson (Suecia), cancelaron su visita. La prensa dejó de cubrir el evento y se volcó al suceso de los penales.
García tuvo que dejar el congreso para reunirse de emergencia con los comandantes generales, encargándole a cada arma la responsabilidad de develar el motín. Al Ejército le correspondía Lurigancho, a la Fuerza Aérea Santa Bárbara y a la Marina de Guerra, por jurisdicción, la isla de El Frontón. La responsabilidad de cada comando sería dirigir las acciones de la Guardia Republicana.
Los penales, por órdenes del Ejecutivo, quedaron bajo la jurisdicción del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, declarándose como zonas militares restringidas. En el lapso de dos días, los militares recuperaron el control.
La Republicana, por órdenes del Ejército y la Fuerza Aérea, masacró a los rebeldes de Lurigancho y Santa Bárbara. Pero ningún rugido se hizo sentir como el de los infantes en la isla penitenciaria: equipos de las Fuerzas de Operaciones Especiales (FOES), acompañados de unidades de explosivos, desembarcaron en la isla con francotiradores, bazucas cortas y cohetes. Capturaron el presidio, dominando a los presos en el piso, de espaldas, y con las manos atadas. Allí aniquilaron fríamente a muchos con un tiro en la cabeza.
Era el primer zarpazo del león. Una comisión del Congreso investigó los asesinatos. García, a través de un comunicado, tuvo que reconocer que hubo un excesivo uso de la fuerza. Siete miembros de La Republicana serían condenados a 11 años de prisión. A pesar de que la cadena de comando estaba encabezada por los militares, ninguno pasó por los tribunales. Para ellos, era señal del respaldo que tenían desde el Estado.
Entonces, con el apoyo del Ejecutivo y los institutos armados, la cacería comenzó. Pero no serían las garras de un león, sino el aguijón de un escorpión. “Una guerra es un intercambio de mensajes, de símbolos, desde un poste caído hasta un coche bomba, todo tiene una razón de ser. En cada muerte, Sendero Luminoso dejaba mensajes subliminales. Cuando mataron al almirante Cafferata, no sólo apuntaron al Comandante General de la Marina, sino también al partícipe de la masacre de El Frontón. Fue un mensaje, después mataron a Ponce Canessa, jefe de los infantes de Marina; y siguieron hasta Bolivia a Vega Llona.
El mensaje es a los oficiales y soldados: Mira, le doy a tu jefe, cómo no te voy a dar a ti. Buscaban la desmoralización de nuestras fuerzas. Y nos llegaron a arrinconar. Mientras dimos respuestas convencionales fuimos blancos de emboscadas y atentados. El análisis de todos estos hechos nos permitió entender qué pasaba. Recién cuando es que entiendes puedes buscar soluciones. ¿Cuál era la mejor solución?”.
En 1986, el capitán Santiago Enrique Martin Rivas no tenía la respuesta. Ni siquiera se había hecho la pregunta. Entonces se preparaba para una travesía que alteraría sus planes por el resto de su vida.
Es una mañana de 2007. Detrás del cristal antibalas, escoltado por dos policías armados con fusiles AKM, vestido con pantalón de vestir, saco y corbata, con la mirada hundida detrás de sus metálicas y transparentes gafas, Martin Rivas ingresa a la sala anticorrupción de la base naval del Callao para enfrentarse al primer tribunal sin uniforme en toda su carrera.
Los hombres que una vez comandó están sentados al frente de la corte, esperándolo. Martin Rivas camina al frente de ellos con dirección al micrófono para ser interrogado por los tres magistrados que integran la sala. Quizá, en ese mismo trayecto, por un breve pero significativo instante, el ex agente operativo de inteligencia, el experto en terrorismo, el ex líder del grupo Colina, el Mayor 1, el ex jefe del escuadrón de la muerte, el asesino, el militar perdonado, el clandestino, el reo, desafía su calidad de procesado para evocar un pasado hecho de gloria: Martin Rivas eliminó la amenaza terrorista. Hace más de cinco años que no los veía a todos juntos.
La última vez que lo hizo tenían una orden de captura sobre sus cabezas: el 14 de marzo de 2001 la Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró incompatibles las leyes de amnistía que dictó Alberto Fujimori en 1995 y abría la posibilidad de complejos procesos en la vía civil por asesinato, tortura y desaparición contra los integrantes del destacamento Colina.
A finales de 2001, en un remoto taller de mecánica, Martin Rivas convocó a un puñado de sus hombres para ordenarles: “un solo puño, una sola versión”, que significaba, en su retórica hecha de frases crípticas, negar que participaron en los crímenes de La Cantuta y Barrios Altos, así como en todos aquellos asesinatos que literalmente podrían ir desenterrándose.
Aquella mañana, antes de despedirse, Martin Rivas hizo ese gesto que todos conocían como ‘la base’: se colocaban en círculo y ponían sus manos al centro, unas encima de las otras -extendidas, ásperas y carnosas- y gritaban ¡Por Colina! ¡Vencer, vencer! ¡Sólo vencer!, el lema del escuadrón de justicieros. Entonces, se consideraban un equipo donde no cabía lugar para la traición. En aquella oportunidad, si le preguntaban a uno de sus hombres por Martin Rivas, habría contestado que el soldado al que todos conocían bajo los apelativos de Ingeniero, Kike, Mayor 1 o Bronco, era el paladín incomprendido de la lucha antisubversiva.
Han pasado siete años desde el día en que Martin Rivas dictó la última orden. Ahora, todos han sido capturados. Peor aún, muchos se han transformado en colaboradores eficaces o solicitaron acogerse a la confesión sincera. Hasta ese día llegó el deber. El 17 de agosto de 2005, desde que comenzó el proceso contra los militares del grupo Colina, los agentes operativos de inteligencia, como se llaman aparatosamente los integrantes del grupo Colina ante la corte, numerosos militares han testificado contra Martin Rivas, sindicándolo como el sicario particular de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.
Diversos testimonios han señalado que Martin Rivas era el primero en jalar del gatillo en cada operativo, que significa, en honor a la consigna militar ‘ojo al guía’, la orden de eliminar al enemigo una vez que el líder emprende la masacre. Probablemente, por ese rencor que sucede a todo acto de traición, Martin Rivas no saluda a ninguno de sus ex camaradas.
Sólo inclina su cabeza ante Carlos Eliseo Pichilingüe, el ex jefe administrativo del grupo, segundo en jefe dentro del organigrama del destacamento. Porque, como Martin Rivas, insiste en que el grupo Colina no pasó de ser una leyenda macabra del Ejército, novelada por algunos periodistas. Martin Rivas, sin su pantalón de comando ni sus borceguíes de soldado, sin su chompa de campaña, ni su bandolera para almacenar sus cacerinas. Un soldado solo, sin órdenes que impartir ni órdenes que recibir, se ha convertido en un león sin manada. Y, como todo león desterrado, se ha transformado en una presa.
Existen pocas fotografías de Martin Rivas. En la década del noventa, tras las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, el único rostro que se conocía de Martin Rivas era el que publicó la revista Caretas en 1992: una fotografía tamaño carné, blanco y negro, que databa de 1987, el año en el que entró al Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), órgano adscrito a la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dinte), ubicado en la segunda planta del enorme edificio en forma de ‘T’ que todos conocen como Pentagonito. S
u boca cerrada, lejos de expresar una rectitud castrense, carecía de masculinidad. Sus párpados aparecían caídos, sobre dos pequeños y redondos ojos, que delataban una bizarra mezcla de ternura y perversidad.
Orejas inoportunamente grandes para una nariz de redondez cómica. Pero, en conjunto, era una cara peligrosamente serena, con la que podría mirar a otro sujeto antes de dictarle su sentencia de muerte. Ante la falta de imágenes, la revista Sí, que investigó el caso La Cantuta, aquella universidad a la que se le vincula más con la escena de un crimen que con un centro pedagógico, publicó una caratula con una caricatura que rescató ese mismo gesto homicida hecho para la clandestinidad: Martin Rivas apuntaba con la boca del cañón de una pistola Parabellum. Por los apelativos que tenía desde que era un cadete -Hitler y Fhürer- parecía el personaje perfecto para transformar una pesadilla en una carnicería.
Entonces, la prensa escribía que era el principal asesino de un escuadrón de la muerte, que tenía un apetito inhumano por la sangre, que era capaz de matar a personas inocentes, que su moral era encaminada por un elevado y retorcido concepto de justicia, verdad y venganza. Aquella imagen, se transformó en el paradigma de lo que representó la lucha contraterrorista de los aparatos de seguridad y defensa del Estado durante la dictadura de Alberto Fujimori. Su rostro personificó lo que significó el terrorismo de Estado desde la década de los ochenta. Sin embargo, en la mañana de 2005, Martin Rivas parece la sombra de lo que era en sus días de ensangrentada celebridad.
Los años, los procesos, la clandestinidad, han hecho de este sujeto una bestia anestesiada. Solo basta contrastar aquel rostro que parecía haber regresado del averno, con la última fotografía que le hizo la misma revista Caretas, el día que la policía lo capturó en un pequeño apartamento del distrito de San Miguel. Aparecía con rostro notablemente envejecido, marcado más que por la fatiga que representa vivir una década en la clandestinidad, encerrado con pilas de crucigramas por llenar, por la amargura que deja ser un fugitivo a pesar de ser un héroe: sujetaba un pequeño letrero que llevaba el N° 285867, el número que acompaña a todo terrorista en la cárcel, como los que él alguna vez soñó con colocar.
El corte que lleva Martin Rivas ante el tribunal es el mismo que lleva desde que era niño. No posee el corpulento porte militar que todos imaginaron. Por el contrario, es pequeño y panzón. No por gusto, en sus años de cadete, lo apodaron Martincito. Algunos compañeros lo recuerdan por su parecido con el enano Tontín de Blanca Nieves. Pero Martin Rivas compensa su falta de volumen físico con un ego que va más allá del tono pedante con el que se dirige a los magistrados.
Es el espíritu de un mamífero gigante atrapado en la laringe de un escandaloso loro enano. A primera vista, por su manera de expresarse, desde los decibeles con los que habla hasta los ademanes que utiliza, Martin Rivas no parece un matarife de sangre fría. Si no lo responsabilizaran por el asesinato, tortura y desaparición de 41 personas, podría haber sido un exitoso conferencista de talleres de éxito personal, liderazgo, desarrollo o autoayuda. No solo porque se expresa con las palabras precisas, sino porque parece calcular el número de sílabas exacto que necesita en cada frase para sorprender a sus interlocutores con imágenes esotéricas: “Hago más caso del testimonio de mi conciencia que de todos los juicios que los hombres hagan por mí”.
Antes de que comenzara a declarar, Martin Rivas se negó a ser juzgado por un tribunal civil, porque, explicó, los crímenes de guerra se ventilan en una corte marcial. No aceptaba ser procesado por un tribunal anticorrupción, al lado de generales corruptos, porque, como soldado, Martin Rivas no forjó ninguna fortuna, como sí lo hizo el alto mando del Ejército. La corte no aceptó su reclamo. A pesar de eso, Martin Rivas insistió, hasta que la vocal Inés Tello de Ñeco le recomendó declarar porque iba a ser la última oportunidad que iba a tener para defenderse hasta el día del veredicto final. Su abogado, Estuardo Malpica Odiaga, un sujeto delgado, de mirada clínica y cabello encanecido, que parece haber salido de un desván lleno de papeles apolillados, le recomendó: “Donde no hay certeza no hay que arriesgar”. Entonces, Martin Rivas aceptó declarar.
Han pasado 14 años desde la primera vez que Martin Rivas se puso al frente de un tribunal. A lo largo de ese mismo lapso, Martin Rivas nunca ha admitido ninguno de sus crímenes. Lejos de lo que indican decenas de documentos y testigos, ha sostenido que ha sido un hombre de oficina, un capitán que se dedicó al análisis de inteligencia, con el objetivo de escribir el Libro Rojo de la lucha contrasubversiva, un libro que sentara las bases de la guerra contra Sendero Luminoso y el MRTA. Desde su punto de vista, por encima de Fujimori y Montesinos, Martin Rivas es el verdadero protagonista de la lucha contraterrorista. Ante el tribunal, es incapaz de reconocer que se manchó las manos con sangre. Sin embargo, en cada una de sus palabras, está presente ese soldado que sería capaz de todo con tal de pacificar al país.
Desde la clandestinidad, Martin Rivas cree que ejecutó una guerra privada contra el terror. Sin heroísmo, ascensos, dinero, medallas o recompensas. Es un guerrero incomprendido. Un vengador anónimo. Un soldado nato que ejecutó órdenes con el objetivo de cumplir con la máxima castrense: deber. Desde hace 14 años, Martin Rivas ha tratado de decirle al país que él no es un jugador cualquiera, porque, sencillamente, él es el que inventó las reglas del juego.
Hace una hora comenzó su proceso. Irónicamente, dos décadas atrás, antes de que se integrara a las filas del SIE, Martin Rivas le regaló al doctor Malpica un libro: “Con la mayor estima para mi dilecto amigo”. Aquella Navidad de 1985, Martin Rivas firmó una dedicatoria con una redonda y femenina caligrafía: “Con mis mejores sentimientos de amistad y camaradería y a la vez mi reconocimiento eterno a quien constituye mi maestro de ayer y de siempre y ante cuya figura me inclino con el orgullo del soldado vencedor y del discípulo agradecido”.
Quizá, por esas complejas curvas que dibuja el destino, Martin Rivas imaginó que su desmesurada entrega al uniforme podría convertirlo en un Joseph K, protagonista del libro, e imaginó a Malpica como su abogado Huld. Aquel libro, en forma de epifanía, le reveló su futuro. Porque Martin Rivas no comprende –hasta la fecha– el motivo por el que se le está juzgando. “Éste es el único lugar del mundo en el que el Estado se acusa a sí mismo”, dijo hace unos minutos. La fórmula obedece a la praxis de la lógica: El Estado ordenó recurrir al terrorismo para aniquilar al terrorismo. El Estado le encargó a Martin Rivas librar esa batalla. Por lo tanto, Martin Rivas es el brazo armado del Estado.
“Tengo una deuda de honor con mi patria, eterna. Con el ideal de patria pasé la vida y con un arma espero la muerte. Estoy tranquilo, me siento seguro y convencido por mis convicciones de hombre y soldado, que nunca dejaré de ser. Me premio de tener el mayor cariño a mi país, por encima del lodo y la injuria que han caído sobre mí. Todas las falsas patrañas se acaban aquí y ahora, por el coraje que todavía me queda. Hoy día el país sabrá que el grupo Colina jamás existió”. Así comenzó la apertura del mayor EP en retiro Santiago Enrique Martin Rivas, ascendido en 2003 al grado de comandante, pese a los procesos que subsistían en su contra.
Si existe un punto en favor del ex líder del grupo Colina, es que no se trata del primer hombre que lideró un escuadrón de la muerte dentro de las Fuerzas Armadas. Pero qué duda cabe, que su mérito y celebridad reside en haber sido el único de todos los comandantes cuyo egocentrismo lo llevaron a cometer errores que harían de cada operativo militar un expediente judicial.
Aquel 3 de noviembre de 1991, Martin Rivas tenía motivos para celebrar. Era un soldado prestigioso. El elegido por el alto mando del Ejército para liderar un comando clandestino de vengadores; el mismo que acababa de volver con éxito de su primer operativo militar: aniquilar una cúpula de Sendero Luminoso, en una desvencijada casona del empobrecido distrito de Barrios Altos, que dos años antes atentó contra los soldados que llevan el nombre de la mítica orden castrense Húsares de Junín.
Los años transformaron ese ejército en una compañía de desfile, que desde el siglo pasado ejecuta ininterrumpidamente el tradicional cambio de guardia en el patio principal de Palacio de Gobierno. Hasta la mañana del 3 de junio de 1989.
En una de las estrechas calles de Barrios Altos, un sujeto abandonó un Volkswagen anaranjado, por donde todas las mañanas un bus transportaba a los Húsares hasta Palacio. El chofer tuvo que detener el bus.
Quiso retroceder, pero del otro lado de la calle otro tipo dejó rodando una carretilla en su dirección: llevaba 12 kilos de dinamita. El impacto partió el bus en dos pedazos. La bomba dejó un profundo forado sobre el asfalto. 30 soldados quedaron atrapados entre los metales retorcidos, seis de ellos sin vida. Esa misma mañana, a esa misma hora, decenas de jóvenes se emplazaron en la plaza de Tian’anmen, en el centro de Beijing, para protestar pacíficamente contra el Partido Comunista de China –columna vertebral de la doctrina de Sendero Luminoso– por sus altos índices de corrupción. Miles de jóvenes serían masacrados esa misma noche por el Ejército Popular de Liberación. El ataque contra los Húsares de Junín representó la forma en la que Sendero Luminoso se solidarizaba con la dictadura comunista de la República Popular China.
Para los militares del Perú, el atentado contra los Húsares representó el insulto más grave al uniforme castrense. A pesar de que ya habían asesinado a comandantes, coroneles y generales, los Húsares de Junín pertenecían al entorno más íntimo del Presidente, ese personaje que Sendero Luminoso buscaba deponer como consagración máxima de su guerra de guerrillas. Por ese motivo, para los militares, el 3 de noviembre de 1991, la noche en la que Martin Rivas ordenó que sus hombres dispararan contra 19 terroristas, representó la hora cero de Sendero Luminoso.
El escuadrón de la muerte de Martin Rivas no sólo vengó a los Húsares de Junín, sino a todas las víctimas del terror.
Esa noche, Martin Rivas le dijo al camarada Gonzalo, el tenebroso líder de Sendero Luminoso, que existía un comando clandestino que está por encima de la mano blanda de los tribunales. Un grupo de justicieros que castiga a sus enemigos entre las sombras de la noche con un cañón de nueve milímetros. “El Presidente está orgulloso”, dijo Martin Rivas tras el operativo, en la base militar de la playa La Tiza, a 70 kilómetros al sur de Lima, donde los hombres del destacamento Colina se entrenaban en tácticas de emboscada, dominación de inmuebles, tiro de precisión y aniquilamiento. “No está conforme con lo del niño, pero comprende los daños colaterales de este tipo de operaciones”.
Martin Rivas se refería al niño de ocho años que saltó sobre su padre, en el fragor de la balacera. Martin Rivas habló con tal convicción, que parecía haber hablado con el mismo Presidente Alberto Fujimori, como un soldado que no necesita de galones para dirigirse a su general. Martin Rivas no se esforzó por esconder el placer que le provocaba mostrar aquellos lazos que lo vinculaban al poder. No sólo por demostrar que era el hijo predilecto de las Fuerzas Armadas, sino por haber escogido esa fecha, fijada con premeditación e inescrupulosidad, para transformar una masacre en su macabro regalo de cumpleaños. Dos horas después de la matanza, Martin Rivas cumplía 34 años, 14 de ellos dedicados al Ejército. Era un soldado hecho de una mística distinta a la del militar común.
Vivía para su uniforme. Era soltero, sin hijos ni compromisos. Llevaba una vida monacal, entregada a la rutina de recibir y ejecutar órdenes. Según la heráldica, su apellido es un derivado de Marte: “aquél que está consagrado a para la guerra”. El símbolo del apellido es un cordero que camina sobre el mar, con una cruz y una espada incrustada en su lomo, que significa obediencia, aptitud para la batalla y fe cristiana.
Santiago Enrique Martin Rivas nació bajo el ascendente de Escorpio, el 4 de noviembre de 1957, en el seno de una familia católica, en la hacienda San Felipe, distrito de Lúcma, al noreste de Trujillo, departamento de La Libertad.
Es el único de toda su estirpe que ha llevado el uniforme castrense, tal como el primer Martin que desembarcó en el Perú. En 1819,[25] el soldado inglés James Martin Howard, ex integrante de la Marina Real, desembarcó en la bahía de Huacho, al norte de Lima, como integrante la Expedición Libertadora del General José de San Martín, en uno de los cuatro barcos –encabezados por la fragata O’Higgins– que comandaba el Vicealmirante Thomas Cochrane. Tras la independencia del Perú, tal como se hizo con otros extranjeros que contribuyeron en la guerra contra la corona española, el soldado Martin Howard fue recompensado con tierras en el departamento al que los libertadores bautizaron como La Libertad.
Se casó con Carmen Rabines Jirón de Osma[26] y se instaló en una finca al este de Ciudad Bolívar, como se le denominó entonces al distrito que ahora se llama Trujillo. Uno de sus sucesores, Santiago Martin Lynch, un reconocido banquero de finales del siglo XIX, propietario de la hacienda cafetalera La Colpa, quiso que uno de sus herederos llevara otra vez un uniforme.
Pero, a pesar de su persistencia, ninguno de sus sucesores tomó el camino de las armas. Hasta que, a principios de la segunda mitad del siglo XX, el último de los hijos de Santiago Martin Chávez, heredero de una entreverada rama de los Martin, vino al mundo.
Esther Nicolasa Rivas Ponce había tenido tres hijas, pero su marido insistía con tener un varón. Entonces, a la edad de 53 años, Esther quedó embarazada de un niño. Su padre, egresado de las universidades Complutense (Madrid) y La Sorbona (París), le inculcó desde pequeño la afición por la lectura. Todos los días, disciplinadamente, Martin, padre e hijo, se sumergirían por tres horas en la biblioteca de su finca, repleta de clásicos e incunables de la Literatura y la Filosofía. Desde pequeño, Santiago Enrique tomó contacto con el mágico mundo de las cruzadas, los emperadores, los conquistadores y los generales victoriosos.
A los cinco años, antes de que ingresara a la Escuela Municipal de Trujillo, donde completó su Primaria, el niño Martin Rivas ya sabía leer y escribir con fluidez. En la Secundaria, fue el primer alumno del prestigioso Colegio Nacional San Juan Bautista, en Trujillo. Enamorado de la mística marcial, terminó su Secundaria en el Colegio Militar Mariscal Ramón Castilla. Al terminar, se trasladó hasta un pequeño apartamento en el centro de Lima para postular a la Escuela Militar de Chorrillos, la academia donde se forjaron militares prestigiosos. Su primer uniforme lo visitó el 1 de marzo de 1975.
Como cadete, Martin Rivas se hizo popular por dedicar sus horas libres a la lectura. Algunos lo llamaron Hitler. Pero no exactamente por su brutalidad en el combate: durante su primer año, un cadete mayor le quitó su carné, donde Martin Rivas aparecía con ese cortecito con raya al costado, parecido al del dictador alemán. El cadete le pintó dos bigotitos encima de la foto y lo obligó a dejarlo así por el resto del año. Era de carácter introvertido. No destacó en los deportes ni tampoco en los estudios.
Egresó el 1 de enero 1978, en el puesto 33, de un total de 48 cadetes, como subteniente del arma de ingeniería de la 82ª Promoción Teniente Luis García Ruiz. En enero de 1981 formó parte de la infantería aerotransportada que intervino en el conflicto armado con Ecuador, recordado como Falso Paquisha, en la Cordillera del Cóndor. En aquel monte rocoso, Martin Rivas tomó contacto con un capitán cuyo apellido se hizo sinónimo de venganza.
Tres años mayor que Martin Rivas, el capitán Colina, hijo de una larga tradición castrense –su padre trabajó como espía del general Juan Velasco Alvarado–,se transformó en un ejemplo de entrega al uniforme. Por sus habilidades para las tácticas de camuflaje, comando y distintas estrategias de contrainsurgencia, el capitán Colina fue reclutado por el Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), donde él mismo se ofrecería como agente encubierto para infiltrarse en las filas de Sendero Luminoso, el grupo terrorista que ya había asesinado a decenas de policías, militares, alcaldes y campesinos, en alejados parajes altoandinos de Ayacucho y Huancavelica. Colina aprendió las jergas, las arengas y la filosofía subversiva.
Bajo la fachada de un antropólogo francés, Colina penetró distintos estamentos de la columna terrorista. Hasta que una patrulla militar acabó con su vida. El 13 de noviembre de 1984, en el distrito de Ambo, departamento de Huancavelica, un grupo de soldados asesinó al soldado Colina, presumiblemente al confundirlo con un guerrillero. Antes de que Colina lograra identificarse, dos militares descargaron parte de su cacerina sobre su pecho. El ex comandante Juan Colina Gaige, hermano del capitán Colina, está convencido de que no se trató de un error: “Para infiltrarte, tú trazas una raya, que divide tu base del territorio enemigo.
Él cruzó esa raya y se infiltró en la zona de Sendero. Allí pudo ver todo lo que sucedía del otro lado de esa raya. Conoció cómo Sendero operaba, así como pudo conocer cómo operaban los militares en esa zona, cocalera por tradición, donde los malos militares participaban del tráfico de cocaína. Para salir de esa zona, le dijeron que vaya por un corredor seguro, como se le denomina al pasadizo imaginario que hacen los militares para asegurar una zona, donde estaba el poblado de Ambo. Extrañamente, en ese mismo pasadizo, es donde asesinan a mi hermano. Tenían que eliminarlo porque sabían que él los iba a denunciar”. Desde que el capitán Colina murió, ningún otro militar intentó una gesta similar. Esta historia se mantuvo en secreto durante siete años. Habría pertenecido a los archivos del Servicio de Inteligencia del Ejército, si no fuera porque la revista Caretas, el 1 de abril de 1991, publicó la crónica completa del capitán Colina.
Irónicamente, al final de ese mismo verano, Martin Rivas trabajaba como analista en una oficina de la Dirección Nacional Contra el Terrorismo (Dincote), de la Policía, en un proyecto llamado Plan Cipango I, al que diversos testigos llaman la “partida de nacimiento” del escuadrón de la muerte.
Se trataba, tal como dijo Vladimiro Montesinos en un vladivideo, de un plan militar que se estructuró desde el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) –que él dirigía– para penetrar al Grupo Especial de Investigación (GEIN) de la Policía, que trabajaba en la captura de Abimael Guzmán. Aquel trofeo, sabían tanto Montesinos como Fujimori, iba a ser esa columna para sostener al régimen. Cinco militares del SIE, liderados por Martin Rivas, fueron destacados por órdenes del SIN a las oficinas de contraterrorismo de la Policía.
A cambio, el SIN dotó a la Dircote de logística y presupuesto. Formalmente, el grupo de Martin Rivas se dedicó al análisis de los documentos de Sendero que la Policía incautaba, con el fin de escribir un manual contraterrorista. Sin embargo, en la práctica, como ya han señalado diversos agentes, el Plan Cipango I sirvió para que Martin Rivas recabara datos precisos sobre sospechosos por terrorismo. “Es extraño que se haya hecho pública la historia de mi hermano, justo cuando se cocinaba lo del escuadrón. No me sorprendería que el mismo Martin Rivas haya estado detrás de eso, como una manera de advertencia, zozobra y egocentrismo. Por una coincidencia, yo llegué a ver por esa fecha, en el SIE, una torta que llevaba mi apellido. Pregunté por eso y me dijeron que era para el grupo que se formó en honor a mi hermano. Así celebraban la aparición de un escuadrón de la muerte, como si se tratara de un cumpleaños. Lo único que hizo Martin Rivas fue manchar el apellido que nos legó mi padre”, me dice el único Colina Gaige que ascendió a comandante.
En agosto de 1991, Martin Rivas le ordenó a dos de sus hombres que llevaran a la señora Teresa Gaige, madre del capitán Colina, hasta el cementerio El Ángel, para que participara de la romería a la tumba de su hijo, al lado de sus hombres. En ese mismo lugar, delante de ella, Martin Rivas juró vengar la vida del capitán y proclamó que ese sería el nombre de su destacamento secreto: grupo Colina. Aquel mismo día, por la tarde, dentro del Pentagonito, los generales Julio Salazar Monroe, mando nominal de Servicio de Inteligencia Nacional, y Juan Rivero Lazo, Jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército, lo felicitaron por haber elegido dicho nombre.
El 22 de agosto de 1991, el general Rivero Lazo ordenó el traslado de nueve agentes del SIE a órdenes del coronel Fernando Rodríguez Zabalbeascoa. Se trataba de Guillermo Suppo, Nelson Carvajal, Arturo Arce, Hugo Coral, José Alarcón, Carlos Caballero, José Gamarra, Carlos Salazar y Jorge Benítez. Días más tarde se integraron Julio Chuqui, Marco Flores, Clemente Alayo, Fernando Lecca y José Tena.
El grupo Colina había nacido.
Es posible que héroes y villanos compartan un mismo pasado. Inclusive, podrían haber pertenecido al mismo bando, antes de que ninguno de los dos imaginara que se transformaría en su verdugo. En enero de 1989, Martin Rivas regresó de la selva del Alto Huallaga como un capitán victorioso.
Era el líder de lo que el alto mando del Ejército denominó Grupo Escorpio, un comando clandestino que formó el SIE para apoyar el trabajo contrasubversivo de las bases militares acantonadas en le ceja de selva. Martin Rivas demostró que no sólo era un soldado de escritorio, sino que tenía una habilidad innata para asumir el peligro que implicaba cada misión. En honor a la fama que se ganó de recopilar información sobre el terrorismo, el alto mando le encargó que redactara un libro que se leyera como la base de la estrategia contraterrorista del Estado. A finales de 1989, tras haber concluido su primer borrador, Martin Rivas buscó al general más indicado para mostrarle el fruto de su labor: Rodolfo Robles Espinoza, entonces secretario personal del Comandante General del Ejército, Artemio Palomino Toledo. Robles era un reputado oficial del arma de ingeniería y quizá, por ese principio tácito que existe en la camaradería castrense, podría haber respaldado el libro del capitán Martin Rivas por ser de la misma arma.
“Es una costumbre en el Ejército que ya uno como capitán busque a generales con perspectiva, en comandancias claves, para hacer amistad y que lo vayan ayudando, no sólo con los ascensos, sino con los cambios de colocación. Me dijo que había escrito un libro sobre terrorismo y me preguntó si podía comentárselo. A primera vista, Martin Rivas me pareció un oportunista, un sobón. Tomé su libro y le pedí que regresara en 15 días”, me dijo una mañana el general Robles, que no viste un uniforme desde hace 15 años, en aquella casa que el SIE vigiló con el objetivo de asesinarlo.
“Se paseó con ese librazo por todos lados. Era una recopilación de datos, no tenía nada de análisis, era intrascendente. El día que Martin Rivas regresó hablamos de sus trabajos. Allí comprendí que quería acercarse a generales con proyección. No tenía la trayectoria de un oficial brillante, y le sería difícil seguir ascendiendo. Le dije lo que pensé, que le faltaban más datos interpretativos, que había mucha estadística. Era un libro que no servía para nada”.
A partir de 1993, el general Robles, por rango, puntaje y edad, se transformó en el número tres del Ejército, con Hermoza Ríos como número uno. Trabajaba como Jefe del Comando de Instrucción y Doctrina del Ejército (Coinde), esperando que lo nombraran Inspector General de la institución. Ese mismo año, el general Willy Chirinos Chirinos dejó la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dinte), donde reemplazó al general Rivero Lazo, que era investigado por los asesinatos de La Cantuta por una subcomisión del Congreso. Lo asignaron al Coinde, bajo las órdenes de Robles. Eran camaradas, habían trabajado juntos en una base militar al sur del Perú. Por esa amistad que se forjó entre ellos, Chirinos le confesó al general Robles que existía un equipo paramilitar llamado Grupo Colina, conformado por agentes del SIE, que participaron en los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta.
–Entre febrero y marzo de 1993, yo me enteré que existe un grupo paramilitar en el Ejército, un escuadrón fuera de control, que cometía supuestamente asesinatos selectivos contra líderes de Sendero Luminoso. En abril un congresista leyó un comunicado anónimo[30] que me confirmó lo que me dijo Chirinos. Entonces, como el caso ya era investigado por el Consejo Supremo de Justicia Militar, llamé al presidente del juzgado militar que investigaba el caso, que además era mi amigo y mi compadre, y le dije ‘”Oye, está pasando esto, investígalo”.
El 17 de abril, el mismo día que el Congreso empezó a citar al alto mando del Ejército, le dije a mi compadre, el general José Picón, “Oye, tienes una gran responsabilidad, histórica, para condenar a los malos militares”. Pero Picón me contestó que ya había recibido órdenes del general Hermoza para no responsabilizar a ningún militar por el crimen de La Cantuta –contó Robles.
A pesar de que Picón era amigo suyo desde que eran cadetes de la promoción Coronel Marcelino Varela, egresada en 1961, y que Robles era padrino de confirmación de uno de los hijos de Picón, Robles está convencido de que ese general lo traicionó. El 17 de abril de 1993, Robles conversó con Picón personalmente. En aquella oportunidad, Robles le entregó documentos que sustentaron su denuncia. “De pronto, empezaron a verme como un apestado. El 22 de abril, el día que Hermoza emplazó los tanques en el frontis del Congreso, el general Hermoza me solicitó que leyera el comunicado de respaldo de los jefes militares de las cinco regiones, pero yo me negué porque me parecía inconstitucional. Entonces le ordenó al general Howard Rodríguez Málaga que leyera. Rodríguez Málaga aceptó entre lágrimas”.
El 23 de abril de 1993, en el 113° aniversario del arma de ingeniería, que se celebró en el Coinde, muchos militares miraban al general Robles con recelo. Días más tarde, el 28 de abril, el general Hermoza Ríos firmó una resolución suprema, asignando a Robles a la Junta Interamericana de Defensa, en Washington, el 7 de mayo, como agregado militar. “Hermoza me llamó por teléfono, cosa bastante rara. Imaginé que mi teléfono estaba intervenido, así que le detallé un falso itinerario, por si decidían seguirme”.
El 5 de mayo, Robles solicitó asilo en la embajada de Estados Unidos. Al ser rechazado su pedido, volvió a intentarlo en la embajada de Argentina. Ese mismo día partió de Lima con rumbo al aeropuerto Ezeiza, en Buenos Aires, donde, irónicamente, comandos de aniquilamiento asesinaron a miles de personas.
El día 6 de mayo de 1993, Nelly Montoya de Robles, su esposa, leyó públicamente un comunicado donde el general responsabilizó a Martin Rivas por los asesinatos de La Cantuta, así como a Montesinos y el alto mando del Ejército. El 7 de mayo de 1993, un fiscal de la Sala de Guerra del Consejo Supremo de Justicia Militar, interpuso una demanda penal contra el general Robles por los delitos de insubordinación, insulto al superior, ultraje a los institutos armados, abuso de autoridad, falsedad y abandono de destino, todo en agravio del Estado, el Ejército, el honor, el decoro y los deberes militares. Robles retornó al Perú el 16 de junio de 1995.
La Dinte ordenó su captura el 26 de noviembre del mismo año. Siete días después, por el escándalo internacional que se suscitó, lo liberaron.
Aquel libro que Martin Rivas le mostró en calidad de borrador, era el que más tarde se convertiría en el Libro Rojo o Esquema Estratégico Táctico para enfrentar a Sendero Luminoso, el mismo que Martin Rivas presentó en junio de 1991 al alto mando militar, encabezado entonces por el Comandante General del Ejército, Pedro Villanueva Valdivia, y a toda la plana mayor de generales de brigada y división de las cinco regiones militares del Perú. El texto señaló el principio de la guerra contrasubversiva de baja intensidad, donde el Ejército, formalmente, empezaría a utilizar tácticas paramilitares para enfrentar al terrorismo. “Jamás imaginé que ese personaje pusilánime se iba transformar en un asesino”, me dijo Robles, que pone en duda que el alto mando se haya citado para escuchar a un sujeto temeroso, lleno de tics, al que le temblaban las manos y que sudaba sin control. Para Robles, el grupo Colina, cuyo símbolo fue un escudo con un zorro –símbolo de la rama de inteligencia–, un escorpión –en memoria del primer grupo–, y una lámpara –que significa búsqueda del conocimiento–, nunca se enfrentó al terrorismo. “Era un destacamento hecho de matarifes, sin físico, torpes, que querían imitar a los agentes de la CIA o el Mossad. Pero sólo se dedicaron a matar por dinero”. Y no se equivocó.
Narval es un mamífero marino que lleva en la frente un afilado colmillo para defenderse. Bermuda son un conjunto de islas donde los objetos desaparecen. A fines de 1996, el Servicio de Inteligencia del Ejército ejecutó planes operativos a los que denominó Narval y Bermuda, cuyo objetivo fue identificar y castigar a los agentes operativos de inteligencia que filtraran documentos secretos a la prensa. Narval: defensa. Bermuda: desaparecer. El 23 de marzo de 1997, en un terreno baldío, una niña encontró el cadáver de la agente de inteligencia Mariella Barreto Riofano, cercenada en tres pedazos. Le faltaba la cabeza y las manos. El protocolo de necropsia indicó que Barreto tenía equimosis en todo el cuerpo. Antes de ser asesinada y descuartizada, concluyeron los médicos forenses, le quebraron la columna, le quemaron la planta de los pies y le rasgaron los codos y las rodillas. En suma, le habían administrado una golpiza contundente y sostenida. Lo más escabroso del crimen contra la ex agente del grupo Colina, integrante del equipo N° 2 –a cargo del técnico Julio Chuqui– es que ella era la pareja de Martin Rivas. No sólo eso: Nataly Rivas Barreto era el fruto incomprendido de ambos.
Barreto era una mujer de tez oscura, pequeña, espigada, que difícilmente podía dejar de sonreír. En 1989, Barreto entró al Centro Femenino para Agentes de Inteligencia, en el complejo militar de Las Palmas. Para 1991, Barreto era una suboficial de tercera del SIE, que se incorporó al destacamento del capitán Martin. Tras haber pertenecido al grupo Colina, Barreto empezó a filtrar documentos del SIE a la revista Sí.
Para la Fiscalía, Martin Rivas asesinó a Barreto por traición, como parte de los operativos Narval y Bermuda. El día que observé el proceso contra Martin Rivas, un magistrado le preguntó si tenía hijos. Martin Rivas contestó, con esa convicción que lo caracterizó, que no. Nunca ha visitado a Nataly. Mucho menos le ha llevado una muñeca. Nataly está por cumplir 15 años. Lo más probable es que los celebre sin bailar un vals al lado de su progenitor.
Semanas antes de que Barreto fuera torturada, asesinada y cercenada, el 8 de febrero de 1997, la agente Leonor La Rosa fue detenida en el Cuartel General del Ejército: la acusaban de haber filtrado documentos al diario La República. El día 19 entró de emergencia al Hospital Militar del Ejército. Un día más tarde tuvo un paro cardiorrespiratorio. Abandonó el hospital en silla de ruedas. Ese mismo mes, Pedro Pretell Dámaso, conocido con el apelativo de ‘Chiquito’ por su imponente estatura, integrante del mismo subgrupo de la agente Barreto, quedó tendido sin vida sobre el asfalto, en un extraño accidente de tránsito. “Pretell iba manejando su moto por la avenida Angamos, en Surquillo, hasta que un auto lo chocó por detrás.
Extrañamente, había un carro del Ejército cerca del accidente. Unos militares recogieron el cuerpo y detuvieron al chofer que provocó el choque, y se lo llevaron al Pentagonito para tomarle su declaración. Horas más tarde lo soltaron, sin dar parte a la Policía. Ése no era un asunto militar, era un asunto de la policía de tránsito”, me dijo Marcos Flores Albán, ex integrante del grupo Colina, a finales de 2006. Pretell era un sujeto fornido. Martin Rivas lo convocó al comando clandestino el 4 de setiembre de 1991 por su frialdad a la hora de ejecutar a una persona a corta distancia. Pero, como todo gigante cuyo corazón parece estar dentro de una nevera, Pretell tenía, debajo de su caparazón, un alma que se equiparaba con su peso. “Pretell era el más sensible de todos, a veces se emborrachaba, lloraba, y comentaba secretos que ninguna persona debía saber”, me dijo su ex jefe, el agente Chuqui, preso en un penal militar por el crimen de La Cantuta.
“Pretell era raro, hacía cosas raras. En ese momento parecían inofensivas, pero la gente iba sospechando, hasta que quizá lo consideraron un traidor”.
Una noche de junio de 1992, en la provincia de Huaura, al norte de Lima, el grupo Colina ejecutó un operativo militar contra una familia y un periodista. Participaron, entre otros, los agentes Chuqui y Pretell. Los Ventocilla Castillo eran una familia sospechosa de terrorismo. En mayo de 1992, tres de los Ventocilla fueron detenidos e incomunicados en la base militar de Atahuampa, hasta que Pedro Yauri, entonces periodista del programa de radio Punto Final, vituperó contra los militares para que los liberaran, tal como hizo en otros casos de abuso castrense. L
os Ventocilla Castillo fueron liberados. Sin embargo, dos meses más tarde, el 24 junio, cinco comandos del grupo Colina entraron por una ventana a la casa de Yauri, lo redujeron a golpes y lo trasladaron hasta una playa abandonada. Según Chuqui, Martin Rivas lo obligó a cavar su tumba con una pala, hasta que le ordenó al agente Ortiz Mantas que le descargara una ráfaga de metralleta en la cara. Nunca más se supo de su cadáver. Ese mismo día, los primeros rayos del sol cayeron sobre seis de los Ventocilla, tirados en el piso, sin vida, a un lado de la carretera, con heridas de cuchillo y proyectiles de bala. “Esa noche nos dividimos en dos grupos, unos fuimos por Yauri, otros por los Ventocilla. Yo y Pretell fuimos a la casa de Yauri y, al salir, Pretell olvidó un maletín lleno de granadas y proyectiles. En el camino de regreso, le llamamos la atención, pero dijo que lo hizo para que vincularan a Yauri con Sendero Luminoso. En ese momento nos cagamos de la risa”, me dijo Chuqui.
En julio de 1992, tras el asesinato de nueve estudiantes y un catedrático en la Universidad Enrique Guzmán y Valle, el agente Chuqui se ganó el apodo de ‘el enterrador’. Martin Rivas le ordenó que exhumara los cadáveres, sepultados en una fosa común en la carretera que conduce al distrito de Huachipa, donde fueron asesinados, para que los incinerara y los volviera a sepultar, esta vez en otra zona más segura. “Ese día llevé a Pretell. Desenterramos los cadáveres y los llevamos a Cieneguilla, donde los incineramos. Pretell los sacaba, llegamos a nueve, y me dijo que estábamos completos”, me confirmó Chuqui.
Sin embargo, un año más tarde, en julio de 1993, el equipo de forenses que investigó el crimen se topó con una pista que no tenía por qué estar allí: un cadáver completo. Enrollado dentro de un fardo negro de polipropileno, bañado con cal, el cuerpo de Enrique Ortiz Perea se había momificado. Para Chuqui, Pretell pudo olvidar –a propósito– que había diez cuerpos enterrados, porque sólo desenterró nueve.
–Aquella noche, antes de que los forenses desenterraran a mi hermano, el fiscal me dijo que habían hallado un cadáver completo. En ese momento no me dijeron de quién se trataba, pero algo me decía que era Enrique.
Esa noche yo soñé con él, que me decía “¡Ven Gisela! ¡estoy aquí!”. Al sacar el cuerpo vi sus zapatillas, que eran las que su enamorada le había regalado. Muchos años más tarde, un general me dijo que cada vez que visitara a mi hermano, en el cementerio El Ángel, no olvidara de pasar por la tumba del soldado Pretell, porque él se encargó de que el crimen contra mi hermano y sus compañeros no quedara impune –me confesó Gisela Ortiz, hermana de Enrique Ortiz Perea, el único cadáver completo de la masacre de La Cantuta.
El general que le confesó aquel detalle era Rodolfo Robles Espinoza, el primer militar que denunció la existencia del escuadrón de la muerte. Ahora, dentro del proceso, cinco agentes han testificado que el agente Pretell fue asesinado como parte de los operativos Narval y Bermuda. Si Pretell no dejaba aquellas pistas, las que llevaron a los investigadores a determinar que el grupo Colina asesinó a Pedro Yauri y los jóvenes de La Cantuta, quizá Martin Rivas, así como el resto de sus hombres, nunca habría tenido sentarse aquella mañana de 2007 ante la corte para ser procesado por los delitos de asesinato, secuestro y desaparición.
Para 1986, Martin Rivas ya había pasado por distintas unidades de ingeniería: en Tumbes (Batallón de Ingeniería de Combate Nº 8), San Martín (Batallón de Ingeniería de Combate Nº 112) y Ancash (Batallón de Ingeniería de Combate Nº 32).
En 1984 sus intereses lo llevaron a postular a la Escuela de Inteligencia del Ejército. En 1985, durante los años más crudos de la guerra subversiva, Martin Rivas trabajó en la Brigada de Ingeniería de Combate Nº 2, en Huanta, un distrito de Ayacucho, donde militares del Ejército y la Marina utilizaron los acantilados y los terrenos baldíos como fosas comunes para sepultar a todo sospechoso de terrorismo.
Aquel año, ya con el grado de capitán, lo asignaron a la 5ª División de Infantería de la Selva, bajo las órdenes del entonces general Luis Palomino Rodríguez, espada de honor de su promoción, con miras a ocupar en los noventa la Comandancia General del Ejército. Martin Rivas aún no era el hombre en el que se convertiría.
Todavía era un sujeto pusilánime que trabajaba como constructor en las unidades militares de ingeniería, montando y mejorando campamentos y carreteras. Sin embargo, en la selva, el general Palomino le ordenó un trabajo que alteraría el rumbo de su vida.
–Martin Rivas se presentó en mi despacho como un analista de inteligencia. Yo no necesitaba analistas, lo que quería era un ingeniero para reconstruir la base El Milagro, en la Cordillera de El Cóndor, para estar atentos a cualquier escaramuza del Ecuador.
Pero faltaba quincha para los techos y lo mandé de compras a Chimbote. Pero Martin Rivas hizo una parada en Trujillo, para cargar con combustible y, de paso, aprovechó para saludar al jefe de la base, que en ese entonces era el general Hermoza Ríos. Éste lo recibió con honores, no porque se lo mereciera, sino porque Hermoza era así cada vez que tenía un interés particular.
Él, como yo, estaba en carrera, y, como hemos visto que hizo antes, estaba interesado en sacarse de encima a todos los militares que pudieran opacarlo. Le preguntó a Martin Rivas cómo se estaban manejando las cosas en la selva, y Rivas le contestó que yo compraba barato para quedarme con la mitad del dinero –me dijo el general en retiro, en un salón de su casa, donde están colgados de la pared sus galones, su espada y sus insignias.
Martin Rivas, un hombre sin futuro, aprovechó la oportunidad para salir del hoyo en el que se encontraba su carrera. Hermoza lo recomendó al Servicio de Inteligencia del Ejército con el coronel Oswaldo Hanke Velasco, entonces Jefe del SIE, para que lo introdujera como analista. A Hermoza le gustan los soplones, por eso lo tomó, para que lo mantuviera al tanto de todo.
En 1987, Martin Rivas entró a las filas del SIE, como analista en el Negociado de Subversión, examinando informes y documentos sobre Sendero Luminoso.
Ya no utilizaba uniforme. Se dejó crecer el pelo y los bigotes. Ya no llamaba a sus superiores por su grado y podía tratarlos con apelativos, tal como se estila en la rama de inteligencia. Destacó en la labor de recopilar y clasificar datos sobre SL. Lo reconocerían con el apelativo del “biógrafo de la subversión”. Ese mismo año, tal era la falta de información sobre el terrorismo que Martin Rivas acaparó la atención de coroneles y generales. Se hizo indispensable para el alto mando. Los generales lo llamaban para que les explicara temas de doctrina y filosofía subversiva.
El Estado Mayor le hizo saber a través de sus superiores que él tenía que redactar los informes para el Comandante General del Ejército. Entonces, a fines de 1987, el coronel Hanke le encomendó la tarea que marcó el péndulo de su carrera: liderar un grupo clandestino contrasubversivo. A pesar de que no pertenecía al arma de infantería –nunca había disparado un arma, ni sujetado al menos un cuchillo– el comando castrense consideró oportuno que Martin Rivas era el más apto de los oficiales para preparar intelectualmente al comando clandestino, para que éste lograra infiltrarse y confundirse entre los terroristas. Lo que nunca imaginó el coronel Hanke era que el pequeño e introvertido Martin Rivas sería el primero en exigir estar al otro lado de la línea de combate.
El equipo que le asignaron estuvo conformado por los técnicos Jesús Sosa Saavedra, Ángel Pino Díaz, Ángel Sauni Pomaya, José Alarcón Gonzáles, Nelson Carvajal García, Hugo Coral Goycochea, Pedro Pretell Dámaso, Fernando Lecca Esquén, Jorge Ortiz Mantas y Carlos Caballero Zegarra, expertos en asesinato, tortura y desaparición. Martin Rivas nombró a su escuadrón con el apelativo de Escorpio, en honor a su signo del zodiaco. Escogió el color azul, el color del arma de ingeniería, como fondo para el emblema que llevarían en adelante cada uno de sus hombres: un escorpión amarillo, el color del arma de inteligencia. El grupo Escorpio operó en la selva del Alto Huallaga, a finales de 1988, zona de emergencia donde narcotráfico y guerrilla se mezclaban en un cóctel letal de complicidad, tal como lo habría reseñado el mismo capitán Colina.
En abril de 1989, según el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Martin Rivas ordenó asesinatos y secuestros de narcotraficantes, periodistas y civiles inocentes, cobrando cupos al narcotráfico por cada cadáver. Paralelamente, sus informes del avance subversivo en la selva, le daban al grupo Escorpio la pantalla perfecta para que el SIE, así como el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, integrado por el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, respaldaran cada una de sus actividades con dinero de sus respectivas partidas secretas para inteligencia.
Martin Rivas no vengó al capitán Colina. Por el contrario, hizo lo mismo que hicieron sus verdugos: asesinar a aquéllos que se atravesaran entre la cocaína, el dinero y el Ejército. Lejos de proteger a los débiles, como manda su himno castrense, se ocupó de asesinar a sangre fría a sujetos que no tenían cómo defenderse.
En enero de 1991, el SIE, bajo la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dinte), le encomendó a cinco de sus agentes, encabezados por Martin Rivas, penetrar la Dirección Contra el Terrorismo (Dircote) de la policía. Su fachada: analistas de inteligencia.
El objetivo: elaborar un manual contrasubversivo a partir de los panfletos que la policía obtenía. Sin embargo, como se desprende del proceso contra Martin Rivas, el propósito de la Dinte era acceder a la base de datos de la Dircote, que incluía a todo tipo de sospechosos por terrorismo, con el fin de detectar ellos mismos a los integrantes de Socorro Popular, el brazo armado del Comité Metropolitano de Lima de SL, implicado en el asesinato de los Húsares de Junín; identificar, localizar e interrogar a líderes terroristas, hasta llegar a capturar al mismo Abimael Guzmán. La Dinte, a cambio, le ofrecía a la Dircote carros y más presupuesto.
“En inteligencia existen dos tipos de agentes, los operativos y los estratégicos. Unos son de campo, los otros de oficina. Martin Rivas y sus hombres no eran ni uno ni lo otro. Eran resumidores, lectores, copiadores. Martin Rivas era un segundón por el que no habrías dando un centavo”, me dijo el coronel de la Policía Benedicto Jiménez, aquél que reveló el verdadero propósito del Ejército. “Montesinos quería que la Policía le entregara a Martin Rivas detenidos importantes, como Yovanka Pardavé o Tito Valle Travesaño, mandos de Socorro Popular, para que ellos los interrogaran con sus métodos sádicos. Nosotros no les hicimos caso. Todo terminó con la salida del general Jhon Caro (sic), Jefe de la Dircote, porque no le hizo caso a Montesinos. Lo reemplazaron con el general Ketín Vidal, un sujeto que había trabajado para Montesinos en su estudio de abogados”[40].
En la Dircote, los agentes del SIE recopilaron datos que los llevaron a sospechar de los vecinos del jirón Huanta 840, en Barrios Altos, como los integrantes de Sendero Luminoso que atentaron contra los Húsares de Junín. Aquel operativo se denominó Plan Cipango I.
“Los hombres de Mártin Rivas se quedaron en la Dircote hasta junio de 1991. Jhon Caro los echó, porque era evidente que se robaban documentos de inteligencia de la Policía”, me explicó Jiménez. Los agentes se mudaron al taller de mecánica del SIE, en el complejo militar donde quedaban las oficinas del SIN, a escasos metros de la oficina de Vladimiro Montesinos.
El 25 de junio de 1991, el Presidente Fujimori le ordenó al Ministro de Defensa, el general Jorge Torres Aciego, que felicitara a Martin Rivas y a sus hombres por su desempeño en el Plan Cipango I, por prestar “eficientes servicios en materia de seguridad nacional y defensa de los altos valores de la democracia”, tal como se lee en el oficio 3991-SGMO, fechado el 10 de julio de 1991.
El 30 de julio, aquel reconocimiento se incorporó a la tabla de puntaje para los ascensos de 1992, en los legajos personales de cada uno de los agentes. El comandante Fernando Rodríguez Zabalbeascoa (futuro jefe de Martin Rivas), Carlos Pichilingüe Guevara (futuro jefe administrativo del grupo Colina), Marcos Flores Albán (futuro asistente de Martin Rivas en el grupo Colina) y el propio Martin Rivas, entre otros, fueron reconocidos. De los 10 hombres recompensados, siete están presos. Tras aquel reconocimiento, Martin Rivas pudo ascender de capitán a mayor. Así, preparó la segunda parte del Plan Cipango.
Antes de las 11 de la noche, ocho hombres se bajaron de dos camionetas. Antes de penetrar en la casona con un voluminoso maletín de color negro, entrelazaron sus manos, unas encima de las otras, y gritaron “¡Por Colina, por Colina! ¡Vencer, siempre vencer!” A esa hora, los vecinos del jirón Huanta celebraban una pollada, aquella festividad en la que se vende pollo frito y cerveza para recolectar fondos para una causa, usualmente una emergencia. La suya: reparar las tuberías de agua y desagüe. Los hombres se abrieron paso entre los inquilinos gritando ¡cerveza, cerveza! Pero su maletín no contenía ninguna botella. Sacaron de la bolsa ocho ametralladoras Heckelr & Koch MP5 con cartuchos de 9mm, cada una con un silenciador enroscado en la boca del cañón. Sacaron pasamontañas de sus bolsillos y se taparon el rostro para no ser identificados. Tomaron a los ocupantes de la habitación 110 y los arrojaron al patio interior de la casona. Les dijeron a gritos que eran unos terrucos de mierda y que se tiren al piso concha de sus madres, perros asesinos.
Tomás Livias, un humilde vendedor de helados, protestó, pero no pensó que le responderían con la culata de una ametralladora en el pómulo derecho. Intentó correr, pero una bala lo arrojó al piso en el pasadizo de salida. Le cayeron cuatro proyectiles más. Filomeno León, el organizador de la pollada, les espetó: “Qué pasa, jefe”, pero una descarga de siete proyectiles le quebró la voz. Uno de los hombres señaló a 17 personas y dos de los encapuchados los empujaron contra una pared despintada. No les dieron tiempo de gritar. Les dispararon indiscriminadamente durante dos minutos.
En el transcurso de la masacre, un niño de ocho años se lanzó sobre los restos de su padre.
Le cayeron 11 impactos de bala. “Para que no sufra”, diría uno de los encapuchados durante un interrogatorio –12 años más tarde–. “Lo rematamos con uno más”. Al finalizar las ráfagas de metralleta, entre los humos de la cocina y de la pólvora, 19 personas se confundían en el piso como los pedazos de un animal en el matadero. Cinco de ellos morirían por shock hipovolémico: desangrados. Cinco quedaron heridos, pero sólo cuatro sobrevivieron.
Por la mañana, el fiscal encontró 111 casquillos en el piso y 39 proyectiles incrustados en la pared. Uno de los encapuchados había sacado del maletín negro ejemplares del Diario de Marka, el vocero de Sendero Luminoso, y los lanzó sobre los cadáveres, como una señal de venganza. Antes de salir, uno de los hombres tenía que lanzar una granada sobre los cadáveres, pero el frenesí de matar por primera vez no le permitió completar su misión. Se retiraron a prisa por los pasadizos. Tomaron las camionetas, y prendieron sus sirenas policiales para pasar inadvertidos. Manejaron por el jirón Huanta, tomaron la calle Cusco y entraron a la carretera Evitamiento, para salir del centro de Lima, con dirección a la Panamericana Sur, a la playa La Tiza –bajo la jurisdicción de la 1° División de Fuerzas Especiales–, donde los esperaba un buffet de pescados, mariscos y cerveza.
–Antes de partir a Barrios Altos, Montesinos le dijo a los jefes del grupo “sáquenles la mierda”. No quería que ninguno quedara con vida –me confesó Marco Flores Albán. Si el atentado contra los Húsares de Junín era un mensaje de Sendero Luminoso contra el gobierno, Barrios Altos era la respuesta del ejército–. Estábamos dialogando –me dijo Flores Albán. Durante el proceso contra los agentes del Colina, ninguno pudo demostrar que las personas que asesinaron esa noche en Barrios Altos tuvo algún vínculo con Sendero Luminoso o el atentado contra los Húsares. El grupo Colina nunca capturó a ningún líder de Sendero Luminoso.
El 18 de noviembre de 1991, Martin Rivas presentó el Libro Rojo del Ejército.
Ese mismo día, Montesinos destituyó al Jefe de la Dircote, general de Policía Jhon Caro, para reemplazarlo por el general Ketín Vidal. “Eso ya te puede dar una idea de lo que quería. Buscaron que el Ejército, es decir, Montesinos, controlara todo. El grupo Colina fue la peor estupidez de la guerra”, me dijo Benedicto Jiménez antes de despedirnos. El grupo que Jiménez lideró, el GEIN, capturó a Abimael Guzmán sin detonar un solo explosivo.
“Hay que mirarlo a Fujimori con sus decisiones pero también con sus temores. Se le explicó que la única opción era ingresar a fondo en la lucha clandestina. Montesinos la conocía. Y la aprobación de Fujimori y del comando militar, salió de lo siguiente: si no lo hacían se quedaban sin sus cargos porque Sendero nos estaba ganando la guerra. Como el terrorismo era el tema que más afectaba al país, Fujimori seguía el asunto paso a paso. Se enteraba y autorizaba y ordenaba los operativos. Le digo que hubo muchos. Digamos, algunos de rutina, o menores, pero el de Barrios Altos fue uno de importancia, y la orden vino desde arriba. Además ¿sabe por qué? Porque estaba en Lima una comisión de Derechos Humanos, que como siempre defendía a los terroristas”.
Martin Rivas pasó los últimos 12 meses recortando periódicos antes de imaginar aquellas frases: lee noticias, las examina, las recorta, las organiza en carpetas. Diseña escenarios futuros. Analiza el contexto de cada hecho. Ésa era su labor en el SIE. Para eso se despertaba cada mañana. Usqued et cogitatione, palabras en latín que significan “búsqueda del conocimiento”.
Estaban grabadas en el piso de la entrada al Servicio de Inteligencia Nacional, dibujadas al lado de un libro, una antorcha, un rayo y cuatro estrellas. Quizá, si Martin Rivas dejaba de examinar cada papel con el que se cruzaba, podría perecer. Por eso existían pilas de crucigramas completos en aquel pequeño apartamento del distrito de San Miguel, cerca de la costa del Pacífico, donde le era posible pasar inadvertido. Ropa desordenada, papeles amontonados y muchas botellas de Coca Cola vacías. Cada carpeta llevaba un título ancho pintado con plumón negro: Alejandro Toledo, Zaraí, Comandos, Perú Posible. El más importante de todos decía: SMR, las iniciales de su nombre.
En ese mismo escenario, el 23 de noviembre de 2003, lo capturaron al lado del periodista Umberto Jara, que lo estaba entrevistando para su libro. No tuvo oportunidad de disparar la pistola Browning que tenía en un aparador.
Estaba desaliñado. Tenía cara de no haber cerrado los ojos hace décadas. Nunca dejará de ser un enigma por qué Martin Rivas aceptó dar una entrevista, en la que aceptó confesar con detalle los motivos del alto mando del Ejército, para conformar un comando justiciero.
Más aun, por qué tras su captura, a través de sus abogados, negó absolutamente cada una de sus palabras. Para un hombre tan analítico como él, resulta vano imaginar que el rencor contra sus generales, el abandono en el que lo dejaron, la falta de dinero, su abortada carrera militar, la desesperación, lo llevaron a explicar los motivos de cómo se engendró el grupo Colina dentro del los aparatos de seguridad y defensa del Estado, responsabilizando al alto mando político y militar, para más tarde arrepentirse de sus dichos, arguyendo que sus palabras se tomaron en otro contexto. Los ciclos de la astrología china dicen que Martin Rivas es gallo, ‘el héroe menos comprendido y más excéntrico de todos los signos’.
Alguna vez le preguntaron si delataría los asesinatos secretos del Ejército. Martin Rivas contestó que jamás haría una cosa así. “Yo soy verde y moriré verde”, le dijo a uno de los integrantes de su grupo el día que la prensa hizo públicas las matanzas del destacamento Colina, a fines de 1993. “Así tenga que pudrirme en la cárcel, no haré una falsa imputación contra el ex Presidente Fujimori”, le dijo al vocal que lo interrogó tras su captura, casi una década más tarde, en noviembre de 2002. Meses antes de su captura, Martin Rivas era un fugitivo.
Era un roedor que escapa de sus perseguidores. A través de distintos colaboradores, Martin recibía papelitos con la firma del general Nicolás Hermoza Ríos, solicitándole calma y silencio.
Aquel general que, lleno de medallas en todo su uniforme, destacó una vez su labor, le ordenaba ahora acatar las últimas órdenes. Era el mismo general que le dio sentido a su carrera (su vida). Hermoza Ríos no sólo le demostró su valentía el día que sacó los tanques ante el Congreso para evitar que investigaran a los militares por el crimen de La Cantuta, en abril de 1993; sino que le enseñó el significado de la palabra lealtad, cuando Martin Rivas y un puñado de sus hombres aceptaron ir a la cárcel en 1994 por dicho crimen. Hermoza Ríos no sólo no los dejó desamparados, sino que les abonó cada mes en un banco el equivalente a su salario.
Hasta que llegó abril de 2001. A través de un pequeño y monocromático televisor, Martin Rivas se enteró por un noticiero que una fiscal encontró más de 20 millones de dólares a nombre del general victorioso.
Para Martin Rivas, Hermoza Ríos era su general. Para Hermoza Ríos, Martin Rivas era un cómplice. Si Martin Rivas está preso, es por haber obedecido las órdenes del general Hermoza, Montesinos y Fujimori.
Es el único personaje de todos los que han sido procesados por los tribunales anticorrupción que no amasó una fortuna. Si existía una persona que creía en ese régimen hecho de intrigas y corruptelas era Martin Rivas. Paradójicamente, aquel sujeto que dice a todas luces ser un analista, formado por los aparatos de inteligencia, de un régimen que llegó a controlar todos los poderes del Estado, no pudo advertir que obedecía ordenes de los generales más corruptos de nuestra historia.
¿Qué habría dicho el soldado James Martin Howard?
El día del proceso, en la primera fila, Martin Rivas se encontró con el paquidérmico general Nicolás Hermoza Ríos, ex jefe supremo de todos los institutos armados durante siete años. Detrás, el general Julio Salazar Monroe, ex jefe nominal del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). Los acompañan el general Juan Rivero Lazo, ex jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército; el general Luis Cubas Portal, ex jefe de Comando de Logística del Ejército (Dinte); los coroneles Víctor Silva Mendoza y Alberto Pinto Cárdenas, ex jefes del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE); y el coronel Fernando Rodríguez Zabalbeascoa, ex responsable del grupo Colina ante el alto mando militar. En otra fila, el capitán Carlos Eliseo Pichilingüe Guevara y los técnicos Pedro Suppo Sánchez y Julio Chuqui Aguirre, ex subjefes del grupo. Detrás de ellos, como extras de una película de comandos clandestinos, una fila de personajes oscuros completó la sala.
El único de todos los integrantes del grupo Colina que faltaba era el ex subjefe Juan Sosa Saavedra, conocido con el apelativo de ‘Kerosene’. A pesar de que Martin Rivas se presentó como un soldado, hace muchos años que dejó de serlo. No sólo pasó al retiro en 2002, extrañamente, como comandante. Dejó de ser un soldado el día que, como sus otros hombres, aceptó compartir la responsabilidad de los crímenes del grupo Colina con Hermoza, Fujimori y Montesinos.
En agosto de 2005, el día que comenzó la causa contra 54 militares, incluyendo a Vladimiro Montesinos, por los delitos de asociación ilícita para delinquir, homicidio calificado y desaparición forzada de personas, un agente tras otro confesó cómo el grupo Colina asesinó, enterró y quemó a 41 personas. Por la promesa de una pena menor, la mayoría aceptó colaborar con la Justicia. Durante el largo proceso oral, el agente Fernando Lecca declaró: “
–Nunca me bajé del carro, vi por mi espejo retrovisor que Martin sacó su arma primero. Oí que le dijeron a Martin por la radio: “el ganado entrégaselo a la Dircote”. Él respondió: “Abuelo, todo el trabajo está terminado”. Colgó el teléfono y nos dijo: “Concha de su madre, ellos creen que voy a trabajar para la Policía”, y le ordenó al chofer que vaya hasta una quebrada, llamada ‘la boca del diablo’, donde quedaba un polígono de tiro. Hasta ese momento, todos los jóvenes de La Cantuta estaban vivos”. El ganado, quiso decir Lecca, eran Enrique Ortiz Perea y sus compañeros. Rivero Lazo, el Jefe de la DINTE, era el abuelo.
El 21 de mayo de 1991, Fujimori visitó La Cantuta y los alumnos lo echaron a pedradas. Al día siguiente, un contingente de mil soldados tomó por asalto el campus universitario, suspendió las clases una semana y detuvo a más de 60 estudiantes. Desde ese día se instaló allí un emplazamiento para controlar las actividades de cada alumno.
Sendero Luminoso, que contaba con una base sólida de militantes entre el alumnado, replegó sus acciones en la universidad, tal como aseguran testimonios compilados por la Comisión de la Verdad y Reconciliación. A pesar de eso, el SIE vigilaba a los alumnos de distintas universidades con agentes infiltrados. William Tena era uno de ellos. Tenía la fachada de un alumno de Ciencias Sociales. Aparentaba vivir de un pequeño taller de fotografía, y así aprovechaba para captar los rostros de los principales líderes universitarios. El 16 de julio de 1992, dos días antes del crimen de La Cantuta, Martin Rivas le ordenó al agente Tena que tomara fotos de las entradas y las salidas de la universidad.
Lo confesó en un tribunal, con ayuda de una pizarra. El 17 de julio Sendero Luminoso detonó un coche bomba con 600 kilos de dinamita y anfo, en la calle Tarata, el corazón del céntrico distrito de Miraflores, matando brutalmente a 30 personas.
“Martin Rivas me dijo que los terroristas del atentado se refugiaron en La Cantuta, después del atentado, pero yo pensé que era difícil, porque dentro de esa universidad había una base militar que vigilaba a los estudiantes. Pero órdenes eran órdenes y mi deber como soldado era acatarlas”, ha dicho Tena.
El 18 de julio de 1992, tres grupos llegaron repartidos en cuatro camionetas hasta la universidad La Cantuta. Iban acompañados por el agente Tena, tapado con un pasamontañas. Tena, junto con los responsables de la base, señaló a los que consideraba militantes de Sendero Luminoso. El resto de los agentes sacó a los alumnos de sus habitaciones.
“Yo no puedo afirmar que ellos atentaron contra Tarata. Pero sí puedo afirmar que Martin Rivas sí quería intervenir La Cantuta. Así haya pasado lo de Tarata o no. A mí sólo me ordenaron identificar a los posibles terroristas, pero no me dijeron que los iban a matar”, ha afirmado Tena. Martin Rivas, ni ningún otro integrante del grupo Colina, ha podido afirmar que los alumnos de La Cantuta estuvieron implicados en el atentado contra Miraflores. Peor aun, la defensa de Martin Rivas señala que el grupo Colina no sólo no existió, sino que los crímenes que se le atribuyen pudieron ser perpetrados por Sendero Luminoso, para desatar la cólera del Estado.
Chuqui Aguirre, así como otros 12 agentes, ha sindicado a Montesinos como el padre cerebral de los comandos, porque coordinaba cada operativo directamente con Rivero Lazo o Martin Rivas. Marcos Flores Albán entregó a los magistrados un casete grabado un mes antes del suceso de La Cantuta, con la voz del general Hermoza:
“Llegamos a la conclusión de que la decisión política era el liderazgo que deberíamos asumir. El marco legal, naturalmente, estaba referido a todo el sacrificio que costaba combatir, morir, luchar para capturar y luego resultar enjuiciado. Y, luego, ver cómo salían los terroristas como una coladera de las cárceles, por jueces amedrentados o sobornados.
Ustedes son elementos valiosos que nos van a permitir ganar esta guerra. Comprenden que ustedes tienen una motivación muy grande, como decía el mayor Martin, ustedes son anónimos, pero ustedes están motivados por lo que él ha expresado, por un patriotismo asentado, por una convicción muy firme, por un desprendimiento y un valor a toda prueba. Yo los felicito. El Perú está en la búsqueda de un nuevo camino, ya ustedes lo conocen Estamos atentos a todo lo que ustedes hacen y estamos atentos para apoyarlos en todo. Con la satisfacción de unirnos y por el éxito que vamos logrando en el camino de la pacificación de nuestro país. ¡Salud!”.
Durante la etapa final del proceso, el agente Hércules Gómez Casanova solicitó ser juzgado por un tribunal de guerra. “Nosotros no nos hemos enriquecido con todo esto”, arguyó. Era un robusto soldado de bigotes mejicanos, tez cobriza y movimientos erráticos. “Todo lo que se ha dicho aquí se hizo en el contexto de una guerra.
Si cometimos un error, nos corresponde el código de justicia militar y no un tribunal anticorrupción, porque ninguno de nosotros se ha enriquecido con estos hechos. Aquí se debe juzgar a los que fueron una vez mis generales, porque ellos sí se han enriquecido con esto”. Y no se equivocaba. Sólo Montesinos, Hermoza y Salazar, acumularon cerca de 600 millones de dólares. “Agradezco al pueblo peruano por haberme permitido ser un soldado y por eso, como soldado, le rindo un homenaje a todos los que dieron su vida por esto, con honor y gloria. Sé que suena extraño que un hombre entregue su vida por un ideal, por ello no puedo dejar de mencionar mi respeto a los miembros de Sendero Luminoso que perdieron sus vidas también en defensa de un ideal. Eso es lo que ustedes los civiles jamás comprenderán”, concluyó Casanova.
El 26 de diciembre de 2006, la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizó al Perú por el asesinato de La Cantuta, anulando la benévola condena de 1994. Martin Rivas tendría otro proceso, esta vez en un tribunal civil, por el caso La Cantuta. Pronto será confrontado con el ex presidente Fujimori, extraditado de Chile, entre otros crímenes, por las masacres de Barrios Altos y La Cantuta.
Al otro lado de la muralla, el sol se escondía lentamente, dejando un rastro tornasolado sobre las albinas paredes de estuco de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINI), dentro del enorme complejo militar de Las Palmas. Parecía como si los muros que protegían la planta principal se ruborizaran. A pesar de que reemplazaron su nombre en dos oportunidades –desde que Vladimiro Montesinos abandonó sus oficinas– los militares acantonados en Las Palmas le siguen llamando veladamente con ese breve pero hoy perverso diminutivo: SIN.
Era una calurosa tarde a fines de diciembre. El recinto lucía desolado. Decenas de cadetes habían abandonado los salones de la Escuela Militar de Chorrillos, una de las unidades del complejo, para pasar las vacaciones de verano cerca de casa. Afuera, una compañía de comandos de la División de Fuerzas Especiales (DIFE) interrumpía el encanto del atardecer, con el coro salvaje de sus botas sobre el asfalto y sus salmos de guerrero. Trotaban alrededor de un campo de instrucción, sobre la pista que conectaba a todas las unidades del cuartel.
Pero dentro, al otro lado de un paredón de ladrillos, en la penúltima celda del pabellón para técnicos y suboficiales del penal militar de Chorrillos, donde internan a todos los militares que quebraron el Código de Justicia Militar, la paz era absoluta. Aquella tarde visité al técnico de primera del Ejército Julio Chuqui Aguirre, un hombretón de voz deshidratada, cara canina, tez ocre y cabello negro despeinado. Un concejo de guerra lo condenó a 15 años de cárcel por el asesinato de 35 personas.
Lo llaman ‘El enterrador’, por su fama de sepultar a sus víctimas al fondo de una fosa común. Sin embargo, a primera vista, parece un carnicero rehabilitado. Estaba sentado encima de su litera, leyendo un librito llamado Vida con propósito, lleno de marcas de resaltador amarillo fosforescente. En su mesa de noche, había una rolliza Biblia con miles de papelitos perforándole el lomo. Pero conforme lo conocí, me percaté de que los hombres como Chuqui sólo obedecen al credo de un general. Desde la década del setenta, Chuqui ha pertenecido a distintos escuadrones de la muerte. El primero de todos se llamó Operación Guardabosques. En 1975, durante la dictadura del general Juan Velasco Alvarado, la patrulla clandestina del soldado Chuqui tuvo como objetivo penetrar el límite con Chile, para ejecutar discretos pero contundentes sabotajes, antes de que la artillería pesada del Ejército atravesara las arenas de Atacama para recuperar el departamento de Arica, ese pedazo que Perú perdió tras su derrota en la Guerra del Pacífico.
Hace cinco meses un tribunal civil lo condenó por separado a cinco años de cárcel por la masacre de La Cantuta, en la que el comando Colina asesinó a nueve estudiantes y un profesor.
Estábamos dentro de su celda. Hablábamos del número de balas que encontró un equipo de forenses en el cráneo de Enrique Ortiz Perea, el único cadáver que se desenterró completo de las fosas comunes donde Chuqui enterró a las víctimas de La Cantuta.
–Ya sé lo que me vas a preguntar –me dijo Chuqui con su voz reseca. No lo comprendí. Pero agité mi cabeza afirmativamente como si lo hiciera. Chuqui me clavó su mirada y se respondió a sí mismo:
–La respuesta es no –dijo Chuqui.
–¿No qué? –le pregunté.
–No hubo remate –contestó.
Chuqui se queda callado. Respira.
–¿Cómo lo sabes? – e pregunté. Hasta donde se sabe, según el expediente 28-2001, Chuqui no participó en la masacre. Según Chuqui, el destacamento se dividía en tres comandos antes de cada operativo: aniquilamiento, seguridad y contención. Este último formaba un cerco capaz de repeler un potencial ataque terrorista .Según Chuqui, él era el líder del equipo de contención. Sin embargo, a pesar de que ha sostenido que el grupo que integró aquella pálida madrugada de 1992 estuvo lejos, ha sido capaz de reconocer e identificar para los tribunales a ocho de los asesinos.
–Vi cómo los mataron –me respondió–. Los que dispararon fueron Gamarra, Yarlequé, Martin, Sosa, Meneses, Alarcón y Ortiz. Eran muchos para disparar. Les tocó por lo menos cinco balas en la cabeza a cada uno –me dijo Chuqui.
Chuqui ha sostenido que nunca jaló del gatillo. Durante los dos años que trabajó para el comando Colina, ha dicho que nunca asesinó a ninguna persona. Desde que lo capturaron, el 9 de julio de 2001, Chuqui ha sabido ubicarse lejos de las escenas de sangre.
–¿Tú nunca mataste a nadie? –le pregunté.
–Jamás –me respondió. Es difícil verlo y no poder imaginarlo con una pistola disparándole a un hombre de rodillas.
A Chuqui lo capturaron el 9 de julio de 2001, en los alrededores de su casa, en el distrito de Chorrillos. Un mes antes, un grupo de policías intentó detenerlo, pero Chuqui, que ya tenía una orden de captura sobre su pellejo a partir del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que declaraba nula la amnistía de 1995, sacó su Browning Parabellum de cañón largo y amenazó a sus cazadores: “Aquí no existen los héroes”. Y los policías desistieron. Pero la mañana que sí lo capturaron no traía su arma encima. A Chuqui lo confinaron a una celda del penal Sarita Colonia, en donde el procurador Ronald Gamarra le ofreció someter su caso a la colaboración eficaz. Chuqui dijo:
–Yo ya había decidido contar todo lo que sabía. Cuando nos reunimos con el grupo por última vez, en una fábrica de un comandante en retiro de la promoción de Martin Rivas. Yo les dije a todos ellos “si yo caigo, hablo”. Había hecho arreglos para irme por mil soles a la selva e integrarme a las FARC. No tenía problemas, soy un soldado entrenado para la guerra, para cualquier tipo de guerra. Pero todos me decían “no pasa nada”. Pasaron los meses y Fujimori escapó a Japón, Montesinos a Panamá. Nos dejaron solos. Había que tomar una decisión. En abril de 2001 cayó el general Rivero Lazo, allí presentí que todo se vendría abajo.
Chuqui no se equivocó.
Durante los años 2001 y 2003, los agentes operativos fueron capturados, uno por uno. El 28 de noviembre de 2002, tras haber pasado por los interrogatorios de rigor, Martin Rivas pisó la cárcel Sarita Colonia, en el puerto del Callao. Su abogado preparó un documento para Chuqui, en el que, de firmarlo éste, se estaría retractando de sus imputaciones. “Yo no le hice caso, hasta que amenazó a mi familia”, dijo Chuqui. En el mes de diciembre, Chuqui estrelló (literalmente) a Martin Rivas contra los barrotes de su celda. Desde ese día, nunca más hablaron.
El 27 de setiembre de 2005, Martin Rivas le entabló un proceso por difamación. El motivo: Chuqui, en una entrevista televisiva, dijo que Martin Rivas era Al Pacino de día y Hitler de noche.
Pero la charla con Chuqui duró poco. Un hombre que se identificó como Julio Ramos Álvarez entró en la celda, como visita.
Era un tipo obeso, de estatura corta pero de porte militar, que decía haber conocido a Chuqui en 1974, como instructor del denominado comando Los Guardabosques. “Me han metido dentro del caso Colina, pero tú sabes, hermano, que nunca he pertenecido al grupo.
Hemos hecho otras cagadas juntos, tú sabes, pero nunca me metí en eso”, le dijo Ramos Álvarez, un técnico de segunda del Ejército, procesado además por haber asesinado al agente Marcos Barrantes Torres, presunto colaborador del Ejército de Ecuador, en 1988.
“Mira hermano”, le contestó Chuqui, “yo nunca te he visto, yo no sé nada de ti, yo sólo hablo de lo que sé. Por ejemplo, yo sé que el día que matamos a Pedro Yauri, otro grupo fue en busca de la familia Ventocilla. Pero eso yo no le dicho, porque no lo he visto: de eso se trata el compartimentaje (sic)”.
Chuqui me miró por el rabillo del ojo, como si acabara de enseñarme una lección. “Así es, hermano”, le contestó Ramos, “en inteligencia hemos hecho mataperradas, a veces se nos ha pasado la mano, pero sino jamás habríamos logrado pacificar este país, nosotros, tú, Martin, somos héroes.
Que ninguna persona fuera de esa celda reconocerá jamás, terminar con el terrorismo tuvo sus costos. Si esos concha de sus madres regresaran, tú, Martin, y todo el equipo, están presos, y todos esos rojos que defienden a Sendero no van a tener quién los defienda. Ahí se van a cagar de miedo”, dijo Ramos. “Llámame como testigo y diré que nunca te vi”, le dijo Chuqui a Ramos antes de despedirse. “Te lo agradeceré.
Tú sabes que yo me enteraba lo que hacían, pero nunca pregunté. En inteligencia no se anda preguntando, lo que hace la mano derecha no lo sabe la mano izquierda: ése es el lema del comando. Nosotros sabemos muchas cosas y es mejor que nunca se sepan, porque cagamos a medio mundo en la institución. Eso quédatelo, ciérralo y tira la llave”, contestó Ramos antes de salir del penal. En ese momento, mientras los escuchaba conversar, pensé: ¿cuántas personas más habrá matado el Ejército en estos últimos años sin que nosotros no lo sepamos? Antes de irme, se lo pregunté a Chuqui y me contestó con otra pregunta: “¿Tú sabes el verdadero motivo de por qué se creó el grupo Colina u otros comandos parecidos?”.
“No”, le contesté. “Por dinero, ése es el final de esta historia.
Los generales decían que trabajábamos en planes operativos, que le pagaban a informantes, que necesitaban esto, lo otro, armamento, y sacaban partidas millonarias para sus bolsillos.
A nosotros nos pagaron 50.000 dólares por quedarnos callados, después de lo de La Cantuta.
Al salir de la cárcel, en 1995, con las leyes de amnistía, hicimos eso.
Nosotros obedecimos órdenes, se asesinaba gente inocente, para que esos generales que ahora dicen que nosotros éramos soldados sin control, se llenaran de dólares los bolsillos, incluyendo a Fujimori y Montesinos. Hay muertos, muchos, yo sé de tres más de los que no he hablado, de operativos en la ciudad de Lima, enterrados en algún desierto abandonado”, me dijo Chuqui.
Es posible que falten muchos cadáveres más, enterrados por otros enterradores como Chuqui, sepultados con cal dentro de bolsas de polipropileno en los extramuros de la capital. Pero eso lo saben agentes como Chuqui y Ramos. Agentes que, probablemente, como Martin Rivas, nunca hablarán.
Por: Luis Felipe Gamarra
Fuente: ejerciciosdelamemoria
Editado por por pegaso125
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