TIEMPO DE REVANCHA
No hay ninguna diferencia entre matar y
tomar decisiones por las que se
manda a los demás a matar. Es
exactamente lo mismo. Tal vez peor.
GOLDA MEIR
ERA UN INFIERNO, 7 SOLDADOS MUERTOS, 30 heridos... Barbarie, bomba vuela en pedazos ómnibus con la escolta presidencial». El titular del diario La República resumió la sensación dramática de los diarios que amanecieron en el país el sábado 3 de junio de 1989, dando noticia de la emboscada al regimiento escolta presidencial Húsares de Junín, ocurrido a muy pocas cuadras de Palacio de Gobierno.
Quince minutos antes de la una de la tarde, en la cuadra once de la estrecha y antigua calle Junín, un bus militar se detuvo porque un volkswagen aparentemente descompuesto impedía el tránsito. Un hombre se acercó empujando un triciclo y, en un abrir y cerrar de ojos, puso una caja bajo el vehículo y se unió veloz a los dos ocupantes que saltaron del pequeño auto que había detenido el tráfico. Cuando los tres terroristas voltearon la esquina, una explosión levantó por los aires al pesado autobús con sus veintisiete ocupantes y, en cosa de un instante, seis militares yacían despedazados, uno de ellos carbonizado, y los demás, gravemente heridos, se arrastraban entre los metales retorcidos del armatoste en llamas. Tenían en harapos los históricos uniformes de sus antecesores, aquellos que, en 1824, habían cabalgado victoriosos en la gesta libertaria de las pampas de Junín.
En la angosta calle del antiguo sector de Barrios Altos, quedó un enorme hoyo de un metro de profundidad junto a diez viviendas siniestradas, transeúntes heridos y vehículos con las lunas rotas retratando la brutalidad del atentado en medio de un alboroto de vendedores ambulantes, vecinos y pasajeros del resto de coches, todos, entre la conmoción y el pánico. A vuelta de esquina, en el jirón Huánuco, un policía quedó abatido con un disparo en la cabeza. Había intentado detener a los tres senderistas en su huida y terminó tendido en la acera con un rastro de sangre manchando su rostro.
Una hora y media después arribó el presidente Alan García. Rodeado de seguridad y periodistas, calificó como «rutinarios y negligentes» a las víctimas de su propia escolta. Era el Perú de 1989. Y aquel suceso de la calle Junín, en Barrios Altos, habría de finalizar recién dos años después, en una calle cercana y con un episodio igualmente feroz.
HABÍA TENIDO AÑOS MUY COMPLICADOS y, aunque en la paz de ese domingo bebía el vodka helado sintiendo en la piel la espuma del oleaje traída por el viento, El General traslucía en la mirada los recuerdos sombríos de una época plagada de historias ocultas, imposibles de borrar a pesar del rigor del silencio que se había impuesto.
El día en que sintió que el muslo izquierdo se le cocinaba sin dolor, pero con una sensación de brasa ardiente, entendió de golpe que la vida ocurre en un instante, que ese sol serrano en el iluminado cielo bajo el cual estuvo tendido, podía apagarse en el tiempo que tarda en fluir un chorro de sangre caliente sobre la pierna, ocultando los colores del pantalón y apelmazándose con la tierra. Por eso, cada vez que podía y a quien quisiera escucharlo, le alcanzaba la frase: «El verano era un regalo en el refugio de su casa».
Llegaba, incluso, a contar detalles familiares de los tiempos difíciles, pero jamás soltaba una palabra sobre los episodios ocurridos en las zonas de emergencia donde combatieron, sin éxito, a Sendero Luminoso. Se limitaba a decir que había actuado «dentro de los lineamientos» y sabrá Dios lo que significaba exactamente esa frase genérica y cuántos incidentes ocultaba. Cuando pasados los años logró el ascenso a general, se volvió más reservado todavía y, en alguno de los recientes encuentros, el periodista pudo percartarse de que había incorporado a su modo de hablar el recurso de largos silencios de los cuales emergía con otro tema modificando el rumbo de la conversación.
Pero en la tarde cálida, mientras agrega hielo al vaso, dice, mirando el mar con insistencia: «Estos imbéciles cuánto dinero habían robado; siempre hubo rumores pero jamás pudimos imaginar tanta cantidad». Y aunque en ningún momento hizo una afirmación explícita, podía entenderse que su férrea negativa a hablar encontró una justificación para hacerlo al toparse con las noticias que revelaban una corrupción militar de órdago. Tal actitud no es necesariamente virtuosa porque bien puede provenir de una sincera necesidad de cuestionar lo ocurrido brindando un testimonio, como también puede ser la expresión de un estado de ánimo ante el fastidio de las noticias. Pero, en última instancia, es el testimonio el que interesa.
«Cuando armaron la nueva estrategia me hicieron algunas consultas por mi experiencia en las zonas de emergencia, pero como desde un inicio empezaron a tener esa actitud de círculo cerrado, me iba enterando de las decisiones una vez tomadas. Un punto importante fue el nombramiento del general Hermoza como comandante general. Cuando manejas una situación de crisis necesitas al hombre adecuado para esa crisis.
Es probable que después no te sirva, que su papel sea para esa crisis y que sus cualidades para resolverlas, una vez solucionado el problema, ya no sirvan y se necesite un cambio. En ese momento, se necesitaba un guerrero para la guerra contra Sendero. Ese era Hermoza Ríos. Ya sé... está bien... –se interrumpe ante la sonrisa irónica de su interlocutor– para el país civil, para la opinión pública, para la prensa, Hermoza era un cualquiera, pero hay que pensar esto desde la interioridad del Ejército.
El año 91, se consideraba que el guerrero, el que podía ser el duro para pelear contra Sendero, el que podía asumir las decisiones a tomar, era Nicolás Hermoza Ríos. Además, con él se empezaron a dar los mensajes simbólicos. ¿Recuerdas que salía en público, en la televisión, haciendo planchas, corriendo junto a los soldados vestido de comando? Todo eso fue preparado y tuvo un sentido. Fue para dar la imagen de un jefe militar, de un soldado-soldado.
»Ese mensaje podía captarlo o no el peruano promedio, podían incluso burlarse los periodistas o los políticos, pero el objetivo era enviar ese mensaje al enemigo, al senderista. Decirles a sus militantes: “Miren, el jefe de este ejército es fuerte, es un militar duro, está en la cancha; al otro, al de ustedes, se le ha descubierto que es un gordo, borracho, mujeriego y que hace el rídiculo bailando Zorba, el griego”.
»Aunque al común de las gentes le parezca una tontería, ese intercambio de mensajes es parte de una guerra clandestina. Esos simbolismos influyen en la tropa, la nuestra y la del enemigo. Y aunque el común de las gentes no lo entienda, toda guerra y todos los ejércitos se mueven, además de sus acciones, con sus símbolos y con sus mensajes. Y el terrorismo es el que más usa los símbolos y los mensajes. Cada atentado tiene un mensaje. Ahora bien, es verdad que Hermoza con su panza no era lo mejor, de acuerdo, pero al interior estuvo dispuesto a tomar decisiones que otros no se atrevían y tenía el ascendiente que se necesitaba para iniciar acciones de guerra. Era el hombre preciso para esa situación de crisis, una crisis que llevó hasta la humillación para el Ejército.
Cuando Sendero voló el ómnibus con la escolta presidencial, lo hizo para demostrar que podía atacar al propio Presidente de la República, le estaba diciendo: “Hoy a tu escolta, mañana a ti”. Además, ese atentado fue hecho para demostrar que a los militares nos tenían acorralados. Aquella vez ¿qué pensó la gente?
Que eramos unos inútiles, que en la sierra o en la ciudad nos volteaban igual. Y no fue casualidad que atentaran contra un destacamento que simboliza y forma parte de la historia militar. Fue un atentado para humillar al Ejército. Alan García no quiso tomar ninguna decisión y nos quedamos, como se dice, con sangre en el ojo. Pero cuando llega Fujimori apareció la ocasión. Apareció un presidente dispuesto a tomar la decisión política; entonces, faltaba el jefe militar para llevarla a cabo. Ese fue Hermoza Ríos. El no quería ser otro general derrotado. Te lo digo en una palabra: él estuvo dispuesto a ir adelante, a vengar las humillaciones, a aplastar al terrorismo, como finalmente se hizo, hasta llegar a casos como Barrios Altos y La Cantuta. Si hablas con Martin Rivas, te va a contar más detalles de los que yo conozco».
AL CABO DE VARIOS ENCUENTROS y con ayuda de la tertulia que desvanece el tedio del encierro, entre los prófugos y el periodista se empezó a desarrollar una comunicación más fluida.
Al inicio, el vínculo se rigió muy formalmente por el nexo establecido a través del General, cuyo aval fue fundamental para abrir el silencio encerrado a piedra y lodo de los dos militares. En los primeros encuentros, los requisitos de seguridad eran ineludibles y tomaban su tiempo, y una vez puestos frente a frente, los diálogos entre el periodista y los dos mayores se acompañaban de un inevitable estudio de los gestos, las miradas y las actitudes de cada uno de los involucrados. Luego, conforme transcurrían las citas, los silencios incómodos y las dudas mutuas, fueron dando paso a una soltura mayor en las conversaciones.
El periodista tuvo el tino de no exigir siempre material informativo, y dejó que algunas de las reuniones transcurran en una cháchara informal que les servía a los enclaustrados como una distracción cercana a la terapia. En esos parloteos, Santiago Martin Rivas mostró una memoriosa afición por el fútbol que le permitía recordar alineaciones enteras de los mejores elencos de Universitario de Deportes, su club favorito. Podía recitar el minuto y el modo en que ocurrieron goles memorables. Conocía, con una precisión de archivo, las formaciones de los rivales en los encuentros históricos por la Copa Libertadores de América, y las repetía adornando sus recuerdos con anécdotas perdidas en los diarios de cada época.
Otro dato sorprendente resultó su afición por la lectura. Cuando meses después lo capturaron, la policía le requisó ejemplares de Borges, Saramago, Umberto Eco y Graham Greene. A su compañero de cerrojo le atraían más bien los libros sobre los servicios secretos y, ambos, eran aficionados a películas en video que alquilaban a través de algún colaborador. Preferían los films con biografías sobre personajes históricos, los episodios bélicos de Vietnam y la Segunda Guerra Mundial o, simplemente, el género de acción. En cada uno de sus cambios de morada, a pesar del problema causado por su tamaño, no dejaron de llevar consigo un vetusto televisor y una videocasetera en buen estado, artefactos que les permitían despacharse una ración de películas, vistas una y otra vez en el insomnio de la madrugada.
Pero el insomnio no era solamente producto de un disturbio del sueño contraído en las labores sin horario de sus años en las sierras de Ayacucho y Huancayo y en la selva del Huallaga. Era un malestar proveniente, sobre todo, de la malevolencia de los recuerdos.
Cuando un hombre mata a otro no sabe que cargará para siempre con ese instante. Toda muerte, por más que se ampare en la excusa del cumplimiento del deber, genera pesadillas. El síndrome de guerra tiene, al fin y al cabo, el implacable material de los recuerdos. El seco golpe contra el piso de un cuerpo abatido, la última mirada de horror o súplica o rencor del victimado, los quejidos, los ayes, el espanto amplificado de los gritos, las maldiciones o los lamentos, una oración, una frase última con el nombre de una mujer o un hijo.
Todo eso se fija, indeleble, en la memoria y asoma con los años. Cuanto más lejos en el tiempo se cree de estar de esos episodios, más recurrentes se tornan las remembranzas con un tormento tal que el sueño es imposible y las madrugadas eternas son lo más parecido a una insoportable desesperación. Tal vez si supieran cuánto los va a perseguir la implacable memoria, más de uno omitiría un disparo fatal, el tiro de gracia.
Pero cuando un hombre mata en nombre de un uniforme piensa que está cumpliendo con un deber y el desvarío de la adrenalina lo lleva, incluso, a sentirse satisfecho. Solo después, aunque se niegue a admitirlo, sabe que toda muerte nunca deja en paz. Pero ya es tarde cuando lo advierte y las noches se van en blanco, unas tras otras.
Cuando se convencieron de que el silencio de los años anteriores no los había conducido a nada y cuando se persuadieron de que el periodista no buscaba un material para un reportaje de coyuntura, el diálogo se hizo más fluido y más confidencial. Se añadió también la advertencia, siempre insinuada, de que la seguridad de los prófugos pasaba a tener relación directa con la seguridad del periodista. Nunca usaron términos explícitos, pero sabían revestir un aviso como si fuera una sugerencia.
Una tarde, citaron al periodista para darle respuesta a una propuesta que él había planteado: hablar de los asuntos más espinosos y empezar a discutir la opción de grabar un testimonio en video. Ese día fueron evasivos en cuanto a la filmación, ni confirmaron ni negaron la posibilidad –que más adelante se instrumentó–, pero sí fueron explícitos en su decisión de conversar sobre los temas más oscuros. Le informaron que cambiaban de refugio y debían hacer un trayecto largo porque habían decidido cambiar radicalmente la zona geográfica de su clandestinidad. Iban a cruzar la ciudad de sur a norte con el riesgo de ser interceptados por alguno de los retenes policiales establecidos en la Panamericana Norte.
Estaban convencidos, sobre todo Martin Rivas, de que un encuentro con la policía iba a terminar con ellos muertos a balazos. «No nos van a tomar presos, nos encuentran y nos matan, nos aplican la ley de fuga», sostenía Martin, sin dar mayor explicación. Entonces, la presencia del periodista era para ellos como un salvoconducto para evitar ser muertos en caso de una captura.
Salieron de la casa ubicada frente al parque, a las nueve de la noche. El chofer del auto que pasó a recogerlos cargó los maletines con el equipaje, un par de frazadas, libros, una computadora portátil y, en el asiento posterior, al medio, ubicó el televisor con la videocasetera. Luego, Martin Rivas se calzó una gorra, le bajó la visera hasta donde pudo, se ajustó el cierre de una gruesa casaca azul y esperó la indicación del chofer.
A su lado, en el inicio de la escalera, Pichilingue esperó también la señal enfundado en una casaca color ladrillo. Cuando el chofer dio la señal los dos prófugos bajaron los escalones rápidamente y cada uno ingresó al vehículo usando la puerta de cada lado. Detrás de ellos, bajó el periodista, al que indicaron cerrar la puerta de la casa y situarse en el asiento delantero. Cuando el auto se puso en marcha, la bodega de la esquina estaba cerrando sus puertas y en un banco de la plaza un grupo de muchachos fumaba y reía. No había nadie más. La noche tenía esa insidiosa humedad limeña que empapa hasta el hastío.
El auto dio unas vueltas por la zona, volvió a pasar por el parque y luego enrumbó con dirección al Callao. Los pasajeros iban en silencio; de cuando en vez, un murmullo apagado surgía del asiento posterior. El chofer conducía rígido, con las dos manos aferrando con fuerza el volante, y tenía la vista atenta a cada detalle de la vía.
Tras unos minutos, se oyó la voz de Martin Rivas recordándole al chofer la actitud a tomar en caso fuesen interceptados por la policía. Su voz tenía un toque de agitación. Cuando terminó de hablar, su compañero, Carlos Pichilingue, agregó: «Al hablar con los “tombos” tienes que actuar con naturalidad». El chofer asintió.
Cuando el vehículo giró para ingresar a la ruta que da a la refinería de La Pampilla, el piloto dijo con tono áspero:
«Desde aquí tenemos que estar bien moscas». Pero, la ruta estaba despejada, apenas un camión a paso cansino por la derecha. La iluminación era pobre y, solo al pasar por las instalaciones de la refinería, los reflectores iluminaron la noche dejando ver la bruma de una niebla incipiente. Pero no había ningún vehículo patrullando. «Ojalá antes del empalme con la Panamericana no esté la policía de carreteras», volvió a hablar el conductor siempre con su tono cortante.
El viaje siguió en total silencio y ni siquiera para disipar en algo la incertidumbre encendieron la radio. Tras pasar la ciudad de Ventanilla y antes de la cuesta hacia las casas de estera de la «invasión» conocida como Pachacutec, sobre la mano derecha, a unos quinientos metros de distancia, apareció estacionada una camioneta gris 4x4 de la policía de carreteras. Todos los ocupantes se sobresaltaron. Martin Rivas le ordenó al chofer seguir a la misma velocidad y no mirar hacia el vehículo estacionado. Al momento de sobrepasarlo, el coche policial hizo una señal encendiendo y apagando los faros.
«¿Qué hago?», preguntó el chofer. «Sigue igual, sigue tranquilo», respondió alguien desde el asiento posterior. Por el espejo retrovisor, el chofer advirtió que la patrulla se había puesto en marcha. «Puta madre, nos jodimos», espetó, pero Martin le preguntó si venía a velocidad y el chofer replicó que no, que venía a velocidad normal. Pero apenas terminó de responder, se oyó la voz de Pichilingue gritándole al conductor: «Carajo, por qué aceleras, maneja normal, huevón». Ya era tarde. La patrulla advirtió el pique imprevisto del auto, encendió sus luces de alerta rojas y azules, descontó rápidamente la distancia y por el altavoz se oyó la indicación de que el auto debía detenerse.
Era un paraje oscuro y no había nadie a la vista. Ambos vehículos se estacionaron. Martin le dijo al chofer: «Baja y habla tranquilo». El periodista bajó la luna de la ventanilla y sintió la húmedad en el descampado: respiraba copos de nube. Por el espejo lateral vio que el chofer saludaba al policía, que viajaba junto al conductor, mientras extendía el brazo al interior del vehículo. Un momento después, descendió el policía provisto de una linterna mientras las luces de la patrulla iluminaban una porción de la ruta.
Cuando el vidrio del lado izquierdo bajó, se encontró con el saludo de Pichilingue; al otro extremo estaba Martin Rivas, que reaccionó fingiendo estar soñoliento. Al ver en medio de los dos el televisor, el policía preguntó: «¿Y eso?»; de inmediato respondió Pichilingue «Nos estamos mudando, jefe», a la par que le alcanzaba el documento con el que la policía autoriza las mudanzas.
El policía lo revisó y antes de terminar de leer, en sentido contrarió asomó un camión lento pero con el motor bramando en el silencio de la noche. La atención se distrajo y al terminar el trueno, se oyó al policía decir: «Bueno, bueno, sigan» mientras devolvía el papel. El chofer puso en marcha el auto, miró por el retrovisor y dijo: «los “tombos” dieron la vuelta».
Entonces, se escucharon los soplidos que siguen a la respiración contenida y, en medio de interjecciones, los tres individuos celebraron el final del percance. A su lado, el periodista sintió la garganta seca y el deseo de beber un largo trago de agua.
Varios kilómetros después, el auto ingresó a una estación de servicio. Se estacionó junto al minimarket, ordenaron apearse al periodista y le indicaron que espere en ese lugar. El vehículo retomó la marcha y, poco más adelante, visible apenas como un punto de luz, dejó la pista y se perdió entre las calles de tierra de un pueblo joven instalado en pleno arenal.
Tras más de media hora de espera, con los huesos llenos de agua, el periodista vio reaparecer el auto. Venía solamente el chofer que lo condujo de retorno hasta la avenida Colonial. Allí le informó que, tres días después, a las dos de la tarde, debía esperarlo en la misma esquina en que lo estaba dejando para transportarlo «a su reunión con los muchachos» y, tras agregar: «casi nos jodemos, maestro», se marchó. El periodista anotó con precisión los datos del lugar y esperó la llegada de un taxi.
A LOS TRES DÍAS, en el lugar establecido, con una hora de retraso «por cuestión de seguridad», apareció el mismo chofer en el mismo auto de la noche del traslado.
Fueron al mismo destino, pero esta vez variaron la ruta utilizando el peaje de la Panamericana Norte. «Como ve, acá siempre hay “tombos” por eso no usamos esta ruta con los muchachos», se sintió obligado a explicar el lacónico piloto. En la estación de servicio del viaje anterior, esperaba la mujer del encuentro en el mercado de Polvos Azules.
Con la misma actitud familiar, como si se conocieran de tiempo atrás, le indicó al periodista que debían tomar un microbús, que durante el trayecto mantuviese la vista abajo como si leyera y le alcanzó un diario. Subieron a uno con asientos libres, señal de que el paradero final estaba cerca, pero el periodista no tenía interés en resolver acertijos.
En un momento la mujer le indicó bajar, y caminaron unas cuadras hasta un inmueble cuya puerta abrió ella misma. Apenas asomó al interior de la pequeña vivienda, detrás de un descascarado librero de madera, que hacía las veces de separador de ambiente, el periodista se topó con los dos militares entumecidos alrededor de una mesa. En el arenal el frío es implacable. No importa si la modesta edificación tiene una losa de cemento sobre la cual reposa.
La humedad se apelmaza con la arena y se cuela calando todo abrigo. Sin embargo, cuando, tras los saludos, la mujer sirvió dos humeantes tazas de café, el periodista no ocultó su sorpresa al ver que Santiago Martin Rivas, a pesar del frío, no suspendía su invariable costumbre de conversar con una botella de Coca-Cola al lado.
A diferencia de encuentros anteriores, estaban con una disposición más firme para hablar. Hicieron un preámbulo largo sobre el ostracismo de tantos años que terminó, según calificación propia, en «la satanización» de sus figuras.
Dijeron haber conversado largamente sobre un punto que ahora advertían como fundamental: si en algún momento hubiesen abandonado el silencio, sus jefes no habrían ocupado, como lo hicieron, ese vacío para culparlos de todo. «Si hubiésemos dicho nuestra verdad, tal vez no nos mirarían como ahora nos miran todos». Por eso habían llegado a la conclusión de que, más allá de sus dudas, sus temores y suspicacias, acorralados como estaban, no tenían otra opción que contar lo que sabían. «Además –añadió Pichilingue– si todos han hablado, han dicho lo que han querido, y se han hecho tantas versiones, supongo que en algo servirá que se sepan cosas que han estado ocultas o tergiversadas». A su lado, como un jefe que escucha atento, Santiago Martin Rivas asentía.
En las charlas siguientes ambos estuvieron juntos y, era obvio, que estaban compartiendo el mismo escondite.
Con la libreta de apuntes sobre la mesa, un café al lado y la aplicada atención haciéndole olvidar el frío, el periodista empezó a escuchar y a anotar el testimonio que, acaso por esa jerarquía vigente aún en la intimidad de fugitivos, empezó con la voz de Martin Rivas.
«Una guerra es un intercambio de mensajes, de símbolos, no hay hechos aislados; desde un poste caído hasta un coche bomba, todo tiene una razón de ser. En este tipo de guerra, esa es la manera como dialogan los enemigos.
Sendero la usó desde el principio. Lo que ellos llamaban ILA, el Inicio de la Lucha Armada, empezó con un elemento simbólico: esa ánfora electoral quemada el 18 de mayo del 80 en Chuschi, que se vuelve un hito, o los perros colgados en los postes del centro de Lima como anuncio de que iban a matar
policías y militares. Esas señales servían para generar mística, moral en sus seguidores. ¿No ve que eso aparecía en los diarios?
De ese modo, se enteraban todos sus combatientes. En cada muerte, Sendero dejaba mensajes subliminales.
Cuando asesinaron al almirante Cafferatta, no solo apuntaron al Comandante General de la Marina, sino también al partícipe en la masacre del Frontón. Fue un mensaje. Después, mataron a Ponce Canessa, el jefe de los Infantes de Marina, y siguieron hasta Bolivia a Vega Llona.
Mensaje a los oficiales y soldados: “Mira le doy a tus jefes por haber participado en tal o cual hecho; y si le doy a tus jefes, cómo no te voy a dar a ti; y si tú quieres ser jefe, piénsalo bien cuando decidas atacarnos”. Buscaban la desmoralización de nuestras fuerzas. Y nos llegaron a arrinconar. Mientras dimos respuestas convencionales fuimos blanco de emboscadas y atentados.
»El análisis de todos estos hechos permitió entender qué pasaba. Recién cuando entiendes es que puedes buscar soluciones.
¿Cuál era la mejor solución?
Desaparecerles un par de dirigentes y generarles el efecto de sentirse descubiertos para que empiecen a ver en cada esquina a un agente de inteligencia. El mismo efecto que ellos nos causaban. Había que sacarlos de los pueblos jóvenes para evitar que tengan un lugar tranquilo para esconderse.
Tenían que empezar a vivir a salto de mata y no posesionarse de un lugar.
Desaparecías a ocho miembros de uno de sus destacamentos y entonces se sentían descubiertos, inseguros, con miedo, “Nos están dando a nuestros cuadros”; algo que no les había ocurrido antes. Y ese temor también debía llegar a la gente que los ayudaba.
»Por eso, empezaron los operativos de rastrillaje. No eran para encontrar terroristas, eran para obligarlos a salir de las zonas más pobres, para no dejarlos en paz y para asustar a quienes les ayudaban. Los rastrillajes también servían para quitarles espacio porque después de las noches de revisión casa por casa, se le daba a la población agua gratis, víveres, corte de pelo.
¿A dónde se iban los senderistas?
Empezaban a alquilar casas y eso significa crearles una complicación logística: dinero, fachadas para alquileres, vecinos desconocidos.
»Teniendo el Estado una organización de mayor envergadura, teníamos que replicar y meter el miedo que nos metían, que a ellos les pase lo que a nosotros:
no saber si el heladero que pasa por su calle es o no un militar camuflado; solo así iban a empezar a sentir miedo, y cuando empezaron a desaparecer, más miedo, y en otros casos les dejábamos los muertos a la vista para escarmiento y para asustar a los colaboradores. Exactamente eso había hecho Sendero en los años anteriores.
Destripaban a los policías, dinamitaban los cuerpos de los militares y con los civiles igual; la matanza de Lucanamarca, por ejemplo, fue espantosa, lo hicieron a propósito para que la gente se niegue a ayudar a los militares, a los policías. Igual ocurrió con los asesinatos de las lideresas populares. Cuando Sendero preparaba su Paro Armado del 92, María Elena Moyano se oponía. La mataron. Pero no les bastó con quitarle la vida: dinamitaron su cuerpo, lo despedazaron. Eso fue para asustar a sus seguidores, para paralizarlos. A Pascuala Rosado, igual.
La mataron a la salida de su casa y la dejaron tirada en la calle para que el horror se difunda y evitar que aparezcan sucesoras de esas mujeres que organizaban a la población para enfrentarse al senderismo. Si eso crecía, era peligroso para ellos. Esas muertes tenían un mensaje: “Si alguien quiere ser líder, esto le va a pasar”.
»¿Quién inició esa guerra? ¿El Ejército? Frente a eso había que oponer los mismos métodos. Pero ahora la responsabilidad la quieren descargar en un grupo de militares que obedecimos órdenes. Es la salida fácil del político, es la salida de los mandos, fue la siniestra maniobra de Montesinos que nos echó encima a la prensa. La participación del Ejército fue la opción tomada por el Estado, ordenada por el gobernante.
Y cuando se dio la orden, ¿desconocían que los militares entraban a matar? Claro, ya sé, de inmediato el retruque es “pero nadie autoriza los excesos”.
El problema es que la guerra es de por sí un exceso. Está hecha para matar. Esa es su miseria.
Por eso no hay guerra limpia. Y es una contradicción hablar de guerra sucia. Toda guerra por definición es sucia.
»Solo así el Estado logró iniciativa estratégica. Sendero siempre la había tenido y recién entre fines del 90 al 92, el Estado empezó a imponer la autoridad perdida.
Se entró a los penales, a las universidades, a poblaciones como Huaycán o Raucana que eran reductos senderistas en plena capital. Se empezaron a realizar acciones en el momento que el Estado disponía, y cada una de esas acciones tenía un mensaje. Era una guerra. Una guerra no convencional.
»Claro que después, con el país pacificado, se olvidó que una guerra no tiene ética ni moral. Los principios de guerra significan que el fin supremo es ganarla con el menor costo y las mayores ventajas, o sea, la menor pérdida posible de vidas humanas, pero de tu gente, y lograr imponer tu voluntad al adversario. Es verdad que la muerte, el repaso, la exposición de cadáveres no es algo ético, por supuesto, pero es un método de guerra que atemoriza al enemigo y a la población que quiera ayudar o sumarse. Al fanatismo solo se le puede controlar y combatir con los mismos métodos que utiliza, con la misma guerra clandestina. Lo contrario es darles ventaja. Y en el Perú, desde 1980, se les había dado esa ventaja».
Se queda en silencio, muy serio, con el ceño fruncido y la mirada dura, ausculta a su compañero antes de seguir, y dice, con tono marcial: «Esos fueron los fundamentos que se usaron para el caso Barrios Altos; ojo, le aclaro, no los inventamos nosotros, están en los manuales militares y a los militares nos enseñan y luego nos ordenan cumplirlos».
EL OPERATIVO BARRIOS ALTOS
Douglas Hiver Arteaga Pascual tenía una gran capacidad para observar con disimulo y guardar férreo silencio, había sido entrenado en el oficio de mirar y callar. Sin embargo, en marzo del año 2006, a los 57 años, preso, acusado por muertes que no eran de su autoría y abandonado por el Ejército, institución a la que pertenecía con el grado de Técnico Jefe Superior, decidió liberar del silencio una historia que había mantenido en reserva durante largos y complicados catorce años. Las mañanas del 15, 22 y 29 de marzo de 2006, de pie, frente al tribunal a cargo de su juzgamiento, narró la historia que está impresa en el frondoso expediente 28-2011 de la Primera Sala Especial de la Corte Superior de Justicia de Lima, que juzgó a los militares del Grupo Colina por el caso de la matanza de Barrios Altos.
Douglas Arteaga había nacido el 30 de octubre de 1949, y al cumplir 40 años se infiltró en las filas de Sendero Luminoso.
Era el año de 1989, la organización terrorista había logrado derrotar al ejército en la sierra, empezaba a operar en Lima, la capital del Perú, y Arteaga, un hábil integrante del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), fue uno de los efectivos elegidos para llevar adelante el Plan Telaraña destinado a obtener información sobre la relación de las huestes senderistas con las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y los partidos marxistas Patria Roja (PR) y Partido Unificado Mariateguista (PUM), entidades que, protegidas por su fachada de legalidad, daban apoyo a la organización encabezada por Abimael Guzmán.
El caso más flagrante era el del PUM cuyo líder era un parlamentario con gran protagonismo, Javier Diez Canseco Cisneros. Ya en el año 1983, con el terrorismo de Sendero Luminoso asolando al país, el PUM había difundido un acuerdo manifestando que «la estrategia revolucionaria en nuestro país demanda la acumulación de fuerzas en el terreno militar. La violencia revolucionaria es la respuesta a la violencia reaccionaria y por ello la organización militar es el instrumento esencial para la toma del poder».39 Años después, a partir de 1985, cuando integrantes de Sendero Luminoso habían caído presos, Diez Canseco, desde su posición de congresista, proponía leyes de amnistía para los terroristas.
El Estado peruano remecido por el terrorismo, recién en 1989 atinaba a utilizar un arma más eficaz que los fusiles y las ametralladoras: la inteligencia, una de cuyas eficaces variantes es la infiltración en las filas enemigas. Así, Douglas Hiver Pascual Arteaga, apareció en el Pueblo Joven Villa El Salvador con la careta de vendedor ambulante. Se convirtió en activista vecinal hasta conseguir un cargo dirigencial que le abrió el acceso a las asambleas de la famosa, en su época, Comunidad Urbana Autogestionaria de Villa El Salvador (Cuaves).
Ubicación suficiente para exhibir sus intereses políticos y ser captado e infiltrarse en el objetivo inicial: los partidos Patria Roja y Partido Unificado Mariateguista.
Después, contó Arteaga ante el tribunal, que un senderista lo buscó en su puesto ambulante y le pidió que lo acompañara a recoger latas vacías (usadas para hacer granadas artesanales) en los basurales de Pampas de San Juan. Poco tiempo después lo invitó a un «bingo» que resultó ser una reunión clandestina en la que le obsequiaron ejemplares del vocero terrorista El Diario. «Empiezo en La Rinconada, me llevan a un local en la noche, era de esteras y allí estaban reunidos jóvenes, y dicen: “hay un nuevo compañero, bienvenido seas…” recibí clases de entrenamiento político, ideológico, como quince días… los instructores nos hablaban de Marx, Lenin, pensamiento Gonzalo, habían documentos…Lo primero que aprendí fue la regla de oro: nunca admitas que eres del partido».
Al informar a sus jefes de esta conexión, el militar infiltrado recibió la orden de variar su objetivo y de dedicarse a solamente a obtener información de los senderistas. Dejó de llamarse Douglas Hiver Pascual Arteaga, le entregaron documentos con una identidad falsa y le asignaron como clave un nombre de agradable sonoridad que hacía referencia a la dignidad de un abad de monasterio: Abadía.
En su nueva labor, el agente Abadía tuvo que sortear la valla de las pruebas a las que fue sometido en una «Escuela Popular» de Sendero Luminoso. «Eran duros, me estudiaban psicológicamente para ver si estaba mintiendo. Tuve varias citas con ellos, me hicieron preguntas muy duras…, pero aprobé esos exámenes, lo supe hacer porque yo sabía de interrogatorios…después me dijeron: «te vas, compañero, a tal sitio», me destacaban a varios destacamentos de células, en Lima».
Tras lograr la confianza de sus nuevos compañeros empezó a enviar informes al Puesto de Inteligencia de Lima que le fue asignado. «Normalmente mandaba mis informes cada 15 días, 20 días, de acuerdo a cómo se presentaba la oportunidad… informes, directivas, nombres, relaciones, croquis, locales donde se estaban realizando actividades… todo con lujo de detalles… me cuidaba después que los aniquilamientos fallaban… yo daba cuenta a mi comando advirtiendo que iba a haber un atentado a esa autoridad, contra ese puesto, etc.».
En el verano de 1990 asomó la gran oportunidad para el agente infiltrado.
Le dieron una dirección y un nombre. Abadía llegó al jirón Huanta 840 en Barrios Altos. Era un viejo solar con un cartel a la entrada que anunciaba: «Se arreglan cocinas Surge», y, en el patio, aparecían estacionados triciclos de los heladeros de Donofrio que desde hacía décadas circulaban por las calles de la ciudad de Lima. Preguntó por Filomeno León, el técnico en el taller para cocinas averiadas y un vecino le indicó dirigirse al interior 102. León lo recibió, lo acomodó en la vivienda, empezaron a vivir juntos, a compartir tareas y a distraerse encendiendo el televisor sobre el cual dormitaba un gato llamado Pirincho. Entonces, Abadía supo que el taller de cocinas y los carromatos de los heladeros eran la fachada para encubrir un refugio para el brazo militar senderista encargado de cometer crímenes selectivos y atentados terroristas.
En el departamento 102 había una escalera pegada a la pared que conducía a un altillo donde habían instalado camarotes para ocho personas y una pizarra acrílica. En ese ambiente se escondían los militantes «que llegaban de provincias, planificaban el atentado ordenado por sus jefes, lo ejecutaban y se marchaban nuevamente a sus ciudades de origen», precisa Arteaga. El agente Abadía supo también que los pacíficos triciclos de heladeros tenían apenas una capa de helados debajo de la cual se escondían, para su traslado, armas, dinamita y el letal Ammonium Nitrate Fuel Oil (Anfo) capaz de demoler un edificio o abrir forados allí donde explotase. Era una cobertura perfecta: los heladeros de D ´Onofrio eran parte del paisaje limeño y nadie podía sospechar que eran vehículos para el transporte de utensilios de destrucción y muerte.
Las pesquisas de Abadía empezaron a dar resultados para el trabajo de inteligencia en contra de los terroristas. Una nota del Servicio de Inteligencia del Ejército señalaba que «Desde enero de 1991, delincuentes subversivos, aprovechando (...) sus actividades como «vendedores ambulantes» a nivel de Lima Metropolitana realizan actividades proselitistas y acciones de sabotaje, particularmente en Lima cuadrada y calles adyacentes (...). Además, dirigentes ambulantes se vendrían reuniendo con mandos del PCP-SL en el Jirón Huanta No. 840, Barrios Altos, Lima, en la que vendrían coordinando sus actividades».
Sin embargo, en los insólitos días que vivía el Perú en 1991, dos agentes pertenecientes al Servicio Nacional de Inteligencia (SIN), Jhonny César Berríos Rojas y Silvia Madeleine Ibarra Espinoza, fueron detenidos por la policía, el 2 de abril, cuando tomaban fotografías a los inmuebles situados a lo largo del jirón Huanta. Vale decir, fueron apresados por realizar acciones de inteligencia para detener la bestialidad senderista que venía asesinando ciudadanos y destruyendo la ciudad de Lima. La tarea de Abadía tiene una evidencia más de eficacia: el primer día de junio de 1991 fueron detenidos los terroristas Juan Laurente Rivas y Carmen Paredes Laurente, junto a otros cuatro miembros rasos, en una casa ubicada en el Jirón Huanta No. 829, a pocos metros de la guarida senderista situada en el 840.
A mediados de 1991, Abadía recibió la orden de entregar sus reportes al administrador de un taller de mecánica. Lo llamaba por teléfono, preguntaba por el señor Alejandro y concertaban una cita. El señor Alejandro era, en realidad, Santiago Enrique Martin Rivas, mayor del ejército, jefe del destacamento clandestino llamado Grupo Colina.
En octubre de ese año, Abadía entregó a Martin la información que cambiaría sus vidas, ocasionaría muertes, golpearía duramente a Sendero Luminoso y concluiría, más de una década después, con ellos condenados a prisión junto a dos hombres poderosos que habían gobernado el país. Pero en octubre de 1991, entregar esa información era, para Abadía, cumplir con la misión encargada. Le reveló al mayor Santiago Martin Rivas que Filomeno León y Manuel Ríos, arrendatarios de los interiores 102 y 106, estaban organizando una pollada en el predio del jirón Huanta 840.
El evento ya tenía fecha, 3 de noviembre, y acudirían mandos senderistas para intercambiar informes y definir atentados para el mes de diciembre. Los que regentaban el lugar eran, además, los que habían dado refugio a los terroristas que hicieron volar el bus con el destacamento Húsares de Junín a bordo, en junio de 1989 en la cercana calle Junín. Le entregó una tarjeta en la que se podía leer «Gran pollada bailable, organizada por el Sr. Óscar León pro-fondos arreglo del desagüe». El precio de la cuota era de dos soles cincuenta, una cifra mínima incapaz de solventar la compostura de un alcantarillado.
Ese día asistieron treinta personas, es decir, la recaudación tuvo una magra suma: 75 soles. En ese tiempo, la pollada era una invención folclórica que había empezado a popularizarse hacía apenas un par de años atrás. La población venida de la sierra, en su mayoría desplazados víctimas de la violencia en busca de refugio, carecían de recursos para consumir carne y, al ver que el pollo era de consumo masivo en la ciudad de Lima, optaron por sustituir la parrillada por la pollada.
Le añadieron los detalles de las fiestas comunales andinas donde no faltan el huayno y el licor. Así, en las zonas más pobres de la ciudad, donde lograban radicar esos modestos grupos andinos que huían del fuego cruzado entre las fuerzas del orden y el terrorismo, era posible observar, cada domingo, las populares polladas.
La organización senderista sacó provecho de la invención. Venidos también del Ande a la costa, pronto se dieron cuenta de que esas fiestas podían ser un medio eficaz para enmascarar el momento en que sus efectivos intercambiaban información y recibían los planes para los atentados que estremecían Lima.
El mayor Martin trasladó el informe a sus superiores y, días después, recibió la orden de entrenar a los efectivos del grupo clandestino que tenía a su cargo para incursionar en la casona el día anunciado: 3 de noviembre. Estaban acantonados en la playa La Tiza, ubicada a 55 kilómetros al sur de Lima, en el distrito de San Bartolo. Hoy es un balneario de uso exclusivo para las familias de los oficiales del ejército, en aquel entonces La Tiza era una playa escondida con acceso solo a través de una trocha.
El personal compuesto por agentes hombres y mujeres del Servicio de Inteligencia del Ejército, realizaba rutinas físicas a la orden del capitán Carlos Eliseo Pichilingue Guevara y, bajo el mando del mayor Martin, se realizaban los ejercicios de tiro. Tenían fusiles automáticos ligeros (FAL) y fusiles de asalto HK. Practicaban arduamente para adquirir destreza en cómo sacar el arma, cargarla corriendo, tirar de pie, tendidos, con obstáculos, con siluetas, a bordo de vehículos en movimiento, en vehículos detenidos, también en el uso de granadas, además de técnicas para el secuestro de personas. Para la incursión en Barrios Altos practicaron también técnicas de dominación de inmuebles utilizando las habitaciones del personal de tropa encargado de la custodia de la playa.
Al atardecer del sábado 2 de noviembre, se desplazaron desde la playa La Tiza, en tres vehículos, sin armamento, quince integrantes del equipo de contención y seguridad.
Al llegar a las inmediaciones de la Maternidad de Lima, se desplazaron por las calles aledañas. La casona del jirón Huanta 840 se ubica apenas a una cuadra. En las horas siguientes, fingieron ser parejas de enamorados paseando, observaron el vecindario, transitaron por la puerta del inmueble y, hasta el día siguiente, se fueron turnando en la vigilancia. A mediodía del domingo 3 informaron que la situación estaba bajo control y, a las cuatro de la tarde, partieron desde La Tiza dos camionetas, una Cherokee roja y una Mitsubishi blanca que transportaban a los agentes Julio Chuqui Aguirre, Antonio Pretell Dámaso, José Alarcón Gonzales, Héctor Gamarra Mamani, Pedro Suppo Sánchez, Jesús Sosa Saavedra, Angel Pino Díaz, Fernando Lecca Esquén, Hugo Coral Goycochea, Wilmer Yarlequé Ordinola, Nelson Carbajal García y el capitán Eliseo Pichilingue Guevara.
Los cincuenta y cinco kilómetros de distancia concluyeron a las seis menos cuarto en un estacionamiento ubicado en la avenida Grau, frente al Hospital Dos de Mayo. Minutos después, en un escarabajo Volkswagen de color naranja conducido por el agente Gabriel Vera Navarrete, arribó Santiago Martín Rivas.
El jefe operativo recibió la información sobre el movimiento de civiles y personal policial de la zona y ordenó un ingreso al inmueble para observar el desarrollo de la pollada. El agente Sosa Saavedra ingresó a la casa y verificó que el plano confeccionado por Abadía coincidía con la realidad. A las ocho y media de la noche, las dos camionetas dejaron el estacionamiento, avanzaron por el jirón Cusco hasta la intersección con el jirón Cangallo y se estacionaron a media cuadra de la Maternidad de Lima, quietos a la espera de que Abadía salga de la pollada. La tensión de esa noche ha borrado el recuerdo de la hora en que apareció el agente infiltrado.
Para unos fue a las 9, para otros cerca de las diez, lo cierto es que el infiltrado confirmó la asistencia de cuadros senderistas, en especial dos: el camarada Joel, jefe del grupo de aniquilamiento metropolitano de Sendero Luminoso y un mando político, una muchacha vestida con jeans y una gorra: «la única con gorrita».
Abadía les alcanzó una precisión necesaria:
había dos fiestas, la del segundo piso no interesaba, el objetivo estaba en el primer piso.
Minutos antes de las diez y media de la noche el equipo de contención comunicó al jefe operativo, Martín Rivas, que algunos asistentes empezaban a retirarse. De inmediato, las camionetas estacionadas en el jirón Cangallo encendieron sus motores e ingresaron a contramano por el jirón Miró Quesada.
Un vendedor ambulante, Orestes Ramos Rodríguez, desde su habitual lugar al costado de la puerta de emergencia de la Maternidad de Lima, vio aparecer los dos veloces vehículos y los observó estacionarse frente a la puerta del Jirón Huanta 840 con tal premura que uno de ellos, el de color rojo dio un topetazo por detrás a la camioneta blanca. En el interior de los vehículos venían trece hombres armados.
Fernando Lecca Esquén, como se le había indicado, abrió el baúl de la camioneta roja, Héctor Gamarra Mamani y Jesús Sosa Saavedra bajaron el bolso con los fusiles de asalto HK de 9 mm con silenciadores y lo colocaron en el callejón de entrada al inmueble. El agente Pedro Suppo Sánchez le ordenó a la señora Cleotilde Portella Blas, vendedora de golosinas y cigarrillos, sentada al costado de la puerta, que se retire de inmediato. A una cuadra, el sargento de la policía Luis Prado Reyes, de la comisaría de San Andrés, de servicio en el cruce de los jirones Huanta y Huallaga, miraba con desgano los movimientos de los hombres.
Los choferes se quedaron al volante, dos bloquearon el ingreso –Julio Chuqui Aguirre y Hugo Francisco Coral Goycochea– y nueve tomaron las armas puestas en el piso del callejón, ingresaron a la quinta con los rostros cubiertos por pasamontañas, llegaron hasta el patio donde veinte personas bailaban y bebían. No advirtieron la presencia de los militares hasta que se escuchó un grito en medio del bullicio de la música: «Tírense al piso, terrucos concha de su madre, al piso». Algunos, con signos de embriaguez, atinaron a increpar a los intrusos, pero una ráfaga de metralla los derrumbó. El resto obedeció y se tendió en el enlosado, y allí, con el fondo musical de un huayno, empezaron a sentir,
cada uno, fogonazos ardiendo en la piel, y una y otra vez, una enorme quemazón en los brazos, en las piernas, en el pecho. Un niño, Javier Ríos Rojas, que había presenciado azorado la escena, cruzó en busca de su padre, Manuel Isaías Ríos Pérez, y fue abatido; la crónica periodística consignó después que tenía apenas
ocho años. Del interior, sacaron ejemplares de El Diario, el vocero de Sendero Luminoso y los arrojaron encima de los cuerpos como señal identificadora.
Todo duró diez minutos. No se oyó ningún balazo, apenas unos chasquidos, aunque después se hallaron ciento once casquillos y treinta y nueve proyectiles, además de los incrustados en los cuerpos. Los silenciadores de los fusiles HK son muy eficaces. Tanto que los vecinos de fiesta en el piso superior no se percataron de nada en medio de su pachanga.
Una señora que había salido a la calle apenas quince minutos antes, al retornar quedó pasmada con la sorpresa de la masacre, con los cuerpos inertes, con el aire fúnebre que empezaba a invadir el lugar. Once varones, tres mujeres y un niño muertos; cuatro heridos de gravedad. La mujer salió gritando en busca de auxilio. En la calle, un transeúnte logró divisar dos camionetas que viajaban raudas hacia el jirón Junín, en Barrios Altos, con dos circulinas encendidas en los techos, aquellas que identifican a los vehículos oficiales. Minutos después, el policía Miguel Ángel Figueroa Méndez, vio llegar un camión porta tropas del ejército que se detuvo en el cruce de las calles Huanta y Huallaga.
Un grupo de vecinos se acercó alarmado a contar lo sucedido pero ninguno de los militares prestó atención ni tuvo interés en verificar los hechos. Descendieron seis efectivos armados y minutos después se marcharon. La presencia del camión tuvo un solo objetivo: impedir una eventual persecución.
A la medianoche, todos los miembros del Grupo Colina participantes en el Operativo Barrios Altos, encendieron las velas de una torta, cantaron el feliz cumpleaños, hicieron un brindis y abrazaron a su jefe, el mayor Santiago Enrique Martín Rivas. Cumplía 33 años.
CUANDO SANTIAGO MARTIN ESCUCHA LA OBSERVACIÓN de que lo correcto era, incluso tratándose de senderistas, proceder a su captura y bajo ningún punto de vista cometer una ejecución extrajudicial, afirma que sí, que se los habría podido detener, pero que el objetivo de esa noche era otro y que, además, era inútil capturarlos: «¿Para qué? ¿Para que los jueces los liberen? ¿Para que algunos políticos o las ONGs digan que son heladeros inocentes y los defiendan?».
Con igual énfasis, añade: «Oiga, señor, no hay que perder el contexto, era el año 91 y así estaba el país, los senderistas recibían ayuda ya sea por miedo o por intereses y casi siempre terminaban libres. ¿O ya no se acuerda de eso?».
En la raída pared hay un reloj y en el gastado hule que cubre la mesa reposan las tazas y un vaso cuyo contenido agota Martin Rivas antes de seguir. «El operativo Barrios Altos no tuvo como objetivo la captura de terroristas.
El objetivo era darle un mensaje contundente a Sendero. Esa casona era un centro de operaciones senderista. Fíjese lo que le voy a contar. De ahí salieron y allí volvieron los que hicieron el atentado a los Húsares de Junín. ¿Se acuerda, en junio del 89? Esa vez, se dieron el lujo de decirle al gobernante: “A ti te golpeo, fíjate lo que hago con tu escolta, mira como mato a tus soldados, a los que te cuidan”, y encima, a Alan García se le ocurrió ir al lugar a contar los muertos. Un líder nunca debe ir al escenario de la derrota. Ese día, Sendero se sintió más ganador que nunca, al propio Presidente de la República lo llevaron a esa calle a contemplar el golpe asestado. Les salió redondito el atentado: el “Presidente Gonzalo” le dio muestras de su poder “al presidente de la democracia burguesa”.
Ese mensaje fortaleció a sus seguidores. Y a la población civil le creó desconcierto, más miedo y la sensación de que su gobernante y sus fuerzas estaban siendo derrotadas. Una de las peores cosas es la desmoralización de una sociedad. Ahora bien, cuando todo eso pasó, al interior de Sendero se sintieron muy seguros porque no se pudo descubrir nada sobre ese atentado, nada, pero nada. Un misterio. O sea, su sistema de clandestinidad seguía siendo muy seguro. Por eso se mantuvieron en el mismo lugar hasta que los descubrimos.
»Todo empezó a cambiar cuando cayó la casa de Buena Vista, en la que estuvo Abimael, y pudimos estudiar los archivos de Sendero. Allí descubrimos que una de las tácticas que seguían era esconderse en lugares cercanos a puestos militares o policiales. Entonces, el trabajo de inteligencia se orientó también en ese sentido. Y con el trabajo de los agentes se llegó a determinar que la casona del jirón Huanta era un refugio senderista.
»Fíjese. Primero, la ubicación. A una cuadra está Plaza Italia y allí se encuentra nada menos que el local de la Dirección de Inteligencia de la Policía. Estaba también el local de la 25a Comandancia. A la vuelta: la comisaría de San Andrés. Y a la espalda: el Casino de la Dirección de Inteligencia. Segundo, los ocupantes. Resulta que allí vivían como ocho heladeros de D´Onofrio y algunos ambulantes. Y esas eran las cubiertas que Sendero usaba para hacer los “reglajes”.Como heladeros podían pararse donde quisieran. Uno de ellos, el que organizó la pollada, se plantaba con su triciclo frente a la Dirección de Inteligencia y conocía todos los movimientos, los mismos policías le compraban los helados y conversaban con él. La idea era muy buena, si después hasta la copió Montesinos para sus trabajos. Tercero, en ese lugar se ocultaron los del atentado contra la escolta presidencial porque esa casa está cerquita al jirón Junín. Fugaron a pie, por el tráfico y las calles estrechas de la zona no podían fugar en auto, y se hicieron humo rapidito. Esa sospecha quedó confirmada con la vigilancia que establecimos. Allí operaban senderistas.
Entraban estudiantes de San Marcos, estaban los heladeros, hacían polladas, se daban las indicaciones para los atentados en el centro de la ciudad. Tenían, a unas cuadras, el Congreso y Palacio de Gobierno. Además, el día del operativo dijeron que era una pollada para arreglar el desagüe. Bueno, si la entrada era, creo, de dos soles, ¿cuánto iban a sacar? ¿Ochenta soles? ¿Con eso arreglaban el desagüe? ¡Por favor!».
Ese año 1991 recién se había empezado a desplegar «la nueva estrategia» y en noviembre consideraron que necesitaban notificar a las huestes senderistas que se había echado a andar un nuevo estilo de combate. El exceso, dicen, era parte del mensaje.
«Lo que ocurre es que hay que entender –prosigue Martin Rivas– que en la guerra lo que cuenta es el efecto ocasionado por la acción. Uno de los mensajes era: “Te golpeo en el lugar en que te escondes”, es decir, “ya no eres tan misterioso como antes, ya te ubicamos, ya te seguimos los pasos, ya sabemos por dónde caminas”.
Otro mensaje era: “Si aniquilas a mi gente, aniquilo a la tuya, no importa cuánto tiempo haya pasado, de aquí salieron y aquí se escondieron los que asesinaron a los Húsares y te lo hacemos saber para que te percates de que hagas lo que hagas, tarde o temprano, te vamos a encontrar y vamos a ser más duros que ustedes”. A eso se sumaba responderles el atentado del 15 de diciembre del 89. Seis meses después del ómnibus de los Húsares, hicieron otro atentado, del que no se habló mucho, contra un ómnibus con agentes del SIE; hubo un muerto y otro mutilado.
»Otro mensaje fue: “Ya sabemos que las polladas y los heladeros son tus disfraces”. De ese modo, se les transmitía a los terroristas temor, inseguridad.
Sus familiares les iban a decir mejor no sigas, salte del Partido. Esto, le repito, no es una invención nuestra. Son las armas de la guerra. En todas las culturas siempre han existido estas cosas que servían para obtener objetivos y para imponer una voluntad. En la guerra con Chile, después de una batalla venía el repase a nuestros soldados, degollando sobrevivientes.
¿Por qué lo hacían? Para que las madres, y las rabonas que veían eso, prohibieran a sus hijos y a sus maridos enrolarse para luchas patrióticas.
»Así ha sido y así será. Es la guerra. Y es verdad: toda guerra es brutal, es salvaje, llena de atrocidades. En eso consiste y los militares recibimos de la sociedad el encargo de combatir. El problema es que Fujimori y Montesinos no cumplieron con la campaña que se iba a realizar después para explicarle al país estos fundamentos, criterios o como quieran llamarlos. La gente hubiese estado receptiva en ese tiempo porque acababa de salir del padecimiento de la violencia. Pero, ellos vieron riesgos políticos y pensaron que echando toda la culpa a un grupo de subalternos se solucionaba el asunto.
»Hay algo más. El mensaje más importante de ese operativo fue uno que ningún analista, de esos que tanto hablan y escriben, ha sabido descifrar.
Era un mensaje directo de líder a líder. El nuevo presidente le notificaba a Abimael Guzmán que no era igual al anterior, que esta vez la cosa iba en serio y que lo pensara dos veces antes de atentar contra él o contra su entorno. No olvidemos que era noviembre del 91. Sendero había decidido el asedio de Lima para tomar el poder. No estamos hablando de poca cosa.
Después de diez años de guerra interna, pensaban que las condiciones estaban dadas para la victoria final. Para ellos, la oportunidad estaba pintada por la crisis económica y por tener al frente un gobernante sin base social, y encima con un Congreso que no lo dejaba gobernar, con jueces que liberaban terroristas, con los curas en contra. Ese era el escenario.
»En ese contexto hay que mirarlo a Fujimori con sus decisiones pero también con sus temores. Se le explicó que la única opción era ingresar a fondo en la lucha clandestina. Montesinos la conocía. Y la aprobación de Fujimori y del comando militar, salió de lo siguiente: si no lo hacían se quedaban sin sus cargos porque Sendero nos estaba ganando la guerra.
Como el terrorismo era el tema que más afectaba al país, Fujimori seguía el asunto paso a paso. Se enteraba y autorizaba y ordenaba los operativos. Le digo que hubo muchos.
Algunos de rutina, o menores, pero el de Barrios Altos fue uno de importancia, y la orden vino desde arriba. Además, ¿sabe por qué? Porque estaba en Lima una comisión de Derechos Humanos,que como siempre defendía a los terroristas.
Como si el país no tuviese una guerra, nos acusaban a los militares de asesinos y no se fijaban en los derechos humanos de los militares y los policías muertos, de sus huérfanos ni de sus viudas. Entonces, ese operativo fue también una manera de decirle a nuestras fuerzas que había apoyo de bien arriba y que estas comisiones podían venir con sus denuncias y sus investigaciones, pero los militares ya no estábamos atados de manos, que la guerra era total y hasta la victoria. ¿Se da cuenta? Igualito que Sendero, el mensaje a todas nuestras fuerzas, a nuestros oficiales, agentes y soldados, llegó a través de los medios de comunicación.
»Por eso le digo, lo que la prensa y los políticos llaman Grupo Colina no era un grupo de militares locos que actuaban por su cuenta y hacían lo que querían. Si hubiese sido así, entonces, de inmediato, habrían dado de baja y encerrado a todos. Si no lo hicieron, si se opusieron a las investigaciones y al final dieron una ley de amnistía es porque ellos, Fujimori, Montesinos y Hermoza, tomaban las decisiones.
No se puede hacer una guerra si no hay decisión política, más aún cuando se trata de una guerra clandestina».
La inclemente lógica del relato permite examinar, desde el revés, los acontecimientos de entonces. No fue una torpeza, como se creyó en su momento, dejar tantas señales en el lugar de los hechos.
Cuando el escuadrón de aniquilamiento culminó la masacre de Barrios Altos, en el techo de las camionetas en que fugaron, las circulinas se encendieron deliberadamente para dejar en claro que no se trataba de un atentado terrorista, sino de un operativo misterioso, confuso para los demás, pero que Sendero Luminoso sabría identificar. La prensa habló de grupo paramilitar. No podían saber que estaban redactando un contrasentido: no eran civiles fungiendo de militares, era directamente un grupo operativo militar. Fue también por esa deliberada actitud de dejar evidencias que, en su momento, no se le dio mayor importancia a la procedencia de los vehículos porque sonaba incongruente dejar pistas. Pero de eso se trataba: eran mensajes intercambiados entre dos fuerzas peleando en las sombras.
Aún hoy, el descarnado relato de esa estrategia sorprende, pero es parte del mismo estilo de guerra clandestina que se sigue aplicando en el mundo y de la cual dan terrible testimonio, por ejemplo, los frecuentes actos de escarmiento mutuo entre israelíes y palestinos.
El propio Montesinos confirmó el uso de esa política. En abril de 2002, interrogado por una comisión del Congreso, señaló: «Cuando yo hablo de la guerra, hablo de la guerra contra Sendero Luminoso, no contra personas.
Estamos hablando de organizaciones violentistas que pusieron en peligro la viabilidad de la democracia, el Estado de Derecho. Entonces, la guerra sicológica tiene que hacerse contra esas organizaciones».
Otro dato confirmatorio de esa guerra sicológica o guerra clandestina, se encuentra en los vehículos utilizados en la masacre de Barrios Altos: ambos pertenecían al Estado. La camioneta Mitsubishi blanca con líneas rojas y placa RQ 3815 estaba adscrita al Ministerio de la Presidencia y fue «robada» el 23 de agosto. La otra, una Cherokee color plata con placa RQ 7425 era usada por el viceministro del Interior, el abogado David Mejía Galindo, y fue también «víctima» de un robo simulado el 30 de octubre en el distrito de La Perla, en el Callao. Los simulacros de robo se efectuaron para tener una coartada en caso ocurriese alguna situación imprevista. No está en el terreno de la casualidad que una de las camionetas perteneciera a un hombre de confianza de Vladimiro Montesinos, según confesión del propio Montesinos:
«¿Sabe usted desde cuando lo conozco al doctor Mejía? Desde el año 89. Yo lo hice nombrar director de Gobierno el año 1990. Por recomendación mía al presidente Fujimori y al ministro Adolfo Alvarado Fournier, fue nombrado director de Gobierno y, posteriormente, es nombrado viceministro del Interior. Es una persona de mi estrecha confianza».
LA CREACIÓN DE UN ESCUADRÓN de aniquilamiento estructurado de tal forma que
pudiese recibir órdenes directas desde la más alta instancia tuvo su origen en una desesperada necesidad de eficacia.
A lo largo de años, mucho se ha escrito y discutido sobre la existencia real del Grupo Colina.
Versiones periodísticas, no siempre sólidas, han dado diversas versiones y, en algunos casos, han llevado el asunto a la confusión o le han otorgado demasiada importancia a la formalidad de un nombre. Precisamente, de esa insistencia en atribuirle un nombre, se sirve Santiago Martin Rivas, sindicado como jefe de la agrupación, para negar la existencia de un grupo denominado Colina. Argumenta que «ningún grupo de inteligencia tiene nombre, desde el momento que es clandestino y por un factor llamado compartimentaje, se trata, incluso internamente, que sea secreto».
Señala también que los operativos secretos no dejan huella documental: «se nombra a un responsable, él recibe una misión, escoge su personal, sus medios, pide el apoyo logístico: dinero, movilidad, todo lo que necesite y ejecuta su labor. Eso no es novedad, existe en todo el mundo, ¿acaso han encontrado un plan de operación de la CIA para derrocar un gobierno en Latinoamérica?».
Atribuye el nombre de Grupo Colina a una creación de los medios de comunicación. «Dijeron que tras la muerte del capitán Juan Colina Gaige nos reunimos todos los agentes, lloramos ante su tumba, hicimos un pacto de sangre
y juramos vengarlo. Pero hay una gran disfunción de tiempo, el capitán Colina murió el año 84; hay siete años de diferencia entre un hecho y otro».
Pero el mayor Pichilingue tiene una variante a la versión sobre el nombre.
«Lo que afirma el mayor Martin es cierto. Ningún grupo operativo tiene nombre.
Es clandestino por naturaleza. Pero, como a partir del 91 se juntó a los mejores agentes, a los que tenían más experiencia, como un grupo estable y se empezó a operar con personal fijo, uno de los agentes propuso ponerle como nombre Grupo Colina en homenaje al capitán Juan Colina Caige que murió infiltrado en Sendero Luminoso.
El mayor Martin dijo que no, se opuso porque es regla de inteligencia no usar denominaciones. Pero de manera informal quedó el nombre, como la idea les gustó a todos se empezó a usar. Es que la historia del capitán Colina muestra el gran riesgo que se corre trabajando en inteligencia: era un oficial infiltrado en Sendero y al ser capturado lo mató un miembro del Ejército pensando que era senderista».
Tal es el origen, pero, más allá del nombre, lo realmente importante es la revelación de Santiago Martin Rivas dando cuenta de que, en 1991, precisamente el año de la masacre de Barrios Altos, las circunstancias obligaron a conformar un grupo operativo estable que añadió a sus funciones de inteligencia las de combate, es decir, acciones de aniquilamiento.
«La misión que tenían las fuerzas de inteligencia, que era buscar información y luego comunicarlas para la elaboración de acciones, tuvo que cambiar. ¿Por qué? Si en esa búsqueda se detectaba y encontraba un grupo armado senderista, era imposible esperar a comunicar. Si se encontraba a un grupo de Sendero, ¿quién iba a combatir? Mientras se procesaba la información y se llamaba a las fuerzas de combate, ¿acaso los senderistas iban a esperar?
Si se les detectaba, había que actuar en ese momento. Por eso, los equipos de inteligencia se militarizan por necesidad, por efectividad y por oportunidad. Eso fue todo el 91 y el 92. En ese tiempo, se dio una guerra silenciosa entre Sendero e Inteligencia. »En esos dos años, seis de siete destacamentos especiales de Sendero desaparecieron. Algunos morían, otros eran capturados. Tuvieron que formar nuevos destacamentos a la loca, para reemplazar a los anteriores. Pero gente que venía con diez años de combate era irremplazable. En cambio en el Ejército era diferente. Si morían ocho o diez comandos, los llorábamos, los enterrábamos y al día siguiente estaban reemplazados, quizá con la misma eficiencia.
»Fue una política de Estado. Y fue efectiva. En una fuerza clandestina lo peor que puede pasar es ser identificado, y peor todavía si te eliminan gente. Allí es dramático porque te haces mil preguntas.
¿Qué más sabrán? ¿Mi familia?
¿Volverán?
Y eso origina que el enemigo se repliegue, se atemorice.
Después del operativo de Barrios Altos, Sendero recibió el gran mensaje:
cuidado con sus reuniones, los estamos detectando y aniquilando.
Y sirvió: no hubo más polladas senderistas y los heladeros de inteligencia desaparecieron.
El operativo cumplió el objetivo.
¿Es excesivo?
Sí, señor, lo es. En eso consiste. En disuadir al enemigo para que el rival no repita sus acciones. Y así se cuida a la población civil».
Sendero Luminoso respondió con una violencia apocalíptica y emprendió la demolición de Lima, en el sentido material y anímico.
Era una guerra psicológica y el terrorismo conocía muy bien los rudimentos. Al golpear ferozmente a la población le empezó a crear un cerco de protestas al gobernante con la consiguiente asfixia política ante la falta de una solución inmediata reclamada desde la desesperación.
El tiempo suele tamizar los recuerdos. La mirada hacia atrás amaina la emoción, el sobrecogimiento, la angustia del momento en que ocurren los hechos. Quizá por eso el hombre puede tolerar la faena del recuerdo, pero también, por lo mismo, suele desgastar, diluir, olvidar las miserias del pasado.
En los archivos periodísticos se mantienen las escenas de ese tiempo y solo con la ayuda de las fotografías y la reincidencia de los videos con los testimonios de las víctimas vueltos a oír, se puede llegar a reconstruir, más bien, a intuir la salvaje situación a la que fue sometida la población en esos días. Además de los habituales atentados selectivos, Sendero Luminoso anegó con un terror indiscriminado las calles limeñas.
Nunca en toda la historia, aun contando las catástrofes, hubo más muertes que en aquel explosivo año de 1992.
Los coches bomba explotaron en cualquier sector de la ciudad, a vuelta de esquina era acribillado un policía junto a cualquier transeúnte, las ondas expansivas de los atentados alcanzaban a los empleados en el final de jornada y, sin más ni más, los hijos se enteraban en casa de que eran huérfanos.
En la primera mitad de ese año, se volaron edificios de viviendas, oficinas públicas, agencias bancarias, locales institucionales y las listas de muertos desbordaban la hora de cierre de los diarios ocupados en la cobertura de los asesinatos a líderes de comunidades populares o autoridades diversas. En el día a día, Lima padeció los martirios de toda ciudad sitiada. Los frecuentes cortes de luz por torres de alta tensión derribadas a dinamitazos armaban un embrollo en el tránsito.
Una estación radial, Radio Programas del Perú, incrementó su audiencia con el recurso caritativo de poner a un locutor dando indicaciones y mensajes de calma a quienes se quedaban atrapados en la oscuridad de casa, en las salas de los hospitales, en medio de las compras de apuro en los supermercados, a la salida de un cine o a bordo de microbuses que avanzaban por una ciudad en tinieblas. Cada mañana, al despertar, las familias miraban las duchas como inútiles artefactos de museo: el baño matutino, por los atentados a las redes de agua potable, se hacía con agua almacenada en bidones y volcada en los cuerpos con ayuda de una jarra, de una taza o de lo que fuera capaz de contener algo de agua para la laboriosa higiene diaria.
Así vivió Lima en 1992. Pero la tragedia adicional de esa pesadilla fue un efecto a futuro que se infiltró sin condolencia alguna en el modo de vivir de sus gentes: la costumbre de la muerte y el hábito de la violencia convirtieron a Lima en la ciudad que es hoy en día, un lugar en el que sus habitantes se relacionan a través de la agresión, de la embestida al prójimo, con poco espacio para respetos elementales y necesarias solidaridades.
Recién hoy se puede llegar a saber que el detonante de los atentados de ese tiempo, fue la oscura guerra librada entre militares y terroristas. Ante los ataques clandestinos que empezaban a golpear a sus filas, Sendero reaccionó con la fiereza de un animal agredido. Su criterio era acerado como la hoja de un puñal:
la población brutalmente agredida irá a reclamarle al gobernante y, ante la imposibilidad de respuestas, la autoridad se irá socavando y se verá obligada a replegar a sus efectivos clandestinos. Por eso, Sendero luminoso convirtió a la ciudad de Lima en un entorno de edificaciones demolidas, calles con enormes agujeros, ventanas desgajadas, cristales en añicos, asesinatos cotidianos, llantos, miedo.
Cada acción de ese tiempo fue una réplica a los ataques silenciosos de los grupos operativos del Ejército, en especial del Grupo Colina. Las acciones no informadas al país, las incursiones contra las guaridas terroristas, las ejecuciones sumarias de efectivos del senderismo, todo ese quehacer en las sombras dio lugar a la respuesta senderista, tomada línea a línea, con devoción de fanáticos, de los manuales maoístas que enseñan a golpear a la población civil para obligar al gobernante y a su Ejército a un repliegue, a un cese de acciones.
Con los recursos del trabajo de infiltración, con los criterios de inteligencia, con prisiones rígidas y aisladas para los cabecillas, se habría podido desbaratar a la organización terrorista sin necesidad de ingresar en esa Ley del Talión, cuyo costo sufragaron con dolor decenas de familias inocentes. De esas muertes y de esos días de terror que supieron convertir en aplausos, son también responsables aquellos que ordenaron el uso del terrorismo de Estado.
Pero Fujimori, sostenido por su corte militar, no estuvo dispuesto a usar criterios racionales. Jaqueado por el terror, agobiado por las demandas de la población y atosigado por un Congreso dispuesto a no dejarlo gobernar, ingresó a un punto sin retorno y decidió doblar la apuesta fiel a ese estilo de vivir al filo de la navaja, un estilo que mantuvo hasta su último día en el poder. Optó por planificar, con secreto de cofradía, el autogolpe del 5 de abril de 1992 y disolvió el Congreso para empezar a gobernar con un poder único, el suyo. Tanto él como Montesinos estaban persuadidos de que era la única manera de derrotar al terrorismo. Iban a tener unos meses sin dar cuenta de nada a nadie y en sus cálculos estaba la convicción de lograr un triunfo militar capaz de devolverlos a la legitimidad con apoyo popular. Esa idea no provino de ninguna especulación, sino del trabajo de inteligencia que habían empezado a desarrollar y de los siniestros métodos que habían echado a andar.
«La planificación del autogolpe –refiere Martin Rivas– fue realizada en base a criterios de guerra política. Montesinos la conocía y tenía cerca a gente que había asistido a la escuela de guerra política en Taiwán. No se hizo nada a la aventura». Usando un guion previamente elaborado, Fujimori denunció un intento de golpe de sotanas, calificó como chacales a los jueces, planteó que los congresistas se bajen el sueldo; pidió facultades de emergencia para legislar sobre terrorismo y no se las dieron, más bien el parlamento pidió la vacancia de la presidencia. Su estrategia consistió en ingresar a escenarios de conflicto eligiendo cada tema en función de lograr sintonía con la población. Esa audaz planificación política le dio un resultado insólito: cuando cometió el autogolpe la aceptación ciudadana fue enorme.
Partícipe de reuniones secretas de esa época, Santiago Martin Rivas sostiene que «las ideas del juego político, de las declaraciones que se debían formular, del impacto que se quería buscar, todo se preparaba desde el SIN.
Montesinos articulaba los planes, trabajaba con su equipo y lo que no sabía lo consultaba. Nadie tiene idea de cuántos hablaron con él. Historiadores, sociólogos, políticos, abogados, diplomáticos, a todos les consultaba y ¿quién se iba a negar a conversar con él?
No le hablo de corrupción que eso vino luego, pero en esa etapa, con toda la información que acumulaban, procesaban y discutían, se armaban las ideas políticas, las decisiones, la elección de ministros, los viajes y las campañas sicosociales. Fujimori y Montesinos tenían la ventaja, al menos en ese tiempo, de ser fríos y pragmáticos. Después todo fue degenerando. En esa época, el trabajo que partía de Montesinos se integraba con el equipo de Santiago, el hermano del Presidente, que manejaba el funcionamiento del Estado, pero cuando vinieron los celos y Montesinos lo voltea se comete un gran error, todo se va al SIN, todo se militariza, la SUNAT se vuelve un arma política, el poder judicial lo maneja como quiere, y se viene la corrupción. Montesinos sirvió para la guerra antisubversiva, pero después del 95 debió irse».
A su vez, El General afirma:
«Cuando se produce el autogolpe del 5 de abril, ya había un plan para combatir al terrorismo. En lo esencial, tenía cuatro puntos centrales: quitarle el control de las cárceles a Sendero Luminoso; expulsarlos de las universidades, especialmente de San Marcos y La Cantuta; romper el cerco de los pueblos jóvenes; y contar con una ley antiterrorista que permitiese procesos con jueces sin rostro con sentencias draconianas en 48 horas y operaciones sicosociales en cantidad.
¿Un ejemplo de esas acciones?
Todos se deben acordar cuando los noticieros de la televisión pasaban en cada edición, a diario, sin falta, a pobladores de la sierra presentados como militantes arrepentidos quemando las banderas de Sendero. Ese fue uno de los operativos sicosociales más usado. Para el que veía el noticiero era una rutina aburrida, una cojudez, pero el destinatario del mensaje era otro, eran los senderistas que miraban a desertores, que veían que perdían militantes y territorio; y no siempre era verdad, se usaba gente para armar esas escenas».
DOS DE LOS PUNTOS DEL PLAN ANTITERRORISTA
Esbozado en 1991 no solo eran vitales estratégicamente, tenían que ver, sobre todo, con un mellado sentido de la autoridad. Un ámbito era el de las universidades, un reducto ganado por el senderismo tanto para captar seguidores como para usar las instalaciones como refugio de sus efectivos de combate. En las aulas, se estudiaba lo que Sendero imponía, y antes que clases había adoctrinamientos, marchas y huelgas. Una carrera de cinco años no se completaba en el tiempo pautado y era usual encontrar a estudiantes con ocho, diez o más años de matrícula, muchos de ellos terroristas enmascarados como alumnos.
No en vano Sendero Luminoso surgió en un claustro universitario, en la Universidad San Cristóbal de Huamanga, la segunda universidad más antigua de América, fundada en 1667.
Está afincada en la ciudad de Huamanga, la capital del departamento de Ayacucho, una localidad que, en el tiempo del esplendor colonial, sirvió como villa de descanso en la ruta hacia el Cusco y las minas de Potosí. Desde entonces ha conservado hermosas casonas coloniales, treinta y tres iglesias y una celebración de la Semana Santa que convoca a millares de visitantes por su enorme similitud con la de Sevilla, en España.
La universidad se mantuvo cerrada por décadas hasta su reapertura en el fulgor de los años sesenta. Se reabrió con gran auspicio y arribaron a sus aulas importantes intelectuales peruanos. Sin embargo, los aires revolucionarios que en esa década impregnaron al país y la guerrilla de 1968, trajeron abajo el proyecto académico y, en su lugar, ganaron espacio movimientos de prédica marxista luego copados por el maoísmo.
Fue el tiempo en que era usual encontrar en los patios, en las aulas y en los puestos de venta de los alrededores, una profusión de libros y folletos con las lecciones de Mao Tse Tung y las ediciones siempre actualizadas de Pekín Informa leídas como si fuesen boletines de vida para el día a día.
Hacia 1964, arribó un sombrío profesor arequipeño llamado Abimael Guzmán Reynoso, y bajo su influjo se gestó uno de los movimientos terroristas más sanguinarios que la historia registra. Surgió bajo la protección de las aulas universitarias y se refugió en el amparo de la autonomía universitaria, de modo que sus fanáticos militantes, tras perpetrar atentados mortales, asesinatos de autoridades o miembros de las fuerzas del orden, ingresaban a la residencia de estudiantes para escapar al asedio policial y descansar con tranquilidad.
Ese recurso de usar las instalaciones universitarias, se convirtió luego en una estrategia de Sendero Luminoso y cuando lanzaron sus acciones subversivas empezaron por copar las universidades nacionales. Su presencia más activa se dio en la más poblada universidad del país, San Marcos, y en las universidades de Ingeniería y La Cantuta.
Las tres con alumnado de clases baja y media emergentes, numerosa presencia provinciana y un detalle de rigor: todas concomedores y residencias estudiantiles funcionales para los objetivos políticos y militares del terrorismo. En las residencias estudiantiles se llegó a niveles de tugurio para dar cumplimiento a la consigna de albergar a la banda senderista cuando la guerra interna, a inicios de los noventa, se trasladó definitivamente a Lima.
Aparte de esas evidentes razones, las universidades se convirtieron en un elemento crucial de la estrategia antiterrorista por un episodio personal sufrido por Alberto Fujimori.
En una visita realizada a la politizada universidad de La Cantuta, cuando tenía poco meses como gobernante, Fujimori fue recibido con una ruidosa manifestación en contra. Desde la muchedumbre volaron piedras y una de ellas impactó con fuerza en su espalda, haciéndolo trastabillar y obligándolo a retirarse con custodia policial. Sendero Luminoso mandaba en ese territorio y expresó abiertamente su rechazo a la presencia del poder oficial.
Para Fujimori el evento quedó marcado de modo indeleble. No solo por la agresión a una investidura presidencial que llevaba con solemnidad y cuya jerarquía hacía valer donde fuere, sino también porque al haber sido rector de la Universidad Agraria, registró el vejamen a su condición de maestro universitario. Por último, si algo más debe sumarse al episodio, es su concepto
oriental del honor. Y ese, en su caso, no es un dato menor. Meses después, un operativo militar dio lugar al llamado Caso La Cantuta: nueve estudiantes y un profesor de ese centro de estudios, sospechosos de terrorismo, fueron secuestrados y ejecutados extrajudicialmente.
El otro flanco era el de las cárceles. Si bien se logró apresar a un importante grupo de dirigentes terroristas, el efecto paradójico fue perder el control de los presidios. Concretamente, en el penal de Cantogrande los terroristas establecieron la Luminosa Trinchera de Combate, nombre bajo el cual empezó a operar la dirigencia senderista desde el encierro.
Los pabellones asignados a los terroristas pasaron a tener reglas y hábitos establecidos por ellos, las paredes lucían enormes retratos de su líder Abimael Guzmán y, por inconcebible que parezca, introdujeron material de construcción para modificar la estructura del local añadiendo paredes, parapetos y resguardos a las celdas.
Las reuniones doctrinarias, la organización de planes, los cánticos y las consignas eran parte de una rutina con horarios establecidos por los jefes de los prisioneros. En julio de 1991, un reportaje de la BBC de Londres mostró escenas inauditas: en el patio del presidio, con impecable orden militar, desfiló ante las cámaras una fanatizada militancia luciendo impecables y severos uniformes, banderas rojas con la hoz y el martillo y entonando cánticos en celebración de los años de terror inflingidos al Perú desde 1980.
Al compartir un mismo ámbito los líderes y los militantes capturados, la Luminosa Trinchera de Combate pasó a tener una función de suma importancia
para la organización subversiva: estudiaban, planificaban y ordenaban los atentados terroristas desde el presidio. En cada visita de los familiares –sin control ni verificación de un real vínculo familiar–, se entregaban los planes de ataque no solo de modo verbal sino con órdenes escritas y detallados esquemas.
¿Cómo lograron semejante impunidad?
¿Cómo ingresaron cemento, arena y pintura para modificar los ambientes de su cautiverio?
¿Cómo franquearon los controles para tener centenares de uniformes y banderolas?
¿Cómo consiguieron convertir en zona liberada un lugar que, por definición, debe tener rígida vigilancia?
Lo hicieron con las mortíferas argucias de la amenaza, la imposición del miedo y la corrupción.
Desde el jefe del penal hasta el último de los guardias, se extendía el hilo pavoroso de una advertencia: sus vidas, o las de sus familiares, estaban en riesgo de muerte si impedían el señorío de los senderistas en las cárceles. También, para agilizar ciertos trámites o apurar determinadas situaciones, jugó su papel de siempre el dinero. En ese tiempo, la alianza con el narcotráfico le proveía fondos a Sendero Luminoso.
Era una situación humillante. Militares y policías contemplaban desde la impotencia que arriesgar el pellejo para lograr capturas de importancia, no servía de nada. En las propias narices de la supuesta autoridad, el enemigo planificaba y ejecutaba violentos actos para destruir la vida cotidiana del país.
Lo cierto es que las cárceles y las universidades, eran símbolos de la autoridad perdida por el Estado y escenarios convertidos en bastiones del senderismo. Por eso, para el régimen fujimorista, fueron espacios obligados a recuperar. Era una cuestión de principio de autoridad, pero también, y sobre todo, una necesidad de eliminar focos desde donde provenían letales acciones.
Ambos lugares fueron escenarios de duros golpes asestados al terrorismo, pero utilizando acciones cuestionables desde elementales principios de humanidad. Uno de esos hechos, la matanza de la Universidad La Cantuta, ha sido materia de múltiples indagaciones y denuncias, pero hay otra cuya historia se mantuvo en silencio y nunca fue revelada: la matanza del penal de Cantogrande. El detalle de esa historia desnuda el signo de las implacables decisiones del gobierno en aquellos días.
Por: Umberto Jara
Editado por pegaso125
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