EL OPERATIVO BARRIOS ALTOS
Douglas Hiver Arteaga Pascual tenía una gran capacidad para observar con disimulo y guardar férreo silencio, había sido entrenado en el oficio de mirar y callar. Sin embargo, en marzo del año 2006, a los 57 años, preso, acusado por muertes que no eran de su autoría y abandonado por el Ejército, institución a la que pertenecía con el grado de Técnico Jefe Superior, decidió liberar del silencio una historia que había mantenido en reserva durante largos y complicados catorce años.
Las mañanas del 15, 22 y 29 de marzo de 2006, de pie, frente al tribunal a cargo de su juzgamiento, narró la historia que está impresa en el frondoso expediente 28-2011 de la Primera Sala Especial de la Corte Superior de Justicia de Lima, que juzgó a los militares del Grupo Colina por el caso de la matanza de Barrios Altos.
Douglas Arteaga había nacido el 30 de octubre de 1949, y al cumplir 40 años se infiltró en las filas de Sendero Luminoso. Era el año de 1989, la organización terrorista había logrado derrotar al ejército en la sierra, empezaba a operar en Lima, la capital del Perú, y Arteaga, un hábil integrante del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), fue uno de los efectivos elegidos para llevar adelante el Plan Telaraña destinado a obtener información sobre la relación de las huestes senderistas con las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y los partidos marxistas Patria Roja (PR) y Partido Unificado Mariateguista (PUM), entidades que, protegidas por su fachada de legalidad, daban apoyo a la organización encabezada por Abimael Guzmán.
El caso más flagrante era el del PUM cuyo líder era un parlamentario con gran protagonismo, Javier Diez Canseco Cisneros. Ya en el año 1983, con el terrorismo de Sendero Luminoso asolando al país, el PUM había difundido un acuerdo manifestando que «la estrategia revolucionaria en nuestro país demanda la acumulación de fuerzas en el terreno militar. La violencia revolucionaria es la respuesta a la violencia reaccionaria y por ello la organización militar es el instrumento esencial para la toma del poder».
Años después, a partir de 1985, cuando integrantes de Sendero Luminoso habían caído presos, Diez Canseco, desde su posición de congresista, proponía leyes de amnistía para los terroristas.
El Estado peruano remecido por el terrorismo, recién en 1989 atinaba a utilizar un arma más eficaz que los fusiles y las ametralladoras: la inteligencia, una de cuyas eficaces variantes es la infiltración en las filas enemigas. Así, Douglas Hiver Pascual Arteaga, apareció en el Pueblo Joven Villa El Salvador con la careta de vendedor ambulante. Se convirtió en activista vecinal hasta conseguir un cargo dirigencial que le abrió el acceso a las asambleas de la famosa, en su época, Comunidad Urbana Autogestionaria de Villa El Salvador (Cuaves).
Ubicación suficiente para exhibir sus intereses políticos y ser captado e infiltrarse en el objetivo inicial: los partidos Patria Roja y Partido Unificado Mariateguista.
Después, contó Arteaga ante el tribunal, que un senderista lo buscó en su puesto ambulante y le pidió que lo acompañara a recoger latas vacías (usadas para hacer granadas artesanales) en los basurales de Pampas de San Juan.
Poco tiempo después lo invitó a un «bingo» que resultó ser una reunión clandestina en la que le obsequiaron ejemplares del vocero terrorista El Diario. «Empiezo en La Rinconada, me llevan a un local en la noche, era de esteras y allí estaban reunidos jóvenes, y dicen: “hay un nuevo compañero, bienvenido seas…” recibí clases de entrenamiento político, ideológico, como quince días… los instructores nos hablaban de Marx, Lenin, pensamiento Gonzalo, habían documentos…Lo primero que aprendí fue la regla de oro: nunca admitas que eres del partido».
Al informar a sus jefes de esta conexión, el militar infiltrado recibió la orden de variar su objetivo y de dedicarse a solamente a obtener información de los senderistas. Dejó de llamarse Douglas Hiver Pascual Arteaga, le entregaron documentos con una identidad falsa y le asignaron como clave un nombre de agradable sonoridad que hacía referencia a la dignidad de un abad de monasterio: Abadía.
En su nueva labor, el agente Abadía tuvo que sortear la valla de las pruebas a las que fue sometido en una «Escuela Popular» de Sendero Luminoso. «Eran duros, me estudiaban psicológicamente para ver si estaba mintiendo. Tuve varias citas con ellos, me hicieron preguntas muy duras…, pero aprobé esos exámenes,lo supe hacer porque yo sabía de interrogatorios…después me dijeron: «te vas, compañero, a tal sitio», me destacaban a varios destacamentos de células, en Lima».
Tras lograr la confianza de sus nuevos compañeros empezó a enviar informes al Puesto de Inteligencia de Lima que le fue asignado. «Normalmente mandaba mis informes cada 15 días, 20 días, de acuerdo a cómo se presentaba la oportunidad… informes, directivas, nombres, relaciones, croquis, locales donde se estaban realizando actividades… todo con lujo de detalles… me cuidaba después que los aniquilamientos fallaban… yo daba cuenta a mi comando advirtiendo que iba a haber un atentado a esa autoridad, contra ese puesto, etc.».
En el verano de 1990 asomó la gran oportunidad para el agente infiltrado. Le dieron una dirección y un nombre. Abadía llegó al jirón Huanta 840 en Barrios Altos.
Era un viejo solar con un cartel a la entrada que anunciaba: «Se arreglan cocinas Surge», y, en el patio, aparecían estacionados triciclos de los heladeros de Donofrio que desde hacía décadas circulaban por las calles de la ciudad de Lima. Preguntó por Filomeno León, el técnico en el taller para cocinas averiadas y un vecino le indicó dirigirse al interior 102.
León lo recibió, lo acomodó en la vivienda, empezaron a vivir juntos, a compartir tareas y a distraerse encendiendo el televisor sobre el cual dormitaba un gato llamado Pirincho. Entonces, Abadía supo que el taller de cocinas y los carromatos de los heladeros eran la fachada para encubrir un refugio para el brazo militar senderista encargado de cometer crímenes selectivos y atentados terroristas.
En el departamento 102 había una escalera pegada a la pared que conducía a un altillo donde habían instalado camarotes para ocho personas y una pizarra acrílica. En ese ambiente se escondían los militantes «que llegaban de provincias, planificaban el atentado ordenado por sus jefes, lo ejecutaban y se marchaban nuevamente a sus ciudades de origen», precisa Arteaga. El agente Abadía supo también que los pacíficos triciclos de heladeros tenían apenas una capa de helados debajo de la cual se escondían, para su traslado, armas, dinamita y el letal Ammonium Nitrate Fuel Oil (Anfo) capaz de demoler un edificio o abrir forados allí donde explotase. Era una cobertura perfecta: los heladeros de D´Onofrio eran parte del paisaje limeño y nadie podía sospechar que eran vehículos para el transporte de utensilios de destrucción y muerte.
Las pesquisas de Abadía empezaron a dar resultados para el trabajo de inteligencia en contra de los terroristas. Una nota del Servicio de Inteligencia del Ejército señalaba que «Desde enero de 1991, delincuentes subversivos, aprovechando (...) sus actividades como «vendedores ambulantes» a nivel de Lima Metropolitana realizan actividades proselitistas y acciones de sabotaje, particularmente en Lima cuadrada y calles adyacentes (...). Además, dirigentes ambulantes se vendrían reuniendo con mandos del PCP-SL en el Jirón Huanta No. 840, Barrios Altos, Lima, en la que vendrían coordinando sus actividades».
Sin embargo, en los insólitos días que vivía el Perú en 1991, dos agentes pertenecientes al Servicio Nacional de Inteligencia (SIN), Jhonny César Berríos Rojas y Silvia Madeleine Ibarra Espinoza, fueron detenidos por la policía, el 2 de abril, cuando tomaban fotografías a los inmuebles situados a lo largo del jirón Huanta. Vale decir, fueron apresados por realizar acciones de inteligencia para detener la bestialidad senderista que venía asesinando ciudadanos y destruyendo
la ciudad de Lima. La tarea de Abadía tiene una evidencia más de eficacia: el primer día de junio de 1991 fueron detenidos los terroristas Juan Laurente Rivas y Carmen Paredes Laurente, junto a otros cuatro miembros rasos, en una casa ubicada en el Jirón Huanta No. 829, a pocos metros de la guarida senderista situada en el 840.
A mediados de 1991, Abadía recibió la orden de entregar sus reportes al administrador de un taller de mecánica. Lo llamaba por teléfono, preguntaba por el señor Alejandro y concertaban una cita.
El señor Alejandro era, en realidad, Santiago Enrique Martin Rivas, mayor del ejército, jefe del destacamento clandestino llamado Grupo Colina.
En octubre de ese año, Abadía entregó a Martin la información que cambiaría sus vidas, ocasionaría muertes, golpearía duramente a Sendero Luminoso y concluiría, más de una década después, con ellos condenados a prisión junto a dos hombres poderosos que habían gobernado el país. Pero en octubre de 1991, entregar esa información era, para Abadía, cumplir con la misión encargada. Le reveló al mayor Santiago Martin Rivas que Filomeno León y Manuel Ríos, arrendatarios de los interiores 102 y 106, estaban organizando una pollada en el predio del jirón Huanta 840.
El evento ya tenía fecha, 3 de noviembre, y acudirían mandos senderistas para intercambiar informes y definir atentados para el mes de diciembre.
Los que regentaban el lugar eran, además, los que habían dado refugio a los terroristas que hicieron volar el bus con el destacamento Húsares de Junín a bordo, en junio de 1989 en la cercana calle Junín. Le entregó una tarjeta en la que se podía leer «Gran pollada bailable, organizada por el Sr. Óscar León pro-fondos arreglo del desagüe». El precio de la cuota era de dos soles cincuenta, una cifra mínima incapaz de solventar la compostura de un alcantarillado. Ese día asistieron treinta personas, es decir, la recaudación tuvo una magra suma: 75 soles.
En ese tiempo, la pollada era una invención folclórica que había empezado a popularizarse hacía apenas un par de años atrás. La población venida de la sierra, en su mayoría desplazados víctimas de la violencia en busca de refugio, carecían de recursos para consumir carne y, al ver que el pollo era de consumo masivo en la ciudad de Lima, optaron por sustituir la parrillada por la pollada. Le añadieron los detalles de las fiestas comunales andinas donde no faltan el huayno y el licor. Así, en las zonas más pobres de la ciudad, donde lograban radicar esos modestos grupos andinos que huían del fuego cruzado entre las fuerzas del orden y el terrorismo, era posible observar, cada domingo, las populares polladas.
La organización senderista sacó provecho de la invención. Venidos también del Ande a la costa, pronto se dieron cuenta de que esas fiestas podían ser un medio eficaz para enmascarar el momento en que sus efectivos intercambiaban información y recibían los planes para los atentados que estremecían Lima.
El mayor Martin trasladó el informe a sus superiores y, días después, recibió la orden de entrenar a los efectivos del grupo clandestino que tenía a su cargo para incursionar en la casona el día anunciado: 3 de noviembre. Estaban acantonados en la playa La Tiza, ubicada a 55 kilómetros al sur de Lima, en el distrito de San Bartolo.
Hoy es un balneario de uso exclusivo para las familias de los oficiales del ejército, en aquel entonces La Tiza era una playa escondida con acceso solo a través de una trocha.
El personal compuesto por agentes hombres y mujeres del Servicio de Inteligencia del Ejército, realizaba rutinas físicas a la orden del capitán Carlos Eliseo Pichilingue Guevara y, bajo el mando del mayor Martin, se realizaban los ejercicios de tiro. Tenían fusiles automáticos ligeros (FAL) y fusiles de asalto HK. Practicaban arduamente para adquirir destreza en cómo sacar el arma, cargarla corriendo, tirar de pie, tendidos, con obstáculos, con siluetas, a bordo de vehículos en movimiento, en vehículos detenidos, también en el uso de granadas, además de técnicas para el secuestro de personas. Para la incursión en Barrios Altos practicaron también técnicas de dominación de inmuebles utilizando las habitaciones del personal de tropa encargado de la custodia de la playa.
Al atardecer del sábado 2 de noviembre, se desplazaron desde la playa La Tiza, en tres vehículos, sin armamento, quince integrantes del equipo de contención y seguridad.47 Al llegar a las inmediaciones de la Maternidad de Lima, se desplazaron por las calles aledañas. La casona del jirón Huanta 840 se ubica apenas a una cuadra.
En las horas siguientes, fingieron ser parejas de enamorados paseando, observaron el vecindario, transitaron por la puerta del inmueble y, hasta el día siguiente, se fueron turnando en la vigilancia. A mediodía del domingo 3 informaron que la situación estaba bajo control y, a las cuatro de la tarde, partieron desde La Tiza dos camionetas, una Cherokee roja y una Mitsubishi blanca que transportaban a los agentes Julio Chuqui Aguirre, Antonio Pretell Dámaso, José Alarcón Gonzales, Héctor Gamarra Mamani, Pedro Suppo Sánchez, Jesús Sosa Saavedra, Angel Pino Díaz, Fernando Lecca Esquén, Hugo Coral Goycochea, Wilmer Yarlequé Ordinola, Nelson Carbajal García y el capitán Eliseo Pichilingue Guevara.
Los cincuenta y cinco kilómetros de distancia concluyeron a las seis menos cuarto en un estacionamiento ubicado en la avenida Grau, frente al Hospital Dos de Mayo. Minutos después, en un escarabajo Volkswagen de color naranja conducido por el agente Gabriel Vera Navarrete, arribó Santiago Martín Rivas.
El jefe operativo recibió la información sobre el movimiento de civiles y personal policial de la zona y ordenó un ingreso al inmueble para observar el desarrollo de la pollada. El agente Sosa Saavedra ingresó a la casa y verificó que el plano confeccionado por Abadía coincidía con la realidad.
A las ocho y media de la noche, las dos camionetas dejaron el estacionamiento, avanzaron por el jirón Cusco hasta la intersección con el jirón Cangallo y se estacionaron a media cuadra de la Maternidad de Lima, quietos a la espera de que Abadía salga de la pollada. La tensión de esa noche ha borrado el recuerdo de la hora en que apareció el agente infiltrado.
Para unos fue a las 9, para otros cerca de las diez, lo cierto es que el infiltrado confirmó la asistencia de cuadros senderistas, en especial dos: el camarada Joel, jefe del grupo de aniquilamiento metropolitano de Sendero Luminoso y un mando político, una muchacha vestida con jeans y una gorra: «la única con gorrita». Abadía les alcanzó una precisión necesaria:
había dos fiestas, la del segundo piso no interesaba, el objetivo estaba en el primer piso.
Minutos antes de las diez y media de la noche el equipo de contención comunicó al jefe operativo, Martín Rivas, que algunos asistentes empezaban a retirarse. De inmediato, las camionetas estacionadas en el jirón Cangallo encendieron sus motores e ingresaron a contramano por el jirón Miró Quesada.
Un vendedor ambulante, Orestes Ramos Rodríguez, desde su habitual lugar al costado de la puerta de emergencia de la Maternidad de Lima, vio aparecer los dos veloces vehículos y los observó estacionarse frente a la puerta del Jirón Huanta 840 con tal premura que uno de ellos, el de color rojo dio un topetazo por detrás a la camioneta blanca. En el interior de los vehículos venían trece hombres armados.
Fernando Lecca Esquén, como se le había indicado, abrió el baúl de la camioneta roja, Héctor Gamarra Mamani y Jesús Sosa Saavedra bajaron el bolso con los fusiles de asalto HK de 9 mm con silenciadores y lo colocaron en el callejón de entrada al inmueble. El agente Pedro Suppo Sánchez le ordenó a la señora Cleotilde Portella Blas, vendedora de golosinas y cigarrillos, sentada al costado de la puerta, que se retire de inmediato. A una cuadra, el sargento de la policía Luis Prado Reyes, de la comisaría de San Andrés, de servicio en el cruce de los jirones Huanta y Huallaga, miraba con desgano los movimientos de los hombres.
Los choferes se quedaron al volante, dos bloquearon el ingreso –Julio Chuqui Aguirre y Hugo Francisco Coral Goycochea– y nueve tomaron las armas puestas en el piso del callejón, ingresaron a la quinta con los rostros cubiertos por pasamontañas, llegaron hasta el patio donde veinte personas bailaban y bebían. No advirtieron la presencia de los militares hasta que se escuchó un grito en medio del bullicio de la música:
«Tírense al piso, terrucos concha de su madre, al piso».
Algunos, con signos de embriaguez, atinaron a increpar a los intrusos, pero una ráfaga de metralla los derrumbó. El resto obedeció y se tendió en el enlosado, y allí, con el fondo musical de un huayno, empezaron a sentir, cada uno, fogonazos ardiendo en la piel, y una y otra vez, una enorme quemazón en los brazos, en las piernas, en el pecho. Un niño, Javier Ríos Rojas, que había presenciado azorado la escena, cruzó en busca de su padre, Manuel Isaías Ríos Pérez, y fue abatido; la crónica periodística consignó después que tenía apenas ocho años. Del interior, sacaron ejemplares de El Diario, el vocero de Sendero Luminoso y los arrojaron encima de los cuerpos como señal identificadora.
Todo duró diez minutos. No se oyó ningún balazo, apenas unos chasquidos, aunque después se hallaron ciento once casquillos y treinta y nueve proyectiles, además de los incrustados en los cuerpos. Los silenciadores de los fusiles HK son muy eficaces. Tanto que los vecinos de fiesta en el piso superior no se percataron de nada en medio de su pachanga.
Una señora que había salido a la calle apenas quince minutos antes, al retornar quedó pasmada con la sorpresa de la masacre, con los cuerpos inertes, con el aire fúnebre que empezaba a invadir el lugar. Once varones, tres mujeres y un niño muertos; cuatro heridos de gravedad. La mujer salió gritando en busca de auxilio. En la calle, un transeúnte logró divisar dos camionetas que viajaban raudas hacia el jirón Junín, en Barrios Altos, con dos circulinas encendidas en los techos, aquellas que identifican a los vehículos oficiales. Minutos después, el policía Miguel Ángel Figueroa Méndez, vio llegar un camión porta tropas del ejército que se detuvo en el cruce de las calles Huanta y Huallaga.
Un grupo de vecinos se acercó alarmado a contar lo sucedido pero ninguno de los militares prestó atención ni tuvo interés en verificar los hechos. Descendieron seis efectivos armados y minutos después se marcharon. La presencia del camión tuvo un solo objetivo: impedir una eventual persecución.
A la medianoche, todos los miembros del Grupo Colina participantes en el Operativo Barrios Altos, encendieron las velas de una torta, cantaron el feliz cumpleaños, hicieron un brindis y abrazaron a su jefe, el mayor Santiago Enrique Martín Rivas. Cumplía 33 años.
CUANDO SANTIAGO MARTIN ESCUCHA LA OBSERVACIÓN de que lo correcto era, incluso tratándose de senderistas, proceder a su captura y bajo ningún punto de vista cometer una ejecución extrajudicial, afirma que sí, que se los habría podido detener, pero que el objetivo de esa noche era otro y que, además, era inútil capturarlos: «¿Para qué? ¿Para que los jueces los liberen? ¿Para que algunos políticos o las ONGs digan que son heladeros inocentes y los defiendan?». Con igual énfasis, añade: «Oiga, señor, no hay que perder el contexto, era el año 91 y así estaba el país, los senderistas recibían ayuda ya sea por miedo o por intereses y casi siempre terminaban libres.
¿O ya no se acuerda de eso?».
En la raída pared hay un reloj y en el gastado hule que cubre la mesa reposan las tazas y un vaso cuyo contenido agota Martin Rivas antes de seguir.
«El operativo Barrios Altos no tuvo como objetivo la captura de terroristas.
El objetivo era darle un mensaje contundente a Sendero. Esa casona era un centro de operaciones senderista. Fíjese lo que le voy a contar. De ahí salieron y allí volvieron los que hicieron el atentado a los Húsares de Junín. ¿Se acuerda, en junio del 89? Esa vez, se dieron el lujo de decirle al gobernante: “A ti te golpeo, fíjate lo que hago con tu escolta, mira como mato a tus soldados, a los que te cuidan”, y encima, a Alan García se le ocurrió ir al lugar a contar los muertos. Un líder nunca debe ir al escenario de la derrota. Ese día, Sendero se sintió más ganador que nunca, al propio Presidente de la República lo llevaron a esa calle a contemplar el golpe asestado.
Les salió redondito el atentado: el “Presidente Gonzalo” le dio muestras de su poder “al presidente de la democracia burguesa”.
Ese mensaje fortaleció a sus seguidores.
Y a la población civil le creó desconcierto, más miedo y la sensación de que su gobernante y sus fuerzas estaban siendo derrotadas.
Una de las peores cosas es la desmoralización de una sociedad. Ahora bien, cuando todo eso pasó, al interior de Sendero se sintieron muy seguros porque no se pudo descubrir nada sobre ese atentado, nada, pero nada. Un misterio. O sea, su sistema de clandestinidad seguía siendo muy seguro. Por eso se mantuvieron en el mismo lugar hasta que los descubrimos.
»Todo empezó a cambiar cuando cayó la casa de Buena Vista, en la que estuvo Abimael, y pudimos estudiar los archivos de Sendero. Allí descubrimos que una de las tácticas que seguían era esconderse en lugares cercanos a puestos militares o policiales. Entonces, el trabajo de inteligencia se orientó también en ese sentido. Y con el trabajo de los agentes se llegó a determinar que la casona del jirón Huanta era un refugio senderista.
»Fíjese. Primero, la ubicación. A una cuadra está Plaza Italia y allí se encuentra nada menos que el local de la Dirección de Inteligencia de la Policía.
Estaba también el local de la 25a Comandancia. A la vuelta: la comisaría de San Andrés. Y a la espalda: el Casino de la Dirección de Inteligencia. Segundo, los ocupantes. Resulta que allí vivían como ocho heladeros de D´Onofrio y algunos ambulantes.
Y esas eran las cubiertas que Sendero usaba para hacer los “reglajes”.
Como heladeros podían pararse donde quisieran. Uno de ellos, el que organizó la pollada, se plantaba con su triciclo frente a la Dirección de Inteligencia y conocía todos los movimientos, los mismos policías le compraban los helados y conversaban con él. La idea era muy buena, si después hasta la copió Montesinos para sus trabajos. Tercero, en ese lugar se ocultaron los del atentado contra la escolta presidencial porque esa casa está cerquita al jirón Junín. Fugaron a pie, por el tráfico y las calles estrechas de la zona no podían fugar en auto, y se hicieron humo rapidito. Esa sospecha quedó confirmada con la vigilancia que establecimos.
Allí operaban senderistas. Entraban estudiantes de San Marcos, estaban los heladeros, hacían polladas, se daban las indicaciones para los atentados en el centro de la ciudad. Tenían, a unas cuadras, el Congreso y Palacio de Gobierno.
Además, el día del operativo dijeron que era una pollada para arreglar el desagüe. Bueno, si la entrada era, creo, de dos soles, ¿cuánto iban a sacar? ¿Ochenta soles? ¿Con eso arreglaban el desagüe? ¡Por favor!».
Ese año 1991 recién se había empezado a desplegar «la nueva estrategia» y en noviembre consideraron que necesitaban notificar a las huestes senderistas que se había echado a andar un nuevo estilo de combate. El exceso, dicen, era parte del mensaje.
«Lo que ocurre es que hay que entender –prosigue Martin Rivas– que en la guerra lo que cuenta es el efecto ocasionado por la acción. Uno de los mensajes era: “Te golpeo en el lugar en que te escondes”, es decir, “ya no eres tan misterioso como antes, ya te ubicamos, ya te seguimos los pasos, ya sabemos por dónde caminas”. Otro mensaje era: “Si aniquilas a mi gente, aniquilo a la tuya, no importa cuánto tiempo haya pasado, de aquí salieron y aquí se escondieron los que asesinaron a los Húsares y te lo hacemos saber para que te percates de que hagas lo que hagas, tarde o temprano, te vamos a encontrar y vamos a ser más duros que ustedes”. A eso se sumaba responderles el atentado del 15 de diciembre del 89. Seis meses después del ómnibus de los Húsares, hicieron otro atentado, del que no se habló mucho, contra un ómnibus con agentes del SIE; hubo un muerto y otro mutilado.
»Otro mensaje fue: “Ya sabemos que las polladas y los heladeros son tus disfraces”. De ese modo, se les transmitía a los terroristas temor, inseguridad.
Sus familiares les iban a decir mejor no sigas, salte del Partido. Esto, le repito, no es una invención nuestra. Son las armas de la guerra. En todas las culturas siempre han existido estas cosas que servían para obtener objetivos y para imponer una voluntad. En la guerra con Chile, después de una batalla venía el repase a nuestros soldados, degollando sobrevivientes.
¿Por qué lo hacían?
Para que las madres, y las rabonas que veían eso, prohibieran a sus hijos y a sus maridos enrolarse para luchas patrióticas.
»Así ha sido y así será. Es la guerra. Y es verdad: toda guerra es brutal, es salvaje, llena de atrocidades. En eso consiste y los militares recibimos de la sociedad el encargo de combatir. El problema es que Fujimori y Montesinos no cumplieron con la campaña que se iba a realizar después para explicarle al país estos fundamentos, criterios o como quieran llamarlos.
La gente hubiese estado receptiva en ese tiempo porque acababa de salir del padecimiento de la violencia. Pero, ellos vieron riesgos políticos y pensaron que echando toda la culpa a un grupo de subalternos se solucionaba el asunto.
»Hay algo más. El mensaje más importante de ese operativo fue uno que ningún analista, de esos que tanto hablan y escriben, ha sabido descifrar.
Era un mensaje directo de líder a líder.
El nuevo presidente le notificaba a Abimael Guzmán que no era igual al anterior, que esta vez la cosa iba en serio y que lo pensara dos veces antes de atentar contra él o contra su entorno. No olvidemos que era noviembre del .
Sendero había decidido el asedio de Lima para tomar el poder. No estamos hablando de poca cosa. Después de diez años de guerra interna, pensaban que las condiciones estaban dadas para la victoria final.
Para ellos, la oportunidad estaba pintada por la crisis económica y por tener al frente un gobernante sin base social, y encima con un Congreso que no lo dejaba gobernar, con jueces que liberaban terroristas, con los curas en contra. Ese era el escenario.
»En ese contexto hay que mirarlo a Fujimori con sus decisiones pero también con sus temores. Se le explicó que la única opción era ingresar a fondo en la lucha clandestina. Montesinos la conocía. Y la aprobación de Fujimori y del comando militar, salió de lo siguiente: si no lo hacían se quedaban sin sus cargos porque Sendero nos estaba ganando la guerra. Como el terrorismo era el tema que más afectaba al país, Fujimori seguía el asunto paso a paso. Se enteraba y autorizaba y ordenaba los operativos. Le digo que hubo muchos.
Algunos de rutina, o menores, pero el de Barrios Altos fue uno de importancia, y la orden vino desde arriba. Además, ¿sabe por qué? Porque estaba en Lima una comisión de Derechos Humanos, que como siempre defendía a los terroristas.
Como si el país no tuviese una guerra, nos acusaban a los militares de asesinos y no se fijaban en los derechos humanos de los militares y los policías muertos, de sus huérfanos ni de sus viudas. Entonces, ese operativo fue también una manera de decirle a nuestras fuerzas que había apoyo de bien arriba y que estas comisiones podían venir con sus denuncias y sus investigaciones, pero los militares ya no estábamos atados de manos, que la guerra era total y hasta la victoria.
¿Se da cuenta?
Igualito que Sendero, el mensaje a todas nuestras fuerzas, a nuestros oficiales, agentes y soldados, llegó a través de los medios de comunicación.
»Por eso le digo, lo que la prensa y los políticos llaman Grupo Colina no era un grupo de militares locos que actuaban por su cuenta y hacían lo que querían. Si hubiese sido así, entonces, de inmediato, habrían dado de baja y encerrado a todos. Si no lo hicieron, si se opusieron a las investigaciones y al final dieron una ley de amnistía es porque ellos, Fujimori, Montesinos y Hermoza, tomaban las decisiones. No se puede hacer una guerra si no hay decisión política, más aún cuando se trata de una guerra clandestina».
La inclemente lógica del relato permite examinar, desde el revés, los acontecimientos de entonces. No fue una torpeza, como se creyó en su momento, dejar tantas señales en el lugar de los hechos. Cuando el escuadrón de aniquilamiento culminó la masacre de Barrios Altos, en el techo de las camionetas en que fugaron, las circulinas se encendieron deliberadamente para dejar en claro que no se trataba de un atentado terrorista, sino de un operativo misterioso, confuso para los demás, pero que Sendero Luminoso sabría identificar. La prensa habló de grupo paramilitar. No podían saber que estaban redactando un contrasentido: no eran civiles fungiendo de militares, era directamente un grupo operativo militar. Fue también por esa deliberada actitud de dejar evidencias que, en su momento, no se le dio mayor importancia a la procedencia de los vehículos porque sonaba incongruente dejar pistas.
Pero de eso se trataba: eran mensajes intercambiados entre dos fuerzas peleando en las sombras.
Aún hoy, el descarnado relato de esa estrategia sorprende, pero es parte del mismo estilo de guerra clandestina que se sigue aplicando en el mundo y de la cual dan terrible testimonio, por ejemplo, los frecuentes actos de escarmiento mutuo entre israelíes y palestinos.
El propio Montesinos confirmó el uso de esa política. En abril de 2002, interrogado por una comisión del Congreso, señaló:
«Cuando yo hablo de la guerra, hablo de la guerra contra Sendero Luminoso, no contra personas.Estamos hablando de organizaciones violentistas que pusieron en peligro la viabilidad de la democracia, el Estado de Derecho. Entonces, la guerra sicológica tiene que hacerse contra esas organizaciones».
Otro dato confirmatorio de esa guerra sicológica o guerra clandestina, se encuentra en los vehículos utilizados en la masacre de Barrios Altos: ambos pertenecían al Estado. La camioneta Mitsubishi blanca con líneas rojas y placa RQ 3815 estaba adscrita al Ministerio de la Presidencia y fue «robada» el 23 de agosto. La otra, una Cherokee color plata con placa RQ 7425 era usada por el viceministro del Interior, el abogado David Mejía Galindo, y fue también «víctima» de un robo simulado el 30 de octubre en el distrito de La Perla, en el Callao. Los simulacros de robo se efectuaron para tener una coartada en caso ocurriese alguna situación imprevista. No está en el terreno de la casualidad que una de las camionetas perteneciera a un hombre de confianza de Vladimiro Montesinos, según confesión del propio Montesinos:
«¿Sabe usted desde cuando lo conozco al doctor Mejía?
Desde el año 89. Yo lo hice nombrar director de Gobierno el año 1990. Por recomendación mía al presidente Fujimori y al ministro Adolfo Alvarado Fournier, fue nombrado director de Gobierno y, posteriormente, es nombrado viceministro del Interior. Es una persona de mi estrecha confianza».
Por:Umberto Jara
Fuente:Ojo por ojo
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