La CVR, luego de haber investigado por más de dos años las causas, consecuencias y secuelas del
conflicto, ha establecido que más de 69 mil peruanos sufrieron graves violaciones a sus derechos
humanos, siendo la sierra sur central, la que registra el mayor número de víctimas entre
desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente, sin contar el cuantioso daño económico que ha
perjudicado el crecimiento de nuestra economía.
Este trágico acontecimiento que ha enlutado a miles de peruanos y peruanas surge en los años
ochenta cuando Sendero Luminoso inicia su primera acción armada el 17 de mayo de 1980 con la
quema de ánforas en la localidad de Chuschi (Ayacucho). La reacción del Gobierno de ese
entonces fue –sólo- minimizar dicho acto y los subsiguientes, encargando a la Policía Nacional
hacer frente a los “desquiciados mentales” o “delincuentes comunes”, como los llamaba en esa
época el presidente de la República, Belaúnde Terry. Poco tiempo después, con la incursión
armada de Sendero Luminoso (SL) en la cárcel de Huamanga en 1982, el Gobierno, al verse
rebasado por el accionar y expansión de SL, con anuencia del Congreso y de importantes sectores
sociales, autorizó el ingreso de las Fuerzas Armadas a las zonas declaradas en emergencia a través
de diversos decretos supremos
El 28 de diciembre de 1982, Ayacucho, principal escenario del conflicto, fue una de las primeras ciudades en la que se instaló el Primer Comando Político Militar, al mando del General Clemente Noel Moral.
Desde esa fecha, la población ayacuchana fue condenada, no sólo a ser testigo de una cruenta guerra entre dos sectores:
las Fuerzas Armadas y SL; sino que además, fue la principal víctima de los “excesos” de ambos
bandos por más de 13 años.
Durante la permanencia de los Comandos Políticos Militares en Ayacucho se perpetraron graves violaciones a los derechos humanos de cientos de ayacuchanos. Las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales de personas que presuntamente eran colaboradores o cabecillas de SL se acrecentaron masivamente durante la primera década de los ochenta.
Tal es así que la Comunidad Internacional reiteradamente mostró su preocupación por la situación peruana . Pese a ello, las violaciones a los derechos humanos y las infracciones al derecho internacional humanitario por parte de las fuerzas del orden y los grupos alzados en armas, no cesaron. Frente a las denuncias de las víctimas y familiares de víctimas ante la administración de justicia, éstas, poco o nada
pudieron hacer. Los comandos políticos militares se habían erigido como autoridad máxima, y
negaban todo tipo de información que conllevara a establecer el paradero de las víctimas que se
reportaban como desaparecidas, así como la identificación de los oficiales responsables de estas
desapariciones, ejecuciones extrajudiciales y masacres.
Los pocos casos que fueron llevados ante la justicia penal, terminaron con sentencias absolutorias,
o con la sustracción de los inculpados por el Fuero Castrense, en las llamadas contiendas de
competencia entabladas por la Justicia Militar, todas ellas, con la finalidad de excluir de
responsabilidad a los oficiales involucrados en las graves violaciones a los derechos humanos.
Esta etapa de violencia e impunidad se ejemplifican por los pocos casos que salieron a luz y que
pusieron en tela de juicio las obligaciones del Estado peruano frente a las graves violaciones a los
derechos humanos, es decir, su obligación de investigar, procesar, sentenciar y reparar a las
víctimas de estas graves violaciones.
El Estado no sólo incumplió estas obligaciones, sino que además, garantizó desde su estructura- la impunidad de estos crímenes, desconociendo los derechos fundamentales de miles de personas que
fueron víctimas de la puesta en marcha de una equívoca estrategia de lucha contra la subversión que trajo consigo el desden por la vida humana de los más pobres, discriminados
y excluidos del país.
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