UNA POSICION DESDE LA PROVINCIA

9/11/2002

¡ERUPCIONÓ AREQUIPA¡

Después de 52 años el León del Sur volvió a rugir. La protesta de toda la ciudad de Arequipa en contra de la privatización de las empresas eléctricas Egasa y Egesur, alcanzó niveles nunca antes registrados en nuestra convulsa historia contemporánea. 



El saldo: por un lado, Toledo tuvo que dejar su tozudez y suspender la venta ya hecha de las empresas; aceptar la renuncia del ministro del Interior, Fernando Rospigliosi, que puso en jaque al ya mellado gabinete y resignarse a una mayor caída de popularidad (15%) que hace frotar las manos a quienes creen que el toledismo tiene los días contados; pero, por otro lado, vemos el resurgimiento de actores en la política nacional con olor a Perú profundo, que obliga a todos y no sólo al gobierno a replantear la forma de construir la democracia en nuestro siempre imprevisible país.

Los hechos

El 13 de junio Arequipa vivía el quinto paro departamental decretado por el Frente Amplio Cívico de Arequipa (FACA), conglomerado que reúne a viejos políticos revividos con el toledismo, y otros nuevos como Juventud Socialista, que no esconden su deseo de materializar la consigna «con marchas te pusimos, con marchas te sacamos», recordando así el protagonismo que tuvo la ciudad en el derrumbe del fujimorato, especialmente con la Marcha de los Cuatro Suyos y el posterior 70% de votación a favor de Toledo.

El punto central del Frente fue la oposición a la venta de Egasa y Egesur, empresas conocidas antes como Charcani y que el pueblo arequipeño siente suyas. La protesta crecía al recordar la imagen de un Toledo que en mayo del 2001 preguntaba risueñamente a la multitud del Paraninfo de la Universidad San Agustín, «¿quién ha dicho que vamos a venderlas?», y firmaba un acta prometiendo no tocarlas. Sin embargo, luego la «olvidó» y anunció la privatización «aunque se alborote el gallinero»,aumentando así la ira del FACA que respondía con nuevos paros que empezaron a cansar a la población, pues nada se lograba con ellos y más bien se afirmaba la idea de que en el fondo de lo que se trataba era de vedetismo político, dada la cercanía de las elecciones municipales y regionales.

Sin embargo, el paro programado para el 13 de junio era especial, pues se produciría la víspera de la apertura de sobres del único postor de esta venta, el consorcio Tractebel, a lo que se sumaba la huelga de hambre edil encabezada por el alcalde provincial Juan Manuel Guillén Benavides, quien presentó una acción de amparo aceptada por el Poder Judicial declarando nula la venta, desatando con ello la alegría mistiana y la ira del ministro de Justicia, Fernando Olivera, quien amenazó con denunciar al juez que había aceptado la demanda.

El 14 de junio, la ciudad amaneció expectante creyendo que el paro del día anterior, la huelga de hambre de sus alcaldes y la acción legal ganada iban a desanimar o menguar el apetito privatizador del gobierno. Fue todo lo contrario. La televisión transmitió la venta de Egasa y Egesur, y las últimas imágenes mostraban a un impávido Ricardo Vega Llona, presidente de ProInversión, felicitando al consorcio belga como al nuevo dueño de las empresas. Como impulsados por un resorte, un grupo de manifestantes se apoderó de los campanarios de la Catedral y empezó el repique llamando a la población. El León del Sur empezó a rugir.

¡Arequipa revolución!

«¡Arequipa revolución!, ¡Urgente, urgente, otro presidente!», eran las consignas que ensordecían la ciudad. A medida que se congregaba más gente en la Plaza de Armas, se agitaba el «¡Ahora que digan que somos minoría!», en clara alusión y respuesta al ministro del Interior, quien dijo que «sólo unos muertos de hambre se oponían a las privatizaciones en Arequipa». Cerca de las tres de la tarde, llegaba un gigantesco piquete de alumnos del Colegio Independencia Americana a los gritos de «¡Toledo y Odría la misma porquería!», rememorando así la gesta de 1950 que removió los cimientos del ochenio odriísta y que se inició justamente en sus aulas.

A la quema de llantas, desadoquinado y levantamiento de barricadas, se sumó una inusitada violencia que arremetió contra entidades públicas y privadas. La lluvia de bombas lacrimógenas de la policía contra los manifestantes, y el cierrapuertas inmediato de tiendas y centros de abastos evitaron los saqueos. Sin embargo, el ánimo de la población hervía más a medida que se informaba de la soberbia gubernamental; así, cuando se enteró de que llegaban refuerzos policiales de Lima, arremetieron contra el aeropuerto obligándolo a suspender sus servicios y varando allí a cientos de turistas nacionales y extranjeros.

La noche del domingo 16 la agitación se calmó cuando los medios transmitieron un «Mensaje a la Nación» del primer mandatario. La tranquilidad duró poco, pues al fin del mensaje la sensación reinante en la población era que el gobierno central le declaraba la guerra al pueblo arequipeño con el Estado de Emergencia y la militarización de la ciudad. Por las principales emisoras desfilaban mares de gente que invocaban por nuevas medidas de lucha como los cacerolazos y llamaban a los reservistas, jóvenes y en general a toda la población a pertrecharse aunque fuera con piedras para iniciar la resistencia; las mujeres organizaban la forma de dar abrigo y alimento a las ya imaginadas tropas, y no faltaron los delirantes pedidos de declarar la vacancia presidencial o iniciar negociaciones ante la ONU para crear la República Independiente de Arequipa.

¿Solución o claudicación? Lecturas a modo de conclusión

El lunes 17 arribó a la ciudad una comitiva encabezada por el ex arzobispo Fernando Vargas Ruiz de Somocurcio. El miércoles 19, tras largas horas de discusión y en medio de una ola de protestas que se extendían por Puno, Tacna, Ilo, Moquegua y Cusco, llegando hasta Loreto, lo que hacía prever una crisis inmanejable, el gobierno, raudo, anunciaba al país la suscricción de la Declaratoria de Arequipa. Allí, junto con otro mensaje presidencial, el gobierno daba marcha atrás, se comprometía a desagraviar al pueblo arequipeño, suspender la venta de las empresas eléctricas y acatar la decisión del Poder Judicial en torno al tema.

Esa noche la Plaza de Armas volvió a llenarse de miles de arequipeños, pero ya no para luchar y resistir sino para vibrar ante el «Entonemos un himno de gloria». Pero la alegría no era total, pues a pesar de que el ministro del Interior había renunciado, el de Justicia continuaba en el cargo ante el pedido vergonzoso del propio mandatario. El orgullo arequipeño seguía herido y advertía que no bajaría la guardia.

La primera lectura de estos hechos no puede ocultar su despectiva postura centralista. Según ésta, Arequipa ha celebrado una victoria pírrica, pues no sólo sacrificó la vida de dos estudiantes, sino que también terminó con su ciudad destrozada, con pérdidas que bordean los 30 millones de dólares y, lo más grave, ha desperdiciado la valiosa oportunidad de alcanzar el desarrollo al impedir que los 165 millones de dólares, es decir el íntegro de la venta de las empresas eléctricas, se inviertan en la Ciudad Blanca, cosa incomprensible para los liberales del país, mucho más cuando descubren que Arequipa, la segunda ciudad del Perú, desde hace años no recibe grandes inversiones, tiene un parque industrial convertido en cementerio y sufre los índices más altos de recesión y desempleo. 

Sin embargo, los arequipeños tienen otra visión: con su protesta han hecho sentir no sólo el orgullo o dignidad de un pueblo, esa cosa indescriptible que escapa de cualquier razón instrumental, sino que son parteros de una nueva conciencia cívica que marcará el inicio del fin de ese estilo pernicioso de la política peruana basado en la cultura de la mentira, de la demagogia fácil o, lo que es peor, de la criollada o pendejada centralista que contagia y corrompe incluso a los cholos telúricos. Es decir, la cultura contra la economía.

También se ha dicho que la solución al problema no es tal porque no es producto de la negociación sino de la fuerza bruta de la protestocracia, lo cual demostraría una total debilidad e incompetencia del gobierno que sólo se solucionaría con otro gabinete y, por qué no, adelantando las elecciones generales. No podía esperarse menos de quienes creen que imposible reemplazar la histórica cultura de las patadas por la argumentación dialógica. La izquierda radical y la viviente mafia fujimontesinista aplauden silenciosamente esta postura.

Pocos han advertido que tras esta crisis el gobierno puede convertir la debilidad en una fortaleza signada, primero, por el reconocimiento de una sociedad civil que reclama su justa cuota de poder para sentirse integrante y no divorciada del Estado. Probablemente Arequipa se convierta en un ejemplo a seguir para otras regiones y eso obliga al gobierno a aceptar que al interior del país también existe un nivel de ciudadanía que, con nuevos modos de organización, es más informada, vigilante y fiscalizadora. Esto plantea subrayar en la agenda gubernamental, segunda tarea, el tema del diálogo y del inicio de una democracia más participativa y no sólo representativa. Sería mezquino desconocerle al gobierno su intento de crear espacios de diálogo que antes no existieron, pero esto mejoraría si deja de considerar a las provincias sólo como lugares donde hacer «visitas de médico» y entregar los resultados que los burócratas decidieron en Lima. Recordemos que el sur aún está sensible porque la ayuda gubernamental para su reconstrucción después del devastador terremoto del año pasado, sigue llegando tarde o nunca.

Finalmente, aceptando que ha sido la incomunicación la raíz de tanto problema, como lo ha reiterado el oficialismo, habría que recordar que, desde una óptica habermasiana, todo acto comunicativo se asienta en la búsqueda consensual de la verdad y ésta, a su vez, se sostiene básicamente en la rectitud y la veracidad. En otras palabras, una tarea inmediata de Toledo es recuperar la credibilidad y confianza que hoy tiene casi perdida; caso contrario lo de Arequipa será el ensayo de cómo acabará su gobierno.

¿Y AHORA QUÉ?

Caudillaje, liderazgo y descentralización

A pesar de que un sector de la prensa limeña la calificó como «maldición arequipeña», las encuestas posteriores aprobaron con un 70% la protesta de los mistianos y en particular de su líder, el alcalde provincial Juan Manuel Guillén Benavides, convirtiéndolo una vez más en figura nacional. Quien fuera rector de la UNSA, había llegado al municipio con una votación abrumadora, pues todos confiaban en que el filósofo «arequipeñizaría» la ciudad, luego de que ésta fuera administrada desastrosamente por chinchanos y juliaqueños.

Combatir en el tramo final al fujimorismo lo convirtió en un tentador líder regional. Cayó seducido por Toledo y lo apoyó abiertamente; luego éste lo nombraría presidente del Consejo Nacional de Descentralización, pero renunció inexplicablemente poniendo punto final al matrimonio y a su presencia en la escena nacional. En la escena local, los arequipeños empezaron a exigirle una mejor acción edil y tampoco respondió, llegando a un nivel de popularidad menor al 7%. Sin embargo, demostrando gran muñeca política, le bastó liderar las recientes protestas para levantar su imagen. Hoy, muchos en el país lo ven presidenciable.

Reiteradamente Guillén ha dicho que no quiere ni tentará ningún cargo público. En la ciudad pocos le creen, pues saben que no ha podido resistirse al placer del poder, y que incluso encabezaría una red local con legítimos apetitos políticos que traspasan las fronteras regionales. Después de él no hay nadie visible. Los líderes que crearon y activaron el FACA no han escondido sus deseos: el gobierno regional, algún municipio o, aunque sea, una regiduría.

Pero hay más. Con estos acontecimientos ha aflorado un nuevo contingente político, mayormente juvenil, que busca una identidad política que no sea la izquierda o el APRA, pues perciben que sería funesto dejarse atrapar por agrupaciones que han resurgido con el mismo discurso y actitud de hace 30 años. Además, este contingente muestra un nuevo rostro: son migrantes o hijos de éstos que vienen creando una nueva cultura local que es rechazada tontamente por aquéllos que se consideran arequipeños puros. Esto implica nuevas sensibilidades y aspiraciones que, sumadas al proceso de globalización del cual Arequipa no escapa, están aún por descubrir.

Sin embargo, hay algo que nadie discute y, por el contrario, aúna: la descentralización. Desde fines del siglo XIX y a lo largo del XX, Arequipa sentó las bases políticas y teóricas de la descentralización en el país, incluyendo protestas y movimientos sociales donde ese deseo se vuelve una necesidad impostergable. Arequipa se siente atraída por Chile, Bolivia e incluso Brasil; paradójicamente el Perú no la quiere, los gobiernos sistemáticamente la olvidan o se burlan de ella. Es en ese escenario que se levanta un nuevo movimiento que reclama a alguien que sepa reivindicar un viejo anhelo histórico combinándolo con las exigencias del presente, que tenga la capacidad de interpretar la multiculturalidad regional y, fundamentalmente la habilidad de comunicarse con ella. En otras palabras, Arequipa demanda un líder y no un caudillo, pues el primero le asegura el futuro, el otro sólo la ancla al deprimente pasado. Esa es la responsabilidad de Juan Manuel Guillén.


Por: José Luis Vargas Gutiérrez

Editado: por pegaso125