A fines de 1982, un pedazo del país era destruido por la feroz guerrilla del Partido Comunista del Perú. La simple mención de su nombre informal, Sendero Luminoso, producía inquietud, un miedo asociado a imágenes de cuerpos destrozados. Colmado de marxismo leninismo maoísmo, su jefe anunciaba la demolición del Viejo Estado, semicolonial, semi feudal, capitalista-burocrático.
Era Abimael Guzmán, el pensamiento-guía. En pocos meses se convertiría en presidente Gonzalo, fundador clandestino y primer gobernante de la República Popular de Nueva Democracia.
Gonzalo pensaba tomar el poder con sucesivos zarpazos. Pero los inquilinos del Viejo Estado, desde el gobierno hasta la izquierda marxista del Congreso, hacían lo posible por ignorarlo.
De todos modos, aquel año los senderistas estaban a punto de adueñarse de Ayacucho, un empobrecido departamento de 47 mil kilómetros cuadrados en la siena central, buena parte de cuyos campesinos soportaba temperaturas bajo cero a cuatro mil metros de altura.
La capital, Huamanga, fue invadida el 2 de marzo, cuando Sendero Luminoso asaltó la cárcel y liberó a sus militantes.
Centenares de policías estuvieron sitiados en sus locales mientras escapaban los prisioneros. El gobierno se alarmó, pero no recurrió al Ejército para combatir a quienes todavía tomaba por un puñado de sediciosos. Sólo en diciembre el presidente Fernando Belaunde cambió de posición.
Las principales autoridades de Huamanga habían sido abaleadas o asesinadas, y pelotones senderistas arrasaban como potros de Atila el campo ayacuchano. Aún no cumplía dos años la insurrección.
La decisión de poner Ayacucho bajo un comando militar no cayó de sorpresa en el complejo de noventa hectáreas conocido como Pentagonito, en el distrito de San Borja, donde funciona la Comandancia General del Ejército con sus tres comandos administrativos, nueve direcciones generales y más de cien jefaturas y subjefaturas.
Desde varios kilómetros a la redonda destaca el edificio principal, en forma de T, cuyos dos últimos pisos, el sexto y el sétimo, ocupaban entonces el comandante general y su equipo de coroneles asesores. Ellos sabían que, tarde o temprano, Belaúnde les ordenaría combatir a Sendero Luminoso, pero la organización les era desconocida.
Esta guerrilla no tenía nada que ver con la de Luis de la Puente Uceda, apoyada por Cuba y aplastada por el Ejército en 1965.
Eran un misterio su estructura, sus líderes, su inextricable maoísmo. Era un misterio, incluso, el grado de su penetración.
¿Hasta qué punto la apoyaban los ayacuchanos?
Para conocer mejor al enemigo, el Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) resolvió crear en Ayacucho un destacamento clandestino con una treintena de agentes. Haciéndose pasar por ciudadanos comunes, estos hombres debían reunir la mayor información posible sobre Sendero Luminoso e infiltrarlo, como objetivo sublime, si estuviera a su alcance.
Vivirían al margen de los militares de la zona, reportando a sus jefes en Lima. Por eso arribaron a la zona de guerra separados del contingente regular del Ejército.
El 29 de diciembre se instaló en Huamanga el primer jefe políticomilitar de Ayacucho, un general de buenas maneras, Clemente Noel.
Diez días después llegó a la ciudad, en dos embarradas camionetas Dodge, un grupo de desconocidos con aspecto de haber viajado muchas horas. Eran los agentes de La Fábrica -usual denominación del SIE- llegados para su misión secreta.
En el grupo faltaba el suboficial de segunda Jesús Sosa Saavedra, cuya madre acababa de morir. Llegó el 7 de febrero de 1983. Había egresado hacía tres años de la Escuela de Inteligencia del Ejército. Por primera vez estaba en Ayacucho.
El agente Jesús Sosa pasó su primera noche en Huamanga con los ojos abiertos: estuvo sintiendo miedo, tirado boca arriba en una cama del hotel Arequipa, con una Browning 7.65 en la mano derecha.
A los veintitrés años, todavía podía dormir normalmente. Pero desde fines de 1983 no volvería a hacerlo como el resto de los hombres. Aun cuando dejara la Zona de Emergencia y se fuera de vacaciones a su chacra en Motupe, donde la guerra no llegaba; aun a los treinta y cinco, cuando abandonó el Ejército y ya no hacía operativos en las madrugadas; aun ahora, que lleva, varios años desaparecido y nadie consigue dar con su paradero.
Dondequiera que esté, en nuestros tiempos de paz, es seguro que espera el amanecer leyendo, o conversando, o fumando, o haciendo cualquier cosa antes que dormir.
Esa primera noche habría querido descansar. Había viajado veinte horas desde Lima para integrarse al destacamento, y durante el día no tuvo un momento de tranquilidad hasta que entró en su habitación, como a las nueve. Llevaba un par de horas durmiendo cuando lo despertaron detonaciones. Los quesos rusos estallaban continuamente, seguidos de disparos de fusil. Eran explosiones lejanas, al sur de la ciudad, y Jesús Sosa se puso a contarlas mientras imaginaba cadáveres destrozados regando de sangre el cerro Acuchimay, en la zona transitada por Sendero Luminoso.
Uno de los estallidos lo hizo saltar de la cama. Había sonado a pocas cuadras. Escuchó pisadas de gente que corría por la calle Arequipa, después toques enérgicos en el portón del hotel y luego el ingreso al patio de personas que jadeaban y hablaban entre susurros. «Puedo morir», pensó, sudando frío en la oscuridad. Entrarían, lo identificarían como militar, hallarían su arma. Lo matarían. En ese momento decidió dispararle al primero que apareciera.
Pero faltaba un mes para que viviera la experiencia de matar, y se quedó con la Browning apuntada hacia la puerta de su cuarto. Los desconocidos cruzaron el patio, siguieron de largo por el pabellón de las habitaciones y desaparecieron en la noche.
Al día siguiente, el portero le confesó que algunas madrugadas los senderistas le tocaban la puerta para cruzar el patio interior y llegar, por la parte trasera del hotel, al jirón Tres Máscaras. El agente no quiso saber más. Recogió sus cosas, pagó la cuenta y se dispuso a buscar un nuevo alojamiento.
Salió a la calle Arequipa y caminó media cuadra hasta la plaza de Armas, para hacer tiempo. A las diez, en el hostal Santiago, debía ver a su contacto, según las instrucciones que en la víspera le dio su jefe, Edgar Paz, el comandante Pato. Paz no había sido muy explícito sobre los procedimientos del trabajo, aunque Sosa sabía que los encargos en inteligencia no son muy explícitos. A uno le dicen: haz tal cosa, fulano te va a dar lo que necesitas, mengano va a ser tu enlace. Punto.
En este caso, el comandante le ordenó emplear la cobertura de vendedor ambulante para recoger toda información que permitiera identificar a algún senderista.
En la calle ofrecería ropa interior. Le dio dinero para sus gastos de una semana, le asignó al suboficial de tercera Elfer Ñiquén como ayudante y le dijo que su oficial de control, el capitán Vásquez, recogería sus partes diarios de información.
Fuente: MUERTE EN EL PENTAGONITÓ
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