De cómo el autor creyó haber resuelto su problema
Luego de intentos varios, frustrados todos, decidí confiar mis problemas al lector a través de un epígrafe del tipo «¿Cómo hace uno para empezar a escribir un texto cuando hacerlo, con el paso de los años, le resulta cada vez más difícil?»
Para mi fortuna, un cierto pudor hizo su tarea y, con su ayuda, «descubrí» que el origen de mi problema –me refiero al de ahora– era otro: las conversaciones que me comprometieron a escribirlo.
Si entendí bien, aquello que la voz de «Cancho» Larco propuso en el teléfono era reflexionar sobre por qué las respuestas políticas de los peruanos, ante las frustraciones del presente y las incertidumbres del futuro, nos devuelven a lo que denominó «las alternativas del pasado».
Argumentó para ello que, a poco de iniciado el nuevo gobierno, Fujimori y García superaban largamente el nivel de aprobación de Toledo en las encuestas de opinión. Luego, sonriente, aventuró que si García en el pasado cedió el paso a Fujimori y éste –después del corto interregno de Paniagua– a Toledo, no era improbable entonces la reversión del curso político del país de modo que el futuro, entre nosotros, no sería sino otro nombre del pasado.
Algo hubo, sin embargo, en el tono de su voz o en la relación que propuso entre el recurso al pasado de los peruanos, el retorno al presente de los políticos y el giro regresivo de la política que me pareció, por decirlo de algún modo, «melancólico». Como esta palabra evoca en mi diccionario personal la lenta destilación del sentido de los años, me puse a pensar -mientras lo escuchaba-, si el retorno al pasado sugerido por Larco definía el tiempo de la política entre nosotros. Fue entonces –precisamente cuando uno de mis otros «yo», el cauto, aconsejaba desentenderme de este tipo de asociaciones pues, según él, nada es más aversivo a la política que la melancolía– que cometí el fatal error de recordar mi antigua certidumbre de que la política había dejado de ser, mucho tiempo atrás y no solo en el Perú...lo que fue.
Antes que ese recuerdo realizara su obra -extraviarme en los territorios (por razones obvias) cada vez más vastos de mi memoria-, intenté defenderme. Para ello decidí objetar uno de los supuestos políticos aparente, o realmente, implicados en su argumentación, esto es que el eventual regreso al poder de cualquiera de los personajes que citara -en tanto que «retorno al pasado»-, significaría efectivamente lo mismo. Casi de inmediato, sin embargo, descarté esa objeción.
No porque me faltaran razones para fundamentarla sino porque, desafiado por su percepción de que es la política la que retorna al pasado volví a escucharme, otra vez, argumentando que, tanto o más que los políticos, lo que retorna a ella –y con ella– son los problemas que no puede resolver ni intenta enfrentar, entre otras razones, porque no los puede reconocer: la levitación de los políticos, la desconexión de sus partidos con la diaria realidad de «sus» representados, las interminables transiciones a la democracia, las recurrentes crisis de la gobernabilidad, etc., etc.
Para estar seguro, sin embargo, de que todo ello habitaba en la cuestión que Larco me planteara decidí llamarlo, no sin antes preguntarme cómo hacerlo, de modo de confirmar mi sospecha. Como no encontré fórmula mejor que el deliberado ejercicio de la timidez, apenas lo tuve en el teléfono y luego de las fórmulas de costumbre, le insinué que no sólo regresaban los políticos. Nada fue más letal que su respuesta, pues ella me instaló, definitivamente, en los predios de mi propio laberinto Si recuerdo bien –uno nunca sabe– lo que me dijo fue algo así como: «Carlos, todo parece regresar al pasado en el Perü».
Y digo laberinto porque, ¿cómo podía yo hacerme cargo de todos los asuntos que sentía implicados o entrevistos en sus preguntas y expresiones? A partir de ese momento, intentando encontrar las formas de abordar esas cuestiones busqué, entre el desorden de mis papeles y los registros de libros no escritos, aquellos apuntes y notas que concurrieran en mi auxilio.
Fue así como me sorprendí leyendo antiguas reflexiones sobre una variedad de temas que vinculaban, de algún modo, el tiempo, la vida diaria y la política: los complejos efectos que, en nuestras relaciones sociales y experiencias personales del tiempo, genera la pertenencia a un país cohabitado por diferentes tiempos históricos; las contradictorias orientaciones que regulan las percepciones del tiempo de las multitudes en las calles y del personal profesional de la política; las relaciones entre el secuestro internacional de facultades decisivas del Estado, el divorcio en el país del poder y la política, y de ambos y la nación, la falaz identificación del poder con sus ropajes y la progresiva irrelevancia de los políticos y la política; la gradual conciencia mundial de la identificación de la representación política (en la «democracia») y de la plusvalía (en el capitalismo) como dos funcionales y complementarias mecánicas de expropiación: de las decisiones del ciudadano, en la primera, y de la riqueza del trabajador, en el segundo; ...en fin.
Para mi fortuna, cuando mi «yo cauto» advirtió que no sólo leía sino que me empeñaba en desarrollar esos apuntes, ingresó violentamente en mi conciencia, por cierto, sin tocar la puerta. Lo que me dije luego fue algo así como lo siguiente: «Cancho» no espera que le escribas un libro; los días pasan y debieras reconocer que cada vez te pones más ansioso porque sabes que no vas a cumplir con entregar tu texto a tiempo; repara en que si te sientes tan «tomado» por lo que te dijo fue porque tú y él, sabiendo que la política se organiza en torno a intereses, pertenecieron a generaciones en las que ella involucraba, también, valores, ideas, pasiones y, sobre todo, transformaciones; recuerda también que, al proponerte el tema, agregó que «nada en el Perú se renueva o cambia» por lo que, si lo quieres y te quieres, no te le limites a escribir sobre el vuelco de la política al pasado sino que intenta dotar de algún sentido a la secreta ilusión que comparten de que algo, o mucho –no importa-, pueda, efectivamente, cambiar en el país; finalmente, me sugirió no olvidar que lo más probable era que al lector no le interesaran lo que llamó «tus paltas personales», sino leer algo directamente vinculado con lo que ocurre hoy.
Pero no sólo dijo eso, sino que me sopló al oído la idea –el tipo es oportunista y manipulador– de comenzar describiendo el presente como un retorno al pasado, valiéndome para ello de mi convicción de que no es la gente la que elige el retorno, sino que ello le es impuesto por el enfoque y la forma en que el gobierno gobierna. Luego, insistió, descubre o inventa la presencia de lo nuevo en el Perú de hoy. Finalmente, después de criticarme por haber agotado buena parte del espacio disponible, me aconsejó no arriesgarme formulando pronósticos.
Pues bien, enterado está el lector de cómo creí haber resuelto mis problemas.
El retorno del pasado o la adopción, por el gobierno, de una tesis conocida.
Si bien comparto la idea del retorno de la política al pasado, disiento de la manera en que Larco parece entenderla. No es que la gente elija ahora «las alternativas del pasado» –digamos- por su «pasadismo» sino, más bien y curiosamente, por su «presentismo».
Tal como la entiendo, la mecánica psicopolítica puesta en ejercicio por la gente se inicia a partir del momento en que se siente obligada a evaluar el presente político con la materia simbólica de las ilusiones promovidas, las promesas creídas o las esperanzas depositadas. Si lo que esa evaluación arroja es la percepción de nuevos deterioros en sus condiciones de vida o la pérdida del capital de ilusiones invertido, le será inevitable constatar, por una parte, que el presente no es el esperado y preguntarse, por otra, qué lo diferencia del pasado. Cuando la diferencia del presente y el pasado se vuelve brumosa y, simultáneamente, empieza a percibirse el aire de familia que los emparenta, la gente es instalada definitivamente...en el pasado.
A partir de ese momento, la comparación se establece entre dos tipos de pasados: el «real» –el que fue- y aquél que la gente sabe oculto bajo el ropaje del presente. A su turno, el rechazo de éste, por las frustraciones que produce, la dispone entonces a elegir, o inventar, aquella etapa pasada en que, según sus experiencias, se sintió «algo mejor».
La abstrusa interpretación anterior permite explicar el inicial argumento de Larco, pero afirmar también que el retorno al pasado, no siendo resultado de la elección de la gente, le es impuesto por un presente que, organizado desde las alturas de la política y su gobierno, camufla apenas ciertos rasgos decisivos del pasado.
Veamos ahora si puedo hacer verosímil esta interpretación. Para ello, recordando lo que he señalado en otras ocasiones, deberé mostrar que el gobierno opera con un enfoque y estrategia del pasado, y que éstos son los principales responsables de los retornos que Larco advirtiera, como de aquéllos que agregué luego. Regresemos -ahora sí- a lo ocurrido en el país.
Según mi opinión, el origen de los extravíos del gobierno se encuentra en la simultánea adopción y adaptación que hace de la conocida tesis del «Fujimorismo sin Fujimori», que alentaran las organizaciones políticas y empresariales de las clases altas y medias-altas limeñas en los años finales de los noventa. Como se sabe, lo que con ella se propuso para salir de la dictadura fue la cohabitación de la organización neoliberal de la economía y la organización democrática de la política.
La aplicación de dicha tesis obligaba al gobierno a preservar la separación e incontaminación de ambos dominios institucionales, de modo que uno y otro funcionaran independientemente, según sus propios formatos de reglas, actores e intereses. Para ello, no encontró mejor fórmula que afirmar, en el primero de ellos –la economía-, el carácter inamovible de las reglas neoliberales: rol residual del Estado, escrupuloso pago de la deuda externa, privatizaciones, contratos de estabilidad tributaria, etc. Va de suyo que la preservación de tales reglas impone privilegiar, en las decisiones gubernamentales, los intereses de los inversionistas extranjeros, las corporaciones transnacionales aquí radicadas, los organismos multilaterales, los bancos de inversión, en suma, la lógica de la globalización neoliberal.
Como contraparte, el gobierno se obligó a respetar, en el segundo de esos dominios –la política–, las reglas de la democracia liberal, vale decir la carta constitucional, el juego de partidos, la autonomía de los poderes públicos y, en especial, del Parlamento, las libertades básicas etc., y a promover variados mecanismos de concertación político-social con la participación, en ellos, de organizaciones de la sociedad...siempre y cuando, claro está, la dinámica y decisiones de sus actores políticos y sociales no cuestionaran las reglas inamovibles de la economía y los intereses de los actores que la gobiernan.
De lo señalado se desprende, creo claramente, que la propuesta por el gobierno no es la cohabitaciön paralela y horizontal de ambos órdenes institucionales sino una de tipo jerárquico, que concluye subordinando la política a la economía y la democracia al neoliberalismo. La inevitable consecuencia de ello es la erosión del régimen político y la degradación de las condiciones de vida de los ciudadanos.
En efecto, el fundamento básico de la legitimidad del régimen democrático y de la representatividad de sus actores se encuentra tanto en el consentimiento o apoyo que le prestan los ciudadanos, como en la certidumbre de éstos de que es a través de sus reglas, o por intermedio de sus representantes, que obtendrán los bienes materiales y simbólicos que precisan para vivir humanamente. Por esa razón es que los ciudadanos y sus organizaciones emplean su plataforma de necesidades y demandas como criterios de evaluación del régimen y sus representantes. Como los lectores conocen el peso que en esa plataforma tienen las necesidades de empleo e ingresos y las demandas de reconocimiento y equidad, no insistiré ahora en ello.
Se observará entonces que, al estatuir la primacía e inamovilidad de las reglas neoliberales de la economía, lo que el gobierno concluye haciendo es desconocer las capacidades del régimen político, sus actores representativos y los ciudadanos organizados para decidir sobre ellas. En la medida en que son esas reglas las que orientan la política económica –de la cual depende la satisfacción de buena parte de las necesidades y demandas de la población–, se erosionan y devalúan aceleradamente las reglas y actores del régimen político, pues la experiencia diaria de la gente termina revelándole su crucial irrelevancia, al menos en lo que hace a su imperativa necesidad de obtener los bienes que precisa –en las condiciones del país– ya no para vivir humanamente, para sobrevivir.
Lo irrisorio del enfoque del gobierno es que supone la existencia de una contraparte real de la separación e incontaminación teórica de ambos dominios, inadvirtiendo que la población habita simultáneamente en uno y otro y que, por tanto, si no encuentra respuestas a sus necesidades y demandas en la economía, las traslada a la política.
Como en ambos ámbitos la respuesta es la misma –el silencio, la indiferencia o la mecida- ¿cómo puede sorprenderse entonces de las movilizaciones y protestas de la gente o del uso, para ello, de sus propias organizaciones? Tanto o más preocupante que ello es el gradual desplazamiento del gobierno de su real o pretendido enfoque liberal e institucionalista de la democracia pues, como lo revela la experiencia, ésta no parece operar más entre nosotros, como constataba Teivanen, sobre la regla de un ciudadano = un voto, sino sobre aquélla de un dólar = un voto.
Por todo lo anterior, me reitero en la idea que la levitación del gobierno, su ceguera ante la realidad, su incapacidad para reconocer y prever los acontecimientos o la tardanza extrema de sus eventuales reacciones, lejos de ser casuales, son la más directa expresión del entrampamiento ideológico y político en que se encuentran el presidente –más allá de las «particularidades» de su personalidad– y el personal que lo acompaña en el gobierno. Proseguir por ese camino, en las condiciones en que se encuentra el país, incrementará su notoria ingobernabilidad, dispondrá al empleo por el gobierno de medidas crecientemente autoritarias y hará peligrar el régimen que opera aquí bajo el nombre de «democracia».
De la presencia de lo nuevo
Sólo la presencia de lo nuevo nos permite advertir hoy, luego de muchos años, la posibilidad de una reconfiguración de la política en el Perú. Predio del pasado, ella se ve confrontada ahora por la emergencia del presente. Acaso por esa razón los nuestros son experimentados, simultáneamente, como tiempos de crisis y de víspera. Vano será, sin embargo, el intento de reconocer esa posibilidad si nuestra mirada queda presa en las alturas, pues sus portadores provienen de espacios geográficos y sectores sociales invisibles para las clases altas y medias que colonizan el mundo oficial de la política.
Debiendo ser breve, porque agotado está el espacio para registrar todas sus expresiones, me limitaré en lo que sigue a dar cuenta de las que me parecen evidentes. Me refiero, en primer lugar, al surgimiento de un nuevo sentido común encendido en la fragua de las protestas y a las críticas al neoliberalismo como a los límites de la democracia realmente existente. Pero me refiero también a la emergencia de nuevos actores socio-políticos enraizados, como nunca antes, en los movimientos del interior del país y liderados por diversas combinaciones de dirigencias de frentes regionales y autoridades de los municipios provinciales y distritales. Tan nuevo como ello es el hecho de su relativa, pero cierta, autonomía respecto a los partidos políticos, aunque más importante aún es reconocerlos dotados de la capacidad y el poder suficientes para replantear e innovar, con el contenido de sus demandas, la agenda política del país.
Conviene observar igualmente el desarrollo por ellos de un discurso crecientemente unificador, que asocia el cuestionamiento de las privatizaciones (no necesariamente de la inversión extranjera) con las demandas de reestructuración de la deuda externa y de los contratos de estabilidad tributaria. Dato no menor, ese discurso excede, con largueza –al menos hasta ahora–, los límites ideológicos y políticos que se autoimponen los actores partidarios. Pero incorpora también, bueno será advertirlo, una radical opción por un tipo de descentralización, no sólo político-administrativa sino económico-productiva, que les permita enseñorearse en la conducción autónoma de su propio desarrollo.
Pero cualquier descripción de lo nuevo debe hacer un lugar, igualmente, a las modificaciones que introducen los emergentes sentidos comunes, actores sociopolíticos y discursos en la situación política global del país. Como en el caso anterior, me limitaré a un incompleto catálogo de las mismas. Comenzaré por señalar que uno de los efectos de estas nuevas presencias es la posibilidad que abren a un nuevo desarrollo de aquel espacio de encuentro, y acción conjunta, de los actores regionales, las organizaciones de trabajadores urbanos y rurales, y aquellos grupos de promotores, investigadores e intelectuales que, a contracorriente de los tiempos, permanecieron leales a sus antiguas convicciones. Me refiero, por cierto, a CONADES.
Este foro puede ahora, sin mengua de sus actuales roles sino como extensión y profundización de éstos, asumir la tarea de impulsar y coordinar esfuerzos para la elaboración de un proyecto alternativo de desarrollo y del conjunto de políticas que lo expresen.
Otra de esas consecuencias, ahora en el mundo de la representación política, es la cada vez más clara conciencia en las bases y dirigencias del APRA, como en las organizaciones políticas de izquierda, de las tensiones que le son impuestas por las conflictivas alternativas de preservar su rol representativo de los intereses populares y, simultáneamente, seguir contribuyendo al sostenimiento del gobierno. Agreguemos a todo ello el entrampamiento de los mecanismos oficiales de concertación política y la generalizada percepción del traslado del conflicto entre el gobierno y los movimientos populares del interior, al seno mismo del Estado –poder ejecutivo-gobiernos regionales-, una vez realizadas las elecciones de noviembre. Siempre y cuando, por cierto, esos conflictos no se resuelvan en los próximos meses.
Finalmente, aunque ahora no por razones «internas», la evolución de la situación política del país –tensada ya por la crisis en las alturas y nuevas movilizaciones populares– será severamente condicionada en los próximos meses por la imperial política del gobierno norteamericano en la región y los conflictos que se susciten, en caso de un eventual triunfo de Lula, entre dicho gobierno y el Brasil, en circunstancias en que se acentúa notablemente la guerra en Colombia y se extiende la crisis en la mayoría de los países sudamericanos.
Concluyendo
Debo ahora concluir.
Lo que observo hoy en el país es que la mayoría de los peruanos, si bien parecen «elegir el pasado» en las encuestas, protagonizan lo nuevo en las calles. Probablemente por ello, el pasado instalado en la política se ve sacudido ahora por la emergencia del presente. Se abre así la posibilidad de una efectiva reconfiguración del formato de la política entre nosotros. No sé si ello ocurra. Ni siquiera sé cómo se combinaron ilusiones y observaciones en el recuento de lo nuevo. En todo caso, insistir en esa combinación acaso ayude.
Por: Carlos Franco
Editado: por pegaso125
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