«ERA UN INFIERNO, 7 SOLDADOS MUERTOS, 30 heridos... Barbarie, bomba vuela en pedazos ómnibus con la escolta presidencial». El titular del diario La República resumió la sensación dramática de los diarios que amanecieron en el país el sábado 3 de junio de 1989, dando noticia de la emboscada al regimiento escolta presidencial Húsares de Junín, ocurrido a muy pocas cuadras de Palacio de Gobierno.
Cuando los tres terroristas voltearon la esquina, una explosión levantó por los aires al pesado autobús con sus veintisiete ocupantes y, en cosa de un instante, seis militares yacían despedazados, uno de ellos carbonizado, y los demás, gravemente heridos, se arrastraban entre los metales retorcidos del armatoste en llamas. Tenían en harapos los históricos uniformes de sus antecesores, aquellos que, en 1824, habían cabalgado victoriosos en la gesta libertaria de las pampas de Junín.
En la angosta calle del antiguo sector de Barrios Altos, quedó un enorme hoyo de un metro de profundidad junto a diez viviendas siniestradas, transeúntes heridos y vehículos con las lunas rotas retratando la brutalidad del atentado en medio de un alboroto de vendedores ambulantes, vecinos y pasajeros del resto de coches, todos, entre la conmoción y el pánico.
A vuelta de esquina, en el jirón Huánuco, un policía quedó abatido con un disparo en la cabeza. Había intentado detener a los tres senderistas en su huida y terminó tendido en la acera con un rastro de sangre manchando su rostro.
Una hora y media después arribó el presidente Alan García. Rodeado de seguridad y periodistas, calificó como «rutinarios y negligentes» a las víctimas de su propia escolta. Era el Perú de 1989. Y aquel suceso de la calle Junín, en Barrios Altos, habría de finalizar recién dos años después, en una calle cercana y con un episodio igualmente feroz.
HABÍA TENIDO AÑOS MUY COMPLICADOS y, aunque en la paz de ese domingo bebía el vodka helado sintiendo en la piel la espuma del oleaje traída por el viento, El General traslucía en la mirada los recuerdos sombríos de una época plagada de historias ocultas, imposibles de borrar a pesar del rigor del silencio que se había impuesto.
El día en que sintió que el muslo izquierdo se le cocinaba sin dolor, pero con una sensación de brasa ardiente, entendió de golpe que la vida ocurre en un instante, que ese sol serrano en el iluminado cielo bajo el cual estuvo tendido, podía apagarse en el tiempo que tarda en fluir un chorro de sangre caliente sobre la pierna, ocultando los colores del pantalón y apelmazándose con la tierra. Por eso, cada vez que podía y a quien quisiera escucharlo, le alcanzaba la frase:
«El verano era un regalo en el refugio de su casa».
Llegaba, incluso, a contar detalles familiares de los tiempos difíciles, pero jamás soltaba una palabra sobre los episodios ocurridos en las zonas de emergencia donde combatieron, sin éxito, a Sendero Luminoso.
Se limitaba a decir que había actuado «dentro de los lineamientos» y sabrá Dios lo que significaba exactamente esa frase genérica y cuántos incidentes ocultaba. Cuando pasados los años logró el ascenso a general, se volvió más reservado todavía y, en alguno de los recientes encuentros, el periodista pudo percatarse de que había incorporado a su modo de hablar el recurso de largos silencios de los cuales emergía con otro tema modificando el rumbo de la conversación.
Pero en la tarde cálida, mientras agrega hielo al vaso, dice, mirando el mar con insistencia: «Estos imbéciles cuánto dinero habían robado; siempre hubo rumores pero jamás pudimos imaginar tanta cantidad». Y aunque en ningún momento hizo una afirmación explícita, podía entenderse que su férrea negativa a hablar encontró una justificación para hacerlo al toparse con las noticias que revelaban una corrupción militar de órdago.
Tal actitud no es necesariamente virtuosa porque bien puede provenir de una sincera necesidad de cuestionar lo ocurrido brindando un testimonio, como también puede ser la expresión de un estado de ánimo ante el fastidio de las noticias. Pero, en última instancia, es el testimonio el que interesa.
«Cuando armaron la nueva estrategia me hicieron algunas consultas por mi experiencia en las zonas de emergencia, pero como desde un inicio empezaron a tener esa actitud de círculo cerrado, me iba enterando de las decisiones una vez tomadas.
Un punto importante fue el nombramiento del general Hermoza como comandante general. Cuando manejas una situación de crisis necesitas al hombre adecuado para esa crisis. Es probable que después no te sirva, que su papel sea para esa crisis y que sus cualidades para resolverlas, una vez solucionado el problema, ya no sirvan y se necesite un cambio. En ese momento, se necesitaba un guerrero para la guerra contra Sendero. Ese era Hermoza Ríos. Ya sé... está bien... –se interrumpe ante la sonrisa irónica de su interlocutor– para el país civil, para la opinión pública, para la prensa, Hermoza era un cualquiera, pero hay que pensar esto desde la interioridad del Ejército.
El año 91, se consideraba que el guerrero, el que podía ser el duro para pelear contra Sendero, el que podía asumir las decisiones a tomar, era Nicolás Hermoza Ríos. Además, con él se empezaron a dar los mensajes simbólicos. ¿Recuerdas que salía en público, en la televisión, haciendo planchas, corriendo junto a los soldados vestido de comando?
Todo eso fue preparado y tuvo un sentido. Fue para dar la imagen de un jefe militar, de un soldado-soldado.»
Ese mensaje podía captarlo o no el peruano promedio, podían incluso burlarse los periodistas o los políticos, pero el objetivo era enviar ese mensaje al enemigo, al senderista. Decirles a sus militantes: “Miren, el jefe de este ejército es fuerte, es un militar duro, está en la cancha; al otro, al de ustedes, se le ha descubierto que es un gordo, borracho, mujeriego y que hace el ridículo bailando Zorba, el griego”.»Aunque al común de las gentes le parezca una tontería, ese intercambio de mensajes es parte de una guerra clandestina.
Esos simbolismos influyen en la tropa, la nuestra y la del enemigo. Y aunque el común de las gentes no lo entienda, toda guerra y todos los ejércitos se mueven, además de sus acciones, con sus símbolos y con sus mensajes. Y el terrorismo es el que más usa los símbolos y los mensajes.
Cada atentado tiene un mensaje. Ahora bien, es verdad que Hermoza con su panza no era lo mejor, de acuerdo, pero al interior estuvo dispuesto a tomar decisiones que otros no se atrevían y tenía el ascendiente que se necesitaba para iniciar acciones de guerra.
Era el hombre preciso para esa situación de crisis, una crisis que llevó hasta la humillación para el Ejército.
Cuando Sendero voló el ómnibus con la escolta presidencial, lo hizo para demostrar que podía atacar al propio Presidente de la República, le estaba diciendo:
“Hoy a tu escolta, mañana a ti”.
Además, ese atentado fue hecho para demostrar que a los militares nos tenían acorralados. Aquella vez ¿Qué pensó la gente? Que éramos unos inútiles, que en la sierra o en la ciudad nos volteaban igual. Y no fue casualidad que atentaran contra un destacamento que simboliza y forma parte de la historia militar. Fue un atentado para humillar al Ejército.
Alan García no quiso tomar ninguna decisión y nos quedamos, como se dice, con sangre en el ojo. Pero cuando llega Fujimori apareció la ocasión. Apareció un presidente dispuesto a tomar la decisión política; entonces, faltaba el jefe militar para llevarla a cabo. Ese fue Hermoza Ríos.
El no quería ser otro general derrotado.
Te lo digo en una palabra: él estuvo dispuesto a ir adelante, a vengar las humillaciones, a aplastar al terrorismo, como finalmente se hizo, hasta llegar a casos como Barrios Altos y La Cantuta. Si hablas con Martin Rivas, te va a contar más detalles de los que yo conozco».
AL CABO DE VARIOS ENCUENTROS y con ayuda de la tertulia que desvanece el tedio del encierro, entre los prófugos y el periodista se empezó a desarrollar una comunicación más fluida.
Al inicio, el vínculo se rigió muy formalmente por el nexo establecido a través del General, cuyo aval fue fundamental para abrir el silencio encerrado a piedra y lodo de los dos militares. En los primeros encuentros, los requisitos de seguridad eran ineludibles y tomaban su tiempo, y una vez puestos frente a frente, los diálogos entre el periodista y los dos mayores se acompañaban de un inevitable estudio de los gestos, las miradas y las actitudes de cada uno de los involucrados. Luego, conforme transcurrían las citas, los silencios incómodos y las dudas mutuas, fueron dando paso a una soltura mayor en las conversaciones.
El periodista tuvo el tino de no exigir siempre material informativo, y dejó que algunas de las reuniones transcurran en una cháchara informal que les servía a los enclaustrados como una distracción cercana a la terapia. En esos parloteos, Santiago Martin Rivas mostró una memoriosa afición por el fútbol que le permitía recordar alineaciones enteras de los mejores elencos de Universitario de Deportes, su club favorito. Podía recitar el minuto y el modo en que ocurrieron goles memorables. Conocía, con una precisión de archivo, las formaciones de los rivales en los encuentros históricos por la Copa Libertadores de América, y las repetía adornando sus recuerdos con anécdotas perdidas en los diarios de cada época.
Otro dato sorprendente resultó su afición por la lectura. Cuando meses después lo capturaron, la policía le requisó ejemplares de Borges, Saramago, Umberto Eco y Graham Greene. A su compañero de cerrojo le atraían más bien los libros sobre los servicios secretos y, ambos, eran aficionados a películas en video que alquilaban a través de algún colaborador. Preferían los films con biografías sobre personajes históricos, los episodios bélicos de Vietnam y la Segunda Guerra Mundial o, simplemente, el género de acción. En cada uno de sus cambios de morada, a pesar del problema causado por su tamaño, no dejaron de llevar consigo un vetusto televisor y una videocasetera en buen estado, artefactos que les permitían despacharse una ración de películas, vistas una y otra vez en el insomnio de la madrugada.
Pero el insomnio no era solamente producto de un disturbio del sueño contraído en las labores sin horario de sus años en las sierras de Ayacucho y Huancayo y en la selva del Huallaga. Era un malestar proveniente, sobre todo, de la malevolencia de los recuerdos.
Cuando un hombre mata a otro no sabe que cargará para siempre con ese instante. Toda muerte, por más que se ampare en la excusa del cumplimiento del deber, genera pesadillas. El síndrome de guerra tiene, al fin y al cabo, el implacable material de los recuerdos. El seco golpe contra el piso de un cuerpo abatido, la última mirada de horror o súplica o rencor del victimado, los quejidos, los ayes, el espanto amplificado de los gritos, las maldiciones o los lamentos, una oración, una frase última con el nombre de una mujer o un hijo.
Todo eso se fija, indeleble, en la memoria y asoma con los años. Cuanto más lejos en el tiempo se cree de estar de esos episodios, más recurrentes se tornan las remembranzas con un tormento tal que el sueño es imposible y las madrugadas eternas son lo más parecido a una insoportable desesperación. Tal vez si supieran cuánto los va a perseguir la implacable memoria, más de uno omitiría un disparo fatal, el tiro de gracia. Pero cuando un hombre mata en nombre de un uniforme piensa que está cumpliendo con un deber y el desvarío de la adrenalina lo lleva, incluso, a sentirse satisfecho. Solo después, aunque se niegue a admitirlo, sabe que toda muerte nunca deja en paz. Pero ya es tarde cuando lo advierte y las noches se van en blanco, unas tras otras.
Cuando se convencieron de que el silencio de los años anteriores no los había conducido a nada y cuando se persuadieron de que el periodista no buscaba un material para un reportaje de coyuntura, el diálogo se hizo más fluido y más confidencial. Se añadió también la advertencia, siempre insinuada, de que la seguridad de los prófugos pasaba a tener relación directa con la seguridad del periodista. Nunca usaron términos explícitos, pero sabían revestir un aviso como si fuera una sugerencia.
Una tarde, citaron al periodista para darle respuesta a una propuesta que él había planteado: hablar de los asuntos más espinosos y empezar a discutir la opción de grabar un testimonio en video. Ese día fueron evasivos en cuanto a la filmación, ni confirmaron ni negaron la posibilidad –que más adelante se instrumentó–, pero sí fueron explícitos en su decisión de conversar sobre los temas más oscuros. Le informaron que cambiaban de refugio y debían hacer un trayecto largo porque habían decidido cambiar radicalmente la zona geográfica de su clandestinidad. Iban a cruzar la ciudad de sur a norte con el riesgo de ser interceptados por alguno de los retenes policiales establecidos en la Panamericana Norte. Estaban convencidos, sobre todo Martin Rivas, de que un encuentro con la policía iba a terminar con ellos muertos a balazos. «No nos van a tomar presos, nos encuentran y nos matan, nos aplican la ley de fuga», sostenía Martin, sin dar mayor explicación. Entonces, la presencia del periodista era para ellos como un salvoconducto para evitar ser muertos en caso de una captura.
Salieron de la casa ubicada frente al parque, a las nueve de la noche. El chofer del auto que pasó a recogerlos cargó los maletines con el equipaje, un par de frazadas, libros, una computadora portátil y, en el asiento posterior, al medio, ubicó el televisor con la videocasetera. Luego, Martin Rivas se calzó una gorra, le bajó la visera hasta donde pudo, se ajustó el cierre de una gruesa casaca azul y esperó la indicación del chofer. A su lado, en el inicio de la escalera, Pichilingue esperó también la señal enfundado en una casaca color ladrillo. Cuando el chofer dio la señal los dos prófugos bajaron los escalones rápidamente y cada uno ingresó al vehículo usando la puerta de cada lado. Detrás de ellos, bajó el periodista, al que indicaron cerrar la puerta de la casa y situarse en el asiento
delantero. Cuando el auto se puso en marcha, la bodega de la esquina estaba cerrando sus puertas y en un banco de la plaza un grupo de muchachos fumaba y reía. No había nadie más. La noche tenía esa insidiosa humedad limeña que empapa hasta el hastío.
El auto dio unas vueltas por la zona, volvió a pasar por el parque y luego enrumbó con dirección al Callao. Los pasajeros iban en silencio; de cuando en vez, un murmullo apagado surgía del asiento posterior. El chofer conducía rígido, con las dos manos aferrando con fuerza el volante, y tenía la vista atenta a cada detalle de la vía.
Tras unos minutos, se oyó la voz de Martin Rivas recordándole al chofer la actitud a tomar en caso fuesen interceptados por la policía. Su voz tenía un toque de agitación. Cuando terminó de hablar, su compañero, Carlos Pichilingue, agregó: «Al hablar con los “tombos” tienes que actuar con naturalidad». El chofer asintió. Cuando el vehículo giró para ingresar a la ruta que da a la refinería de La Pampilla, el piloto dijo con tono áspero:
«Desde aquí tenemos que estar bien moscas». Pero, la ruta estaba despejada, apenas un camión a paso cansino por la derecha. La iluminación era pobre y, solo al pasar por las instalaciones de la refinería, los reflectores iluminaron la noche dejando ver la bruma de una niebla incipiente. Pero no había ningún vehículo patrullando.
«Ojalá antes del empalme con la Panamericana no esté la policía de carreteras», volvió a hablar el conductor siempre con su tono cortante.
El viaje siguió en total silencio y ni siquiera para disipar en algo la incertidumbre encendieron la radio. Tras pasar la ciudad de Ventanilla y antes de la cuesta hacia las casas de estera de la «invasión» conocida como Pachacutec, sobre la mano derecha, a unos quinientos metros de distancia, apareció estacionada una camioneta gris 4x4 de la policía de carreteras. Todos los ocupantes se sobresaltaron. Martin Rivas le ordenó al chofer seguir a la misma velocidad y no mirar hacia el vehículo estacionado. Al momento de sobrepasarlo, el coche policial hizo una señal encendiendo y apagando los faros.
«¿Qué hago?», preguntó el chofer. «Sigue igual, sigue tranquilo», respondió alguien desde el asiento posterior. Por el espejo retrovisor, el chofer advirtió que la patrulla se había puesto en marcha. «Puta madre, nos jodimos», espetó, pero Martin le preguntó si venía a velocidad y el chofer replicó que no, que venía a velocidad normal. Pero apenas terminó de responder, se oyó la voz de Pichilingue gritándole al conductor: «Carajo, por qué aceleras, maneja normal, huevón». Ya era tarde. La patrulla advirtió el pique imprevisto del auto, encendió sus luces de alerta rojas y azules, descontó rápidamente la distancia y por el altavoz se oyó la indicación de que el auto debía detenerse.
Era un paraje oscuro y no había nadie a la vista. Ambos vehículos se estacionaron. Martin le dijo al chofer: «Baja y habla tranquilo».
El periodista bajó la luna de la ventanilla y sintió la húmedad en el descampado: respiraba copos de nube. Por el espejo lateral vio que el chofer saludaba al policía, que viajaba junto al conductor, mientras extendía el brazo al interior del vehículo. Un momento después, descendió el policía provisto de una linterna mientras las luces de la patrulla iluminaban una porción de la ruta.
Cuando el vidrio del lado izquierdo bajó, se encontró con el saludo de Pichilingue; al otro extremo estaba Martin Rivas, que reaccionó fingiendo estar soñoliento. Al ver en medio de los dos el televisor, el policía preguntó: «¿Y eso?»; de inmediato respondió Pichilingue «Nos estamos mudando, jefe», a la par que le alcanzaba el documento con el que la policía autoriza las mudanzas.
El policía lo revisó y antes de terminar de leer, en sentido contrarió asomó un camión lento pero con el motor bramando en el silencio de la noche. La atención se distrajo y al terminar el trueno, se oyó al policía decir: «Bueno, bueno, sigan» mientras devolvía el papel.
El chofer puso en marcha el auto, miró por el retrovisor y dijo: «los “tombos” dieron la vuelta». Entonces, se escucharon los soplidos que siguen a la respiración contenida y, en medio de interjecciones, los tres individuos celebraron el fin al del percance. A su lado, el periodista sintió la garganta seca y el deseo de beber un largo trago de agua.
Varios kilómetros después, el auto ingresó a una estación de servicio. Se estacionó junto al minimarket, ordenaron apearse al periodista y le indicaron que espere en ese lugar. El vehículo retomó la marcha y, poco más adelante, visible apenas como un punto de luz, dejó la pista y se perdió entre las calles de tierra de un pueblo joveninstalado en pleno arenal.
Tras más de media hora de espera, con los huesos llenos de agua, el periodista vio reaparecer el auto. Venía solamente el chofer que lo condujo de retorno hasta la avenida Colonial. Allí le informó que, tres días después, a las dos de la tarde, debía esperarlo en la misma esquina en que lo estaba dejando para transportarlo «a su reunión con los muchachos» y, tras agregar: «casi nos jodemos, maestro», se marchó. El periodista anotó con precisión los datos del lugar y esperó la llegada de un taxi.
A LOS TRES DÍAS, en el lugar establecido, con una hora de retraso «por cuestión de seguridad», apareció el mismo chofer en el mismo auto de la noche del traslado.
Fueron al mismo destino, pero esta vez variaron la ruta utilizando el peaje de la Panamericana Norte. «Como ve, acá siempre hay “tombos” por eso no usamos esta ruta con los muchachos», se sintió obligado a explicar el lacónico piloto.
En la estación de servicio del viaje anterior, esperaba la mujer del encuentro en el mercado de Polvos Azules. Con la misma actitud familiar, como si se conocieran de tiempo atrás, le indicó al periodista que debían tomar un microbús, que durante el trayecto mantuviese la vista abajo como si leyera y le alcanzó un diario. Subieron a uno con asientos libres, señal de que el paradero final estaba cerca, pero el periodista no tenía interés en resolver acertijos.
En un momento la mujer le indicó bajar, y caminaron unas cuadras hasta un inmueble cuya puerta abrió ella misma. Apenas asomó al interior de la pequeña vivienda, detrás de un descascarado librero de madera, que hacía las veces de separador de ambiente, el periodista se topó con los dos militares entumecidos alrededor de una mesa. En el arenal el frío es implacable. No importa si la
modesta edificación tiene una losa de cemento sobre la cual reposa. La humedad se apelmaza con la arena y se cuela calando todo abrigo. Sin embargo, cuando, tras los saludos, la mujer sirvió dos humeantes tazas de café, el periodista no ocultó su sorpresa al ver que Santiago Martin Rivas, a pesar del frío, no suspendía su invariable costumbre de conversar con una botella de Coca-Cola al lado.
A diferencia de encuentros anteriores, estaban con una disposición más firme para hablar. Hicieron un preámbulo largo sobre el ostracismo de tantos años que terminó, según calificación propia, en «la satanización» de sus figuras.
Dijeron haber conversado largamente sobre un punto que ahora advertían como fundamental: si en algún momento hubiesen abandonado el silencio, sus jefes no habrían ocupado, como lo hicieron, ese vacío para culparlos de todo. «Si hubiésemos dicho nuestra verdad, tal vez no nos mirarían como ahora nos miran todos». Por eso habían llegado a la conclusión de que, más allá de sus dudas, sus temores y suspicacias, acorralados como estaban, no tenían otra opción que contar lo que sabían. «Además –añadió Pichilingue– si todos han hablado, han dicho lo que han querido, y se han hecho tantas versiones, supongo que en algo servirá que se sepan cosas que han estado ocultas o tergiversadas». A su lado, como un jefe que escucha atento, Santiago Martin Rivas asentía. En las charlas siguientes ambos estuvieron juntos y, era obvio, que estaban compartiendo el mismo escondite.
Con la libreta de apuntes sobre la mesa, un café al lado y la aplicada atención haciéndole olvidar el frío, el periodista empezó a escuchar y a anotar el testimonio que, acaso por esa jerarquía vigente aún en la intimidad de fugitivos, empezó con la voz de Martin Rivas.
«Una guerra es un intercambio de mensajes, de símbolos, no hay hechos aislados; desde un poste caído hasta un coche bomba, todo tiene una razón de ser. En este tipo de guerra, esa es la manera como dialogan los enemigos.
Sendero la usó desde el principio. Lo que ellos llamaban ILA, el Inicio de la Lucha Armada, empezó con un elemento simbólico: esa ánfora electoral quemada el 18 de mayo del 80 en Chuschi, que se vuelve un hito, o los perros colgados en los postes del centro de Lima como anuncio de que iban a matar policías y militares. Esas señales servían para generar mística, moral en sus seguidores. ¿No ve que eso aparecía en los diarios?
De ese modo, se enteraban todos sus combatientes. En cada muerte, Sendero dejaba mensajes subliminales.
Cuando asesinaron al almirante Cafferatta, no solo apuntaron al Comandante General de la Marina, sino también al partícipe en la masacre del Frontón.
Fue un mensaje.
Después, mataron a Ponce Canessa, el jefe de los Infantes de Marina, y siguieron hasta Bolivia a Vega Llona.
Mensaje a los oficiales y soldados: “Mira le doy a tus jefes por haber participado en tal o cual hecho; y si le doy a tus jefes, cómo no te voy a dar a ti; y si tú quieres ser jefe, piénsalo bien cuando decidas atacarnos”.
Buscaban la desmoralización de nuestras fuerzas. Y nos llegaron a arrinconar. Mientras dimos respuestas convencionales fuimos blanco de emboscadas y atentados.
»El análisis de todos estos hechos permitió entender qué pasaba. Recién cuando entiendes es que puedes buscar soluciones.
¿Cuál era la mejor solución?
Desaparecerles un par de dirigentes y generarles el efecto de sentirse descubiertos para que empiecen a ver en cada esquina a un agente de inteligencia. El mismo efecto que ellos nos causaban. Había que sacarlos de los pueblos jóvenes para evitar que tengan un lugar tranquilo para esconderse.
Tenían que empezar a vivir a salto de mata y no posesionarse de un lugar.
Desaparecías a ocho miembros de uno de sus destacamentos y entonces se sentían descubiertos, inseguros, con miedo, “Nos están dando a nuestros cuadros”; algo que no les había ocurrido antes. Y ese temor también debía llegar a la gente que los ayudaba.
»Por eso, empezaron los operativos de rastrillaje. No eran para encontrar terroristas, eran para obligarlos a salir de las zonas más pobres, para no dejarlos en paz y para asustar a quienes les ayudaban. Los rastrillajes también servían para quitarles espacio porque después de las noches de revisión casa por casa, se le daba a la población agua gratis, víveres, corte de pelo.
¿A dónde se iban los senderistas?
Empezaban a alquilar casas y eso significa crearles una complicación logística: dinero, fachadas para alquileres, vecinos desconocidos.
»Teniendo el Estado una organización de mayor envergadura, teníamos que replicar y meter el miedo que nos metían, que a ellos les pase lo que a nosotros: no saber si el heladero que pasa por su calle es o no un militar camuflado; solo así iban a empezar a sentir miedo, y cuando empezaron a desaparecer, más miedo, y en otros casos les dejábamos los muertos a la vista para escarmiento y para asustar a los colaboradores.
Exactamente eso había hecho Sendero en los años anteriores. Destripaban a los policías, dinamitaban los cuerpos de los militares y con los civiles igual; la matanza de Lucanamarca, por ejemplo, fue espantosa, lo hicieron a propósito para que la gente se niegue a ayudar a los militares, a los policías. Igual ocurrió con los asesinatos de las lideresas populares. Cuando Sendero preparaba su Paro Armado del 92, María Elena Moyano se oponía. La mataron. Pero no les bastó con quitarle la vida: dinamitaron su cuerpo, lo despedazaron. Eso fue para asustar a sus seguidores, para paralizarlos.
A Pascuala Rosado, igual. La mataron a la salida de su casa y la dejaron tirada en la calle para que el horror se difunda y evitar que aparezcan sucesoras de esas mujeres que organizaban a la población para enfrentarse al senderismo. Si eso crecía, era peligroso para ellos. Esas muertes tenían un mensaje: “Si alguien quiere ser líder, esto le va a pasar”.
»¿Quién inició esa guerra?
¿El Ejército?
Frente a eso había que oponer los mismos métodos. Pero ahora la responsabilidad la quieren descargar en un grupo de militares que obedecimos órdenes. Es la salida fácil del político, es la salida de los mandos, fue la siniestra maniobra de Montesinos que nos echó encima a la prensa. La participación del Ejército fue la opción tomada por el Estado, ordenada por el gobernante.
Y cuando se dio la orden, ¿desconocían que los militares entraban a matar?
Claro, ya sé, de inmediato el retruque es “pero nadie autoriza los excesos”. El problema es que la guerra es de por sí un exceso. Está hecha para matar. Esa es su miseria. Por eso no hay guerra limpia. Y es una contradicción hablar de guerra sucia. Toda guerra por definición es sucia.
»Solo así el Estado logró iniciativa estratégica. Sendero siempre la había tenido y recién entre fines del 90 al 92, el Estado empezó a imponer la autoridad perdida. Se entró a los penales, a las universidades, a poblaciones como Huaycán o Raucana que eran reductos senderistas en plena capital. Se empezaron a realizar acciones en el momento que el Estado disponía, y cada una de esas acciones tenía un mensaje.
Era una guerra. Una guerra no convencional.
»Claro que después, con el país pacificado, se olvidó que una guerra no tiene ética ni moral. Los principios de guerra significan que el fin supremo es ganarla con el menor costo y las mayores ventajas, o sea, la menor pérdida posible de vidas humanas, pero de tu gente, y lograr imponer tu voluntad al adversario. Es verdad que la muerte, el repaso, la exposición de cadáveres no es algo ético, por supuesto, pero es un método de guerra que atemoriza al enemigo y a la población que quiera ayudar o sumarse. Al fanatismo solo se le puede controlar y combatir con los mismos métodos que utiliza, con la misma guerra clandestina. Lo contrario es darles ventaja. Y en el Perú, desde 1980, se les había dado esa ventaja».
Se queda en silencio, muy serio, con el ceño fruncido y la mirada dura, ausculta a su compañero antes de seguir, y dice, con tono marcial: «Esos fueron los fundamentos que se usaron para el caso Barrios Altos; ojo, le aclaro, no los inventamos nosotros, están en los manuales militares y a los militares nos enseñan y luego nos ordenan cumplirlos».
Por:Umberto Jara
Fuente:Ojo por ojo
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